“Más allá”: sobre un estribillo de la crítica. por Gerardo Muñoz

Lo hemos escuchado (y lo seguimos escuchando en todas partes): “más allá de la crítica”, más allá de la deuda”, “más allá de la política”, “más allá del texto”, “más allá la soberanía”, “más allá del sujeto masculino”, más allá…Claro, las enumeraciones pueden ser infinitas. El “más allá” constituye un artificio retórico empleado en el drama de capa y espada de la “crítica”. Es algo así como un operador que permite – como todos los estribillos y fillers – llenar retóricamente un vacío para poder continuar sin dar cuenta de los problemas. El “más allá” no es promesa de un “nuevo mundo”, sino una promesa calculada, aunque es difícil saber de qué va. ¿Qué hay en ese “más allá”, y qué nos podríamos encontrar? Difícil saberlo, pues el enunciado una vez articulado genera consenso y tranquilidad entre los “críticos”. Quien pronuncia “más allá” se vuelve automáticamente irrefutable. Aunque tampoco sabemos cómo se llega a ese “allá”. Pocos enunciados seducen tanto, lo cual viene a confirmar la actualidad del antiguo encantamiento de la lengua a pesar de la secularización más absoluta.

Si en algún momento los humanos solían emplear “en nombre de…” – una forma impersonal que pareciera estar en plena desaparición – hoy, el aparato de la crítica habla desde el “más allá”, un augurio que no necesita transar con el juramento. Por lo tanto, el “más allá” no es un lugar al que se quiere llegar; es una fuga hacia lo mismo en el momento en que se verbaliza. Pero decir “más allá” solo puede registrar una instancia apofántica que vierte sobre si misma la comprensión del mundo objetivado y técnico. Y si hemos de seguir a Carl Schmitt en su temprano “Crítica de la época” (1912), entonces la crítica en lugar de proporcionar un “más allá”, nos muestra el reverso de la época: es el índice de cierta valorización mediante la oposición de valores vigentes aquí y ahora. Allí donde la crítica aparece negar un valor fundamental de la época, se eleva un valor opuesto. Es el fecundo mar de las abstracciones que hoy lleva de ribete “guerra cultural” (hegemonía).

No nos sorprende que el “más allá” aparezca como una muletilla octogonal al discurso académico crítico, pues es allí donde el avance de la moral es proporcional a la crisis institucional en la cual nos ha tocado vivir. Tampoco en el “más allá “ hay promesa de un “reino”, sino la más pura inmanencia: contra toda diferenciación y toda posibilidad de separación, el “más allá” es el serrucho lingüístico de la indiferenciación que termina de talar el bosque donde alguna vez moró el pensamiento, la política y los recortes éticos que algunos durante siglos llamaron alma (‘cómo es que soy lo que soy’). Quien pronuncia el “más allá” ya ha aceptado habitar en el gnosticismo, pues su única divisa es la fuerza de los valores, y de todo aquello que supone un valor aquí y ahora.

Alguna vez el “más allá” fue también un “más acá”: el origen “revolucionario” de la crítica tuvo en Saint-Just un representante del derecho natural contra todo contractualismo social, previo a las leyes de los hombres y a la autoridad positiva. Por lo que el derecho natural siempre se encontraba “más acá” – en la naturaleza, en lo inmutable de la epikeia de la especie a cielo abierto – con respecto a toda norma, al estado moderno, o al ejercicio del legislador. Hoy, en cambio, el “más allá” confirma un farewell a la aspiración revolucionaria naturalista, desplegando todos los fueros inmanentes como primero y último principio para los cuales cada hombre se vuelve un sacerdote de una única doctrina: “más allá”. La revolución ha sido consumada.

El «kai nomon egno» homérico. por Gerardo Muñoz

En su tardía entrevista con Fulco Lanchaster, Carl Schmitt confiesa que todo su pensamiento puede situarse bajo las palabras del tercer verso de la Odisea de Homero: “pollōn d’anthrôpōn iden astea kai nomon egnō” [1]. Para Schmitt se trata de la escena de un doble inicio: es el comienzo de la gran obra del poeta clásico de Grecia, pero es también una instancia originaria del derecho; esto es, antes de su conversión en “norma” positiva. Aquí Schmitt sigue al pie de la letra una observación de su amigo romanista Álvaro D’Ors, quien en el ensayo “Silent Leges Inter Arma”, había sugerido que fue con Cicerón cuando el nomos griego termina subsumido en el lex latino [2]. El contexto de esta aparición en el transcurso de la entrevista es importante: es la batalla de Schmitt contra la insuficiencia, aunque no la liquidación, del positivismo moderno en el contexto penalista. Aunque a comienzos de los 80s, esto también quiere decir que Schmitt está pensando tras el colapso de la forma estatal que acelerara la “revolución legal mundial” y sus armas de interpretación jurídica.

Por su lado, Christian Meier reporta que Schmitt durante los últimos años de su vida anotaba “kai nomon egnō” en servilletas y papeles de su estudio, a pesar de que no hay referencia del verso en el Glossarium (la única mención siendo a la horkia en una entrada de julio de 1949) [3]. El teorema homérico atestigua no tanto un “giro espacial” en el pensamiento de Schmitt, ni mucho menos un retorno a Grecia; se trata, más bien, del problema de la fuente de la autoridad que había atravesado el saeculum de la filosofía de la historia cristiana, aunque consistente con la convicción jurídica de Schmitt sobre el ordenamiento como realización del derecho ya defendido en Estatuto y Juicio (1912).

