Intervención para la presentación de Escritos desde la tierra baldía (2025) de Idris Robinson, UMCE, Santiago de Chile. Por Gerardo Muñoz

Ya no me toca decir mucho más sobre Escritos desde la tierra baldía (Irrupción Ediciones, 2025) de Idris Robinson, que se adelanta a la publicación de finales del este año de la versión en inglés publicada por Semiotexte, bajo otro título, The revolt eclipses whatever the world has to offer. El título en inglés en realidad tiene una afinidad chilena implícita, pues remite a una expresión de una conversación que tuve con Idris en los meses tras la revuelta de George Floyd, y que fue publicada en la ahora inexistente Revista Disenso. Estamos hablando de la primavera del 2021, lo que quiere decir que ya casi cinco años nos separan de ese momento. Creo que ambos estamos muy agradecidos no solo por la acogida en el catálogo de Irrupciones Ediciones, sino también por una colaboración de pensamiento real, que hace que todo sea un poco más llevadero y fecundo. En este comentario simplemente quiero registrar tres planos que pudieran contribuir en torno a la escena de escritura de Idris para luego conversar. 

En primer lugar, creo que como podrá ver el lector que se asome a la páginas del libro, lo que llama la atención de inmediato es una pulsión en el lenguaje que pudiéramos caracterizar de inmediatez y caída. Pongo el énfasis en este nudo, porque no se ha reparado lo suficiente, me parece, en la relación entre el acontecimiento de la revuelta y el lugar de la lengua. Creo recordar que Willy Thayer lo tematizó con cierto énfasis en una discusión sobre la “constitución menor” en un número de Papel Máquina de 2021. Idris es un pensador de escritura escasa, contenida, tenue; y, sin embargo, en esos meses del llamado “American hot summer” del 2020 su voz desbordó a la letra con regularidad. Un desborde que no tiene nada que ver con el reportaje de los hechos – no es un John Reed con nuevos días que conmovieron al mundo desde Minneapolis – aunque también los incluya desde luego, sino con la posibilidad misma de “decir” al calor de una instancia temporal que trastoca y anima. Si hay momentos de “golpes a la lengua”, ¿no es el acontecimiento de la revuelta la instancia donde la lengua hace presencia pura?

Ya que hablamos de presencia, en Escritos hay un timbre zigzagueante que pasa por dar lugar a la presencia de la existencia afroamericana; dejarla actuar en el teatro de su entorno. ¿Qué significa esto? Yo recuerdo que hace algunos años, el tren regional de New Jersey, el NJTransit, tuvo muchos problemas técnicos, y entonces durante un final de mes se habilitó montarse en tren sin pagar. Y durante esos días, los que tomamos el tren vimos de repente algo sorprendente e inédito: tribus de jóvenes afroamericanos – algunos tan jóvenes como de la junior high  – en pura algarabía y con sus rostros de absoluta felicidad se montaban al tren de Trenton a Manhattan por vez primera. La “muerte social” contra la existencia afroamericana de la cual Floyd es sólo su expresión extrema, no es reducible al momento de un siniestro, sino que es contra todo el mundo de circulación de lo social. En ese momento en el que el precio se ponía en suspenso, se abolía la cruda violencia que subyace la atadura entre la tarifa y el salario. Cuento esto porque me parece que la escritura de Idris tiene una operatividad que busca descomprimir esa violencia social contra la presencia indexando una textura experiencial, desfigurada. Y esta es su diferencia con las otras dos tendencias del pensamiento negro en Estados Unidos: el activismo político democrático (BLM), y el afropesimismo, que es una metateoría disolvente, aunque ciertamente muy comprometida con zonas autográficas o experienciales de escritura. Me parece que leer a Idris con esto en mente nos ayuda a afinar sus diferencias ante esas otras dos opciones del pensamiento crítico contemporáneo. 

