“Más allá”: sobre un estribillo de la crítica. por Gerardo Muñoz

Lo hemos escuchado (y lo seguimos escuchando en todas partes): “más allá de la crítica”, más allá de la deuda”, “más allá de la política”, “más allá del texto”, “más allá la soberanía”, “más allá del sujeto masculino”, más allá…Claro, las enumeraciones pueden ser infinitas. El “más allá” constituye un artificio retórico empleado en el drama de capa y espada de la “crítica”. Es algo así como un operador que permite – como todos los estribillos y fillers – llenar retóricamente un vacío para poder continuar sin dar cuenta de los problemas. El “más allá” no es promesa de un “nuevo mundo”, sino una promesa calculada, aunque es difícil saber de qué va. ¿Qué hay en ese “más allá”, y qué nos podríamos encontrar? Difícil saberlo, pues el enunciado una vez articulado genera consenso y tranquilidad entre los “críticos”. Quien pronuncia “más allá” se vuelve automáticamente irrefutable. Aunque tampoco sabemos cómo se llega a ese “allá”. Pocos enunciados seducen tanto, lo cual viene a confirmar la actualidad del antiguo encantamiento de la lengua a pesar de la secularización más absoluta.

Si en algún momento los humanos solían emplear “en nombre de…” – una forma impersonal que pareciera estar en plena desaparición – hoy, el aparato de la crítica habla desde el “más allá”, un augurio que no necesita transar con el juramento. Por lo tanto, el “más allá” no es un lugar al que se quiere llegar; es una fuga hacia lo mismo en el momento en que se verbaliza. Pero decir “más allá” solo puede registrar una instancia apofántica que vierte sobre si misma la comprensión del mundo objetivado y técnico. Y si hemos de seguir a Carl Schmitt en su temprano “Crítica de la época” (1912), entonces la crítica en lugar de proporcionar un “más allá”, nos muestra el reverso de la época: es el índice de cierta valorización mediante la oposición de valores vigentes aquí y ahora. Allí donde la crítica aparece negar un valor fundamental de la época, se eleva un valor opuesto. Es el fecundo mar de las abstracciones que hoy lleva de ribete “guerra cultural” (hegemonía).

No nos sorprende que el “más allá” aparezca como una muletilla octogonal al discurso académico crítico, pues es allí donde el avance de la moral es proporcional a la crisis institucional en la cual nos ha tocado vivir. Tampoco en el “más allá “ hay promesa de un “reino”, sino la más pura inmanencia: contra toda diferenciación y toda posibilidad de separación, el “más allá” es el serrucho lingüístico de la indiferenciación que termina de talar el bosque donde alguna vez moró el pensamiento, la política y los recortes éticos que algunos durante siglos llamaron alma (‘cómo es que soy lo que soy’). Quien pronuncia el “más allá” ya ha aceptado habitar en el gnosticismo, pues su única divisa es la fuerza de los valores, y de todo aquello que supone un valor aquí y ahora.

Alguna vez el “más allá” fue también un “más acá”: el origen “revolucionario” de la crítica tuvo en Saint-Just un representante del derecho natural contra todo contractualismo social, previo a las leyes de los hombres y a la autoridad positiva. Por lo que el derecho natural siempre se encontraba “más acá” – en la naturaleza, en lo inmutable de la epikeia de la especie a cielo abierto – con respecto a toda norma, al estado moderno, o al ejercicio del legislador. Hoy, en cambio, el “más allá” confirma un farewell a la aspiración revolucionaria naturalista, desplegando todos los fueros inmanentes como primero y último principio para los cuales cada hombre se vuelve un sacerdote de una única doctrina: “más allá”. La revolución ha sido consumada.

El «kai nomon egno» homérico. por Gerardo Muñoz

En su tardía entrevista con Fulco Lanchaster, Carl Schmitt confiesa que todo su pensamiento puede situarse bajo las palabras del tercer verso de la Odisea de Homero: “pollōn d’anthrôpōn iden astea kai nomon egnō” [1]. Para Schmitt se trata de la escena de un doble inicio: es el comienzo de la gran obra del poeta clásico de Grecia, pero es también una instancia originaria del derecho; esto es, antes de su conversión en “norma” positiva. Aquí Schmitt sigue al pie de la letra una observación de su amigo romanista Álvaro D’Ors, quien en el ensayo “Silent Leges Inter Arma”, había sugerido que fue con Cicerón cuando el nomos griego termina subsumido en el lex latino [2]. El contexto de esta aparición en el transcurso de la entrevista es importante: es la batalla de Schmitt contra la insuficiencia, aunque no la liquidación, del positivismo moderno en el contexto penalista. Aunque a comienzos de los 80s, esto también quiere decir que Schmitt está pensando tras el colapso de la forma estatal que acelerara la “revolución legal mundial” y sus armas de interpretación jurídica.

Por su lado, Christian Meier reporta que Schmitt durante los últimos años de su vida anotaba “kai nomon egnō” en servilletas y papeles de su estudio, a pesar de que no hay referencia del verso en el Glossarium (la única mención siendo a la horkia en una entrada de julio de 1949) [3]. El teorema homérico atestigua no tanto un “giro espacial” en el pensamiento de Schmitt, ni mucho menos un retorno a Grecia; se trata, más bien, del problema de la fuente de la autoridad que había atravesado el saeculum de la filosofía de la historia cristiana, aunque consistente con la convicción jurídica de Schmitt sobre el ordenamiento como realización del derecho ya defendido en Estatuto y Juicio (1912).

La apelación al “kai nomon egnō” también hace una aparición programática al comienzo del ensayo sobre la apropiación, producción, y apacentamiento donde el nomos se define como repartición y ocupación de un espacio concreto de la vida en la tierra [4]. Para Schmitt la insuficiencia del normativismo fue su incapacidad de establecer una relación de ordenamiento concreto con la esfera de la socialización, de modo que allí donde hay una condición mínima de lo social hay un sentido de orden, y, por lo tanto, de amenazas a ese orden. Y por extensión, de la posibilidad de enemigo, quien también pisa la tierra, a quien solo despojándolo de la tierra se vuelve un “enemigo absoluto”. Para Schmitt esta es la amenaza de la tecnificación de los valores de la dominación moderna. En cualquier caso, la atención reiterada sobre el ‘ordenamiento concreto’ (consistente con la jurisprudencia de Romano, aunque con mayores sondeos metafísicos) modifica el supuesto “realismo” de Schmitt. Puesto que ya por “realismo” no entendemos una absolutización moral o política de la esfera del derecho – esto es lo que teme Schmitt y busca neutralizar – sino una “mirada” atenta a la preservación del ordenamiento concreto.

Esta dimensión telúrica es lo que suministra el nomoi homérico, un teorema que también contiene, como ha visto Aida Miguez, la raíz de “ver” y “conocer” para ganar tiempo de nuestra propia psyche [5]. Contra una lectura “trágica” de la distancia griega – al fin y al cabo, Schmitt se opone a la tragicidad de Hölderlin – la comprensión del teorema homérico supone, de principio a fin, una defensa de la perseverancia del derecho como dimensión concreta de la realidad, históricamente situada y espacialmente realizada, que puede impedir la dominación anómica carente de una exterioridad de la mediación política.

El teorema homérico vuelve a validar la convicción (metafísica) de la filosofía del derecho de Schmitt sobre la polaridad entre conflicto y tierra: allí donde se pisa mundo hay conflicto. Y el conflicto exige un concepto del derecho que no puede ser subsumido al “Norm” o “lex”, sino que debe estar arraigado en un orden capaz de tramitar una fuente de autoridad. En este sentido, no hay que ver en la apropiación filológica de Homero (el paso del noos al nomos) un “conceptual overreach”, sino más bien como la apuesta de un axioma que puede responder a la crisis del eón cristiano y su mediación formal, como ya lo había expuesto Schmitt en “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia” citando la sospecha ante la retención paulina del poeta católico Konrad Weiß.