La apelación al “kai nomon egnō” también hace una aparición programática al comienzo del ensayo sobre la apropiación, producción, y apacentamiento donde el nomos se define como repartición y ocupación de un espacio concreto de la vida en la tierra [4]. Para Schmitt la insuficiencia del normativismo fue su incapacidad de establecer una relación de ordenamiento concreto con la esfera de la socialización, de modo que allí donde hay una condición mínima de lo social hay un sentido de orden, y, por lo tanto, de amenazas a ese orden. Y por extensión, de la posibilidad de enemigo, quien también pisa la tierra, a quien solo despojándolo de la tierra se vuelve un “enemigo absoluto”. Para Schmitt esta es la amenaza de la tecnificación de los valores de la dominación moderna. En cualquier caso, la atención reiterada sobre el ‘ordenamiento concreto’ (consistente con la jurisprudencia de Romano, aunque con mayores sondeos metafísicos) modifica el supuesto “realismo” de Schmitt. Puesto que ya por “realismo” no entendemos una absolutización moral o política de la esfera del derecho – esto es lo que teme Schmitt y busca neutralizar – sino una “mirada” atenta a la preservación del ordenamiento concreto.

Esta dimensión telúrica es lo que suministra el nomoi homérico, un teorema que también contiene, como ha visto Aida Miguez, la raíz de “ver” y “conocer” para ganar tiempo de nuestra propia psyche [5]. Contra una lectura “trágica” de la distancia griega – al fin y al cabo, Schmitt se opone a la tragicidad de Hölderlin – la comprensión del teorema homérico supone, de principio a fin, una defensa de la perseverancia del derecho como dimensión concreta de la realidad, históricamente situada y espacialmente realizada, que puede impedir la dominación anómica carente de una exterioridad de la mediación política.

El teorema homérico vuelve a validar la convicción (metafísica) de la filosofía del derecho de Schmitt sobre la polaridad entre conflicto y tierra: allí donde se pisa mundo hay conflicto. Y el conflicto exige un concepto del derecho que no puede ser subsumido al “Norm” o “lex”, sino que debe estar arraigado en un orden capaz de tramitar una fuente de autoridad. En este sentido, no hay que ver en la apropiación filológica de Homero (el paso del noos al nomos) un “conceptual overreach”, sino más bien como la apuesta de un axioma que puede responder a la crisis del eón cristiano y su mediación formal, como ya lo había expuesto Schmitt en “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia” citando la sospecha ante la retención paulina del poeta católico Konrad Weiß.

El nomos valida la determinación del derecho, y en este punto Schmitt pareciera dejar atrás el paradigma temporal-histórico de la filosofía de la historia cristiana que se mostraría incapaz impotente de llevar a cabo la neutralización del misterio de la inequidad contra el orden. ¿Se confirma el paganismo de Schmitt en la vuelta al teorema espacial, como piensa Palaver? Es una pregunta que probablemente no puede resolverse sin primero antender a la controversia sobre la separación entre la autonomía del derecho y la existencia pública (hostis) en el mundo. Pero si tomamos en serio el teorema homérico, entonces el “cristianismo” de Schmitt más que sustancia (doctrina) o principios (ius romano), es esencialmente la disponibilidad de una comprensión sobre la crisis del ordenamiento, y en cada “krisis” (que es también juicio) retener la capacidad de responder “en el dominio telúrico del sentido, por penuria e impotencia, esperanza y honor de nuestra existencia” [6]. Aquí podemos marcar el semblante originario de su concepto del derecho.

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Notas 

1. Carl Schmitt. “Un jurista frente a sí mismo: entrevista de Fulco Lanchester a Carl Schmitt”, Carl-Schmitt-Studien, 1, 2017, 214.

2. Álvaro D’Ors. “Silent Leges Inter Arma”, en De la Guerra y de la Paz (Ediciones Rialp, 1954), 29-30.

3. Christian Meier. “Zu Carl Schmitts Begriffsbildung,” en Complexio Oppositorum über Carl Schmitt: Vorträge und Diskussionsbeiträge (Berlin: Duncker & Humblot, 1988). 540.

4. Carl Schmitt. “Apropiación, partición, y apacentamiento”, Veintiuno, N.34, 1997, 55.

5. Aida Míguez Barciela. La visión de la Odisea (La Oficina Ediciones, 2014). 13.

6. Carl Schmitt. “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia”, Arbor, N.62, 1951, 241.

El bien común según Hölderlin. por Gerardo Muñoz

En una carta tardía de 1837 dirigida a su amigo Karl Künzel, Friedrich Hölderlin ofrece una pequeña definición del “bien común” que merece ser atendida por la sencilla razón que el poeta se desmarca de la gramática de la secularización de la modernidad (en este caso específico, vinculado al roblema de la separación entre moral y derecho) desde la cual se dirime el fondo último de lo que entendemos por libertad. Dice lo siguiente el fragmento de la carta a Funzel:

Cuando las personas se preguntan en qué consiste el bien, la respuesta es que deben rendir su honor a la virtud y practicar en la vida aquello a lo que se comprometen. La vida no es como la virtud, porque la virtud concierne a las personas y la vida está más alejada de ellas. El bien también está constituido en general por la interioridad de las personas. Al amable caballero se recomienda. Buonarotti.” [1]. 