Y finalmente, la elección del título relativo a la tierra baldía obviamente remite al famoso long poem The Wasteland de T.S. Eliot, que Idris recoge en varios momentos de sus escritos, aunque sin remitir al poeta. La wasteland para Eliot, como sabemos, constituía el horizonte en marcha de la modernidad protestante y maquínica ante la que él reaccionaba desde su catolicismo reaccionario; en Idris, en cambio, la wasteland es lo que ya habitamos, el espacio tortuoso y siniestro de la interconectividad, de las infraestructuras metropolitanas, de la exposición social regulada. Por banal que parezca creo que es muy atractivo haber puesto el énfasis en la tierra baldía, porque parte del colapso epocal en curso tiene que ver con la conquista del espacio; ya no el espacio de los astros donde Musk y los otros personajes de Silicon Valley quieren instalar sus fundos, sino la tierra misma que pisamos, y que ahora sentimos como lugar inmundo carente de sentido de ‘región’. La tierra traducida a superficie para ingenieros o world builders, por decirlo con Bruno Maçaes.  

Pensar hoy supone pensar sobre y en el espacio, haciendo espacio para abrir el no-espacio que le devuelve su dignidad contra toda reducción de lo intercambiable. La modernidad fue la época de la temporalidad, de la filosofía de la historia y del mesianismo; hoy, de la mano de Idris, podemos abrir la pregunta por el pensamiento en región, que tiene prioridad con respecto a la organización y a la economía política. Escritos desde la tierra baldía nos da paso a esto y a más. Muchas gracias.

Corpus descendi. Sobre Velar la imagen (2021), de Paz López. por Gerardo Muñoz

En un presente ferozmente atravesado por la crisis de transmisión de la tradición y la fuerza compensatoria de la cultura, el resultado más inmediato es la pobreza de la mirada y de los sentidos. Dotada de una inusual serenidad, el más reciente libro Velar la imagen: figuras de la pietà en el arte chileno (Mundana Ediciones, 2021) de Paz López ofrece una retirada absoluta de este conspicuo malestar a la vez que enarbola una meditación sobre la potencia del arte en el umbral que separa la imaginación y el pensamiento. La puerta de entrada es singular y angular, aunque, como en los pliegues de los tejidos de Van Eyck y de casi toda la pintura flamenca, sus modos son infinitos, pues desde ellos se puede recorrer las variaciones de la pietà en el arte chileno sin sopesarla a la normatividad universitaria, a la disciplina historiográfica del arte, ni tampoco a sus bordes iconográficos. Su rendimiento es la pura medialidad de los sentidos en las estrías de la imaginación.

Como la define muy al comienzo López: “Me gusta pensar la pietà como una imagen que condensa esos dos momentos, el del nacimiento y la muerte, es decir, una imagen de aquello que nos falta y que por eso miso abre la posibilidad de la imaginación y el pensamiento” (14). Como vemos, no se trata de una imagen del pensamiento, ni de una entrada a las lubricaciones de una imaginación sin cortes; más bien se desarrolla la tesis de la potencia de una imagen que, a partir de su falta inconmensurable, hace posible una caída de todas las obras del hombre hasta develar la vida misma. Podríamos pensar este trazo como una secularización radical de la felix culpa cristiana; una “noche clara”, dotada de un patetismo escéptico, pero en el que ya no hay redención ni salvación alguna, nos sugiere Paz López (16). El descenso de la imagen en la fiscalidad de la pietà indexa el recogimiento de la existencia, de una “vida fonambulista” que remite a un paraíso terrenal (ya no el “paraíso” de la comunidad de salvación cristiana) en el acontece ciertamente algo así como la felicidad.

Paz López define de manera implícita esta felicidad como intensidad no solo del cuerpo, sino en la apertura al mundo que es también seña de amor como vínculo fluctuante. La protofigura de la pietà – su metaforicidad sin trascendencia, esto es, sin compensación – es el pliegue en el que se desdobla arte y vida nuevamente. Si el vórtice de toda obra de arte es la caída de su belleza, como en su momento sugirió Giorgio Agamben sobre las esculturas de Cy Twombly, entonces el pliegue medial entre la sensación y el arte (poesis) es la forma de los presupuestos de la obra y del objeto artístico. De ahí que, aunque el libro de López sea un ensayo directamente vinculado a la escena de las artes visuales y sus aparatos críticos en el Chile contemporáneo, el pliegue pietà hace posible un movimiento sutil y destructivo de toda disputa “cultural” determinada por los principios de la vanguardia y objetualidad, historiografía y sociología del arte, índices generacionales artísticos o nominalismo de la autonomía cultural. La pietà, además de una protofigura que vincula las obras de artistas tan disimiles como Raúl Zurita y Eugenio Dittborn, Carlos Leppe y Natalia Barbaronic, Juan Pablo Langlois o Juan Domingo Dávila. La pietà: una fuga del terreno común de discusión. Desde luego, una fuga en la que solo podemos comenzar a pensar como forma de deserción de todo horizonte de guerra en cultura, como sugirió no hace mucho el propio Eugenio Dittborn aludiendo a los años de la Escena de Avanzada. La pietà es también un ejercicio de excepción a toda herencia y topología, pero solo para poder regresar infinitamente a los modos en que la imagen y la pintura tematizan el desborde de las formas, ya que en ellas se contempla la apocatástasis de un desastre.