El nomos valida la determinación del derecho, y en este punto Schmitt pareciera dejar atrás el paradigma temporal-histórico de la filosofía de la historia cristiana que se mostraría incapaz impotente de llevar a cabo la neutralización del misterio de la inequidad contra el orden. ¿Se confirma el paganismo de Schmitt en la vuelta al teorema espacial, como piensa Palaver? Es una pregunta que probablemente no puede resolverse sin primero antender a la controversia sobre la separación entre la autonomía del derecho y la existencia pública (hostis) en el mundo. Pero si tomamos en serio el teorema homérico, entonces el “cristianismo” de Schmitt más que sustancia (doctrina) o principios (ius romano), es esencialmente la disponibilidad de una comprensión sobre la crisis del ordenamiento, y en cada “krisis” (que es también juicio) retener la capacidad de responder “en el dominio telúrico del sentido, por penuria e impotencia, esperanza y honor de nuestra existencia” [6]. Aquí podemos marcar el semblante originario de su concepto del derecho.

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Notas 

1. Carl Schmitt. “Un jurista frente a sí mismo: entrevista de Fulco Lanchester a Carl Schmitt”, Carl-Schmitt-Studien, 1, 2017, 214.

2. Álvaro D’Ors. “Silent Leges Inter Arma”, en De la Guerra y de la Paz (Ediciones Rialp, 1954), 29-30.

3. Christian Meier. “Zu Carl Schmitts Begriffsbildung,” en Complexio Oppositorum über Carl Schmitt: Vorträge und Diskussionsbeiträge (Berlin: Duncker & Humblot, 1988). 540.

4. Carl Schmitt. “Apropiación, partición, y apacentamiento”, Veintiuno, N.34, 1997, 55.

5. Aida Míguez Barciela. La visión de la Odisea (La Oficina Ediciones, 2014). 13.

6. Carl Schmitt. “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia”, Arbor, N.62, 1951, 241.

Ulpiano y Pablo: el problema de la fuente superior. por Gerardo Muñoz

Uno de los problemas fundamentales del principialismo – tal vez “el problema” fundamental que subsume a otros – radica en la ardua tarea por justificar la legitimidad de una fuente superior de la supremacía del ius. Esta justificación debe hacerse tanto contra la tesis de un principio compensatorio, en el umbral del derecho positivismo (cuando este toca un límite en casos difíciles), pero también contra la justificación que suministra razones prácticas para el actuar y obedecer, y así generar validez autoritativa. Cuando se apela a una fuente superior y final, en realidad, se quiere establecer un ideal de justificación (desde una postura contra la injusticia), que es, siempre en cada caso, la instancia de una omnipresencia externa. Como vio en su momento Edward Corwin, se trata de establecer, de una vez por todas, quién tiene la última palabra sobre la decisión del derecho, aunque con una salvedad: lo importante es prescindir de la lógica interna de la autoridad, favoreciendo un principio co-extensivo con una fuente superior.

El problema es que la manera de estabilizar externamente una fuente superior es que inmediatamente evacua garantías comunes sobre una ‘zona de construcción’, por decirlo en términos modernos, sobre cuales materiales o cánones constituyen dicha fuente. ¿O acaso no sería la propia fuente superior también objeto de escrutinio o desacuerdo? Por ejemplo, para los defensores de una “Higher Law”, o fuente superior, la respuesta es el derecho romano y su derivas en los cánones de la Iglesia. Por tomar solo un ejemplo paradigmático, algunos han notado la divergencia entre Ulpiano y Pablo de Tarso en cuanto al canon de uno no ser testigo de uno mismo en un proceso penal [2]. La fuente de ‘Ulpiano’, más cercana a la teoría penal moderna, descreía que uno podía constituirse como testigo de su “caso”, mientras que Pablo sugería que un incriminado podía servirse de su testimonio.

Y, como sabemos, Ulpiano y Pablo tenían visiones irreductibles sobre los fines de la ley. Sabemos que el interés de Pablo era disolverla en la justicia mediante la figura de nomos pisteos (Romanos 3:27), mientras que para Ulpiano la ley aspira a la equidad y a otorgar “a cada uno lo que es suyo”, lo que implicaba una connotación que no podía poseer una dimensión “mistérica” sino pública y en acorde con un standard de la ius prudentia [3]. Aunque a prima facie tanto Pablo como Ulpiano son principialistas y defensores de la “Justicia “contra toda norma acotada no hay nada más distante para Pablo que el sentido de la ley como derecho público, ya que su objetivo es la “ley de la fe” y la disolución efectiva del derecho en el umbral de la Justicia. Por decirlo de otra manera, mientras que Ulpiano se interesa por coordinar la iustitia mediante principios y reglas, para Pablo la Justicia disuelve el derecho en la pistis.

En cualquier caso, los casos de Ulpiano y Pablo demuestran paradigmáticamente (no hablo de una exégesis) que incluso una fuente superior no se exime del problema del desacuerdo sobre el suelo del derecho (“grounds of law”), sino que más bien lo exacerba [4]. Al apelar a un principio externo e inmanente en el derecho, la función de una fuente superior en lugar de estabilizar la “integridad interna” y la coordinación, en realidad, agiliza la función el principio deshaciendo el control de la mediación institucional. En realidad, este es el mismo problema de la unificación, mediante un principio escatológico, de la separabilidad que se establece entre ekklesia e imperium, en pro de un providencialismo integral. De forma paradójica, entonces, la apelación e instrumentalización externa de la fuente superior, en realidad, es el motor moral para efectuar resultados ya siempre previstos de antemano. Así, la fuente superior no es otra cosa que la disputa por la optimización de los efectos.

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Notas 

1. Edward Corwin. The Higher Law Background of American Constitutional Law (Liberty Fund, 2008). 21.

2. Bernard H. Stolte. “Did Paul and Ulpian Disagree?”, Mnemosyne, 1984, 152-153.

3. Una observación de Honoré. Ver, Tony Honoré. Ulpian: Pioneer of Human Rights (Oxford U Press, 2002). 84.

4. Ronald Dworkin. Law’s Empire (Harvard U Press, 1986). 113.

Reino e imperio. por Gerardo Muñoz

El catolicismo sui generis de Ivan Illich indagó en lo que ciertamente era el “ground zero” de la polémica de la secularización: el pecado. Pues, solo con el pecado es que emerge un fuero interno del cual se vuelve necesaria y activa la gracia divina. La oposición a esto es la herejía naturalista de Pelagio que, en la medida en que daba respuesta al problema, diluía la obediencia a Dios. El pecado es, entonces, el dispositivo mediante el cual emerge la conciencia al interior de la universalidad del Espíritu. Al final, como veía Hegel en Filosofía de la Historia, el Espíritu era la esencia del cristianismo en la medida en que podía estabilizar una reconciliación absoluta entre conciencia e historia. Pero para poder desarrollar este principio en el tiempo histórico, decía Hegel, había que formalizar una asociación de los “amigos cristianos en una Sociedad – la Iglesia” [1]. La visibilidad de la Iglesia tenía como principio aquel motto que recordaba Carl Schmitt: ningun hombre está solo en el mundo; y el hombre lleva el mal por su pecado y el mundo es bueno.

Para Hegel la iglesia era la “vida presente del Espíritu de Cristo” y la única vía que patentizaba “la esencia del Espíritu de la libertad humana” [2]. La teología católica de Illich, desentendida de la misión pastoral luego del abandono de su sacerdocio, disputó esta dimensión absoluta de la Iglesia, tal y como lo había anunciado Hegel en la aurora de la secularización. Al final, en las páginas de Filosofía de la historia Hegel abreviaba el “fuero interno del sujeto” (“inner shrine of man”) para garantizar la compenetración del movimiento de la historia cristiana con las posibilidades de libertad individual. Hegel lleva el fuero interno de la ekklesia hacia el plano efectivo de la abstracción histórica moderna en nombre de la perdurabilidad de un orden moral absoluto.

El iusnaturalismo de Hegel queda desplegado cuando aparece la tesis de la secularización a todas luces: “La libertad en el Estado es preservada y estabilizada por la Religión, ya que la rectitud moral en el Estado solo se entiende como complimiento de lo que ya constituía un principio fundamental de la Religión” [3]. La religión cristiana había hecho posible el proceso de realización absoluto velado, que quedaría legitimado por la forma estatal en la medida en que ésta participara de los presupuestos naturales del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo tenía una clara dimensión “imperial” sobre la moral; una moral contra la que Illich luchó toda su vida desde un concepto opuesto: el reino.

