En defensa el populismo (Catarata, 2016), del pensador Carlos Fernández Liria, es un libro espinoso que busca instalarse con vehemencia al interior del debate en torno a la política española de los últimos años. Por supuesto, es también un libro abiertamente comprometido con el ascenso de Podemos, y su líder Pablo Iglesias, y sobra decir que su defensa de la ‘centralidad del tablero’ no se presta a equívocos. En efecto, en el prólogo del libro, Luis Alegre Zahonero celebra que Fernández Liria brinde su apoyo a la disputa por los nombres del enemigo, y que recupere para la izquierda nociones como democracia, ciudadano, derechos, o institución en línea con la obra elemental populista: la construcción de un pueblo. El punto de partida de Fernández Liria es volver sobre la textura del lenguaje, y desde ahí colonizar su gramática hasta efectuar un ‘nuevo sentido común’. Aunque Fernández Liria sitúa el problema en un arco de larga duración: al menos desde Platón y Sócrates, el lenguaje siempre ha obedecido al habla en el lenguaje del otro, léase del poderoso, y solo así ha sido capaz de generar escucha.
Según Liria ésta sería la lección decisiva de algunos diálogos socráticos, pero también de los sofistas, en la medida en que ambos discursos lo que se juega no es la verdad, sino su recursividad efectiva. Entonces, de la misma manera que Platón o los sofistas habrían derrumbado la verdad de los poetas, para Liria hoy no hacemos nada en decir verdades a orejas que no lograrían escucharla, puesto que son orejas que están blindadas a la verdad. Por lo tanto, es fundamental jugársela dentro de los límites impuestos por el falsum colectivo si es que se quiere llegar a un mínimo de veracidad. Pero, ¿qué nos dice esto del populismo? En una primera instancia que el discurso populista no depende de una aclamación de la verdad, y todo esfuerzo por desplegarlo en realidad terminaría atropellándose contra el blindaje que el ‘macizo ideológico’ (sic) de la mentira ha superpuesto en su economía general del sentido. El populismo tiene que entrar necesariamente a jugar el juego del sofismo. En un momento significativo para el argumento de Fernández Liria, éste recurre al relato leninista del bastón torcido que conviene citar íntegramente:
“Althusser recurría siempre a una cita de Lenin que hablaba de que para enderezar un bastón torcido no se podía sencillamente mojar la madera y atarla a una guía rectar, porque al soltar la guía el bastón quedaría menos torcido, pero seguiría torcido. Para enderezarlo, es preciso que la guía esté torcida en sentido contrario. Una idea falsa no se puede combatir sencillamente diciendo la verdad, hace falta otra idea falsa de signo contrario para que la verdad tenga alguna oportunidad. Una mentira se corrige diciendo la verdad. Pero en este mundo las ideas están impregnadas de una materialidad que pesa como el plomo, llevan adherido verdaderos sistemas de pasiones y afectos autorreferenciales y tautológicos…En esos casos, mover del sitio una mentira se parece a la tarea de intentar arrastrar un iceberg remando en una pirgua. Si hay que hacerlo es, por el contrario, para que verdad tenga alguna oportunidad en este mundo” (Fernández Liria 37-38).
Estaríamos ahora en condiciones de señalar la segunda dimensión del populismo que maneja Fernández Liria; a saber, que el populismo sería el mejor de los artificios posibles para el rendimiento de la política en un mundo de dilatada mitomanía. Y es esto lo único a lo que el populismo puede aspirar en su inserción social. Aunque según Liria es lo que debe aspirar toda política en tiempos de fin civilizatorio (sic) a causa del ascenso del principio general de equivalencia. No hay más fuera de esto (Fernández Liria 221). No se nos escapa en el fragmento citado anteriormente una cierta traslación leibniziana, donde el gesto de hipostasiar la imaginación política a una combinatoria lingüística es compensatorio de la crisis general de la política misma. Y tampoco es casual que Fernández Liria glose algunas fichas especulativas de Crítica de la Razón Política de Regis Debray, para dar cuenta cómo la maximización de la globalización, así como los experimentos por consolidar el socialismo real durante el pasado siglo, terminaron generando arcaísmos políticos y una perdurable proliferación de mitologías a contrapelo de la racionalidad moderna. De ahí que, si la política moderna de la secularización estuvo siempre caída hacia el nihilismo, entonces no queda otra opción que sostener cierta dosis de religiosidad edificante para retener cierta ‘calderilla antropológica’ (sic) contra el perpetuo ‘desnivel prometeico’ de la maquinación neoliberal. En estos trámites de compensación, la opción es solo una:
“Hace falta un populismo de izquierdas que, consiente de la necesidad de pertenencia tribal del ser humano, conocedor de que el mundo político tiene sus propios resortes y sabedor de que no se puede eliminar la superstición, sino, todo lo más, contribuir a su civilización, sea capaz de enderezar las energías populares a favor de instituciones republicanas” (Fernández Liria 159).
