En una reciente conversación, José Luis Villacañas recordó que en un momento importante del Glossarium, Carl Schmitt ofrece algo así como la síntesis del intelecto alemán durante el siglo veinte. Schmitt escribe: “Juventud sin Goethe (Max Kommerell), esto en 1910 significó una juventud con Hölderlin, i.e. la transición del genio optimista-irónico-neutral (genialismus) al genio pesimista-trágico. Se mantuvo el marco de la genialidad, pero se agudizó profundamente. Norbert von Hellingrath es más importante que Stefan George y Rilke.” (18.5. 1948) [1]. Así Schmitt condensaba la “época del genio” como salida trágica del espíritu alemán. Y en cierta medida tenía razón. Y esto es lo que indica las reescrituras de la tragedia de Empédocles en su máxima exploración: a saber, la intromisión absoluta del “poeta como conductor” (“Der Dichter als Führer”, al decir de Max Kommerell) en la polis. Salidas absolutas, maximización de la tragedia, autodestrucción, y fundación aórgica. Sin embargo, sabemos que Hölderlin no se agota aquí. Y también sabemos que esa destrucción era necesaria para llegar al último Hölderlin; quien, mediante la exploración de la forma del himno y la poesía de Píndaro, encuentra una forma de aproximación a la realidad mediante el problema de la distancia. Una distancia que no puede ser plenamente constituida como política. Es así que Hölderlin ofrece otra salida al destino alemán irreductible a la de Schmitt, cuyo “concepto de lo político” habría quedado instalado como una de las formas (Gestalt) de la época del genio.
Hoy pareciera que Hölderlin atraviesa todos los temas que nos preocupan. Por ejemplo, el error de Agamben es haber hecho del “uso de lo nacional” una ontología (política) modal. Pero podemos dar un paso atrás y decir que “uso” es la mediación para dejar que la distancia entre vida y mundo en su caída a la tecnificación absoluta. Una caída que el propio poeta nombró bajo la figura del “titanismo”. Por esta razón es que Hölderlin no puede reducirse al jacobinismo ni tampoco a la fuerza dialéctica (moral) del universal hegeliano. Sus avisos buscan alertarnos de esa caída, hoy consumada como totalidad cibernética. En el himno “Los titanes”, Hölderlin escribía mirando a Francia: “Pronto empero, como un perro, vagara en el ardor mi voz en las calles el jardín donde viven los seres humanos en Francia. Fráncfort empero…que es estampa de la naturaleza del ser humano pues es el ombligo de la tierra…[… me oriento y espejo la almena a mi soberano” [2]. No hay dudas de que este Hölderlin es quien marca distancias, bordes, límites; y, al orientarse, sabe que la distancia es el problema ante la caída al nihilismo.
La cuestión de la “distancia” ofrece otro sentido de lo común que, en tanto evento singular del lenguaje, pone de cabeza todo el produccionismo histórico hegeliano-marxista, donde la salida a la crisis es solucionada mediante la distribución de los bienes materiales. Por lo tanto, lejos de encarnar una absolutización de la physis, Hölderlin descubre el problema de la distancia. Y esto es consistente con las últimas partes de Narcismo y objetividad (1997). Claro, el problema es que la objetividad ahora estaría organizada desde un invisible; lo invisible que es teología transfigurada que “relaja” el logos. Esto también supone que el destino no puede ser propiamente político, sino en distancia con lo político. Y aquí también hay una distancia absoluta con el Schmitt del concepto de lo político quien escribía: “la política ha sido, es y seguirá siendo el destino…” [3]. Un destino que solo puede ser una fantasía del genio.
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Notas
1. Carl Schmitt. Glossarium: Aufzeichnungen aus den Jahren 1947 bis 1958 (Duncker & Humblot, 2015). 114.
2. Friedrich Hölderlin. “Los titanes [la decisión]”, en Cantos Hespéricos (La Laguna de Campona, 2016), trad. Verónica Jaffé. 185.
3. Carl Schmitt. El concepto de lo político (Alianza editorial, 2014). 105.
Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), de José Luis Villacañas, es el resultado de un esfuerzo de pensamiento histórico por sistematizar la ontología del presente. No está mal recordar que este ensayo no es una intervención puntual sobre el momento político y el mundo de la vida, sino que es otro ‘building block’ en el horizonte conceptual que Villacañas ha venido desplegando en libros como Res Publica (1999), Los latidos de la poli (2012), Teología Política Imperial (2016), o los más recientes volúmenes sobre modernidad y reforma. A nadie se le escapa que estamos ante un esfuerzo mayor en lengua castellana que busca la reinvención de nuevas formas de regeneración de estilos capaces de impulsar una ius reformandi para las sociedades occidentales. Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), nos ofrece una condensación, o bien, una especie de “aleph” de un cruce particular: una fenomenología de las formas históricas junto a la reflexion en torno a la normatividad propia del principio de realidad. En este apunte no deseo desglosar todos los movimientos del libro, sino más bien detenerme en tres momentos constitutivos del argumento central. Como aviso diré que los dos primeros problemas serán meramente descriptivo, mientras que en el tercero intentaré avanzar un suplemento que conecta con un problema del libro (la cuestión institucional), si bien no es tematizado directamente (la cuestión del derecho).
Legitimidad. Los comienzos o beginnings son entradas a la época. Y no es menor que Villacañas opte por poner el dedo en la crisis de legitimidad que Jürgen Habermas ya entreveía en 1973. Esta crisis de legitimidad suponía un desequilibrio de los valores y de la autoridad entre gobernados y el sistema político en la fase de la subsunción real del capital. El mundo post-1968, anómico y atravesado por nuevas formas de partisanismo territorial, anunciaba no sólo el fin de la era del eón del estado como forma de contención soberana, sino más importante aun, un proyecto de reconfiguración del psiquismo que ponía en jaque a las formas y mediaciones entre estado y sociedad civil. Habermas detectó el problema, pero no vio una salida. Villacañas nos recuerda que el autor de Crisis de legitimación insistió en un suplemento de socialización compensatorio arraigado en la comunicación, la deliberación, y la razón; aunque, al hacerlo, obviaba que el nuevo capitalismo ilimitado operaba con pulsiones, energías, y “evidencias prereflexivas propias” (29). Habermas no alcanzó a ver, dado sus presupuestos de la sistematización total, algo que Hans Blumenberg sí podía recoger: la emergencia de la composición “técnica” previa a la socialización que, posteriormente, se presentaría como el campo fértil de la biopolítica. La nueva racionalidad biopolítica, ante la crisis civilizatoria de la legitimidad, ponía en marcha un nuevo “ordo” que operaba mediante la energía de libertad y goce. En este sentido, el neoliberalismo era un sobrevenido gubernamental tras la abdicación de la autoridad política moderna. El nuevo ‘discurso del capital’ suponía el ascenso de un nuevo amo que garantizaba libertad infinita a cambio de una subjetiva que coincidía con el rendimiento del Homo Economicus (fue también por estos años que el filósofo bordigista Jacques Camatte elaboró, dentro y contra el marxismo, la controvertida tesis de la antropormofización del capital) (72). Si la “Libertad” es el arcano de la nueva organización neoliberal como respuesta a la crisis de legitimidad, quedaría todavía por discutir hasta qué punto su realización histórica efectiva es consistente con los propios principios del liberalismo clásico (minimización del gobierno, y maximización de los intereses) que, como ha mostrado Eric Nelson, puede pensarse como un complexio oppositorum que reúne una doctrina palegiana (liberalismo clásico) con un ideal redistributivo (la teoría del estado social de Rawls) [1]. No es improbable que los subrogados de la nueva metástasis neoliberal fueran, más que un proceso de abdicación, la consecuencia directa de una teodicea propia del liberalismo. Tampoco hay que elevar el problema a la historia conceptual y sus estratificaciones. La concreción libidinal puede ser verificada en estos meses de confinamiento, puesto que el psiquismo ha logrado mantenerse dentro de los límites del medio del goce que no se reconoce en la pulsión de muerte. Esto muestra la absoluta debilidad de una ‘economía del actuar’ en el presente; al menos en los Estados Unidos donde las revueltas han sido, mayormente, episodios contenidos en la metrópoli. De ahí que el arcano de la ratio neoliberal no se limite a la policía, sino que su textura es la de un nuevo amo que unifica goce y voluntad. Esto ahora se ha intensificado con el dominio cibernético de Silicon Valley (Eric Schmidt).
Teología política. Desde luego, hablar de arcano supone desplazar la mirada a la teología política. Una teología política que es siempre imperial en un sentido muy preciso: busca impugnar la cesura de la división de poderes mediante una reunificación de los tiempos del gobierno pastoral (85). La operación de Villacañas aquí es importante justamente por su inversión: el monoteísmo integral que Carl Schmitt veía en el complexio oppositorum de la Iglesia imperial (Eusebio), entonces fue realizable mediante el principio ilimitado de la razón neoliberal (91). Ciertamente, no podemos decir que Schmitt ignoraba esta deriva. Al final y al cabo, fue él también quien, en “Estado fuerte y economía sana” (1932), notó que, solo aislando la esfera económica del estado, podría activarse el orden concreto, y de esta manera salir de la crisis de legitimidad del poder constituyente. Pero Villacañas nos explica de que la astucia del neoliberalismo hoy va más allá, pues no se trata de un proceso “que no es económico” (92). Villacañas escribe en un momento importante del libro: “En el fondo, solo podemos comprender el neoliberalismo como la previsión de incorporar al viejo enemigo, la aspiración de superar ese resto liberal que impedía de facto, la gubernamental total, aunque ara ello la obediencia no se tuviera que entregar tal Estado” (92). ¿Dónde yace ahora la autoridad de obediencia? En la aspiración teológica-política de un gobierno fundado en el principio de omnes et singulatim. ¿Y no es esta la aspiración de toda hegemonía en tanto que traducción del imperium sobre la vida? Villacañas también pareciera admitirlo: “[el neoliberalismo] encarna la pretensión hegemónica de construir un régimen de verdad y de naturaleza que, como tal, puede presentar como portador de valor de universalidad” (96). Una Humanidad total y sin fisuras y carente de enemigos, como también supo elucidar el último Schmitt. Sobre este punto me gustaría avanzar la discusión con Villacañas. Una páginas después, y glosando al Foucault de los cursos sobre biopolítica, Villacañas recuerda que “donde hay verdad, el poder no está allí, y por lo tanto no hay hegemonía” (103). El dilema de este razonamiento es que, al menos en política, la hegemonía siempre se presenta justamente como una administración de un vacío cuya justificación de corte moral contribuye al proceso de neutralización o de objetivación de la aleturgia. Dada la crítica de Villacañas a la tecnificación de la política como “débil capacidad de producir verdad de las cadenas equivalencias” (en efecto, es la forma del dinero), tal vez podríamos decir que la formalización institucional capaz de producir reversibilidad y flexibilidad jamás puede tomarse como ‘hegemónica’. Esta operación de procedimientos de verdad en el diseño institucional “define ámbitos en los que es posible la variabilidad” (108). Yo mismo, en otras ocasiones, he asociado esta postura con una concepción de un tipo de constitucionalismo cuya optimización del conflicto es posible gracias a su diseño como “una pieza suelta” [2].