Aunque el propio Hegel se refiere al “reino” de los fieles en las páginas de Filosofía de la Historia, el reino de Illich no se encontraba en una temporalidad histórica, sino más bien en la inconmensurabilidad de una distancia entre los seres. El reino eran los medios disponibles por fuera de los sacramentos. Ya en los escritos teológicos tempranos Illich escribía que: “El Reino ya existe entre nosotros en un sentido social…a fe se manifiesta en el ritual de la celebración de los misterios del reino, así como en los símbolos de su presencia. Y digo celebración, no afirmación o contemplación. La fe sólo se adquiere en una concelebración, en la convivialidad de un acto gratuito, como ilustra la cena del pan y vino, donde hay comida, pero una comida ritual. [4].

Mientras que la noción de “reino” había sido temporalizada como “reino milenario” y obra redentora (Heilswerk) en teólogos como Thomas Michels – cuyas conferencias Illich habría asistido en los 30s – para Illich el reino en su “celebración del misterio” se oponía a toda finalidad de una obra (de una opus dei), ya que su presencia, aquí y ahora, afirmaba la propia dimensión desobrada de la fe. Por eso, Illich podía decir en “Reflexión sobre los límites de la estética” (1966) que la fe no era definida a partir de una moral objetiva ni de un normativismo institucional, sino como un proceso inmanente de vinculados: “Lo que distingue a los creyentes de los no-creyentes es el hecho de que aquellos «celebran» toda su vida, de la misma manera en que celebran esta comida o aquella reunión”. Esto explica porqué Illich definía la “fe” fuera de toda predicación dogmática en manos de clérigos: “Faith inevitably implies a certain foolishness in worldly terms” [5]. Una “tontería mundana” que no deja de llamarse a la sorpresa. En otras palabras, si para la filosofía de la historia cristiana basada la Trinidad la fe solo puede ser una apuesta hacia el futuro de la salvación; en el catolicismo sui generis de Illich, la fe es la partición en tiempo presente del misterio común ante la revelación.

Solo un catolicismo imperial podía hacer de la fe una institutio absoluto para el orden. En otras palabras, el “misterio de la fe” y su “celebración” se reducía en un juego entre Katechon y escathon como un drama invariante de la Historia. En este punto, la corrupción indicaba, ciertamente, la liquidación del misterio hacia el plano jurídico del orden. Por eso, es que Carl Schmitt en Glossarium celebra la formación trinitaria de Hegel cuya aspiración es mantener a raya a la stasis. Escribía Schmitt: “Hegel ha sido desde hace 400 años el único teólogo cristiano; no Kierkegaard, porque en Kierkegaard no existe una teología de la Trinidad. Hegel, en cambio, es el teólogo de la Trinidad. Tiemblan los mentirosos à la Peterson que nos ha echado en cara que la doctrina de la Trinidad no permite una teología politica, y los convertidos de las últimas décadas que buscan nuevas difamaciones con nuevas listas negras” [6].

Y la Trinidad era la estructura de la res publica christiana, un Katechon que frena el fin de los tiempos a la vez que dota de orden las relaciones humanas. Illich, a diferencia de Peterson, no intentó negar una dimensión política del catolicismo asumida desde una reductio theologiae, sino que insistió en el misterio del reino separado de toda teología política subjetiva. Si Illich escribía en el umbral del fin del eón cristiano, entonces tiene sentido que su arcano no estuviese en el Katechon institucional de la Iglesia (esto era lo que permanecía en crisis), sino el reino mistérico de los vivientes. Para Hegel, el cristianismo se volvía imperium con la consagración del estado en el objetivismo moral [7]; para Illich, en cambio, el tiempo de interregnum revelaba el misterio de un regnum que siempre ha estado ahí, retraído de la imperialidad teológica-política.

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Notas 

1. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 328.

2. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 333.

3. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 335.

4. Ivan Illich. “Concerning Aesthetic and Religious Experience”, en The Powerless Church and Other Selected Writings, 1955–1985 (Penn State University Press, 2019), 69-82.

5. David Cayley. Ivan Illich: An intelectual Journal (Penn State University Press, 2021), 359.

6. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021), 486-487.

7. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 336.

Corpus descendi. Sobre Velar la imagen (2021), de Paz López. por Gerardo Muñoz

En un presente ferozmente atravesado por la crisis de transmisión de la tradición y la fuerza compensatoria de la cultura, el resultado más inmediato es la pobreza de la mirada y de los sentidos. Dotada de una inusual serenidad, el más reciente libro Velar la imagen: figuras de la pietà en el arte chileno (Mundana Ediciones, 2021) de Paz López ofrece una retirada absoluta de este conspicuo malestar a la vez que enarbola una meditación sobre la potencia del arte en el umbral que separa la imaginación y el pensamiento. La puerta de entrada es singular y angular, aunque, como en los pliegues de los tejidos de Van Eyck y de casi toda la pintura flamenca, sus modos son infinitos, pues desde ellos se puede recorrer las variaciones de la pietà en el arte chileno sin sopesarla a la normatividad universitaria, a la disciplina historiográfica del arte, ni tampoco a sus bordes iconográficos. Su rendimiento es la pura medialidad de los sentidos en las estrías de la imaginación.

Como la define muy al comienzo López: “Me gusta pensar la pietà como una imagen que condensa esos dos momentos, el del nacimiento y la muerte, es decir, una imagen de aquello que nos falta y que por eso miso abre la posibilidad de la imaginación y el pensamiento” (14). Como vemos, no se trata de una imagen del pensamiento, ni de una entrada a las lubricaciones de una imaginación sin cortes; más bien se desarrolla la tesis de la potencia de una imagen que, a partir de su falta inconmensurable, hace posible una caída de todas las obras del hombre hasta develar la vida misma. Podríamos pensar este trazo como una secularización radical de la felix culpa cristiana; una “noche clara”, dotada de un patetismo escéptico, pero en el que ya no hay redención ni salvación alguna, nos sugiere Paz López (16). El descenso de la imagen en la fiscalidad de la pietà indexa el recogimiento de la existencia, de una “vida fonambulista” que remite a un paraíso terrenal (ya no el “paraíso” de la comunidad de salvación cristiana) en el acontece ciertamente algo así como la felicidad.

Paz López define de manera implícita esta felicidad como intensidad no solo del cuerpo, sino en la apertura al mundo que es también seña de amor como vínculo fluctuante. La protofigura de la pietà – su metaforicidad sin trascendencia, esto es, sin compensación – es el pliegue en el que se desdobla arte y vida nuevamente. Si el vórtice de toda obra de arte es la caída de su belleza, como en su momento sugirió Giorgio Agamben sobre las esculturas de Cy Twombly, entonces el pliegue medial entre la sensación y el arte (poesis) es la forma de los presupuestos de la obra y del objeto artístico. De ahí que, aunque el libro de López sea un ensayo directamente vinculado a la escena de las artes visuales y sus aparatos críticos en el Chile contemporáneo, el pliegue pietà hace posible un movimiento sutil y destructivo de toda disputa “cultural” determinada por los principios de la vanguardia y objetualidad, historiografía y sociología del arte, índices generacionales artísticos o nominalismo de la autonomía cultural. La pietà, además de una protofigura que vincula las obras de artistas tan disimiles como Raúl Zurita y Eugenio Dittborn, Carlos Leppe y Natalia Barbaronic, Juan Pablo Langlois o Juan Domingo Dávila. La pietà: una fuga del terreno común de discusión. Desde luego, una fuga en la que solo podemos comenzar a pensar como forma de deserción de todo horizonte de guerra en cultura, como sugirió no hace mucho el propio Eugenio Dittborn aludiendo a los años de la Escena de Avanzada. La pietà es también un ejercicio de excepción a toda herencia y topología, pero solo para poder regresar infinitamente a los modos en que la imagen y la pintura tematizan el desborde de las formas, ya que en ellas se contempla la apocatástasis de un desastre.