Un descenso, una forma de evasión, y el trazo pictórico recoge una luz negra de la oscuridad. Vuelta a los estratos originarios: la pintura como “la máxima calidad de la imagen”, en palabras de Natalia Babarovic (69). El misterio de la pintura, su enigma vital con respecto a la realidad, es que coincida íntegramente con el acontecimiento infinito de la antropogénesis del hombre. Antes que la palabra hay un trazo y gesto de la pietà, lo invisible del cuerpo en su morada. La condición pictogenética más que una cuestión de forma es una caída substractiva de la realidad o de las formas, del sujeto o de las ordenes de la historia y toda “ficción identitaria” (83). Por eso López habla de las figuras criaturales de Leppe o Dittborn, o de los vectores de fuerzas en la escena de Las Yeguas del Apocalipsis que “disputan intensa y festivamente su relación con el mundo” (83). En la intensidad física del descenso de la imagen, la pietà que nos devela el desamparo último de la existencia, para la cual ningún ejercicio artístico podría encubrirse con los ropajes metafísicos de la politicidad y del culturalismo.

En efecto, la palabra “política” aparece solo una vez en Velar la imagen (2021), pero de manera muy específica: esto es, como una resistencia vital de cara a la finitud que no admite la desaparición del amor y del encuentro (82). Ahora “política” no coincide con el destino, sino que es transfigurada al terreno del conatus essendi de todo singular que nace y muere. Pero esto es lo importante: Paz López nos recuerda una y otra vez en todos los pliegues de la pietà del arte chileno que la decreación artística no ha cesado de remover la alienación de la génesis psíquica para así desatar un vinculo erótico con el mundo. Esta pasión erótica, desde luego, se desmarca de manera fundamental de toda posicionalidad interesada en la administración de la inmortalidad, así como en los cuerpos de la comunidad de los vivos en la antela de la posthistoria. De ahí que el libro de López no haga llamado alguno a una biopolítica naïf de “los cuidados” que hoy constituye un reverso de la dominación biopolítica en curso con ínfulas de sonambulismo afectivo.

La disposición vital de la pietà supone “acoger la mortalidad, pero nunca la muerte provocada con saña” (95). Y es en este abismo carente de forma y legislación psíquica en el que podemos encontrar un vínculo erótico para con el mundo, y que para Paz López implica una suspensión absoluta de todas las miradas (la del moralista, la del voyeur y la del amo), a cambio de que moremos en la prolongación del ascenso de la existencia en su apertura con el deseo, y no con la normatividad icónica, las tribulaciones del sujeto, o las particiones del juicio. Por eso me atrevería a decir que también hay una dimensión de resurrección en el movimiento descendiente de la pietà.

Un movimiento que no es cronológico al descenso, sino que coincide con éste y que yuxtapone temporalidades, lenguajes, y sensaciones en una armonía cuya musicalidad es el don mismo de la felicidad. La contraparte de la Pietà de Miguel Ángel no es el cuerpo glorioso en la liturgia de los cielos, sino más bien el descubrimiento que el propio pintor renacentista hizo del Laocoonte bajo la tierra mojada de un viñedo italiano. Algo así también me parece la escritura minimalista, exquisita y aconceptual de Paz López en Velar la imagen, cuya pietà se encuentra repetidamente en los pliegues del pasado, pero tampoco en ninguno. Esta resurrección transfigurada no es índice del arribo a las promesas de los cielos, sino que es el movimiento extático de toda existencia ante una inevitable caducidad temporal que carece irremediablemente de obras.