La condensación del fragmento nos exige que separemos distintos elementos para alcanzar la mayor claridad posible. En primer lugar, Hölderlin pregunta por el bien y alude a la vida, lo cual sería consistente con cierta concepción aristotélica de la virtud y la prudencia de la persona, aunque rápidamente contradice esta predicación (en otra instancia hemos comentado la operación de la legitimidad del predicado), puesto que “la vida no es como la virtud”. No existe tal cosa como vida virtuosa porque no la virtud no coincide con las obras del actuar. Pero en un segundo paso contemplamos algo más contundente en el movimiento de Hölderlin: a primera vista uno pensaría que el bien se fundamenta en una impersonalidad substantiva (o incluso, en su acepción moderna, en una tipología de bienes) tal y como lo define el derecho natural en su ideal moral, aunque no es este el caso.

Hölderlin no parece transitar por este terreno ya que la virtud está alejada o separada de la vida, y el bien esta constituido por la ‘interioridad de la persona’. Hölderlin no dice el bien es la persona, o la persona porta el bien, sino que alude una dimensión que se separa con respecto a la vida. De esta manera, Hölderlin esquiva fundamentar el bien en una antropología humana, al mismo tiempo que se aleja de una separación trascendental del principio teológico-político; a saber, que el mundo es “bueno” (o tiene la posibilidad), y los hombres son malos, tal y como Carl Schmitt fijaba las condiciones de la teología cristiana en el temprano “La visibilidad de la Iglesia” (1917).

¿Dónde se encuentra, entonces, el “bien común” según Hölderlin? Pues, podríamos decir que en divergencia de la vida y sus formas, en el sentido de que la “vida” no es ni la oposición al mundo ni tampoco en la adecuación contenida en la persona. En este sentido la “vida más alejada” es homologable al enigmático verso del cual fuera su último poema “La visión”: “Cuando a lo lejos va la vida habitante de los hombres…” [2]. El bien común, por lo tanto, es el abismo entre la vida y sus medios cuya expresividad más pura es la palabra o la poesía, aunque no como unidad de la representación, sino como modos posibles e irreductibles. El bien común, entonces, es lo que siempre resta a la vida de toda comunidad, y lo que persevera en las formas de ser de cada cosa. Ni la política ni la moral puede legislar el abismo en el que acontece una forma. Esta separación de toda ‘obra de la comunidad’ se hace explícita en la pregunta de su ensayo sobre la obra de teatro de Schmid: “Los discursos, cuanto más extravagantes tengan que ser en lo común o en lo no común, ¿no tienen también que interrumpirse con tanto mayor rapidez o fuerza?” [3].

El bien común de la vida, carente de una mediación estricta con la naturaleza, lleva al colapso todo intento de actualizar la libertad como síntesis entre derecho y razón. Esto quiere decir que a la pregunta del joven Hölderlin ¿Dónde puedo encontrar una comunidad?”, el último testimonio en torno al “bien común” respondería: no hay síntesis mediante la comunión, solo abismo como “suprema antiforma o poesía de la naturaleza”. Lo que tiene lugar es la abdicación de cada vida en lo común. Pero esta abdicación es la única posibilidad de retener la disyunción ética entre el “bien” del alma y el común que “evidencia un cuerpo viviente” [4].

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Notas 

1. Friedrich Hölderlin. Correspondencia completa (Hiperión, 1990), 581. 

2. Friedrich Hölderlin. “La visión”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

3. Friedrich Hölderlin. “Sobre la pieza de Siegfried Schmid La Heroína“, en Ensayos (Hiperión, 1976), 119.

4. Friedrich Hölderlin. “La satisfacción”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

Felicidad en separación. Sobre Averroes intempestivo (2022), de Karmy, Figueroa & Carmona. por Gerardo Muñoz

¿Por qué volver Averroes en nuestro tiempo? Se pudieran enumerar muchas razones, alguna de ellas de justificación de corte universitaria o histórica. Averroes porque quiero aprender del mundo árabe medieval sin teleologías historicistas. Averroes porque es un nombre intermitente en los textos que leemos y discutimos. Averroes porque convoca, pero también hay bastante más. Decir Averroes sigue siendo nombrar uno de los márgenes de la tradición filosófica occidental, aunque también es cierto que marginados hay y siempre habrán muchos; y, sin embargo, nos seguimos ocupando de Averroes y no de los otros que en realidad no interesan. Sin embargo, es probable que no seamos nosotros los interesamos en Averroes, sino el viejo comentador quien permanece como una sombra insondable que acecha a todo pensamiento y reflexión atenta. Por eso es por lo que tienen razón los editores del excelente volumen colectivo Averroes intempestivo (Doblea editores, 2022) al decir que el averroísmo es un espectro que recorre la imaginación a pesar de carecer de una arquitectónica sistemática de conceptos morales, políticos, u ontológicos. Aunque es gracias a esta misma razón que el averroísmo sobrevivió a lo largo de siglos, tras su exilio de la universidad medieval, en el extrañamiento lingüístico de la poesía, como señalan Agamben & Brenet en Intelletto d’amore (Quodlibet, 2020).