Un descenso, una forma de evasión, y el trazo pictórico recoge una luz negra de la oscuridad. Vuelta a los estratos originarios: la pintura como “la máxima calidad de la imagen”, en palabras de Natalia Babarovic (69). El misterio de la pintura, su enigma vital con respecto a la realidad, es que coincida íntegramente con el acontecimiento infinito de la antropogénesis del hombre. Antes que la palabra hay un trazo y gesto de la pietà, lo invisible del cuerpo en su morada. La condición pictogenética más que una cuestión de forma es una caída substractiva de la realidad o de las formas, del sujeto o de las ordenes de la historia y toda “ficción identitaria” (83). Por eso López habla de las figuras criaturales de Leppe o Dittborn, o de los vectores de fuerzas en la escena de Las Yeguas del Apocalipsis que “disputan intensa y festivamente su relación con el mundo” (83). En la intensidad física del descenso de la imagen, la pietà que nos devela el desamparo último de la existencia, para la cual ningún ejercicio artístico podría encubrirse con los ropajes metafísicos de la politicidad y del culturalismo.

En efecto, la palabra “política” aparece solo una vez en Velar la imagen (2021), pero de manera muy específica: esto es, como una resistencia vital de cara a la finitud que no admite la desaparición del amor y del encuentro (82). Ahora “política” no coincide con el destino, sino que es transfigurada al terreno del conatus essendi de todo singular que nace y muere. Pero esto es lo importante: Paz López nos recuerda una y otra vez en todos los pliegues de la pietà del arte chileno que la decreación artística no ha cesado de remover la alienación de la génesis psíquica para así desatar un vinculo erótico con el mundo. Esta pasión erótica, desde luego, se desmarca de manera fundamental de toda posicionalidad interesada en la administración de la inmortalidad, así como en los cuerpos de la comunidad de los vivos en la antela de la posthistoria. De ahí que el libro de López no haga llamado alguno a una biopolítica naïf de “los cuidados” que hoy constituye un reverso de la dominación biopolítica en curso con ínfulas de sonambulismo afectivo.

La disposición vital de la pietà supone “acoger la mortalidad, pero nunca la muerte provocada con saña” (95). Y es en este abismo carente de forma y legislación psíquica en el que podemos encontrar un vínculo erótico para con el mundo, y que para Paz López implica una suspensión absoluta de todas las miradas (la del moralista, la del voyeur y la del amo), a cambio de que moremos en la prolongación del ascenso de la existencia en su apertura con el deseo, y no con la normatividad icónica, las tribulaciones del sujeto, o las particiones del juicio. Por eso me atrevería a decir que también hay una dimensión de resurrección en el movimiento descendiente de la pietà.

Un movimiento que no es cronológico al descenso, sino que coincide con éste y que yuxtapone temporalidades, lenguajes, y sensaciones en una armonía cuya musicalidad es el don mismo de la felicidad. La contraparte de la Pietà de Miguel Ángel no es el cuerpo glorioso en la liturgia de los cielos, sino más bien el descubrimiento que el propio pintor renacentista hizo del Laocoonte bajo la tierra mojada de un viñedo italiano. Algo así también me parece la escritura minimalista, exquisita y aconceptual de Paz López en Velar la imagen, cuya pietà se encuentra repetidamente en los pliegues del pasado, pero tampoco en ninguno. Esta resurrección transfigurada no es índice del arribo a las promesas de los cielos, sino que es el movimiento extático de toda existencia ante una inevitable caducidad temporal que carece irremediablemente de obras.

Carl Schmitt y el derecho natural. por Gerardo Muñoz

Uno de los tantos elementos que salen a relucir en Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021) es la relación crítica de Carl Schmitt en torno al derecho natural y la tradición del iusnaturalismo. Como sabemos, el silencio de Schmitt sobre el derecho natural abarca toda su obra (también los estudios más importantes sobre el jurista), salvo algunos momentos de su tesis de habilitación El valor del estado y el significado del individuo (1914) en la que ofrece un análisis sobre la relación del derecho con el estado. Pero incluso en esa tesina, como argumentan los profesores Samuel Zeitlin & Lars Vinx con buenas razones, el joven Schmitt no se adscribe al iusnaturalismo sino que desarrolla una teoría del derecho (Recht) que termina siendo algo así como una teoría de “derecho natural sin naturalismo” (sic) [1]. En aquel texto, Schmitt admitía que el derecho antecede al estado, pero a su vez el estado es la garantía de una forma autoritativa que puede separar nítidamente moral y derecho. Sobra decir, entonces, que aquí Schmitt está mucho más cerca del positivismo jurídico de lo que convencionalmente se le impugna; un positivismo que no abandonó a lo largo de obra y que puede entenderse como una tercera vía ante el iuspositivismo normativo y el moralismo iusnaturalista. Todo esto es consistente con el “hobbesianismo” de Schmitt, verdadero artífice del positivismo moderno, y padre de la formalización del derecho natural en un principio generador de la fuerza de autoridad.

Glossarium hace posible ver los reparos de Schmitt en torno al derecho natural, al que por los años 48-49 lee bajo la rúbrica de la humanización del derecho internacional y por lo tanto como una “salida falsa” ante la crisis de la jurisprudencia europea. En una primera entrada sobre el tema fechada 6.8.48 leemos: “¿Cómo podría ser si no que el “derecho natural” no encuentro siempre de nuevo apasionados prosélitos? El derecho neutral, es decir docenas de postulados completamente opuestos, un monto de vagas clausulas generales cuyos supuestos conceptos permanecen indefinidos y ofrecen una imagen de ciento distintos rostros con cien distintas narices. ¿No debería ello encontrar el aplauso general?” (235).

Schmitt detecta en el derecho natural la primacía de los principios (ius) cuya ampliación indefinida conducen a la celebración litúrgica (pública) de los fallos de un juez. Esto hoy se ha intensificado con la impronta del iusmoralismo, como le suele llamar Juan Antonio García Amado. Por lo tanto, en la manera en que no se distingue de la moral, puede tomar mil mascaras en el acto jurídico, ya que todo es funcional a su producción justificatoria. De ahí que luego, en la entrada 5.11.48, Schmitt escriba que: “Actualmente, el “derecho natural” es solamente el producto fosforescente por descomposición de un embrollo que dura dos mil años” (257). Aunque se presta a varias interpretaciones, es probable que Schmitt viera en el revival del iusnaturalismo de su momento una compensación por la crisis de la forma jurídica en Occidente, y por lo tanto un intento desesperado por mantenerse a flote a toda costa ante el nuevo ascenso de la guerra civil internacional.

Sin embargo, también leemos en Glossarium otras críticas contra el derecho natural por parte de Schmitt mucho más severas, puesto que combinan el plano formalista con el plano teológico. En efecto, en una de las entradas más interesantes de todo el Glossarium leemos lo siguiente sobre el “proceso” a Jesucristo: “Cristo tuvo la muerte de un marginado sin derechos, la muerte del esclavo. [La crucifixión de Cristo fue un acto hors la loi…Pilato no era juez con respecto a Cristo; él no lo condeno a muerte, solamente lo entrego a la medida administrativa de la crucificaron, Peterson, 21.12.48]. No veo a ningún tenor de una sentencia a muerte en el texto del Evangelio. Pilato no era un juez” (260). En otras palabras, la función jurídica del pretor romano para Schmitt (una figura que hoy se busca “restituir” para los fines de un iusnaturalismo del bien común) correspondía a un magistrado sin legitimidad en el derecho que antecedía a la funcionalización del “enemigo total” de la crisis del positivismo moderno. Para Schmitt la romanitas del pretor se sentía de “tal grandeza” que en realidad podía prescindir de un proceso dentro del derecho público, un hecho que Erik Peterson también le confirmaba (284) [2].

Aquí la lección de Schmitt contra el derecho romano es clara y devastadora: se puede estar a favor de un naturalismo sin forma, pero recordando que esta fue la forma “criminilizante” contra el propio Cristo. De manera que un naturalismo puro corre el riesgo de contradecir sus propias “lealtades” teológicas, si las tiene. O bien, como señala Schmitt unas entradas posteriores (25.4.49), el derecho natural puro, en la medida en que expulsa las formas normativas concretas, potencialmente se declina hacia un absolutismo de la enemistad. Por eso el derecho natural solo podía ser “derecho natural relativo”; esto es, desde la falta inscrita en el pecado original (292). La falta genera forma de diferenciación primaria entre moral y derecho en todo orden político. Por eso para Schmitt no hay que echar mano de “principios generales” ni de sustancia del ius, puesto que el derecho es estrictamente forma, como escribe en un momento crucial en la misma entrada anterior:

“La forma es la esencia del derecho. ¿No es la forma la esencia de todo? ¿Qué, por tanto, significa en el derecho? El es el derecho en sí mismo, su visibilidad, su apariencia, su presencia publica. Lo más forma les la substancia del derecho, mejor aún: su vigencia. EL derecho no tiene ninguna ora sustancia especifica. Solo hay derecho vigente. Eso es lo que se quiere decir con derecho “positivo”. Lo indigente de las ordenes secretas de Hitler era la carencia de forma, visibilidad y presencia pública…” (294). 