Un principio hegemónico fuerte – cerrado en la autoridad política de antemano en nombre de la ‘totalidad’ o en un formalismo integral – provocaría un asalto a la condición de deificatio, puesto que la matriz de ‘pueblo orgánico’ (o de administración de la contingencia) subordinaría “la experiencia sentida y vivida de aumento de potencia propia” en una catexis de líder-movimiento (150) [3]. En otras palabras, la deificatio, central en el pensamiento republicano institucional de Villacañas, no tiene vida en la articulación de la hegemonía política contemporánea. Esto Villacañas lo ve con lucidez me parece: “…entre neoliberalismo y populismo hay una relación que debe ser investigación con atención y cuidado” (198). Esta es la tensión que queda diagramada en su Populismo (2016) [4]. Y lo importante aquí no es la diferenciación ideológica, sino formal: todo populismo hegemónico es un atentado contra la potencia de la deificatio necesaria para la producción de un orden concreto dotado de legitimidad y abierto al conflicto. Si la ratio neoliberal es el terror interiorizado; pudiéramos decir que la hegemonía lo encubre en su mecanismo de persuasión política [5].
La abdicación del derecho concreto. Discutir el neoliberalismo desde los problemas de déficit de legitimidad, el ascenso de una teología política imperial, o la liturgia de una nueva encarnación subjetiva, remiten al problema del ordenamiento concreto. En este último punto quisiera acercarme a una zona que Villacañas no trata en su libro, pero que creo que complementa su discusión. O tal vez la complica. No paso por alto que la cuestión del orden jurídico ha sido objeto de reflexión de Villacañas; en particular, en su programática lectura de Carl Schmitt como último representante de ius publicum europeum después de la guerra [6]. Y las últimas páginas de Neoliberalismo como teología política (2020) también remiten directamente a este problema. Por ejemplo, Villacañas escribe el problema fundamental hoy es “como imaginar una constitución nueva que de lugar al conflicto su camino hacia la propia construcción” (233). Y desde luego, el problema de la “crisis epocal” también tiene su concreción en el derecho, porque coincide con la lenta erosión del positivismo hacia nuevas tendencias como el constitucionalismo, el interpretativismo, o más recientemente “constitucionalismo de bien común” (neotomismo). Desplegar una génesis de cómo el “liberalismo constitucional positivista” abdicó hacia la interpretación es una tarea que requeriría un libro por sí sola. Pero lo que me gustaría señalar aquí es que lo que quiero llamar la abdicación del derecho positivo a la racionalidad interpretativista o neo-constitucionalista (Dworkin o Sunstein) probablemente sea una consecuencia interna a la racionalidad jurídica. (Al menos en el derecho anglosajón, pero esto no es menor, puesto que el mundo anglosajón es el espacio epocal del Fordismo). En otras palabras, mirar hacia el derecho complica la crítica del armazón económico-político del neoliberalismo. O sea, puede haber crítica a la racionalidad neoliberal mientras que el ordenamiento jurídico en vigor queda intacto. El problema del abandono del positivismo jurídico es justamente el síntoma de la abdicación de la frontera entre derecho y política (o teoría del derecho, como ha explicado Andrés Rosler); de esta manera erosionando la institucionalidad como motor de la reversibilidad de la división de poderes. De la misma forma que el populismo hegemónico es débil en su concatenación de demandas equivalenciales; el interprentativismo jurídico es la intromisión de la moral que debilita la institucionalidad. En otras palabras, el interpretativismo es un freno que no permite trabajo institucional, pues ahora queda sometido a la tiranía de valores.
Esta intuición ya la tenía el último Schmitt en La revolución legal mundial (1979), donde detecta cómo el fin de la política y la erosión de orden concreto (mixtura de positivismo con formalismo y decisionismo) terminaría en la conversión del Derecho en mera aplicación de legalidad [7]. Schmitt llegó a hablar de policía universal, que es mucho más siniestra que el cuerpo de custodios del estado, puesto que su poder yace en la arbitrariedad de la “interpretación en su mejor luz” dependiendo de la moral. Como ha señalado Jorge Dotti, esta nueva sutura jurídica introduce la guerra civil por otros ya que la “sed de justicia” convoca a una “lucha interpretativa abierta” [8]. Aunque a veces entendemos la excepción permanente como suspensión de derechos fundamentales o producción de homo sacer; lo que está en juego aquí es la excepcionalidad de la razón jurídica a tal punto que justifica la disolución de la legitimidad del estado. En esta empresa, como ha dicho un eminente constitucionalista progresista se trata de alcanzar: “un reconocimiento recíproco universal, lo que implica que comunidad política y común humanidad devienen términos coextensivos” [9]. Del lado de la aplicación formal del derecho, se pudiera decir que el “imperio de los jueces” (Dworkin) ha cedido su ‘hegemonía’ a una nueva racionalidad discrecional (y “cost-benefit” en su estela neoliberal) de técnicos, burócratas, agencias, y guardianes del aparato administrativo que ahora asume el principio de realidad, pero a cambio de prescindir de la mediación del polo concreto (pueblo o institución) [10].
Al final de Neoliberalismo como teología política (2020), Villacañas se pregunta por el vigor de las estructuras propias del mundo de la vida (230). Es realmente lo importante. Sin embargo, pareciera que las formas modernistas de la época Fordista (el produccionismo al que apostaba Gramsci, por ejemplo) ya no tiene nada que decir a uno ordenamiento jurídico caído a la racionalidad interpretativista. Al menos que entendamos en la definición de la política de Gramsci una “moral substantiva” donde no es posible el desacuerdo o la enemistad, porque lo fundamental sería unificar política y moral [11]. Pero esto también lo vio Schmitt: la superlegalidad o la irrupción de la moral en el derecho es índice de la disolución de la política, funcional a la ‘deconstrucción infinita’ del imperio y policial contra las formas de vidas [12]. Otro nombre para lo que Villacañas llama heterodoxias, en donde se jugaría la muy necesaria disyunción entre derecho, política, y moral.
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Notas
1. Eric Nelson. The Theology of Liberalism: Polítical Philosophy and the Justice of God (Harvard U Press, 2019).
Dada las limitaciones de espacio en las que he escrito el texto para la intervención en el marco de “¿Separación del mundo?” organizado en el 17/Instituto, quiero dejar aquí cinco notas que contribuyen a elucidar algunos elementos que de otra manera parecerían muy abstractos. Estas apostillas no buscan “desarrollar” las consecuencias del ‘position paper’ – cosa que haré en otro lugar y en otro momento – sino más bien acentuar algunos de los puntos de articulación. Es una lista preliminar, por lo que es probable que hayan otros elementos que solo podré asumir después de la sesión. De manera que, de momento, esta es una lista en construcción.
En su reciente libro Neoliberalismo como teología politica (NED, 2020), José Luis Villacañas coloca como epígrafe la definición de Carl Schmitt sobre el destino como destino político. En los últimos días he tenido la oportunidad de intercambiar algunas ideas sobre esta tesis, por lo cual le estoy agradecido a Villacañas, quien, ante mi pregunta sobre la dimensión antropológica de la “teoría del mundo de la vida”, ha aceptado de que la política no es todo, pero que en la medida en que responde a un momento de irrupción de lo real, se entrega al mundo de la vida como necesariamente una automatización política. Obviamente, no podemos dejar de pensar en la dimensión técnica de esa instancia auto-afirmativa. El debate sigue estando en ese umbral: ¿es la automatización la salida a la crisis de las formas políticas modernas, o, más bien, debemos asumir una diferencia irreductible entre existencia y automatismo para evitar un principio de regulación hegemónica? Quizás no otra cosa pensaba Schmitt en su mitopoética de la historia expuesta en Hamlet o Hécuba (1956).
Desde luego la metafórica de la “navegación” une a la figura del liponaus con la del kybernetes. En la medida en que la cuestión del “ritmo” está ligada al mundo marítimo según Emile Benveniste, podemos decir que el “gesto de la deserción” es una manera de liberar el ritmo que establece el kybernetes. En la cibernética contemporánea, en este sentido, no hay maquinación abstracta, sino el esfuerzo recursivo por homogenizar los ritmos del mundo de la vida.
La temática del destino remite directamente al tema del carácter. Carácter aquí es justamente lo que está fuera de la persona y que, sin embargo, constituye una vida. Por ponerlo en términos de Sánchez Ferlosio: carácter es justo aquello que irrumpe como figura sin porqué. En el carácter se anuda el afuera y la anarquía en el nudo de la facticidad.
Escribe Giorgio Cesarano en Manuale di supprevivenza (1975): “Inutile fuggire. Non esiste una sorte che eluda le « cose » e la cosalità; niente e nessuno regala avventure alternative; la sola avventura possibile è conquistarsi una sorte; il solo modo possibile per farlo è conquistarla a partire dal sito spazio-temporale in cui le « tue » cose ti stampano come una di loro; la sola lotta reale è fare in pezzi la cosalità che ti tiene contendendole ogni moto e ogni passo; pretendere di essere qui dove tutto te lo vieta; riconoscere la propria’ volontà radicale a partire dal cemento sotto il quale affondano le tue radici storiche; esigere dalle « cose »: dagli oggetti d’amore, dagli oggetti d’odio, dagli oggetti di dolosa indifferenza e persino dai poveri oggetti della «ricchezza» inanimata, di essere con te, in quanto tu sei e vuoi essere vivo.” (46).
En su más reciente libro Imagen exote (Palinodia, 2020), Willy Thayer rescata la atopía de Ruiz en un gesto que define de manera análoga all lipanous. Escribe Thayer: “La imagen exote es una migrante, una mutante afirmativa de pasión, de pathos “feliz” …estas historias, esta demás decirlo, se cuenta que los puertos del mundo…Son muchas historias entrecruzadas”. Y luego afirma Thayer: “explorar una aventura es emprender un viaje que, como catástrofe, puede “producir un inédito”. A eso le llamo experiencia.
To follow up on my previous responses (that can be read hereand here) in conversation with José Luis Villacañas’ lecture on Weber and populism, I want to return one more time to the question of legitimacy. I do not want to repeat what I have already said in the other commentaries, rather this time I want to specify the nexus between the administrative state and legitimacy. That is the purpose of this commentary, anticipating a more elaborate presentation of this problem in an upcoming conference at the University of Rome.
The heart of the problem can be laid out in a straightforward manner: is the administrative state legitimate? And if so, from where does the administrative state derive its legitimacy? For a moment I’ll leave aside the fact that for a wide range of legal scholarship, bureaucratic order itself is a material source of legitimation, in part because administration purports separation of the private/public spheres, and deters corruption, thus upholding the well-being of the social. But this answer is in itself tautological and needs of descriptive substance.
Here I find Adrian Vermeule’s typology of the legitimatization of the administrative state helpful and pertinent for a number of reasons. For one, it allows me to affirm my position in this debate [1]. As Vermeule fleshes out, the question of legitimacy of the administrative state is not new, and only recently – that is, the post-Reagan period, once the Federalist Society began having effective impact in the wake of the Neo-Conservative movement – has the legitimacy of the administrative state been challenged on the basis of it being inconsistent with the separation of powers (Epstein 2008, Hamburger 2014).
I cannot go into details about the reason of this development in the space of this commentary. Let me jump right into the analysis. Vermeule notes that the way in which the legitimacy of the administrative state has been posited – from the New Dealers of the 1930s to the current Supreme Court – takes different paths to understanding the core problem of “independence”. This is of no minor importance, since independence of the legislative deference and execution of an agency statute, has everything to do with what Moreiras and Villacañas understand as the reduction of the factual condition of domination. This is also a crucial premise as to move in the direction of a posthegemonic democracy, regardless of how it is defined and developed in each case.