En efecto, no podemos hacer una historia de la sensación y de la experiencia de la lengua desde el concepto, sino que tenemos que contar con el espectro averroísta para esta génesis. El averroísmo es la verdadera marca de la philia en la filosofía, lo cual implica un paso atrás de la objetivación del mundo, la sistematización metafísica y sus tribulaciones, o el ordenamiento teológico de lo político aunque sin abstraerse de la configuración de la realitas. En tanto que potencia de lo impensado, la figura de Averroes sigue inspirando la incesante aventura de todo pensamiento sereno y medido (no hay que olvidar que, en su relato sobre Averroes, Jorge Luis Borges pone en escena justamente la búsqueda sobre la pérdida absoluta de la modernidad: la comedia) que autoafirma la separación originaria con el mundo bajo la fuerza del medio de la imaginación y de los sentidos.

De ahí que uno de los aciertos inmediatos de Averroes intempestivo (2022) – que recoge una serie de estudios que en muchos casos exceden los límites académicos propios de la una práctica del objeto de estudio en cuestión – es hacer patente un Averroes que en su excentricidad filosófica es tan moderno como cualquier referente de la modernidad occidental. Desde luego, Averroes, como luego Hölderlin, son portadores de un gesto de pensamiento en el cual se tematiza lo más “ajeno” (o lo extraño, diría Brenet en su lectura) en proximidad con lo que es “propio”. ¿Qué más arduo que el uso de la potencia al vernos asediados por la propia contemplación de la teoría? El sentido de lo “ajeno” en la relectura de Averroes en torno al corpus griego (los corpi filosóficos de Platón y Aristóteles) – así como luego lo llevaría a cabo Hölderlin con la tragedia de Empédocles o en los himnos pindáricos – es la exposición de la potencia a ser lo que somos en el medio de las cosas y de nuestras pasiones. El estudio o el pensamiento se vuelven exigencias éticas: estilos de estar en el mundo. En otras palabras, en Averroes lo ajeno cobra un sentido de expresión que solo puede ser registro de lo acontecido, y no de lo temporalmente inscrito en un mundo entregado a la eficacia administrativa de personas y objetos en la economía pastoral de las almas de los vivientes. Como lo demuestra con contundencia argumentativa Rodrigo Karmy en su ensayo “El monstruo Averroes”, la gnoseología Averroes supuso una dificultad mayor para la confección de la antropología tomista al desligar la voluntad subjetiva de los presupuestos necesarios del derecho natural [1]. El averroismo es otro nombre para el verdadero antipersonalismo sin recaer en la negatividad de lo sacro.

Al final , la monstruosidad de Averroes, como sugiere Karmy, consintió en una operación deflacionaria de la substancia calificada del hombre, por lo tanto abandonado las categorías hidráulicas de la culpa, la responsabilidad, de los actos, y toda la dimensión sacrificable de la persona propia de la filosofía de la historia cuyo coste ha sido el al nihilismo y su voluntad de poder. Averroes es un pensador que, previendo el nihilismo del valor como apropiación del mundo, hizo posible una antropología erótica y poética para expresar otra forma de estar verdaderamente en libertad. De ahí que Averroes tampoco encarne un gnosticismo ni una religión secularizada en nombre de la inmanencia absoluta (algo que solo puede devenir en el momento de la traducción de la irreductibilidad de las cosas a la iconocidad objetual, como hemos argumentado en otro lugar), sino que es un pensador de la individuación desde los acontecimientos que afectan a cada una de las formas de vida [2].

Si en la lectura de Averroes, la potencia es una forma sensible fundamentalmente atélica – en separación con su actualización de las obras – esto supone que el verdadero sentido de cada vida es la afirmación de nuestras pasiones para la que no hay objeto ni orientación ni orden (en la doble acepción de la palabra), tal y como el derecho natural intentó formalizar la mediación entre moral y principios para el actuar. Estas son las condiciones teológicas que dan lugar al sobrevenido de la voluntad que se somete a la comunión de salvación para garantizar su sentido de libertad. Aquí también otro de los aciertos que recorre los ensayos de este estupendo libro colectivo; a saber, ofrecernos un Averroes que no es ajeno a la política, sin que esto implica abonar las condiciones sustancialitas de aquella eficacia teológica sobre la contigencia (esencialmente temporalista). En este sentido, Averroes aparece como una tercera figura en la partición entre una legitimidad propia de un positivismo excluyente, y la de un derecho natural cuyo “ideal” de justicia y bien común depende de la dimensión impolítica de la antropología de la especie. Y esta tercera postura se define como la prioridad del acontecimiento mediante la cual se vuelve posible dar forma a nuestras pasiones. En el momento en el que las pasiones se vuelven pulsiones idólatras – como en nuestro actual mundo de pasarelas, influencers, y guardianes de la pobreza del valor – la erótica del intelecto ya ha degenerado en un sadismo que, en virtud de la posesión sobre la mera corporalidad, lleva a la caducidad inerte. Es aquí donde podemos situar el punto en el que el uso se transforma en abuso (ius abutendi). Pero si la norma se ecargará de regular el abuso y el derecho natural a tipificar un cúmulo de bienes del ‘buen uso’; la lección exotérica de Averroes reside en la posibilidad de asumir un uso que, en su separabilidad con el mundo, hace viable la libertad en las pasiones. O lo que es lo mismo: en los medios con los que dispone cada singular exponiendose eróticamente al mundo.