De esta manera, los capítulos “Razón y Cristianismo” y el epílogo “Progreso y Populismo”, apuestan a un registro mítico del populismo como interface o suplemento arcaico capaz de sostener lo mejor del Republicanismo, su ideal institucional, y estado de derecho. Estamos muy lejos, o casi en la posición contrapuesta a la invitación de José Luis Villacañas explicitada en Populismo (Huerta Grande, 2015), a la cual Liria alude, pero tan solo para subordinarla a su lógica principial de populismo. El sustento que alienta la teoría de Liria remite explícitamente a la lógica de hegemonía como vehículo monoestático para alcanzar y finalmente conquistar el llamado ‘sentido común’. Escribe Liria: “El mayor error que podría cometer un populismo de izquierdas sería renunciar a la defensa de esta objetividad republicana. Es más, esta defensa de la objetividad república es más bien lo único que puede convertir al populismo en un populismo de izquierdas” (Fernández Liria 109).
Si para Liria el populismo es más cercano a la Ilustración que al jacobinismo, no es porque tenga como referente último la legitimidad institucional y los derechos del hombre, sino porque el vaciamiento de estos principios hoy hace posible que el populismo les dispute el campo semántico a categorías de peso en la tradición. A diferencia de Villacañas, para quien el republicanismo pudiera aflorar como posibilidad poshegemónica y breakthrough del impasse del ‘momento populista’; en la defensa del populismo de Fernández Liria, el republicanismo y la institución son significantes y estructuras que permiten hipostasiar el pensamiento en nombre del sentido común en tanto hegemonía. En otras palabras, mientras que la deriva republicana de Villacañas busca pensar la política democrática para tiempos de interregno, el llamado ‘populismo-republicano’ de Liria funciona a la palestra de extender el presupuesto schmittiano de la enemistad. Este es, al fin y al cabo, la pieza última de la ‘defensa populista’, por la cual a pesar de todas las piruetas por distanciarse de Laclau – y que quizás implícitamente es uno de los flancos de un tipo de discursividad que ‘no convence’ en tiempos poshegemónica para Liria – reaparece acoplada sobre los mismos términos. De hecho, Liria no cambia nada de la matriz de la hegemonía entendida como reducción culturalista enchufada a la voluntad de poder. Veamos:
“…la hegemonía se ejerce, fundamentalmente, apropiándose de lo que solemos llamar el “sentido común”. Es allí, en el sentido común de la población, donde se produce la secreta mutación de los intereses particulares en intereses generales de la colectividad. Es por lo que los marxistas repitieron tanto eso de la ideología de una sociedad era siempre la ideología de la clase dominante…Es ahí donde se disputa lo que podríamos llamar “la ficción de una voluntad general”. Así pues, la lucha política es, ante todo, una lucha por la hegemonía, una lucha, por tanto, por instalarse en el sentido común de la población de manera que los propios intereses hagan pasar por los intereses de la voluntad general” (Fernández Liria 51-52).