Vermeule insists that “independence” has a heterogeneous form of legitimation of the administrative state in three main tracks (it does not mean that there are only three, but at least these have been highly influential): 1. the one posited by James Landis in Administrative Process (1938) who sought to provide independence of the administrative agency from the executive power; 2. Louis Jaffe’s formulaic deference of a strong position of independent judicial review of agencies; 3. Kagan’s inversion of Landis, who in the early 2001, interprets “independence” of the President against interests groups, or crony interest-restricted legislators. Regardless of the different premises and relational valences of these forms of administrative law, I agree with Vermeule that they affirm a common and perhaps dual legitimization value: to establish independence and internal legal pluralism.
There is good and bad news here for Republicanism. First, the bad news: the forms of legitimization of administrative law emerge in the wake of the crisis of the traditional Madisonian division of powers. However, the crisis of the archaic formulation should not produce neither horror nor nostalgia. In any case, this is an aspect that must be discussed after Villacañas’ own philosophical defense of the division of powers in genealogy of the Western tradition in his Teología Política Imperial (Trotta, 2006). As for the good news: the hermeneutics of administrative legitimation are affirmed on the ground of the equilibrium and an internal pluralism, which is how Vermeule establishes his stance against contemporary anti-administrative libertarians. This entails that the administrative state is not the abdication of the rule of law in a drift towards tyranny or unpopular rule, but rather part of an elastic historical development in a complex field of tensions [2].
Why is this important for thinking populism today? For one, because Villacañas’ Weberian position even when placed in the “factual grid” of the administrative state, perfectly convergences with Elena Kagan’s position (the third path of legitimation). In fact, Vermeule describes Kagan’s most important and enduring contribution in a way that we could also ascribe to Villacañas:
“A constitutional vision that attempt to combined two intellectual and constitutional strands that had often been assumed to be in tension with one another, or even outright contrition. The first strand was technical administration, whose major tool is quantified cost-benefit analysis; the second was Hamiltonian political leadership by an energetic elected President, who hallmark is accountability to a broad national public” (Vermeule 18).
This is precisely what Villacañas’ response to me meant regarding the potential dismissal (in Castilian: “la patatada en el culo”) of the charismatic leader when he fails to meet the material needs of the People. In effect, this is completely consistent with Weber’s defense of presidentialism in “The Reich President” (not really the same as “charismatic leadership”), as a form of the checking the bureaucracy in line with the Hamiltonian vision of the modern state [3]. So, here is the big picture: whereas Landis favored anti-Presidentialist stance during New Deal legislation, in the case of Kagan it is the figure of the President that can advance the needs of the People in any given circumstance. It is interestingly enough that President Obama (who was a constitutionalist) followed more the track of Landis and not that of Kagan.
It is clear why Kagan needs to embrace a thin margin of presidentialism as a process of legitimation, since to do so entails reducing the ascending problem of factionalism, narrow interests, bad administration, or even more recent problems such as big financial conglomerates (Vermeule 23). Here the contending debate between populism as charismatic leadership (Villacañas), and an anarchic populism (Moreiras) on the other is also properly defined. Whereas I agree with Kagan and Villacañas that presidentialism could buffer certain corporate interests (“la casta”, in Podemos is a perfect example) and the weight of agencies, I also agree with Moreiras that then this could only mean that the “President” is no longer a political figure, but rather a mere administrator, a gestor [4]. The President becomes the perfect justification of an Enlightened monarch (in a phrase revered by Peterson in his response against Schmitt’ political theology): the King rules but does not govern. But I would add, he does function as a filter for what Vermeule calls “accountability to a broad national public”, which is synonymous with what Villacañas calls the “material interests of the People”.
I end with a question to align a few problems for further investigation: if the President is a mere filter in a complex structure that is the political fabric of the administrative state today, isn’t he already a sort of de-centralized and an-archic figure? Also: can there be, for instance, a concrete moment of demand of the People if there are only administrative agencies? Only placed in this backdrop does posthegemonic populism becomes clear: neither effective administrative law without the expansion of the democratic demand, nor effective or defective presidentialism. After all, no threat of factionalism has been tamed from a secure position of leadership without, at the same time, necessarily bending towards the expansion of its own (imperial) hegemony, which always amounts to the phantasm of a corrupted legitimacy.
Notes
Adrian Vermeule. “Bureaucracy and Distrust: Landis, Jaffe, and Kagan on the Administrative State”. Forthcoming, Harvard Law Review, 2017.
For Adrian Vermeule, the crisis of legitimacy is actually is greatest strength. See, “What Legitimacy Crisis?” CATO UNBOUND (May 9, 2016). https://www.- cato-unbound.org/2016/05/09/adrian-vermeule/what-legitimacy-crisis
Max Weber presents in “The Reich President” (Social Research, 1987) a defense of presidentialism that is the principle to both Villacañas and Kagan: “For the great movement of democratic party life which develops alongside these popular elections will benefit parliament as well. A president elected by means of particular constellations and coalitions of parties is politically a dead man when these constellations shift. A popularly elected president as head of the executive, head of office patronage, and perhaps possessor of a delaying veto and of the authority to dissolve parliament and to call referenda, is the guarantor of true democracy, which means not feeble surrender to cliques but subjection to leaders chosen by the people them.” 132 pp.
Alberto Moreiras: “Este es por lo tanto un populismo sin líderes (o sin líderes en función hegemónica), es decir, un populismo en el que la posición de líder—el notorio “significante vacío”—está ocupada por el gestor de la radicalidad democrática, y solo por él o ella en cada caso, a cualquier nivel administrativo (seguir llamando a ese “gestor de la radicalidad democrática” líder, o jefe, o caudillo, sería un capricho arbitrario).”. “La hipótesis Podemos”. https://infrapolitica.wordpress.com/2017/04/09/la-hipotesis-podemos-borrador-por-alberto-moreiras/
The almost banal simplicity of the title of José Luis Villacañas’ most recent book, Freud lee el Quijote (La Huerta Grande, 2017), could incite false expectations. This is not a book about the esoteric references of the Quijote in the father of psychoanalysis, and it is most certainly not a psychoanalytic contribution on Cervantes, the author. Although these principles are at the center of Villacañas’ meditation, they do not exhaust his argument. There are, I think, at least two other important premises that deserve to be noted at the outset: on the one hand, Freud lee el Quijote is a continuation, a sort of minimalist diagram, of Villacañas’ massive Teología Política Imperial (Trotta, 2016); while on the other, it is an exoteric ongoing polemic with Carl Schmitt, who understood Quijote as a Catholic hero of the European destiny in the wake of secularization and the crisis of the Catholic ratio. Although Villacañas does not explicitly cite Schmitt’s early essay on Quijote (preferring to polemicize with the late work Hamlet or Hecuba), Schmitt lingers as an accompanying shadow figure throughout Villacañas’ intervention [1].
It must be said that, at a time of contemporary debates around political theology and the future of Europe, Freud lee el Quijote is a salient exposition of a decisive question on the political and historical defeat. Villacañas’ book is really about an affirmation of defeat as an irreducible condition of the political. It does not come to a surprise that Villacañas is fully honest when he writes in the prologue: “… [este libro] es mi hijo menor, pero en verdad el de más larga gestión, y el más querido de todos mis libros” (Villacañas 9).
The names of Freud and Schmitt work jointly and at opposite ends and they limit the frame of Villacañas’ strong reading of the Quijote. The central idea is that Cervantes wrote neither a work of cruelty or tragedy, nor of comedy. El Quijote for Villacañas is a work of humor. But let us step back from this assertion. Villacañas is generous and attentive to the archival sources (Freud’s letters to Silberstein, among other things), which allows him several factual connections, such as the mimesis between the Academia Española as an antecedent of the Psychoanalytic Association, or even the Coloquio de los perros as a formal precedent of the psychoanalytic session. But more importantly, these juxtaposed scenes pepper the ground for the question that Villacañas is after: how to think the heroic figure of the Quijote, and what relation does it contract with the origin of psychoanalysis?
Villacañas’ thesis is that the Quijote is an eruption beyond the comic and the tragic into the humorous. This is, he tells us at the very end, a process of moral rationalization that Freud understood only after Cervantes’ discovery of the “pious humor” (humor piadoso) (Villacañas 25). To understand the way to Freud’s reading of humor in Cervantes, Villacañas first needs to cross paths with Schmitt. He recalls that in Schmitt’s reading of European secularization, there are three potential mythical representatives. We should bare in mind that the three are intellectual representatives: that of the Catholic Quijote in Spain, the Protestant Faust in Germany, and that of the rational and doubtful Hamlet, pulled by the tragic phantasm of the Law-Father. Throughout the essay, Villacañas wants to correct Schmitt’s perhaps too hasty typology of the first heroic type. It is not that Villacañas wants to dispute Schmitt’s circumscription of Cervantes’ Quijote into the Spanish catholic tradition; the problem is that Quijote only emerges in the ruinous aftermath of the catholic imperial ratio. Quijote in La Mancha is an existential and moral figure of a defeat that confronts reality without resentment or guilt. Hence, Quijote, like the Marranos and the Spanish pícaro, affirms without reserve the time of the interregnum as a profane Post-Reform location. Spain is the land of a double fissure into modern secularization. Villacañas tells us:
“…allí donde dominó el catolicismo nacional posterior, tal proceso fue imposible, pues ese catolicismo se puso al servicio de toda tradición mundana. Entre un catolicismo que ya no podía ser universal y un Estado que nunca sería soberano, don Quijote es el héroe errante en un mundo escindido y roto, sin soberano estatal ni Iglesia universal: el mundo español. Por eso es que es mito existencial y concierne a cualquier español que reflexione sobre su destino histórico” (Villacañas 32).
Cervantes’ profane epoch is that of the newborn Leviathan, which Villacañas reminds us did not need to wait for Hobbes, since the myth was noticed by Juan de Santa María, a Felipe III’ censor, in his Tratado de república y policía cristiana. The mythic Leviathan demolishes the old principles of medieval history based on the absolute potentiality of God in the name subjective freedom protected by the new mechanicist secular state (Villacañas 34). Up to this point, this narrative is very much consistent with Schmitt’s The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes. But Villacañas abandons Schmitt when contenting that Quijote cannot amount and should not be reduced to a mythical Spanish katechon. Quijote is, in fact, the very opposite of any positing of time restrainer of terrestrial time. He is, unlike Schmitt, not the last witness of the European ius, but the prima witness of the time of ruin and devastation: “Don Qujiote es un héroe católico, pero su figura emerge de entre las ruinas de Roma y del Imperio” (Villacañas 37). Villacañas seems to place Schmitt, vis-à-vis Quijote, on its head: whereas in Hamlet and Hecuba, Shakespeare’s tragedy inscribed the irruption of history within the work, in Cervantes’ Quijote irrupts the historical end of the roman imperium, and the Catholic Church as form of the gnosis. But how does the humor play out within this configuration?