La abnegada actualidad de Averroes reside en el hecho de que es un pensador excéntrico no porque suministre una antropología del juicio reflexivo; sino más bien porque transforma nuestro sentido del ser a una potencia en desobra con efectos irreversibles para nuestra concepción de la libertad. Por eso, lo importante no es que Averroes apueste por un sentido de la irreversibilidad en el plano de la historia o de la negativa a ser dominado (ideal republicano); sino más bien se trata de un sentido de la irreversibilidad en el registro de las pasiones, del afectar, y de nuestros contactos con lo ajeno. Todo esto nutre la dimensión modal del ser humano a partir de la separabilidad de sus acontecimientos. Ya siglos más tarde el escritor Carlo Levi diría en Miedo a la libertad desde un averroísmo intuitivo: lo esencial no es ser libre de las pasiones, sino poder estar en libertad en las pasiones [3]. No debemos hacer nada con el averroismo, pues el averroismo solo es teoría en tanto que pensamiento que ya nos atraviesa. Así, el averroísmo no es una analítica de los conceptos ni una ontología de la acción o del derecho, sino un estilo en separación del mundo que en su opacidad huye de la domesticación de lo social como imperio psíquico de los valores.

En este sentido, la imputación de Ramón Llull de los averroístas como grupos clandestinos al interior de lo sociedad, debe entenderse como la vivencia desvivida, siempre renuente de las determinatio de la obra, de la obligación, y de la servidumbre de una voluntad ilimitada a las particiones substantivas de lo común [4]. En su clandestinidad comunicacional, el averroísmo es otro nombre para la intuición que siempre ha excedido las normas de la ciudad y sus trámites civiles. Averroismo: lo que conseguido la felicidad en los acontecimientos de lo que sentimos, pensamos y hablamos. Por lo tanto, la impronta del averroísmo es la indefinición absoluta de la vida feliz. Una felicidad que se recoge en la separabilidad del dominio de los sacerdotes y de sus comuniones subsidiadas en la eterna fe de la salvación.

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Notas 

1. Rodrigo Karmy & Benjamín Figueroa & Miguel Carmona, Editores. Averroes intempestivo: ensayos sobre intelecto, imaginación y potencia (Doblea editores, 2022), 198.

2. Sobre la relación entre uso y objetivación en la filosofía de Emanuele Coccia, ver mi ensayo “En el reino de las apariencias: sobre la cosmología”, Ontología de las superficies: ensayos averroístas sobre Emanuele Coccia (Universidad Iberoamericana AC, 2021).

3. Carlo Levi. Paura della libertà (Neri Pozza, 2018). 

4. Francesco Márquez Villanueva. “El caso del averroísmo popular español”, en Cinco siglos de Celestina: aportaciones interpretativas (Universidad de València Servicio de Publicaciones, 1997), 128.

Reino e imperio. por Gerardo Muñoz

El catolicismo sui generis de Ivan Illich indagó en lo que ciertamente era el “ground zero” de la polémica de la secularización: el pecado. Pues, solo con el pecado es que emerge un fuero interno del cual se vuelve necesaria y activa la gracia divina. La oposición a esto es la herejía naturalista de Pelagio que, en la medida en que daba respuesta al problema, diluía la obediencia a Dios. El pecado es, entonces, el dispositivo mediante el cual emerge la conciencia al interior de la universalidad del Espíritu. Al final, como veía Hegel en Filosofía de la Historia, el Espíritu era la esencia del cristianismo en la medida en que podía estabilizar una reconciliación absoluta entre conciencia e historia. Pero para poder desarrollar este principio en el tiempo histórico, decía Hegel, había que formalizar una asociación de los “amigos cristianos en una Sociedad – la Iglesia” [1]. La visibilidad de la Iglesia tenía como principio aquel motto que recordaba Carl Schmitt: ningun hombre está solo en el mundo; y el hombre lleva el mal por su pecado y el mundo es bueno.

Para Hegel la iglesia era la “vida presente del Espíritu de Cristo” y la única vía que patentizaba “la esencia del Espíritu de la libertad humana” [2]. La teología católica de Illich, desentendida de la misión pastoral luego del abandono de su sacerdocio, disputó esta dimensión absoluta de la Iglesia, tal y como lo había anunciado Hegel en la aurora de la secularización. Al final, en las páginas de Filosofía de la historia Hegel abreviaba el “fuero interno del sujeto” (“inner shrine of man”) para garantizar la compenetración del movimiento de la historia cristiana con las posibilidades de libertad individual. Hegel lleva el fuero interno de la ekklesia hacia el plano efectivo de la abstracción histórica moderna en nombre de la perdurabilidad de un orden moral absoluto.

El iusnaturalismo de Hegel queda desplegado cuando aparece la tesis de la secularización a todas luces: “La libertad en el Estado es preservada y estabilizada por la Religión, ya que la rectitud moral en el Estado solo se entiende como complimiento de lo que ya constituía un principio fundamental de la Religión” [3]. La religión cristiana había hecho posible el proceso de realización absoluto velado, que quedaría legitimado por la forma estatal en la medida en que ésta participara de los presupuestos naturales del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo tenía una clara dimensión “imperial” sobre la moral; una moral contra la que Illich luchó toda su vida desde un concepto opuesto: el reino.

Aunque el propio Hegel se refiere al “reino” de los fieles en las páginas de Filosofía de la Historia, el reino de Illich no se encontraba en una temporalidad histórica, sino más bien en la inconmensurabilidad de una distancia entre los seres. El reino eran los medios disponibles por fuera de los sacramentos. Ya en los escritos teológicos tempranos Illich escribía que: “El Reino ya existe entre nosotros en un sentido social…a fe se manifiesta en el ritual de la celebración de los misterios del reino, así como en los símbolos de su presencia. Y digo celebración, no afirmación o contemplación. La fe sólo se adquiere en una concelebración, en la convivialidad de un acto gratuito, como ilustra la cena del pan y vino, donde hay comida, pero una comida ritual. [4].