El llamado a más hegemonía, a pesar de su apelación a la Ilustración o a la posibilidad republicana, desafortunadamente termina siendo una variante más del voluntarismo político propio del cierre onto-teológico, donde la estructuración del contrato social y la factura culturalista terminan por agotar las opciones de otra política. Y así, lo que solicita Fernández Liria, al igual que la que ha venido pidiendo Alan Badiou, es desde un principio una política para convencidos, o para militantes, o para quienes quieran creerse ‘el cuento’ [1]. Pero es también aquí donde el juego sofista entra en aprietos, puesto que, si la subsunción real del capital genera la más densa mitología del consumo y la publicidad, ¿qué puede hacer la hegemonía, sino fracasar ante ello, o bien ofrecer un contra-mito siempre limitado o insuficiente? O simplemente arribista, acotado a la ‘coyuntura’ sin más. Sin duda, la apuesta por un contra-mito tampoco es novedosa, y no habría muchas diferencias a la solución de Carl Schmitt en su conocido ensayo sobre la instrumentalización del mito en el nacional-socialismo contra la neutralización ejercida desde la ‘habladuría’ parlamentaria [2].
Pero estos fueron esfuerzos por una totalización de la política que se ha arruinado en nuestros tiempos, y sin embargo es la condición mínima para que Liria pueda echar a andar la fuerza apropiativa de la hegemonía como motor de conflicto, y de existencia en común durante tiempos de crisis. En cualquier caso, Liria no logra avanzar más allá del esquematismo constitutivo entre Ilustración y crisis que encuadra el gran relato de la soberanía popular desde la revolución francesa, y del cual la teoría de la hegemonía tendría que hacerse cargo de manera más delicada. De otra manera los sofismos antropológicos serán mellados por el tiempo efectivo del capital sin muchos reparos por las fantasías equivalenciales diagramadas sobre las lenguas comunicacionales.
Pero Liria no hace concesiones, y hacia el final del libro sentencia: “En todo caso, un auténtico cosmopolitismo no podrá jamás suprimir algo así como el Estado nación. Siempre seremos seres humanos y naceremos por ‘el coño de nuestra madre, aprenderemos a hablar en algo así como la familia y tendremos una identidad personal y tribal que tendrá que ser gestionada políticamente” (Fernández Liria 236). La pregunta que tendríamos que hacerle a la ‘defensa del populismo’ de Liria es si acaso, su ‘nuevo’ ‘populismo-republicano’ podría ser algo más que una tribulación antropológica entregada al pastoreo gubernamental, una contra-hegemonía de la dominación desde una metapolítica del pueblo. Y si así es, el relato del ‘bastón torcido’ es una teoría de ‘bandazos’, como le ha llamado recientemente Villacañas, ya que no puede convencer ni atraer a nadie en tiempos poshegemónicos [3]. Liria exige que mantengamos la vista fija sobre el listón de madera mientras el abismo que desfonda la política sigue su curso por debajo. El bastón, entonces, es principalmente un fetiche y la exigencia una plegaria.
¿Pero no sería hora de arrojar el bastón? Luego de la lectura de En defensa del populismo queda muy claro que hegemonía como suelo que agota la política es el principio ineludible del sentido común. Y es esa la razón por lo que Luis Alegre tilda de “pensadores perezosos o cobardes” a quienes se afanaban por inventar ‘cosas mejores’ (sic), esto es, cualquier cosa que no sea hegemonía (Fernández Liria 13). O bien pueda Liria exhibir a aquellos que, en lugar de ofrecer sus vidas a la teología de la liberación, “estaban intentado descifrar a Derrida o dándole vueltas y vueltas al insondable misterio que ellos llamaban el dilema del prisionero” (Fernández Liria 149). Aunque quizás la inventiva de ese hombre perezoso y poshistórico, tal y como lo pensaba Alexandre Kojeve, sea la que menos rebusque en los basureros intelectuales de la izquierda. Ese perezoso hombre poshegemónico, es cierto, no ofrece proezas salvíficas o descalificaciones altisonantes, pero tal vez remitiría a un tiempo de democracia más allá de fábulas antropológicas que hoy solo pueden sucumbir a la indiferencia generalizada, o bien a rechineos para espabilar solo a unos cuantos.
Notas
- Es lo que propone Badiou con su noción de “nueva gran ficción” en “Politics as a nonexpressive dialectics”, en Philosophy for Militants (Verso, 2012).
- Carl Schmitt. “La teoría política del mito” (1923). Carl Schmitt: Teólogo de la Política (Orestes Aguilar, ed., 2001).
- José Luis Villacañas. “Podemos, la hora decisiva”. http://www.levante-emv.com/opinion/2016/12/13/hora-decisiva/1503555.html