Quijote represents a turning point of the triumph of the modern gnosis, which in a turn to Hans Blumenberg’s Legitimacy of the Modern Age, equips Villacañas with the possibility of fleeing the stereotype of the reformist and salvific composition of the modern subject. For Villacañas, Don Quijote “es la paranoia del impotente y del solitario, mientras el reformado se entrega a la experiencia entusiasta y sin fisuras del que es consciente de su poder y lo ve compartido por los que confiesan con él” (Villacañas 68-69). Quijote is a marrano figure away from Protestant salvific subjection, but also turning its back to the messianic kingdom of the Catholic fidelitas. The wonder and uniqueness of the Quijote is that he represents a third option that does not run through resentment or will to power, since its compensation is a pious humor in the face of the ruinous and the powerlessness (impotencia). Villacañas summarizes the point in an important moment of his book:
“Lo decisivo está en la forma de interpretar las derrotas. La autoafirmación moderna no trata de culpabilizar a un poder mágico por sus fracasos, ni a una finalidad perversa del mundo, ni a un manipulador chapucero y cruel, sino solo a una falla del principio epistemológico respecto a lo real, lo que constituye un nuevo reto a la curiosidad” (Villacañas 73).
The disheveled Quijote can only compensate the wake of the imperial absolute trauma with humor. This is a complex game, Villacañas notes, since it is done through phantasy as the possibility of exodus for what otherwise could amount to the acceleration of the death drive, the sublimation of the Ideal, and the proximity with the speculative teleology of the genius and the superhuman. This latter was the rubric by which German Romanticism read and appropriated the “Catholic” myth as fetish after the failure of the Protestant bourgeois transformation. The work of humor is the possible thanks to the work of self-affirmation in the face of tragic finitude: “Está diseñado para mostrar la finitud del héroe que un día fuimos, y que todavía somos, y ese el trabajo del humor, el que asegura a pensar de todo el triunfo del yo y su condición narcisista” (Villacañas 88). While the joke and comedy are blind to loss, Villacañas goes as far as to claim that the joke or the prank are always potentially on the side of aggression (Villacañas 92). Not so the humor, which can divide itself in a psychic equilibrium between the Ego and the Super-Ego, between the playfulness of the youngster and the theatrical seriousness of the elder. The joke, as reactive mechanism, does not recoil back to the Ideal. Humor – as in “tiene sentido de humor” – is always a singular form of humility.
This is, at heart, the latent gnosticism of Cervantes as Quijote, and Quijote as Cervantes. The function of comedy, which Giorgio Agamben has elevated in work as a phantasm of Italian culture and of his own potenza, dissolves in the Hispanic Marrano tradition in which Villacañas places Quijote as a humorous figure [2]. The work of compensation of the super-ego makes humor a substrate of the psychotic figure of disbelief, while affirming the narcissist drive of a modern fragile and gracious “I”. It makes sense that Villacañas argues at the end of his book this superego cannot be tyrannical (Villacañas 99). This could open rich and important discussions that we can only register here.
As a treacherous hidalgo, Alonso Quijano is never a psychotic leader, but a humorous madman. And humor is only an aftereffect of an epistemological rupture of the modern, of an unclear and unforgotten defeat that characterizes modern man, and that characterized, no doubt, Cervantes himself in his attempt to find a proper balance to nihilism. But, did he succeed? The book does not say openly, but it is fair to say that the impossible balance to nihilism is also symmetrical to the nihilism of the political.
Notes
Schmitt in his early essay on Quijote notes some of the aspects that he will take up in the late book on Hamlet, such as the “image of the Hispanic heroism”, and the “great sense of humor of the work”. See, “Don Quijote un das Publikum” (1912). There is a Spanish translation of the essay by Isabel Moreno Salamaña (2009).
For Agamben on the comic as a category of Italian thought in the wake of Dante, see “Comedia” in Categorie italiane: Studi di poetica e di letteratura (2010). Most recently, this is also the problem at the heart of his book on the Neapolitan puppetry figure Pulcinella, Pulcinella ovvero divertimento per li regazzi (2016).
El intercambio con Villacañas y Moreiras ha sido iluminador, en parte, porque como decía un amigo por comunicación privada estas notas ayudan a delinear posiciones. Yo no quiero disputar ninguna parte de los argumentos, y lo que sigue es tan solo un apunte mental hecho público sobre lo que me parece que es una posición de desacuerdo y que pudiera ser tema de futuros debates. Aunque el punto del desacuerdo tampoco es tan nuevo.
Me refiero, desde luego, a lo que Villacañas llama la necesidad de legitimidad en su réplica a Moreiras. En específico, J.L.V escribe: “El republicanismo no necesita de la hegemonía, pero si necesita de la legitimidad. Y el problema es que la legitimidad no es una afirmación de archē” [1]. Pero, ¿por qué no puede la legitimidad ser jamás una afirmación arcaica? Es sabido que Weber en Economía y Sociedad habla del necesario arcano de la dominación, pero solo como trazo transitorio hacia una función moderna de los tres tipos de apelación a la legitimación racional (la tipología tripartita: racionalización, autoridad personal, y carisma) [2].
Pero lo que Villacañas entiende por legitimidad tiene sus propios tintes, y ya ha quedado muy bien esbozado en su importante ensayo “Poshegemonía de Gramsci a Weber”. Allí, J.LV. pide el abandono de la hegemonía gramsciana en nombre de una noción de legitimidad en función de una institución visible [sic], capaz de renovación en cada instancia, y garante del pacto social [3]. Y es cierto que esto no tiene nada que ver con un principio legislativo supremo o metafísico, tal y como lo comenta Schürmann en el apartado sobre la legitimidad y la legalidad en la primera parte de Broken Hegemonies.
Ahora bien, en la medida en que la legitimidad no tiene arcano, habría que preguntarse si en el momento de la expansión del estado administrativo – que pienso que es consistente con lo que Moreiras llama la ruina del orden categorial moderno de lo político, o lo que Williams llama decontainment – no hace de la legitimidad algo defectuoso. Pero defectuoso ya no como ‘equilibrio’ de movilización e instalación propiamente político, sino defectuoso en el sentido de un vacío o abismo efectivo. De ser así: ¿cómo pensar aquí la legitimidad caída hacia la pura administración?
Si se apela a la “legitimidad” se apelaría solo al concepto. Por eso la cuestión medular es si la legitimidad tiene gancho compensatorio, o es todo lo contrario. En su librito sobre Benedicto XVI, Il mistero del male (2013), Agamben ha declarado que no existe estructura de gobierno legítima hoy en la tierra. Y quizás Villacañas diría que esta conclusión se debe a su prole schmittiana que desde el registro del mito deja intactas “muchas realidades históricas operando”. Y es verdad que tiene razón.
Y con esto concluyo: lo que si es importante derivar de esto es que si ya la legitimidad no es compensatoria para un momento democratizante, lo que prosigue a la hegemonía es la poshegemonía en la medida en que, en cuanto a su segundo registro infrapolítico, abandona ya la ratio última de la política como acceso de mundo y de vida. La biopolitica ha sido el último avatar de esta posición. Si el populismo contemporáneo – la mejor posibilidad populista, digamos Bernie Sanders, digamos ciertos grupos a escala estatal batallando contra los intentos revocatorios del Civil Rights Act en el sur estadounidense, el errejonismo – tiende hacia a la apelación a la legitimidad o a la poshegemonía es ya otro asunto. Pero yo no tengo dudas que esta es la verdadera bifurcación en nuestro momento para el pensamiento.
Max Weber. Economy and Society. University of California Press, 1978. P.953-54.
José Luis Villacañas. “Poshegemonía: De Gramsci a Weber”, en Poshegemonía: el final de un paradigma de la filosofía política en América Latina (Biblioteca Nueva, 2015). P.165-66.
Querido Gerardo: muchas gracias por tu comentario, que nos permite mantener la conversación que mantuvimos en Princeton. Wilson es un modelo para el pensamiento de Weber sobre el líder antiautoritario, desde luego. No conozco el libro que citas, pero me parece muy relevante y voy a hacerme con él. Pues lo peculiar de Weber es ciertamente una defensa del parlamentarismo. Este solo hecho hace de Schmitt un hijo ilegítimo de Weber. El parlamentarismo es electivamente afin con lo aprincipial, desde luego. La discusion infinita es el reconocimiento de la falta de fundamentos.
En realidad, el parlamento no es una escuela de teoría, sino una aspiración a la concreción y singularización de las decisiones y por eso es la mayor institución al servicio del control del estado administrativo. Por supuesto que el parlamento es coral, y desde luego no tiene nada que ver con el líder concentrado presidencial. Sin embargo, es el lugar en el que se puede apreciar la manera en que se acredita que alguien es capaz defender intereses materiales de los dominados.
Ahora bien, por si solo no es suficiente para controlar el estado administrativo, porque sería como perseguir el ratón al gato. De lo que se trata es de que el que da las órdenes en el estado administrativo tenga que responder también a los intereses de los dominados. Desde este punto de vista, argumenté que sólo las dos dimensiones (Parlamento y Gobierno) están en condiciones de controlar la burocracia.
El primero porque analiza las decisiones de los burócratas, las hace públicas, exige preguntas y describe procesos, por mucho que tengan base legal; el segundo porque permite que el activismo legislativo o incluso el ordenamiento esté en condiciones de responder a los intereses de los dominados. Sin esta figura, sólo se controlaría a la contra; por un presidente adecuado se presiona a favor de que se atiendan positivamente los intereses de los dominados. El parlamento en todo caso puede ser decisivo para que se no violen o se lesionen.
Querido Alberto: para comprender este debate debemos marcar el sentido bastante limitado de lo que Galli llama pensamiento moderno. Lo que Galli quiere es, como Duso, eliminar como marco de conversación el planteamiento de Hobbes. Esto significa que todo pensamiento contractualista moderno es principial y desde luego nadie quiere caer en sus redes. Desde luego, el pensamiento republicano no cae en esas redes porque ciertamente no asume esa creatio ex nihilo del contrato bajo ninguna de sus maneras. Y desde luego, tienes razón: el anarquismo no es sino una manifestación más radical de la teoría del contrato, como se descubre cuando observamos las deudas que Proudhon mantiene respecto de Rousseau.
Las paradojas de este pensamiento principial llevaron a Kant a hablar del contrato como un ideal del futuro y nunca como un fundamento político. Y desde luego, no confundo el anarco-populismo con el anarquismo en tanto tradición que forma parte de la historia de las ideas.
El problema, como dijimos en conversaciones anteriores, es definir bien el asunto a-principial. Y sinceramente, este es el punto que no entiendo bien. Pues lo decisivo para mí no es reconocer que desde luego nada en política ni en filosofía política invoca un fundamento. El hecho de que Laclau intente suturar su pensamiento político con el líder como referente vacío no es solo el más sincero de los reconocimientos de esa ausencia, sino también pensamiento no completamente reconciliado con ella, por cuanto intenta por todos los medios buscarle un subrogado. Sin embargo, no es claro para mí que las rupturas con los órdenes conceptuales fundamentales, y su disolución, signifique la ruptura con los órdenes materiales, y entre ellos los psíquicos. Y creo que hay una cierta filosofía de la historia cuando la primera destrucción se confunde con la segunda.
De hecho, acerca de esto iba mi conferencia, un tema al que nadie entró porque implica una relativización de la filosofía como aparato conceptual para apresar estas realidades materiales. La filosofía de la historia, siempre de naturaleza utópica, consiste en suponer que nos libramos de la historia justo al librarnos de algunos conceptos metafísicos. Esto me separa de los juegos conceptuales de Heidegger. Una filosofía aprincipial deja todavía muchas realidades materiales históricas operando.