Mientras que la noción de “reino” había sido temporalizada como “reino milenario” y obra redentora (Heilswerk) en teólogos como Thomas Michels – cuyas conferencias Illich habría asistido en los 30s – para Illich el reino en su “celebración del misterio” se oponía a toda finalidad de una obra (de una opus dei), ya que su presencia, aquí y ahora, afirmaba la propia dimensión desobrada de la fe. Por eso, Illich podía decir en “Reflexión sobre los límites de la estética” (1966) que la fe no era definida a partir de una moral objetiva ni de un normativismo institucional, sino como un proceso inmanente de vinculados: “Lo que distingue a los creyentes de los no-creyentes es el hecho de que aquellos «celebran» toda su vida, de la misma manera en que celebran esta comida o aquella reunión”. Esto explica porqué Illich definía la “fe” fuera de toda predicación dogmática en manos de clérigos: “Faith inevitably implies a certain foolishness in worldly terms” [5]. Una “tontería mundana” que no deja de llamarse a la sorpresa. En otras palabras, si para la filosofía de la historia cristiana basada la Trinidad la fe solo puede ser una apuesta hacia el futuro de la salvación; en el catolicismo sui generis de Illich, la fe es la partición en tiempo presente del misterio común ante la revelación.

Solo un catolicismo imperial podía hacer de la fe una institutio absoluto para el orden. En otras palabras, el “misterio de la fe” y su “celebración” se reducía en un juego entre Katechon y escathon como un drama invariante de la Historia. En este punto, la corrupción indicaba, ciertamente, la liquidación del misterio hacia el plano jurídico del orden. Por eso, es que Carl Schmitt en Glossarium celebra la formación trinitaria de Hegel cuya aspiración es mantener a raya a la stasis. Escribía Schmitt: “Hegel ha sido desde hace 400 años el único teólogo cristiano; no Kierkegaard, porque en Kierkegaard no existe una teología de la Trinidad. Hegel, en cambio, es el teólogo de la Trinidad. Tiemblan los mentirosos à la Peterson que nos ha echado en cara que la doctrina de la Trinidad no permite una teología politica, y los convertidos de las últimas décadas que buscan nuevas difamaciones con nuevas listas negras” [6].

Y la Trinidad era la estructura de la res publica christiana, un Katechon que frena el fin de los tiempos a la vez que dota de orden las relaciones humanas. Illich, a diferencia de Peterson, no intentó negar una dimensión política del catolicismo asumida desde una reductio theologiae, sino que insistió en el misterio del reino separado de toda teología política subjetiva. Si Illich escribía en el umbral del fin del eón cristiano, entonces tiene sentido que su arcano no estuviese en el Katechon institucional de la Iglesia (esto era lo que permanecía en crisis), sino el reino mistérico de los vivientes. Para Hegel, el cristianismo se volvía imperium con la consagración del estado en el objetivismo moral [7]; para Illich, en cambio, el tiempo de interregnum revelaba el misterio de un regnum que siempre ha estado ahí, retraído de la imperialidad teológica-política.

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Notas 

1. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 328.

2. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 333.

3. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 335.

4. Ivan Illich. “Concerning Aesthetic and Religious Experience”, en The Powerless Church and Other Selected Writings, 1955–1985 (Penn State University Press, 2019), 69-82.

5. David Cayley. Ivan Illich: An intelectual Journal (Penn State University Press, 2021), 359.

6. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021), 486-487.

7. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 336.

Corpus descendi. Sobre Velar la imagen (2021), de Paz López. por Gerardo Muñoz

En un presente ferozmente atravesado por la crisis de transmisión de la tradición y la fuerza compensatoria de la cultura, el resultado más inmediato es la pobreza de la mirada y de los sentidos. Dotada de una inusual serenidad, el más reciente libro Velar la imagen: figuras de la pietà en el arte chileno (Mundana Ediciones, 2021) de Paz López ofrece una retirada absoluta de este conspicuo malestar a la vez que enarbola una meditación sobre la potencia del arte en el umbral que separa la imaginación y el pensamiento. La puerta de entrada es singular y angular, aunque, como en los pliegues de los tejidos de Van Eyck y de casi toda la pintura flamenca, sus modos son infinitos, pues desde ellos se puede recorrer las variaciones de la pietà en el arte chileno sin sopesarla a la normatividad universitaria, a la disciplina historiográfica del arte, ni tampoco a sus bordes iconográficos. Su rendimiento es la pura medialidad de los sentidos en las estrías de la imaginación.

Como la define muy al comienzo López: “Me gusta pensar la pietà como una imagen que condensa esos dos momentos, el del nacimiento y la muerte, es decir, una imagen de aquello que nos falta y que por eso miso abre la posibilidad de la imaginación y el pensamiento” (14). Como vemos, no se trata de una imagen del pensamiento, ni de una entrada a las lubricaciones de una imaginación sin cortes; más bien se desarrolla la tesis de la potencia de una imagen que, a partir de su falta inconmensurable, hace posible una caída de todas las obras del hombre hasta develar la vida misma. Podríamos pensar este trazo como una secularización radical de la felix culpa cristiana; una “noche clara”, dotada de un patetismo escéptico, pero en el que ya no hay redención ni salvación alguna, nos sugiere Paz López (16). El descenso de la imagen en la fiscalidad de la pietà indexa el recogimiento de la existencia, de una “vida fonambulista” que remite a un paraíso terrenal (ya no el “paraíso” de la comunidad de salvación cristiana) en el acontece ciertamente algo así como la felicidad.