Esta afirmación confirma la esencia positivista de Schmitt y su distancia absoluta con respecto del iusnaturalismo. En realidad, Schmitt veía hacia 1949 el derecho natural como una forma de “humanismo”, de esencia moralista y relativista ante la crisis de la jurisprudencia europea. Esta crisis veía con “preocupación los últimos restos de la naturaleza aun no destruida y sustituida por la técnica” (306). Pero tanto el humanismo abstracto como la restitución de un iusnaturalismo en la filosofía del derecho aparecía cuando “ese hombre tan implorado hacía tiempo que desapareció”. Volver a introducir un naturalismo en el derecho era la receta perfecta para la arbitrariedad del poder al estilo de las que se formulaban durante la “etapa oscura” del nazismo, tal y como puede verse en el artículo de Schmitt “Delegaciones legislativas” de 1936 en el cual la ejecución estatuaria (lex) buscar orientar y gobernar desde principios asumidos para el “bien de la perfección de la comunidad” [3]. Si Glossarium debe ser leído como una “autocrítica” de su aventurismo político en el nacionalsocialismo, entonces la crítica al derecho natural hace legible su postura de enduring positivism para la cual hablar de “bien común” o de “humanidad” solo podía venir de una voluntad empeñada en engañar.

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Notas 

1. Lars Vinx & Samuel G. Zeitlin. Carl Schmitt’s Early Legal-Theoretical Writings: Statute and Judgment and The Value of the State and the Significance of the Individual (Cambridge University Press, 2021), 19.

2. En una carta de junio de 1939, Erik Peterson le escribe a Schmitt a propósito del “proceso” romano a Jesús: “Herr Schmitt…yo creo que usted está totalmente en lo correcto cuando dice que Pilato no condenó a Jesús como juez, aunque yo no estoy versado en asuntos jurídicos. Desconozco si Jesús fue sujeto a la acusación de perduellio [máxima traición] y si algún tipo de juicio era necesario para ello. También creo que uno puede hablar de una interrelación entre ocupación del poder, colaboracionista y grupos judíos. Pero no tengo las competencias en estas cuestiones”. 

3. Carl Schmitt, “Legislative Delegationen”, Gesammelte Schriften 1933-1936 (Duncker & Humblot, 2021), 386-403. Allí Schmitt citando a Aquino define una “ratio gubernativa” en la aproximación de un estatuto (lex) cuya finalidad es el “dictamen de la razón como principio que gobierna a cualquier comunidad perfecta.” Le agradezco al profesor Samuel Zeitlin que me haya facilitado este pasaje de Carl Schmitt. 

Un vestido sin cuerpo: derecho y teología. por Gerardo Muñoz

Cuando hace algún tiempo escribí un texto sobre la metáfora del vestido en el constitucionalismo de Adrian Vermeule, tal vez no extraje las últimas consecuencias de su especificidad. Pero con la publicación de Common-Good Constitucionalism (Polity, 2022) ya puede verse con claridad que la procedencia de esa pieza suelta está hecha en los talleres del derecho romano, pues el ascenso del derecho administrativo coincide con el ius, haciendo de su carácter una “moralidad interna” que supera y desplaza la autoridad del positivismo moderno: “Nuestro ámbito del derecho administrativo, entonces, es ius, y no meramente la forma positiva del lex” [1]. Así lo dice Vermeule.

Se hace legible que el fin del law’s empire dworkiniano da entrada a una nueva imperialidad del ius cuya decisión efectiva tiene una clara orientación en el bien-común. Si la capacidad administrativa es un el nuevo “vestido” del derecho constitucional, entonces esto quiere decir que la función del lex es su costura, siempre alterable, aunque decisiva en la modelación del cuerpo de la politeia (un cuerpo que se asume total en la medida en que el cuerpo específico desaparece en las aspiraciones del common-good). En un primer momento observé que la metáfora del vestido proviene del diseño hamiltoniano de la consticionalismo norteamericano, pero Vermeule vuelve a ella para sentar una plasticidad a su concepción de la subsidiaridad positiva. Ahora el “loose-fitting garment” aparece en esta luz en su ensayo:

“…excessive constitutional constraint can be as dangerous as insufficient constitutional constraint. The Constitution, emphatically including the vertical distribution between among subsidiarity jurisdictions and the highest levels authority should be a loose-fitting garment that leaves room for flexibility and adjustment over time as circumstances change. The alternative is not some fantasy of perfect legality, but rather an overly brittle framework that cracks because it cannot bend”. [2] 

Ahora vemos con claridad que la “pieza suelta ya no solo encumbre el cuerpo de la politeia, sino que la organiza y la “cose” de un cierto modo. Pudiéramos denominar ese “modo” como la ontología específica del bien común desde la axiomática del officum gubernamental. Si para Erik Peterson el estrato de la “teología del vestido” constituía una prótesis técnica para con el mundo; el nuevo vestido de la subsidiaridad positiva hace coincidir las aspiraciones del gobierno con el espíritu de la técnica en un nexo sin resto. Otra manera de decirlo es que la re-aparición ordenada del Leviatán tras la crisis del principio de autoridad moderno ya no es una ilusión de agregación de omnes et singulatim en el corpus soberano: más bien ahora es un vestido invisible y all-encompassing (ius) que carece de un cuerpo concreto, porque ahora su extensión es la corporalidad integral de la sociedad que debe ser surcida hacia el bien-común.

El vestido enviste, en última instancia, a la autopoesisis de la función excepcional del vínculo administrativo [3]. Y es en este sentido que el derecho administrativo en toda su pragmática no es un cuerpo místico, sino un vestido sin cuerpo que hace posible la coincidencia de la ratio administrativa y delegación con una gobernabilidad sobre la vida. Es por esta razón también que el tomismo del bien-común administrativo no es, en modo alguno, el tomismo impulsado por el derecho natural moderno de John Finnis en su influyente Natural Law and Natural Rights (1986).

Sin embargo, ¿es posible una coincidencia entre la teología del vestido y el dispositivo del gobierno? En este sentido podría ser iluminador algo que anota Carl Schmitt en Glossarium sobre “Teología del vestido” de Peterson: “La patria es la casa. Lo que dice Peterson del vestido sirve también para el paisaje, tejido de los recuerdos, el revestimiento psíquico, investiduras institucionales, vías de sentimientos y reservas que allí se acumulan.” [4]. El vestido, por lo tanto, no puede constituir una forma política como ordenamiento jurídico, sino que debe entenderse como aquello que permite una separación irreductible entre el dominio del derecho y la vida. Por eso es por lo que Peterson escribía, de manera decisiva que la vestimenta es un intento por “redescubrir la pieza perdida” [del Paraíso] que es la única que puede expresar y develar nuestra dignidad” [4]. Pero esta dignitas ya no es ni un bien-común impersonalizado en un vestido sin cuerpo, pero tampoco la de un personalismo encarnado (postura común al pensamiento liberal tras el Concilio Vaticano II): se trata de una dignidad que jamás puede agotarse en el excepcionalismo comunitario que parece haber abdicado hacia una tecnificación sin afuera.

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Notas 

1. Adrian Vermeule. Common-Good Constitutionalism (Polity, 2022), 138.

2. Ibíd., 160.

3. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (Editorial El Paseo, 2021). La traducción al castellano ha tomado “kleides” por “hábito”, lo cual se presta a más de un equivoco, por eso lo hemos modificado a vestido que es más fiel a la intención original de Peterson. Esta nota la debe mucho a intercambios recientes con José Miguel Burgos Mazas.