Mi posición es que el populismo no puede ser hegemónico porque las realidades materiales no lo permitirán mientras el centro de gravedad de la vida histórica no se condense al límite de las tragedias. Mientras esto no ocurra, lo que quiere decir la teoría de la hegemonía de forma real es que los regímenes presidencialistas exigen que la población se divida en dos para la elección y que por tanto se tendrá tanto más poder cuanto más clara sea la división y menos se llegue a la mayoría sin compromisos de pactos. Pero en los regímenes parlamentarios la hegemonía no significa nada. Y el mayor de los errores de Iglesias ha sido acuñar un pensamiento de la hegemonía en un régimen parlamentario puro, que no tiene ningún escenario propio del presidencialismo.
El republicanismo por supuesto que comparte la conciencia de la necesidad de acabar con ese pensamiento principial. Pero reconoce que eso es una condición necesaria, pero en modo alguno suficiente para avanzar hacia un estado de mínima dominación del ser humano por el ser humano. Y llama la atención acerca de la carencia de mediaciones entre el anarco-populismo y la política. Por eso no se trata de populismo sin líder. Se trata de política capaz de reducir la dominación, lo que positivamente es otra cosa completamente. Y esto nos lleva a la cuestión de nuestro viejo debate.
El republicanismo no necesita de la hegemonía, pero sí necesita de la legitimidad. Y el problema es que la legitimidad no es una afirmación de arché. Y sin embargo, tampoco queda bien abordado mediante un pensamiento exclusivamente deconstructivo del arché. Aquí las categorías del republicanismo exige algún forma de diferencia entre decisiones, algo que no veo en el anarco-populismo que defiendes. Por eso creo que a partir del republicanismo se pueden traducir mejor las categorías de la emancipación.
En los buenos talleres siempre pareciera que nos traiciona el tiempo. Y el congreso “Populismos”, que tuvo lugar el pasado viernes en Princeton, no fue una excepción. Hubo tres excelentes ponencias que darán mucho de qué hablar y pensar, aunque en este comentario solo quiero atenerme a un aspecto que quedó colgado del intercambio con el Profesor José Luis Villacañas.
José Luis leyó un magnífico texto sobre Max Weber, Ernesto Laclau, y la actualidad de la crisis constitucional de Weimar para pensar nuestro tiempo. Implícitamente estaba en juego una hermenéutica relativa a la interpretación de la crisis democrática alemana de los treinta, y aunque no fue nombrado, se podía escuchar cierto eco de Helmuth Plessner, cuya Nación tardía: sobre la seducción política del espíritu burgués (1935-1959), acaba de aparecer por el sello Biblioteca Nueva en una magnifica edición y estudio crítico del propio Villacañas. No quiero intentar hacer un resumen de la charla de José Luis, la cual puede escucharse aquí. Me sumo al gesto de Alberto, y tan solo quiero dejar por escrito un comentario para avanzar en la discusión.
En el tiempo que tuvimos de preguntas y comentarios, yo le preguntaba a José Luis cómo pensar la “actualidad” de Weber en un momento como el nuestro (al menos en EEUU, que es donde vivo), dominado por lo que los constitucionalistas norteamericanos (Posner 2008, Hamburger 2014, Vermeule 2016), han venido llamando la expansión del estado administrativo. Sobre esto y la conspicua frase de Steve Bannon, ya hemos comentado en este espacio [1]. La cuestión es relevante en la medida en que el problema del administrative state y la burocracia es central en el propio pensamiento de Weber. Pero también es fundamental si aceptamos cierta irreversibilidad del derecho de los estatutos de las agencias gubernamentales administrativas cuyo peso ya han desplazado lenta pero decisivamente el centralismo de las cortes.
Si esta es la realidad fáctica, entonces no es posible ni deseable, volver al centralismo jurídico, en la medida en que volver al centralismo jurídico no sería más que volver a re-inscribir las condiciones que en un primer momento hicieron posible la expansión del estado administrativo. Lo que hay es lo que hay, como a veces se dice desde cierto “realismo”. Esto es, un estado administrativo que solo puede ser más o menos democrático. Pero el estado administrativo no solo desplaza lo que Dworkin entendió, en el que quizás sea el más influyente libro del derecho norteamericano del siglo veinte, el ‘Imperio de la Justicia’. En la última sesión de debate con Moreiras y Svampa, Villacañas retomó el tema de Weber ahora visto desde la rama del executivo. Quiero citar a Villacañas, y luego pasar a mi pregunta:
“….por eso el carisma anti-autoritario es específicamente democrático, puesto que el carisma es delegado en la medida en que responde a los intereses de los dominados. Cuando Weber establece esa diferencia está pensando en el Presidente de los Estados Unidos que es para él es el prototipo del carisma antiautoritario que tiene que defender los intereses de los dominados si quiere ser reconocido como tal. El líder anti-autoritario es quien está en condiciones de representar intereses que no son los suyos. Pero que los mira con una objetividad que está en condiciones de producirles la pasión…”
Seguido de este comentario, Moreiras le preguntó a Villacañas si esa descripción aplicaba a todos los líderes norteamericanos, o si era una especie de “tipo ideal”, pinchando una categoría medular del pensamiento sociológico de Weber. Lo que yo quisiera anotar es que si asumimos la realidad fáctica del estado administrativo, entonces quizás el “principialismo” (¿es principial?) del líder anti-autoritario en Weber, quizás ya no tenga tanto efecto como lo pudiera haber tenido, digamos, durante Weimar o durante período de Woodrow Wilson (quien además es una figura admirable, puesto que escribió una de las mejores defensas del cuerpo legislativo que hay en la tradición política norteamericana titulada Congressional Government, de 1885). ¡Y no olvidemos que el Congreso de EEUU no aprueba una ley en el Congreso en casi una década!
Villacañas diría, y en efecto, dijo: “el líder anti-autoritario es aquel que está en condiciones de recibir una patada en el culo…en caso de no cumplir las demandas materiales de la sociedad”. Y estoy de acuerdo con este razonamiento. Y hasta ahora Trump ha sido eso. Pero el problema es que si aceptamos la condición del estado administrativo, tal vez solo un nuevo parlamentarismo se adaptaría mejor al tejido de nuestras sociedades poshegemónicas. Al fin y al cabo, el sistema norteamericano es presidencialista, y como ha visto Bruce Ackerman y antes el gran historiador Arthur J. Schlesinger, desde hace décadas está en ascenso hacia una metamorfosis imperial. Me pregunto si el anarco-populismo de Moreiras, o el énfasis en los movimientos propuestos por Svampa, serían más susceptibles a un nuevo parlamentarismo, incluso a un federalismo, que es por otro lado lo que a mí me interesa, para un futuro democrático y democratizante [2]. Pero si es así, tendría que ser necesariamente anti-presidencialista, esto es, sin líder.
A pocos días de la Asamblea Ciudadana Vistalegre II (https://vistalegre2.podemos.info), es importante someter a debate y análisis algunas de las propuestas de renovación política de Podemos. Lo hago a distancia, sin presumir ser experto en política española, y deteniéndome en los documentos divulgados. En lo que sigue comento dos propuestas donde se juega, tanto en el plano teórico como político, una reinvención democrática con alcances para el espacio europeo. Podemos ha vuelto a reinstalar el problema de la legitimidad y de la evolución misma del progresismo en la región. En la primera parte comento el documento “Plan 2020” redactado por Pablo Iglesias. En la segunda, me detengo en el documento “Recuperar la ilusión”, de Íñigo Errejón, Clara Serra, y otros. Me acerco a estos dos documentos a partir de dos claves: la unidad y la transversalidad, aunque no pretendo en ningún caso agotar la discusión de estos documentos políticos, sino abrirla. En la última sección del texto, retomo algunos problemas relativos al futuro europeo. No hay dudas de que Podemos representa hoy el arco de lo que Albert O. Hirschman llamó el ‘prejuicio del optimismo’, a bias for hope.
Unidad
“Plan 2020” es el título de la propuesta de Pablo Iglesias, Carolina Bescansa, Juan Pablo Monedero, entre otros integrantes de equipos de trabajo. La primera parte del documento, aproximadamente las primeras veinte páginas, están dedicadas a trazar un derrotero de la política española desde la transición del 78, pasando por la crisis del 2008 y la irrupción del movimiento social 15M, y finalmente la apertura hacia la deriva electoral del 2014. El énfasis del recorrido, como es lógico, se hace sobre ese primer listón por el cual Podemos alcanzó resultados contundentes: un millón y medio de votos, además de cinco eurodiputados. Los resultados fueron una sorpresa para un partido joven, de poca experiencia, y cuya dirección estaba compuesta mayormente de docentes de la Universidad Complutense. Recuerdo que en el verano de ese año, en el marco del congreso “Literatura, Poshegemonía, Infrapolítica” que tuvo lugar en la Universidad Complutense, algunos de nosotros tuvimos la oportunidad de intercambiar ideas con Luis Alegre Zahonero, quien era entonces una de las figuras punteras del nuevo partido. Había expectativas, y se discutían ideas de republicanismo y ocupación del estado.
A distancia de esto, para Iglesias y los patrocinadores del “Plan 2020”, el 2008 da inicio a una ‘crisis de régimen’, caracterizada por una fuerte caída de legitimidad del status quo político español que podría poner patas arriba el precario ‘momento constituyente de los acuerdos del 78’, como lo caracteriza José Luis Villacañas [1]. En tiempos más recientes, esto se materializaba en la incapacidad, como ha notado Philip Pettit, del gobierno de Zapatero por dar frente a las fuerzas del capital financiero y mantener en control el índice de empleo [2]. Iglesias admite que lo central en su propuesta es la posibilidad de articular un momento constituyente para la reinvención del futuro democratico de la política española. El “Plan 2020” es claro su exposición un compromiso con la democracia sustrayéndose del momento populista más divulgado de la personality mediática de Iglesias y del lema radicalizado de “tomar el cielo por asalto”. Por el contrario, el documento Iglesias nos dice que el “Plan 2020” es una propuesta para construir con todos, apostando a la madurez institucional, aunque atenta al contramovimiento de una ciudadanía activa. Como leemos en el documento:
“Ese diálogo no puede estar guiado por el interés empresarial y tampoco desde intereses cortoplacistas electorales. El desarrollo industrial, el crecimiento de las ciudades, el mejoramiento del transporte, la construcción ecológica, las energías renovables, el gobierno europeo multinivel, las nuevas formas de gobierno electrónico, los efectos de la robotización de la economía…fórmula de ensayo general tiene una larga tradición en Inglaterra y permite ir construyendo perfiles políticos y técnicos para evitar las sorpresas de los nombramientos caprichosos a los que nos tiene acostumbrada la política turnista. Sirve igualmente para evitar la incertidumbre propia de un mundo global dominado por los poderes financieros. Y, en nuestro caso, tiene que servir para que las españolas y los españoles conozcan la alternativa de gobierno de Podemos.” (Plan 2020, 41).