Paz López define de manera implícita esta felicidad como intensidad no solo del cuerpo, sino en la apertura al mundo que es también seña de amor como vínculo fluctuante. La protofigura de la pietà – su metaforicidad sin trascendencia, esto es, sin compensación – es el pliegue en el que se desdobla arte y vida nuevamente. Si el vórtice de toda obra de arte es la caída de su belleza, como en su momento sugirió Giorgio Agamben sobre las esculturas de Cy Twombly, entonces el pliegue medial entre la sensación y el arte (poesis) es la forma de los presupuestos de la obra y del objeto artístico. De ahí que, aunque el libro de López sea un ensayo directamente vinculado a la escena de las artes visuales y sus aparatos críticos en el Chile contemporáneo, el pliegue pietà hace posible un movimiento sutil y destructivo de toda disputa “cultural” determinada por los principios de la vanguardia y objetualidad, historiografía y sociología del arte, índices generacionales artísticos o nominalismo de la autonomía cultural. La pietà, además de una protofigura que vincula las obras de artistas tan disimiles como Raúl Zurita y Eugenio Dittborn, Carlos Leppe y Natalia Barbaronic, Juan Pablo Langlois o Juan Domingo Dávila. La pietà: una fuga del terreno común de discusión. Desde luego, una fuga en la que solo podemos comenzar a pensar como forma de deserción de todo horizonte de guerra en cultura, como sugirió no hace mucho el propio Eugenio Dittborn aludiendo a los años de la Escena de Avanzada. La pietà es también un ejercicio de excepción a toda herencia y topología, pero solo para poder regresar infinitamente a los modos en que la imagen y la pintura tematizan el desborde de las formas, ya que en ellas se contempla la apocatástasis de un desastre.

Un descenso, una forma de evasión, y el trazo pictórico recoge una luz negra de la oscuridad. Vuelta a los estratos originarios: la pintura como “la máxima calidad de la imagen”, en palabras de Natalia Babarovic (69). El misterio de la pintura, su enigma vital con respecto a la realidad, es que coincida íntegramente con el acontecimiento infinito de la antropogénesis del hombre. Antes que la palabra hay un trazo y gesto de la pietà, lo invisible del cuerpo en su morada. La condición pictogenética más que una cuestión de forma es una caída substractiva de la realidad o de las formas, del sujeto o de las ordenes de la historia y toda “ficción identitaria” (83). Por eso López habla de las figuras criaturales de Leppe o Dittborn, o de los vectores de fuerzas en la escena de Las Yeguas del Apocalipsis que “disputan intensa y festivamente su relación con el mundo” (83). En la intensidad física del descenso de la imagen, la pietà que nos devela el desamparo último de la existencia, para la cual ningún ejercicio artístico podría encubrirse con los ropajes metafísicos de la politicidad y del culturalismo.

En efecto, la palabra “política” aparece solo una vez en Velar la imagen (2021), pero de manera muy específica: esto es, como una resistencia vital de cara a la finitud que no admite la desaparición del amor y del encuentro (82). Ahora “política” no coincide con el destino, sino que es transfigurada al terreno del conatus essendi de todo singular que nace y muere. Pero esto es lo importante: Paz López nos recuerda una y otra vez en todos los pliegues de la pietà del arte chileno que la decreación artística no ha cesado de remover la alienación de la génesis psíquica para así desatar un vinculo erótico con el mundo. Esta pasión erótica, desde luego, se desmarca de manera fundamental de toda posicionalidad interesada en la administración de la inmortalidad, así como en los cuerpos de la comunidad de los vivos en la antela de la posthistoria. De ahí que el libro de López no haga llamado alguno a una biopolítica naïf de “los cuidados” que hoy constituye un reverso de la dominación biopolítica en curso con ínfulas de sonambulismo afectivo.

La disposición vital de la pietà supone “acoger la mortalidad, pero nunca la muerte provocada con saña” (95). Y es en este abismo carente de forma y legislación psíquica en el que podemos encontrar un vínculo erótico para con el mundo, y que para Paz López implica una suspensión absoluta de todas las miradas (la del moralista, la del voyeur y la del amo), a cambio de que moremos en la prolongación del ascenso de la existencia en su apertura con el deseo, y no con la normatividad icónica, las tribulaciones del sujeto, o las particiones del juicio. Por eso me atrevería a decir que también hay una dimensión de resurrección en el movimiento descendiente de la pietà.

Un movimiento que no es cronológico al descenso, sino que coincide con éste y que yuxtapone temporalidades, lenguajes, y sensaciones en una armonía cuya musicalidad es el don mismo de la felicidad. La contraparte de la Pietà de Miguel Ángel no es el cuerpo glorioso en la liturgia de los cielos, sino más bien el descubrimiento que el propio pintor renacentista hizo del Laocoonte bajo la tierra mojada de un viñedo italiano. Algo así también me parece la escritura minimalista, exquisita y aconceptual de Paz López en Velar la imagen, cuya pietà se encuentra repetidamente en los pliegues del pasado, pero tampoco en ninguno. Esta resurrección transfigurada no es índice del arribo a las promesas de los cielos, sino que es el movimiento extático de toda existencia ante una inevitable caducidad temporal que carece irremediablemente de obras.