4. Erik Peterson. “Theologie des Kleides”, Benediktinische Monatsschrift, N.16 (1934), 347-356.

Espectáculo ex vitro. por Gerardo Muñoz

En la presentación sobre Filosofía de la apariencia física (Taugenit, 2021), de Ángel O. Álvarez Solís, y que ya puede ser vista en diferido, José Miguel Burgos Mazas se refirió a la noción de “espectáculo” como “feliz omisión” a lo largo del libro. Desde luego, no se trata de una omisión que pone en crisis la arquitectura de este fabuloso tratado sobre los modos técnicos de la apariencia, sino que introducirla permitiría explicitar la circulación misma de las imágenes como normatividad renovadora de las miradas. Ahora sabemos que, tras la crisis del Hombre, solo contamos con la potencia de ver y de ser visto, incluso cuando se trata del allanamiento de los cuerpos como en Crash de Cronenberg. Y esto sólo se ha intensificado en la fase pandémica. Pero lo importante – en mi lectura de la tesis de Burgos Mazas, ya que no quiero hablar por él – es que el espectáculo permitiría una exteriorización en condiciones de entregarnos otra noción de realismo (en el pasado hemos discutido algunas hebras relativa a este tema) [1]. Un realismo más allá de lo político y del tiempo, pero nunca como fuga del mundo.

Al menos para mi, quien dice realismo quiere apuntar a la desrealización efectiva de un espectáculo glorioso, del “espectáculo integrado”, como le llamó Guy Debord en su última etapa [2]. En el espectáculo integrado de la vida queda comprimida a una imagen extensa sin fisuras ni relieves. El espectáculo integrado anuncia futuro, pues su orden es la temporalidad de todos los entes del mundo, clausurando el abismo entre existencia y su afuera. En cambio, le podemos dar la vuelta al problema y llamar “espectáculo menor” a la proliferación de imágenes excéntricas que abren posibilidades aberrantes que ahora pueden medir su verdad gracias a la individuación que establecen en el mundo.

En este sentido, me parece que no es que ‘nunca ha habido espectáculo’, sino que para la época que nos convoca lo único que hay es espectáculo. Y esto es así, porque la mirada está fuera del hombre, y porque el juego entre forma y acontecimiento desutura el espectáculo glorioso que, en la tradición onto-teológica cristiana, siempre estuvo ligada a la liturgia de la comunidad (por eso integraba y era integral). El temor fundamental de la Gloria no era otra cosa que la dimensión superflua y “fleeting” (pasajera) de los modos, esto es, el movimiento interno de la stasis en la estructura trinitaria [3]. El espectáculo menor, en cambio, abriría la turbulencia de esta stasis, la cual ya no es producción de presencia, sino apariencia como acontecimiento de una verdad singular. Una verdad que es, siempre en cada caso, decisión de existencia (‘como es que yo aparezco como aparezco’). Este es el espíritu especular, transfigurado, que aborda filosofía de la apariencia para una época que ya no se encuentra dominada por la representación, sino por la fuerza de la expresión.

Y mientras que la gloria integral es manifiestamente unificadora; el espectáculo menor nos permite atenernos al misterio de la apariencia misma sin el peso de una compensación nocturna propia de los poderes gnósticos o mitológicos del poema. Así, el espectáculo menor es la forma de stasis aparente para una época después de los poetas, aunque abierta a la poetización común de la existencia en el afuera. El misterio reside en el recorte de lo inaparente en los propios modos en que aparecemos más allá de la asignación que la disponibilidad que la integración demanda del mundo de la vida. Otro nombre para esto es biopolítica.

La naturaleza del espectáculo sería una fuerza de des-integración, siempre fuera del sujeto y de sus asignaciones retóricas, porque su modalidad es ex vitro. En ese afuera nos aproximamos a la posibilidad de recortarnos a los modos de las cosas que encontramos, asumiendo que el mundo es, ante que un concepto civil o de legitimidad, un campo de fuerzas para ir y venir. El resto teológico ha sido transfigurado ex vitro. Como ha visto Pacôme Thiellement con lucidez:

“Se entra en el interior de su misterio en forma progresiva. Y es también una imagen de este mundo: no se trata de ver más allá de este, sino de ver que este mundo es, en el interior de si mismo, un campo de fuerzas en el cual uno está siempre inscrito…que nos conducen al descubrimiento de las fuerzas de la Luz y de las Tinieblas presentes en absolutamente cada detalle de nuestras vidas” [4].

El alma está en los detalles, y los detalles son los medios. Se pudiera decir que el alcance político de asumir el espectáculo ex vitro no es menor, aunque exige que tengamos presente que la revolución hoy depende de una modificación óptica. Una óptica fragmentaria desde la cual las cosas nos devuelven la mirada y nos transforman.

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Notas

1. Gerardo Muñoz & José Miguel Burgos Mazas. “Realidad, Éxodo, Imaginación”, Ficción de la razón, 2019: https://ficciondelarazon.org/2019/12/10/gerardo-munoz-y-jose-miguel-burgos-mazas-realidad-exodo-imaginacion-un-intercambio/

2. Debord define el “espectáculo integrado” de esta manera: “The society whose modernization has reached the stage of integrated spectacle is characterized by the combined effect of five principal features: incessant technlogical renewal; integration of state and economy; generalized secrecy; unasnwerable lies; an eternal present”, en Comments on the Society of the Spectacle (Verso, 1990), 11-12.

3. Dietrich von Hildebrand. Liturgy and Personality (Hildebrand Project, 2016), 96.

4. Pacôme Thiellement. Tres Ensayos sobre Twin Peaks (Alpha Decay, 2020), 159.

Un panfleto impolítico: sobre La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar Editor, 2021), de P.P. Portinaro. por Gerardo Muñoz

El libro La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar editor, 2021) de Pier Paolo Portinero, que acaba de aparecer en excelente traducción de José Miguel Burgos Mazas y Carlos Otero Álvarez, se autopresenta como un panfleto político. En su forma ejemplar, el panfleto se remonta a la tradición de los pamphlets (cuya incidencia en la revolución norteamericana sería decisiva, como lo ha estudiado Bernard Bailyn), aunque el libro de Portinaro tiene la particularidad de no abrirse camino al interior del estancamiento de la realidad, sino en un ejercicio particular: desplegar una enmienda a la constelación de pensamiento contemporáneo proveniente de Italia rubricado en antologías y discurso académico como “Italian theory”. Para ser un libro con abiertas intenciones de “pamphlet, La apropiación de Maquiavelo asume una posición en el registro de la historia de las ideas. Esta diferencia, aunque menor, no debe pasarse por alto, pero ya volveremos sobre ella hacia el final de esta nota. En realidad, el libro de Portinaro tiene algunos visos de impugnación contra todo aquello que huela a “teoría” – de momentos recuerda el libro de François Cusset contra la French theory y su impronta en las universidades norteamericanas – a la que Portinaro entiende como una fiesta atroz de disfraces que combina un plusvalor político propio de las viejas utopías revolucionarias con un apego realista en su crítica de la tradición liberal ordenada.

Según Portinaro se trataría de un monstruo de dos cabezas cuya eficacia política no sería anecdótica: “La irrupción de un anómalo populismo don dos cabezas – esta sí, una peculiaridad italiana – no puede considerarse como un epifenómeno sin relación con la pretensión de combinar una sobre abundancia de utopía y una sobreabundancia de realismo, una plusvalía de representación y una plusvalía de conflicto” [1]. ¿Qué esconde este movimiento pendular, según Portinaro? Un pensamiento localizado y localizable (“italiano”, una suerte de reserva nacional para tiempos globales) que no es otra cosa que “promoción de versiones extremas, de las teorías de otros” [2]. Entendemos que Portinaro hace referencia aquí – en efecto, lo despliega a lo largo de su panfleto – al horizonte de la biopolítica en la línea de las investigaciones de Michel Foucault, y la crítica a la metafísica y al nihilismo en el horizonte heideggeriano de la filosofía alemana.