Al tomar distancia de la gramática populista, se consigue generar momentos de honestidad y autocrítica en el tiempo que va del primer encuentro en Vistalegre al próximo. Iglesias reconoce las limitaciones discursivas y estratégicas que tuvieron a la hora de negociar con el PSOE, y dar la cara como fuerza democrática. Al hacer énfasis en una posible alianza, Iglesia intuye que habría voluntad de formar un pacto por una nueva transición no-presidencialista o no simplemente reducible al populismo de la “máquina electoral”. Sabemos que el gran politólogo Juan Linz leyó el ‘momento Suarez’ del 78 como un pacto entre élites que trajo a España a la democracia [3]. La llamada ‘nueva transición’ se haría cargo de este legado como momento constituyente en la vida política española. Pero más importante aun es el mensaje del “Plan 2020”. Iglesias parece decir algo así: si antes no intentamos hacer pactos, y ahora podemos hacerlo. Ahora, el fracaso caería sobre las espaldas de otros. Aunque las condiciones transicionales de hoy son distintas a las del 78, ya que ya no puede haber un “pacto de élites” a puertas cerradas. Mi intuición es que el documento de Iglesias es una manera de percibir que el momento del pacto ha terminado, y solo queda democratizar y ampliar Podemos para garantizar un momento constituyente.
El vórtice conceptual y propositivo del documento es la ‘unidad’. Al inicio, Iglesias y los redactores definen la ‘unidad’ como “voluntad unitaria, entendiendo la unidad como la capacidad de hacer que ideas distintas puedan complementarse, reforzando una dirección estratégica y unos objetivos comunes” (Plan 2020, 4). La idea de unidad en la diversidad sería el instrumento para construir “una nueva voluntad popular con todos”, y sostener una dialéctica entre movimiento e institución. Como escribe aforísticamente Iglesias: “lógica debe ser por tanto la de la unidad en la diversidad: un proyecto compartido por identidades políticas, sociales y territoriales diversas, donde lo que es una realidad en la cotidianeidad se articule en el ámbito de lo político” (Plan 2020, 29). El axioma de la unidad tiene como propósito una renovación de los cuadros políticos. De ahí que Iglesias diga que los políticos en Podemos dejarían de ser políticos para convertirse en militantes en la institución que velarían por el interés colectivo (Plan 2020, 24).
Son dos los modos de leer este diletantismo declarado. Por una parte, la ecuación de ‘militante al poder en la unidad’ es la quintaesencia del trancazo hegemónico en cuanto mediación verticalista, puesto que abandona la mesura de la vocación. Por otro lado, se pudiera entender la figura del militante institucional como representante de lo que algunos llaman un político del “estado activista” que logra compensar entre distintos niveles (Ayuntamiento, el movimiento social, la burocracia, y el Parlamento). En cualquiera de los dos casos interpretativos, para Iglesias el militante institucional vendría a renovar lo que él llama una “cartelización de la politica española” (Plan 2020, 39). La cuestión que está instalando Iglesias, sin embargo, también pasa por reestructurar la burocracia del estado (regulatory state) comprometido con la redistribución y la justicia social [4]. La articulación de la unidad se entiende como aspiración a la reelaboración de la fiscalización. Este fue un dilema que discutíamos hace un año atrás con Carolina Bescansa en la Universidad de Princeton [5]. En cambio, si por una unidad entendemos una lógica de subordinación hegemónica, entonces este posicionamiento remitiría no solo a la verticalización de la política, sino a lo que Carl Schmitt llama la intensificación entre amigo-enemigo. La variable de la unidad en Iglesias cobra aquí un tono categórico, puesto que la idea misma de ‘cumplir promesas’ (sic) tiene que aceptar de antemano este principio unitario (Plan 2020, 35). Este principio de la ‘unidad’ maximiza politización partisana y a la larga conduce a secuelas terminales y agónicas [6].
Iglesias sabe que no puede repetir el autoritarismo verticalista de la tradición del PCE. Y a la vez tampoco puede dejar las decisiones en la anti-política de las asambleas y del consenso horizontalista. Es de esta manera que el documento pone en un mismo renglón democracia, organicidad, y fuerza popular. El documento no nos da una reelaboración de cómo los que están fuera de los “círculos” podrían ser integrados, y cómo empalmar el resto externo a esa dialéctica ‘movimiento-institución militante’. Y esto es importante, puesto que es ese resto, un pueblo ausente, el que conviene tener del lado de Podemos si es que se quiere llegar a La Moncloa. No estoy diciendo con esto que se pueda hacer política de justicia social sin un pueblo. Al contrario, lo que quiero dejar claro es que el concepto de hegemonía, tal y como está elaborado en el posmarxismo de Ernesto Laclau, es insuficiente para dar cuenta de una forma verdaderamente transversal, heterogénea, y anti-unitaria, tal y como aparece hoy al interior de nuestras sociedades. ¿Cómo convencer a esos que están fuera de la movilización permanente? Hacia el final del documento, Iglesias habla de una programación a largo plazo de perfiles políticos (Plan 2020, 41). Para decirlo con José Luis Villacañas, aquí residiría el problema de la vocación de todo político’ [7].
Transversalidad
Pasamos ahora a comentar el documento “Recuperar la ilusión”, propuesto por Íñigo Errejón, Clara Serra, Pablo Bustinduy, y Rita Maestre. En este documento las metáforas importan. Según la clave de lectura que dio el filósofo German Cano, Podemos es como una embarcación que arrancó con un programa que pudo ‘darle una patada al tablero’, pero que ahora se propone la búsqueda de una capitanía que empuje a la embarcación sobre la incertidumbre de los mares [8]. Ese nuevo sailor, para Cano, sería Antonio Gramsci, aunque la idea está también implícita en el documento de Errejón. En efecto, el trabajo de integración y construcción en el documento se hace desde la teoría de la hegemonía en su formulación inspirada por Ernesto Laclau. Al igual que el “Plan 2020”, Errejón asume la autocrítica a la hora de construir el pueblo y dar un paso al frente en Vistalegre II. Los firmantes reconocen que hablar de pueblo con los convencidos de los Círculos es insuficiente, y por eso hace falta agregar a capas mayores, a quienes residen en las zonas rurales, a las mujeres, y a los que están en la brecha. Errejón afirma que es importante abandonar el “resistencialismo” (ser el Partido del anti-establishment) para formar una nueva mayoría capaz de aglutinarse bajo un nuevo sentido común (Recuperar la ilusión, 9).
Pero aquí es donde las similitudes con Iglesias terminan. Errejón dice que no se puede “rebobinar la Historia de España”, por lo que no hay posibilidad de alianzas que hagan perder el tiempo o llevar al desgaste. La tarea del nuevo político es ‘construir un pueblo’. “Construir el Pueblo” es, en efecto, el lema del documento, junto al dispositivo de la “transversalidad”. Aunque a diferencia del diálogo que Íñigo sostiene con Chantal Mouffe, en el documento hay un intento muy depurado por bajar de tono el schmittianismo agonista, moderándolo con un par de menciones dispersas [9]. Si para Iglesias la ‘unidad’ es el vórtice del éxito de un nuevo partido de mayorías, para Íñigo el énfasis recae en la transversalidad.
Conviene volver sobre qué está de fondo en la propuesta de la transversalidad. Al hablar de transversalidad, Errejón busca descentrar la unidad ideológica de la vieja izquierda como sujeto de emancipación. La transversalidad presupone que no hay tal sujeto redentor, y que en las nuevas condiciones sociales solo se consigue ganar políticamente con la construcción de una nueva mayoría. Como ha explicado el filósofo David Soto Carrasco, “la lógica [de la transversalidad] ha permitido a Podemos concretar transversalmente una organización que interpela a diferentes sectores de nuestra sociedad. Le ha dado cinco millones de votos que han permitido abrir una grieta en el muro…” (Soto Carrasco 2016). Pero la transversalidad siempre se nutre de identidades políticas en vibración, encarnadas, y administrables. El problema residiría, como ha visto Alberto Moreiras, en que la transversalidad es inconsistente con la lógica hegemónica [10]. Según Moreiras, la transversalidad en registro hegemónico termina siendo equivalencial en su capacidad estructural [11]. En cambio, lo que llamamos aquí ‘reinvención democrática’ intentaría ofrecer otro mecanismo que no estuviese estructurado con la equivalencia hegemónica que organiza y divide el ‘Pueblo’. Llamémosle a esto poshegemonía. Esta es una modalidad de pensar la reforma política, en un sentido fuerte, sin caer en la tentación de la organización identitaria. En mi réplica al artículo de Soto Carrasco sobre transversalidad sugerí que en realidad los nombres no importan mucho, sino en ‘nombre de qué’ se está hablando [12]. En otras palabras, el problema con la transversalidad es que presume que la identitarización de la lógica hegemónica agota el campo de lo social, cuya lógica maestra permite erigir un nuevo orden de dominación.
La propuesta de la transversalidad de Errejón, sin embargo, es importante en la medida en que facilita otro camino que no es ni el del ‘sujeto verdadero’ de la política convencional de izquierda, ni el de cesarismo carismático basado en la unidad [13]. De modo que solo asumiendo una forma republicana de la inequivalencia es que se puede llegar a la reinvención democrática [14]. Sin lugar a dudas, la transversalidad es el concepto más reiterado en el documento político de ‘Recuperar la ilusión’ a tal punto que hasta el deporte tiene que entenderse como ‘componente’ transversal (Recuperar la ilusión, 34). Esa es la propuesta constructiva, y la seña de identidad de los errejonistas. El corazón propositivo de ‘Recuperar la ilusión’ es doble: la creación de pueblo, y la fortificación de una fuerza de gobierno (Recuperar la ilusión, 18-20). En este nuevo contrato social, se intuye que se debe dar riendas a un momento constituyente exclusivo del constitucionalismo evolutivo:
“Para nosotros la tarea de «construir pueblo» es una tarea cultural, colectiva y desde abajo para generar afectos y esperanzas compartidas, para tejer y terminar con la fragmentación y la soledad. Un pueblo soberano es mucho más que una suma de electores o consumidores: es una comunidad voluntaria y consciente que se dota de instrumentos para una vida mejor. No hay nunca un momento tan fundante, tan fértil y tan revolucionario como el de We the People” (Recuperar la ilusión, 23).
Para ello Errejón se vincula más a una estructura federalista, con mayor compromiso en los municipios, en lugar de la dialéctica Estado-Círculo del “Plan 2020”. Y por esos los actores ejemplares de esta nueva política en curso son las alcaldesas Manuela Carmena en Madrid y Ada Colau en Barcelona. Esto es importante desde el punto de vista de la división de poderes, ya que el federalismo en cuanto proyecto de organización territorial busca atrofiar la concentración de poder. La reforma a la ley electoral que se propone en el documento es, en este sentido, consistente con este diseño (Recuperar la ilusión, 56-58). La fiscalización aparece desplegada también en diseño federal, si bien el documento vendría a ratificar una política de la reta básica universal como condición de una política de democratización equitativa [15].
Por último, es importante notar que Errejón hace una diferencia crucial entre dos tipos de crisis: crisis de estado y crisis de régimen. Según Errejón no hay crisis de estado en España, puesto que hay un orden de derecho, garantías, prensa libre, y división de poderes. Es una postura que está en las antípodas de miradas contemporáneas en la izquierda que siguen homologando el espacio del estado con el orden burgués que se tendría que llevar a la destrucción. El énfasis en la crisis de régimen permite hablar de relevos generacionales al interior de la institucionalidad, sin dar grandes saltos anti-jurídicos ni caer en extremismos. Este giro analítico de ver la crisis, debería entenderse en oposición a quienes defienden una postura asamblearia, o de participación obligatoria y directa, en línea una movilización total [16].
Las últimas páginas del documento destacan el valor de una transformación cultural (Recuperar la ilusión, 60-65). Pero habría que preguntarse, ¿por qué razón una transformación tendría que ser culturalista para lograr las dos tareas propuestas (construir un pueblo y alzar una fuerza de gobierno)? Convendría preguntar ¿por qué se habla de cultura y no de educación en un sentido más amplio? El culturalismo del documento recae en una ambigüedad insoluble. ¿Es el énfasis cultural seña de una textura que quiere hegemonía? Sobre esa trama queremos derivar algunos elementos en nuestra conclusión.
Democracia poshegemónica en el contexto europeo
Aunque hemos visto algunas de las diferencias importantes que distancian teórica y prácticamente las propuestas de Iglesias y Errejón, también hay que explicitar lo que las une: un acuerdo con la teoría de la hegemonía. No es solo una cuestión desde el punto de vista intelectual, esto es, relativa a la pertinencia de la obra de Antonio Gramsci o Ernesto Laclau en las elaboraciones de los documentos, sino que es algo más. Si para Iglesias la ‘unidad’ es un dispositivo de cerrar fila y blindar su liderazgo dentro del partido; la ‘transversalidad’ propuesta por Errejón es una atravesar y dividir el campo de lo social a través de la politización. Visto desde arriba, Iglesias emerge como el líder que cierra el círculo (la figura del cono, que es también como lo propone el pensador Carlos Fernández Liria en su libro En Defensa del Populismo). Y desde abajo, Errejón tira de la transversalidad para armar una articulación que exige la identidad y la diferencia, cuyo costo es la democracia a largo plazo. El gramscianismo humanista contemporáneo en estas dos bifurcaciones solo podrían llevar a formulaciones cortoplacistas. El resultado de su déficit ha sido ya comprobado en el llamado ‘ciclo progresista latinoamericano’, cuya fragilidad no pudo dar riendas de largo plazo a procesos que comenzaron a sentir los efectos de la caída del precio de los commodities en el nuevo ciclo económico global [17]. Si la cartografía latinoamericana fue un tipo ideal para el ascenso de Podemos, ya no puede serlo.
Los tiempos han cambiado. Además, no hay que olvidar que la realidad institucional española es desigual a la porosidad de países como Argentina, Bolivia, o Ecuador donde el momento caliente de la política plebeya coagula condiciones constituyentes. En un momento en el cual la extrema derecha nacionalista ha llegado a decir que busca apropiarse de Gramsci, Podemos necesita pasar a una teoría instituyente y poshegemónica [18]. Esto evidencia que caer en ese juego solo puede llevar a una batalla del más fuerte, donde el populismo nacionalista de derechas (y más ahora con el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos) siempre estaría en condiciones de ganar. Diríamos más: el gramscianismo ya está en procesos de conversión anti-político con Le Pen, Beppe Grillo, o Frauke Petry.
El populismo hegemónico siempre será un atajo y una cuartada entre la política de los afectos y la anti-política, pero no puede garantizar longevidad de una democracia a escala regional o federal, tal y como se espera hoy en el gran espacio europeo. Y si con ‘hegemonía gramsciana’ solo identificamos un flanco ideológico, su postura quedaría reducida al “resistencialismo” denunciado como insuficiente por Errejón en su documento ‘Recuperar la Ilusión’. Hay que dar otro paso. La poshegemonía abre la posibilidad de seguir avanzando en la construcción democrática, deliberativa, y transversal con solidez institucional para articular una gran política nacional y europea. En este sentido, la democracia poshegemónica renuncia a la oferta de la movida populista como el camino más corto para avivar a sociedades atizadas por la tecnocracia, así como por los consensos supra-económicos de la Unión Europea.
El futuro político de Podemos está en el medio de una encrucijada. Por el lado estatal-nacional, tienen que seguir desarrollando una madurez de vocación política capaz de organizar un nuevo consenso social de alcance territorial, y con una voluntad de llegar al poder de mando. Por otro lado, la realidad exige una elaboración compleja con el entramado federal de la Union Europea. Y esto no se puede obviar ni zanjar de manera irresponsable. Por eso las apuestas de contramovimiento democrático son, en un sentido estricto, un plano en el cual Podemos tendría que insertar o al menos entablar un diálogo [19]. Hay que recordar, con Davide Tarizzo, que no hay posibilidad de desprendimiento de la UE que garantice una orientación democrática longeva [20]. Puesto que toda ruptura de la unión, todo desprendimiento de la ‘hospitalidad europea’ federal, solo llevaría a una pauperización de las realidades nacionales, al descenso aun mayor de la calidad de vida, y al brote de las peores pasiones xenófobas o antiinmigrantes en detrimento de la hospitalidad europea.
¿Cómo moverse en ambos registros de comunidad y conseguir un contramovimiento político democrático? Esto es mucho más delicado, ya que hay que recordar que la historia reciente europea no da un salto del estado nación a la Unión Europea, sino desde la crisis imperial a la integración. Aunque ya hoy, la promesa imperial es solo nostalgia que la Francia de Le Pen, la Inglaterra de May, o la Holanda de Wilders jamás podrían cumplir. Esa promesa es solo la trampa para un rumbo que será peor. Si la promesa del populismo de derecha se basa en un pasado orgulloso sin imperio, la promesa del populismo de izquierda es la de una hegemonía sin democracia duradera. Cuando decimos poshegemonía aludimos a la posibilidad concreta de reparar esto último. Si Podemos es una de las posibilidades deseables para una reinvención democrática europea, tiene que dejar atrás la insistencia en la hegemonía como parlante de las grandes mayorías. A Podemos le esperan retos mayores, pero más importante aun se le impone la posibilidad de un new deal al interior de esta segunda globalización. Y nuestro deseo es que estén a la altura.
Notas
*Documentos: Pablo Iglesias. “Podemos Para Todas. Plan2020: ganar al Partido Popular, Gobernar España”. Íñigo Errejon, “Recuperar la ilusión: Desplegar las velas, un Podemos para gobernar”. Pueden ser consultados aquí: https://vistalegre2.podemos.info/documentos/
José Luis Villacañas. “Una historia del poder en España: prácticas, hábitos y estilos políticos”. Seminario en la Fundación Juan March, Marzo de 2014.
Philip Pettit. “Republican reflections on the 15-M movement”. Gabriel Entine y Jeanne Moissand (eds.), Debates en torno al 15-M. Republicanismo, democracia y participación política. Paris: La Vie des Idées, 2011.
Juan Linz. “The Perils of Presidentialism” (Journal of Democracy, 1990, 51-69).
Aunque empiricamente basado en el contexto norteamericano, el trabajo más reciente de Seebel Rahman es crucial para abrir una discusión de los documentos y su alcance para la burocracia fiscal española. Ver, Kan Seebel Rahman. Democracy against domination (Oxford University Press, 2016).
En su importante ensayo “Ética de Estado y Estado pluralista” (1930), Carl Schmitt define la unidad como el grado más intensivo de la diferencia entre amigo-enemigo”: “En verdad lo político sólo designa el grado de intensidad de una unidad. La unidad política puede por tanto tener y abrazar en sí diferentes contenidos. Pero ella designa siempre el grado más intensivo de una unidad, a partir de la cual también se determina la distinción más intensiva, a saber, la agrupación de amigos y enemigos. La unidad política es la unidad suprema, y no porque dictamine todopoderosamente o porque nivele a las demás unidades, sino porque es la que decide y porque puede evitar que dentro de ella todas los demás agrupaciones sociales se disocien hasta la enemistad extrema (esto es, hasta la guerra civil)”. Logos. Anales del Seminario de Metafísica, Vol.44, 2011, p.34.
José Luis Villacañas escribe al respecto: “Integrar a otros políticos profesionales o vocacionales siempre es un mérito en política, desde luego. Pero su eficacia dependerá de si al frente hay un político vocacional en este sentido. Sin embargo, todavía nos queda lo más importante del político vacacional: la responsabilidad en el uso del poder. Para tenerla, y más allá de la pasión, el político vocacional debe ser frío como el témpano y mantener el pathos de la distancia. Pasión ardiente y mesurada frialdad, ese es el complejo psiquismo del político vocacional”. Ver, “Weber y Podemos”. El País, 15 de Enero de 2017.
German Cano. “Podemos, segunda singladura”. El País, 26 de Enero de 2017.
Íñigo Errejón y Chantal Mouffe. Construir un Pueblo: Hegemonía y Radicalización de la Democracia (Icaria, 2016).
La crítica al principio general de equivalencia aparece en el ensayo de Jean-Luc Nancy Vérité de la démocratie (Galilée, 2008). También ha sido elaborado en relación con la cuestión de la poshegemonía por Alberto Moreiras en “Infrapolitical Action: The Truth of Democracy at the End of General Equivalence” (Politica Común, Vol.9, 2016).
Errejón ha hecho explícito su compromiso con medidas de renta básica universal, incluso por encima de lo que ya se ha acordado recientemente en el Parlamento español. Para un debate contemporáneo sobre el tema, ver Philippe Van Parijs. Basic Income: A Radical Proposal for a Free Society and a Sane Economy (Harvard University Press, 2017).
La propuesta asamblearia o de horizontalismo político, está asociada con el trabajo de activistas sociales como Raúl Zibechi, Raúl Sánchez Cedillo, o Amador Fernández Savater. De este último ver su crítica a la figura política de Iglesias: “Un mundo restringido. Comentario al discurso de Pablo Iglesias”. eldiario, 26 de Octubre, 2016.
Ver, “Okupa Gramsci: la derecha española quiere adoptar al pensador de cabecera de Podemos”, El Confidencial, 24 de Enero 2017. David Soto Carrasco también ha argumentado, en línea con nuestra discusión, un desplazamiento más allá del ‘momento populista’. Ver su artículo titulado “Debates y demandas” (http://www.eldiario.es/murcia/murcia_y_aparte/Debates-demandas_6_554754541.html).
Es aquí donde pudiera someterse a discusión la propuesta de un movimiento de democratización de la zona europea, propuesta por el ex-ministro de economía de Grecia, Yannis Varoufakis (Democracy in Europe Movement 2025). Curiosamente el documento político de Varoufakis, siendo el mismo un economista, es muchísimo menos detallado y directo que los documentos de Errejón e Iglesias que hemos comentado. Giorgio Agamben también ha llamado la atención a la carencia de legitimidad de la UE en su artículo “Que l’Empire Latin contre-attaque!” (Libération, 24 de Marzo 2013).
David Tarizzo. “Después del euro: soberanía nacional y hospitalidad europea”. Res Publica: Revista de Historia de las Ideas Politicas, Vol.18, N.1, 2015. p.125-140. Esta también es la duda que ha notado el constitucionalista Bruce Ackerman en cuanto a la crisis de la UE y el two-tier system. Véase su “Three Paths to Constitutionalism: the Crisis of the European Union” (B.J.Pol.S. 45, 705–714).
En defensa el populismo (Catarata, 2016), del pensador Carlos Fernández Liria, es un libro espinoso que busca instalarse con vehemencia al interior del debate en torno a la política española de los últimos años. Por supuesto, es también un libro abiertamente comprometido con el ascenso de Podemos, y su líder Pablo Iglesias, y sobra decir que su defensa de la ‘centralidad del tablero’ no se presta a equívocos. En efecto, en el prólogo del libro, Luis Alegre Zahonero celebra que Fernández Liria brinde su apoyo a la disputa por los nombres del enemigo, y que recupere para la izquierda nociones como democracia, ciudadano, derechos, o institución en línea con la obra elemental populista: la construcción de un pueblo. El punto de partida de Fernández Liria es volver sobre la textura del lenguaje, y desde ahí colonizar su gramática hasta efectuar un ‘nuevo sentido común’. Aunque Fernández Liria sitúa el problema en un arco de larga duración: al menos desde Platón y Sócrates, el lenguaje siempre ha obedecido al habla en el lenguaje del otro, léase del poderoso, y solo así ha sido capaz de generar escucha.