Portinaro no les concede mucho más a los exponentes de la Italian theory. Y, sin embargo, el panfleto de Portinaro se concibe como un libro justo y necesario. ¿Es suficiente? En ningún momento Portinaro se hace cargo de que la introducción de esa “plusvalía política” por parte de la Italian theory, en realidad, viene acompañada de un esfuerzo sistemático, heterogéneo, e imaginativo de poner en suspenso los presupuestos de la organización ontológica de lo político. Como ha visto Alberto Moreiras en su comentario al libro, el pensamiento de Massimo Cacciari, Carlo Galli, Giorgio Agamben, o Roberto Esposito en lo absoluto pueden ser traducidos a una estructura genérica de politización revolucionaria, pues en cada caso estas obras llevan a cabo una exploración efectiva de las condiciones de politicidad [3]. Desde luego, podríamos prever que el rechazo por parte de Portinaro de confrontar los momentos de mayor lucidez especulativa de la IT se justifican a partir de una matriz realista en ambos casos (tanto para la mentada ‘plusvalía política’ de la IT, como para el propio Portinaro cuya dependencia en el principio político de realidad es absoluto). Pero es aquí donde entran a relucir las contradicciones, pues la IT en modo alguno se agota en un realismo político al servicio de los proyectos de la anarquía de los fenómenos políticos mundiales. En efecto, lo que un “realista” como Portinaro debió haber hecho (pero no hizo) es ver qué pasa con la estructuración de la realidad política para que fenómenos iliberales florezcan por doquier, y para que ahora el orden internacional se vea acechado por el nuevo ascenso imperial de la China.

El acto de magia “irreal”, en cualquier caso, es del propio Portinaro al notar las antinomias de revolución y realismo en el marxismo residual de Antonio Negri sin poder responder apropiadamente a los déficits de la propia tradición liberal que ahora han sido liquidados en la propia génesis de su desarrollo histórico (pensemos en el interpretativismo en el derecho como abdicación del positivismo, o en el paradigma de la optimización de la ingobernabilidad como sutura a la crisis de la legitimidad) [4]. Estos procesos de pudrición histórica-conceptual tienen poco que ver con las audacias especulativas de una constelación de pensamiento atenta a la crisis de las mediaciones entre estado, sociedad civil y subjetividad. Pero es cierto que a Portinaro no le interesa polemizar con el registro especulativo del pensamiento teórico italiano, cuyo momento más alto no estaría en la política sino en la dimensión poética e imaginal a través de la herencia de Vico y de Averroes y del regreso de la teología (el debate sobre la secularización que ha tenido una productiva continuación en Italia tras sus inicios germánicos).

A Portinaro le preocupa la anfibología desde la cual el “pensamiento revolucionario” (¿es lo mismo que la IT?) queda atrapado entre la economía y la política; esto es, entre Marx como suplemento de Maquiavelo, y Maquiavelo como suplemento que se convierte en “estratégicamente ineludible” en el post-marxismo [5]. Dicho en otras palabras, el fracaso del pensamiento del paradigma de la economía política de Marx rápidamente se compensa mediante el paradigma de un realismo político de un Maquiavelo radical para así echar a andar el motor de la conflictividad. El Maquiavelo de la IT dejaría de ser el gran pensador florentino del realismo para devenir un nuevo “visionario revolucionario” capaz que llevar adelante un horizonte histórico de liberación. Pero la sobrevalorada importancia de Maquiavelo en el libro de Portinaro es, a todas luces, estratégica y manierista. Pues Maquiavelo viene a confirmar inmutabilidad del “realismo” en la esfera de la política. Sin embargo, ¿no sería, como vio en su momento Carl Schmitt, que Maquiavelo es el pensador menos realista de la política, pues ningún consejero lo suficientemente “maquiavélico” escribiría los libros que escribió el autor de los Discursos?

Sin embargo, el problema en torno a Maquiavelo es sintomático. Pues lo importante aquí es que aquello que pasa por “realismo” en la época (sociedad civil, estado, instituciones, positivismo, mediaciones) ha dejado de tener un sentido concreto ante la abdicación integral de la organización de la arquitectónica política moderna y la crisis de autoridad. En cualquier caso esto es a lo que viene a alertarnos la Italian Theory. Esto supone que, incluso si hemos de aceptar la centralidad de un “maquiavelismo” exotérico en la IT, tanto Portinaro como los representantes de la constelación que se critica quedarían encerrados en un mismo horizonte de irrealidad; o lo que es lo mismo, presos en un encuadre retórico que les permite compensar la disyunción entre hermenéutica conceptual y realidad política, pero a cambio de abandonar toda imaginación capacitada para una transformación realista. La posibilidad de morar en este abismo entre realidad y concepto, entre el agotamiento de la política y la dimensión insondable de la existencia responde a lo que hemos venido llamando una región infrapolítica. Y atender a esta región es el único modo de hacernos cargo de la realitas en un mundo entregado a la devastación sin acontecimiento.

En los momentos más estelares de la IT (lo impolítico y la munus de Esposito; la destitución y la forma de vida de Agamben; el pensamiento en torno al nihilismo de Cacciari, Vitiello, y Severino) se confirma concretamente la pulsión de lo real; si por real entendemos una posibilidad de proximidad en torno a una crisis conceptual de los fenómenos que no puede trascenderse ni mucho menos suturarse con la gramática de los conceptos políticos modernos. Al final, como alguna vez apuntó Román Jakobson, todos somos instrumentos del realismo, y solo varían los modos de efectuar un principio de realidad. En otras palabras, lo importante no es ser realista como siempre lo hemos sido, sino desde una mirada que se encuentre en condiciones de poder atender a la dimensión concreta de los fenómenos en curso. La diferencia entre los primeros y los segundos hoy se instala entre nosotros como dos visiones ante la época: aquellos que en nombre de la realidad mantienen el mundo en el estado perenne de estancamiento; los segundos que, sin certezas ni principios fijos, arriesgan una posibilidad de pensamiento sin abonar las adecuaciones que ya no pueden despejar una ius reformandi interna.

No deja de sorprender la metafórica con la que cierra el libro de Portinaro, pues en ella se destapa la latencia que reprime la pulsión realista. Escribe al final del libro citando a Rousseau: “el filósofo ginebrino menciona en clave antipolítica la práctica de aquellos “charlatanes japoneses” que cortan en pedazos a un niño bajo la mirada de los espectadores; después, lanzando al aire sus miembros uno tras otros, hacen caer al niño vivo y recompuesto. [6]. Las diversas misiones de la IT le recuerdan a Portinaro estas charlatanerías bárbaras e impúdicas (y podemos imaginar que es también toda la teoría de corte más o menos destructiva o radical). Y, sin embargo, ese mismo cuerpo descompuesto, en pedazos, desarticulado, y abandonado a su propia suerte es la imagen perfecta de la fragmentación del mundo luego del agotamiento de lo político. Ese cuerpo en mil pedazos es el mundo sublime y anárquico que el Liberalismo solo puede atribuirles a terceros para limpiar (de la manera más irreal posible) su participación de la catástrofe. 

Pero mucho peor que imaginar el acto de magia negra de recomponer al niño luego de desmembrarlo en mil pedazos, es seguir pensando de que el niño (lo Social) sigue intacto y civilizado, inmune y a la vez en peligro de los nuevos bárbaros irresponsables. Pero sabemos que esto ya no es así, y pretender que lo es, tan solo puede asumirse desde el grado más alto de irrealismo posible: un idealismo categorial sin eficacia en la realidad. De ahí que, paradójicamente, entonces, el panfleto de Portinaro sea al final de cuentas un texto impolítico, en la medida en que a diferencia de los political pamphlets – que como nos dice Bailyn buscaban persuadir, demostrar, y avanzar concretamente una lucha política reformista – el libro de Portinaro busca aterrorizar contra el único bálsamo de aquellos que buscan: la posibilidad de pensamiento e imaginación [7]. La IT no es otra cosa que una invitación a errar en esta dirección ante una realidad que ya no nos devuelve elementos para una transformación del estancamiento. O lo que es lo mismo: la renovación de volver a preguntar por la revolución.