Según Liria ésta sería la lección decisiva de algunos diálogos socráticos, pero también de los sofistas, en la medida en que ambos discursos lo que se juega no es la verdad, sino su recursividad efectiva. Entonces, de la misma manera que Platón o los sofistas habrían derrumbado la verdad de los poetas, para Liria hoy no hacemos nada en decir verdades a orejas que no lograrían escucharla, puesto que son orejas que están blindadas a la verdad. Por lo tanto, es fundamental jugársela dentro de los límites impuestos por el falsum colectivo si es que se quiere llegar a un mínimo de veracidad. Pero, ¿qué nos dice esto del populismo? En una primera instancia que el discurso populista no depende de una aclamación de la verdad, y todo esfuerzo por desplegarlo en realidad terminaría atropellándose contra el blindaje que el ‘macizo ideológico’ (sic) de la mentira ha superpuesto en su economía general del sentido. El populismo tiene que entrar necesariamente a jugar el juego del sofismo. En un momento significativo para el argumento de Fernández Liria, éste recurre al relato leninista del bastón torcido que conviene citar íntegramente:
“Althusser recurría siempre a una cita de Lenin que hablaba de que para enderezar un bastón torcido no se podía sencillamente mojar la madera y atarla a una guía rectar, porque al soltar la guía el bastón quedaría menos torcido, pero seguiría torcido. Para enderezarlo, es preciso que la guía esté torcida en sentido contrario. Una idea falsa no se puede combatir sencillamente diciendo la verdad, hace falta otra idea falsa de signo contrario para que la verdad tenga alguna oportunidad. Una mentira se corrige diciendo la verdad. Pero en este mundo las ideas están impregnadas de una materialidad que pesa como el plomo, llevan adherido verdaderos sistemas de pasiones y afectos autorreferenciales y tautológicos…En esos casos, mover del sitio una mentira se parece a la tarea de intentar arrastrar un iceberg remando en una pirgua. Si hay que hacerlo es, por el contrario, para que verdad tenga alguna oportunidad en este mundo” (Fernández Liria 37-38).
Estaríamos ahora en condiciones de señalar la segunda dimensión del populismo que maneja Fernández Liria; a saber, que el populismo sería el mejor de los artificios posibles para el rendimiento de la política en un mundo de dilatada mitomanía. Y es esto lo único a lo que el populismo puede aspirar en su inserción social. Aunque según Liria es lo que debe aspirar toda política en tiempos de fin civilizatorio (sic) a causa del ascenso del principio general de equivalencia. No hay más fuera de esto (Fernández Liria 221). No se nos escapa en el fragmento citado anteriormente una cierta traslación leibniziana, donde el gesto de hipostasiar la imaginación política a una combinatoria lingüística es compensatorio de la crisis general de la política misma. Y tampoco es casual que Fernández Liria glose algunas fichas especulativas de Crítica de la Razón Política de Regis Debray, para dar cuenta cómo la maximización de la globalización, así como los experimentos por consolidar el socialismo real durante el pasado siglo, terminaron generando arcaísmos políticos y una perdurable proliferación de mitologías a contrapelo de la racionalidad moderna. De ahí que, si la política moderna de la secularización estuvo siempre caída hacia el nihilismo, entonces no queda otra opción que sostener cierta dosis de religiosidad edificante para retener cierta ‘calderilla antropológica’ (sic) contra el perpetuo ‘desnivel prometeico’ de la maquinación neoliberal. En estos trámites de compensación, la opción es solo una:
“Hace falta un populismo de izquierdas que, consiente de la necesidad de pertenencia tribal del ser humano, conocedor de que el mundo político tiene sus propios resortes y sabedor de que no se puede eliminar la superstición, sino, todo lo más, contribuir a su civilización, sea capaz de enderezar las energías populares a favor de instituciones republicanas” (Fernández Liria 159).
De esta manera, los capítulos “Razón y Cristianismo” y el epílogo “Progreso y Populismo”, apuestan a un registro mítico del populismo como interface o suplemento arcaico capaz de sostener lo mejor del Republicanismo, su ideal institucional, y estado de derecho. Estamos muy lejos, o casi en la posición contrapuesta a la invitación de José Luis Villacañas explicitada en Populismo (Huerta Grande, 2015), a la cual Liria alude, pero tan solo para subordinarla a su lógica principial de populismo. El sustento que alienta la teoría de Liria remite explícitamente a la lógica de hegemonía como vehículo monoestático para alcanzar y finalmente conquistar el llamado ‘sentido común’. Escribe Liria: “El mayor error que podría cometer un populismo de izquierdas sería renunciar a la defensa de esta objetividad republicana. Es más, esta defensa de la objetividad república es más bien lo único que puede convertir al populismo en un populismo de izquierdas” (Fernández Liria 109).
Si para Liria el populismo es más cercano a la Ilustración que al jacobinismo, no es porque tenga como referente último la legitimidad institucional y los derechos del hombre, sino porque el vaciamiento de estos principios hoy hace posible que el populismo les dispute el campo semántico a categorías de peso en la tradición. A diferencia de Villacañas, para quien el republicanismo pudiera aflorar como posibilidad poshegemónica y breakthrough del impasse del ‘momento populista’; en la defensa del populismo de Fernández Liria, el republicanismo y la institución son significantes y estructuras que permiten hipostasiar el pensamiento en nombre del sentido común en tanto hegemonía. En otras palabras, mientras que la deriva republicana de Villacañas busca pensar la política democrática para tiempos de interregno, el llamado ‘populismo-republicano’ de Liria funciona a la palestra de extender el presupuesto schmittiano de la enemistad. Este es, al fin y al cabo, la pieza última de la ‘defensa populista’, por la cual a pesar de todas las piruetas por distanciarse de Laclau – y que quizás implícitamente es uno de los flancos de un tipo de discursividad que ‘no convence’ en tiempos poshegemónica para Liria – reaparece acoplada sobre los mismos términos. De hecho, Liria no cambia nada de la matriz de la hegemonía entendida como reducción culturalista enchufada a la voluntad de poder. Veamos:
“…la hegemonía se ejerce, fundamentalmente, apropiándose de lo que solemos llamar el “sentido común”. Es allí, en el sentido común de la población, donde se produce la secreta mutación de los intereses particulares en intereses generales de la colectividad. Es por lo que los marxistas repitieron tanto eso de la ideología de una sociedad era siempre la ideología de la clase dominante…Es ahí donde se disputa lo que podríamos llamar “la ficción de una voluntad general”. Así pues, la lucha política es, ante todo, una lucha por la hegemonía, una lucha, por tanto, por instalarse en el sentido común de la población de manera que los propios intereses hagan pasar por los intereses de la voluntad general” (Fernández Liria 51-52).
El llamado a más hegemonía, a pesar de su apelación a la Ilustración o a la posibilidad republicana, desafortunadamente termina siendo una variante más del voluntarismo político propio del cierre onto-teológico, donde la estructuración del contrato social y la factura culturalista terminan por agotar las opciones de otra política. Y así, lo que solicita Fernández Liria, al igual que la que ha venido pidiendo Alan Badiou, es desde un principio una política para convencidos, o para militantes, o para quienes quieran creerse ‘el cuento’ [1]. Pero es también aquí donde el juego sofista entra en aprietos, puesto que, si la subsunción real del capital genera la más densa mitología del consumo y la publicidad, ¿qué puede hacer la hegemonía, sino fracasar ante ello, o bien ofrecer un contra-mito siempre limitado o insuficiente? O simplemente arribista, acotado a la ‘coyuntura’ sin más. Sin duda, la apuesta por un contra-mito tampoco es novedosa, y no habría muchas diferencias a la solución de Carl Schmitt en su conocido ensayo sobre la instrumentalización del mito en el nacional-socialismo contra la neutralización ejercida desde la ‘habladuría’ parlamentaria [2].
Pero estos fueron esfuerzos por una totalización de la política que se ha arruinado en nuestros tiempos, y sin embargo es la condición mínima para que Liria pueda echar a andar la fuerza apropiativa de la hegemonía como motor de conflicto, y de existencia en común durante tiempos de crisis. En cualquier caso, Liria no logra avanzar más allá del esquematismo constitutivo entre Ilustración y crisis que encuadra el gran relato de la soberanía popular desde la revolución francesa, y del cual la teoría de la hegemonía tendría que hacerse cargo de manera más delicada. De otra manera los sofismos antropológicos serán mellados por el tiempo efectivo del capital sin muchos reparos por las fantasías equivalenciales diagramadas sobre las lenguas comunicacionales.
Pero Liria no hace concesiones, y hacia el final del libro sentencia: “En todo caso, un auténtico cosmopolitismo no podrá jamás suprimir algo así como el Estado nación. Siempre seremos seres humanos y naceremos por ‘el coño de nuestra madre, aprenderemos a hablar en algo así como la familia y tendremos una identidad personal y tribal que tendrá que ser gestionada políticamente” (Fernández Liria 236). La pregunta que tendríamos que hacerle a la ‘defensa del populismo’ de Liria es si acaso, su ‘nuevo’ ‘populismo-republicano’ podría ser algo más que una tribulación antropológica entregada al pastoreo gubernamental, una contra-hegemonía de la dominación desde una metapolítica del pueblo. Y si así es, el relato del ‘bastón torcido’ es una teoría de ‘bandazos’, como le ha llamado recientemente Villacañas, ya que no puede convencer ni atraer a nadie en tiempos poshegemónicos [3]. Liria exige que mantengamos la vista fija sobre el listón de madera mientras el abismo que desfonda la política sigue su curso por debajo. El bastón, entonces, es principalmente un fetiche y la exigencia una plegaria.
¿Pero no sería hora de arrojar el bastón? Luego de la lectura de En defensa del populismo queda muy claro que hegemonía como suelo que agota la política es el principio ineludible del sentido común. Y es esa la razón por lo que Luis Alegre tilda de “pensadores perezosos o cobardes” a quienes se afanaban por inventar ‘cosas mejores’ (sic), esto es, cualquier cosa que no sea hegemonía (Fernández Liria 13). O bien pueda Liria exhibir a aquellos que, en lugar de ofrecer sus vidas a la teología de la liberación, “estaban intentado descifrar a Derrida o dándole vueltas y vueltas al insondable misterio que ellos llamaban el dilema del prisionero” (Fernández Liria 149). Aunque quizás la inventiva de ese hombre perezoso y poshistórico, tal y como lo pensaba Alexandre Kojeve, sea la que menos rebusque en los basureros intelectuales de la izquierda. Ese perezoso hombre poshegemónico, es cierto, no ofrece proezas salvíficas o descalificaciones altisonantes, pero tal vez remitiría a un tiempo de democracia más allá de fábulas antropológicas que hoy solo pueden sucumbir a la indiferencia generalizada, o bien a rechineos para espabilar solo a unos cuantos.
Notas
Es lo que propone Badiou con su noción de “nueva gran ficción” en “Politics as a nonexpressive dialectics”, en Philosophy for Militants (Verso, 2012).
Carl Schmitt. “La teoría política del mito” (1923). Carl Schmitt: Teólogo de la Política (Orestes Aguilar, ed., 2001).