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Notas 

1. P. P. Portinaro. La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar editor, 2021). 38.

2. Ibíd., 39.

3. Alberto Moreiras. “Comentario a «Apropiación de Maquiavelo. Una crítica de la Italian Theory», de Pier Paolo Portinaro”, Editorial 17: https://diecisiete.org/nuncios/comentario-a-apropiacion/

4. Grégoire Chamayou. The Ungobernable Society: A Geneology of Authoritarian Liberalism (Polity, 2021). 

5. Ibíd., 115.

6. Ibíd., 201-202.

7. Bernard Bailyn. The Ideological Origins of the American Revolution (Belknap Press, 2017). 18-19. 

Tres razones maximalistas para la teología. por Gerardo Muñoz

Estos apuntes me fueron convocados a raíz de un reciente intercambio con el profesor Adrian Vermeule (Harvard Law) quien notaba lo siguiente: “al final del día el derecho canónico y el derecho civil está fundado en la teología, ya que en el pasado se presumía que todo conflicto es teológico. Pero con un pequeño twist: la teología misma se entendía como una empresa limitada, relativa, aunque con una autonomía real dentro de la esfera jurídica”. Vermeule tiene razón y lo explicado en otro lado. Algunos recordamos el momento en el que Carl Schmitt vinculaba la autoridad de la jurisprudencia con el lema de Albericus Gentilis: “Silete, theologi, in munere alieno!” Pero siempre sorprende que la teología siga recibiendo tan mala prensa, sobre todo cuando ya la religión no tiene ningún anclaje en poderes imperiales contemporáneos, como sí lo tuvo en el siglo diecinueve cuando las restauraciones monárquicas vigiliban detrás de la puerta. Pero como ya no es así, estamos en un momento oportuno para reconsiderar la teología como región fundamental de la normatividad que ordena a nuestras sociedades. Cuando hablamos de reactivar la teología no estamos buscando afirmar la teología política ni el integralismo cristiano. En realidad, la teología política al final fue el hegelianismo, mienta que el integralismo ha sido la postura reaccionaria compensatoria a su filosofía de la historia. Al contrario, lo que me interesa es pensar una teología transfigurada cuyo diseño sería: a) maximalista (esto es, de principios flexibles al interior de la experiencia humana), y b) subordinada (esto es, limitada a una región del pensamiento en la práctica jurídica, ética, filosófica, etc). Cuando el más brillante de los teólogos del siglo veinte, Erik Peterson, intentó definir la teología no dio muchos rodeos: la teología es dogma, y es solo a través de dogmas que el humano vive. El realismo de esta postura es avasallador, pues solo aniquilando a todos los humanos no dogmáticos podemos entonces encontrarnos en una sociedad sin dogma. Por otro lado, es lo mismo que decía Tocqueville de la democracia: sin dogmas no hay conflictos pues es el estado natural del hombre. Huelga decir que Peterson distinguía entre teología y religión: a la gente no le interesa escuelas de pensamiento ni convicciones morales muy finas, pero sí se interesan apasionadamente por un dogma genuino, ya que el dogma les afecta concretamente [1]. Este razonamiento para mí reduce el doble registro maximalista de la teología. Pero habrían tres razones que ayudan a desplegar esta dimensión concreta.

Autoridad – La teología en la medida en que es un dogma concreto es fuente de autoridad. Como sabemos este es un problema cardinal del pensamiento político y jurídico. La teología en su capacidad dogmática flexibiliza la autoridad a la vez que la dota de eficacia. En este sentido, la teología es mundana porque en ella se hace posible el actuar humano en toda su heterogeneidad. De ahí que la teología no sea un mesianismo, y por esta misma razón es que solo San Pablo pudo prescindir de la autoridad “de este mundo” y transferir la fuerza de ley hacia otro mundo. Pero si Peterson tiene razón, y ya el acontecimiento de la salvación ha tenido lugar, entonces la autoridad es la única manera de mitigar los conflictos desde un orden concreto en la tierra. De ahí que algunos (pienso en Pegúy entre los ‘modernos’) han hablado del fundamento místico de la autoridad. Y ya lo sabemos: si careciéramos de ese fundamento , entonces solo tendríamos una organización relativa a una jerarquía arbitraria e indirecto del valor. Desde luego, si uno tiene que elegir entre un orden concreto fundado en una autoridad o en un régimen de “valorización absoluta” en manos de jueces o “influencers”, creo que no es difícil señalar cual sería más deseable. Lo deseable aquí no es lo preferencial de un grupo o de una comunidad, sino, justamente, la posibilidad de que un grupo o una comunidad no se haga de “hegemonía” a partir de la naturaleza arbitraria de sus valores. Que el “derecho liberal” esté caído hoy al interpretativismo valorativo demuestra, en buena medida, cómo la teología es un mal menor (inclusive, una violencia menor) ante una supuesta paz a la que todos son invitados sin posibilidad de rechazarla.

Realidad – Mientras haya realidad hay teología. Por eso es que solo asumiendo un maniqueísmo gnóstico es que es posible volcar la realidad, como sabía un olvidado poeta italiano de la década de los setenta. Pero incluso la gnosis busca acreditarse mediante la “realidad”, pues también busca legitimarse mediante la exigencia de una “realidad auténtica”. Hoy la realidad es pletórica con presupuestos teológicos, a tal punto que sería imposible enumerarlos. Aquí tenemos otra buena razón para explicitarla en lugar de denegarla. Tomemos un ejemplo. Cuando Hamilton & Madison en los Federalist Papers dicen que “si los hombres fueran ángeles no habría necesidad de gobierno” introducían el fundamento del orden y de la jerarquía a la misma vez que las negaban. Y, sin embargo, ¿qué es lo que ha ocurrido en el derecho norteamericano desde el siglo XVIII hasta el presente? Pues, ha abdicado la fuente de su autoridad en una administración (angeología secularizada) que ahora excede las funciones tradicionales de la división de poderes. Aunque, como hemos dicho en otra parte, estas funciones ni contradicen la división de poderes ni el espíritu del orden, sino que lo fortalecen. Esto quiere decir, entonces, que hay una dimensión angélica, tal vez no en los hombres, pero sí en la mediación entre los hombres y el orden concreto. Y lo que es más: así lo ha pedido la realidad para el orden concreto. Por eso tiene razón el rabino Jonathan Sachs cuando dice: “Nosotros [los humanos] somos ángeles y demonios; ángeles para quienes están a nuestro lado y demonios para quienes están del otro lado. Esta es la estructura que informa el instinto de formar grupos. Los grupos se dividen y se unen, pero cada grupo se define contra otro. La inclusión y la exclusión van de mano en mano” [2]. En el origen está la violencia. Y esa violencia es violencia de separación con y para los otros, pero también ante la realidad. De ahí que la tecnificación negadora de la teología, en realidad, termina no solo pasando por alto el origen de la separación, sino el acontecimiento antropogénico que es necesario para administrar la realidad. 

Vida – En tercer y último lugar, la teología en la medida en que aparece como fundamento “mystique” es lo que habita una separación de la vida consigo misma. Una vez más, el argumento que me interesa tiene presupuestos realistas: en la medida en que el ser humano es un ser finito y mortal, entonces la teología sigue siendo, al decir de Peterson, la ciencia de las últimas cosas. En otras palabras, la teología sería una ciencia no-ciencia, ya que no apela a un orden epistémico, sino a la flexibilización que tiene lugar gracias a la inclinación singular ante el dogma. La cuestión está en que la teología ahora aparece extra-institium, puesto que las instituciones religiosas (la Iglesia de Roma) ya han perdido su capacidad de explorar esa dimensión escatológica de la finitud humana (y se ha confirmado durante estos meses de pandemia). Aunque el elemento fundamental de la teología es, ante todo, un dogma que combate contra la omnipotencia que piensa que la vida puede ser valorizada, cuantificada, u objetivable sin capacidad intrínseca de una disyunción entre derecho y vida. Como hemos intentado argumentar recientemente, el reino de la teología debe entenderse como la diferencia abismal entre vida y legalidad en un orden concreto [3]. Esta disyunción debe ser maximizada dado el triunfo irreversible de la valorización. La teología transfigurada sería la exterioridad de lo más sagrado de la vida que excede la objetividad del viviente. Y es “transfigurada” porque esta teología es una cuestión de distancia dogmática, y no una cuestión de sacerdotes, fe, o participación litúrgica. Estos tres elementos aparecen en nuestro presente como una teología oscura que, sin embargo, pretende ferozmente no serlo.

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Notas 

1. Erik Peterson. “What is theology?”, en Theological Tractates (Stanford U Press, 2011), 1-14.

2. Rabbi Jonathan Sacks. Not in God’s name: confronting religious violence (Schocken Books, 2015). 

3. Gerardo Muñoz. “Amy Coney Barrett: la revolución legal conservadora y el reino”, Revista El Estornudo, 2020: https://revistaelestornudo.com/amy-coney-barrett-la-revolucion-legal-conservadora-y-el-reino/