Espectáculo ex vitro. por Gerardo Muñoz

En la presentación sobre Filosofía de la apariencia física (Taugenit, 2021), de Ángel O. Álvarez Solís, y que ya puede ser vista en diferido, José Miguel Burgos Mazas se refirió a la noción de “espectáculo” como “feliz omisión” a lo largo del libro. Desde luego, no se trata de una omisión que pone en crisis la arquitectura de este fabuloso tratado sobre los modos técnicos de la apariencia, sino que introducirla permitiría explicitar la circulación misma de las imágenes como normatividad renovadora de las miradas. Ahora sabemos que, tras la crisis del Hombre, solo contamos con la potencia de ver y de ser visto, incluso cuando se trata del allanamiento de los cuerpos como en Crash de Cronenberg. Y esto sólo se ha intensificado en la fase pandémica. Pero lo importante – en mi lectura de la tesis de Burgos Mazas, ya que no quiero hablar por él – es que el espectáculo permitiría una exteriorización en condiciones de entregarnos otra noción de realismo (en el pasado hemos discutido algunas hebras relativa a este tema) [1]. Un realismo más allá de lo político y del tiempo, pero nunca como fuga del mundo.

Al menos para mi, quien dice realismo quiere apuntar a la desrealización efectiva de un espectáculo glorioso, del “espectáculo integrado”, como le llamó Guy Debord en su última etapa [2]. En el espectáculo integrado de la vida queda comprimida a una imagen extensa sin fisuras ni relieves. El espectáculo integrado anuncia futuro, pues su orden es la temporalidad de todos los entes del mundo, clausurando el abismo entre existencia y su afuera. En cambio, le podemos dar la vuelta al problema y llamar “espectáculo menor” a la proliferación de imágenes excéntricas que abren posibilidades aberrantes que ahora pueden medir su verdad gracias a la individuación que establecen en el mundo.

En este sentido, me parece que no es que ‘nunca ha habido espectáculo’, sino que para la época que nos convoca lo único que hay es espectáculo. Y esto es así, porque la mirada está fuera del hombre, y porque el juego entre forma y acontecimiento desutura el espectáculo glorioso que, en la tradición onto-teológica cristiana, siempre estuvo ligada a la liturgia de la comunidad (por eso integraba y era integral). El temor fundamental de la Gloria no era otra cosa que la dimensión superflua y “fleeting” (pasajera) de los modos, esto es, el movimiento interno de la stasis en la estructura trinitaria [3]. El espectáculo menor, en cambio, abriría la turbulencia de esta stasis, la cual ya no es producción de presencia, sino apariencia como acontecimiento de una verdad singular. Una verdad que es, siempre en cada caso, decisión de existencia (‘como es que yo aparezco como aparezco’). Este es el espíritu especular, transfigurado, que aborda filosofía de la apariencia para una época que ya no se encuentra dominada por la representación, sino por la fuerza de la expresión.

Y mientras que la gloria integral es manifiestamente unificadora; el espectáculo menor nos permite atenernos al misterio de la apariencia misma sin el peso de una compensación nocturna propia de los poderes gnósticos o mitológicos del poema. Así, el espectáculo menor es la forma de stasis aparente para una época después de los poetas, aunque abierta a la poetización común de la existencia en el afuera. El misterio reside en el recorte de lo inaparente en los propios modos en que aparecemos más allá de la asignación que la disponibilidad que la integración demanda del mundo de la vida. Otro nombre para esto es biopolítica.

La naturaleza del espectáculo sería una fuerza de des-integración, siempre fuera del sujeto y de sus asignaciones retóricas, porque su modalidad es ex vitro. En ese afuera nos aproximamos a la posibilidad de recortarnos a los modos de las cosas que encontramos, asumiendo que el mundo es, ante que un concepto civil o de legitimidad, un campo de fuerzas para ir y venir. El resto teológico ha sido transfigurado ex vitro. Como ha visto Pacôme Thiellement con lucidez:

“Se entra en el interior de su misterio en forma progresiva. Y es también una imagen de este mundo: no se trata de ver más allá de este, sino de ver que este mundo es, en el interior de si mismo, un campo de fuerzas en el cual uno está siempre inscrito…que nos conducen al descubrimiento de las fuerzas de la Luz y de las Tinieblas presentes en absolutamente cada detalle de nuestras vidas” [4].

El alma está en los detalles, y los detalles son los medios. Se pudiera decir que el alcance político de asumir el espectáculo ex vitro no es menor, aunque exige que tengamos presente que la revolución hoy depende de una modificación óptica. Una óptica fragmentaria desde la cual las cosas nos devuelven la mirada y nos transforman.

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Notas

1. Gerardo Muñoz & José Miguel Burgos Mazas. “Realidad, Éxodo, Imaginación”, Ficción de la razón, 2019: https://ficciondelarazon.org/2019/12/10/gerardo-munoz-y-jose-miguel-burgos-mazas-realidad-exodo-imaginacion-un-intercambio/

2. Debord define el “espectáculo integrado” de esta manera: “The society whose modernization has reached the stage of integrated spectacle is characterized by the combined effect of five principal features: incessant technlogical renewal; integration of state and economy; generalized secrecy; unasnwerable lies; an eternal present”, en Comments on the Society of the Spectacle (Verso, 1990), 11-12.

3. Dietrich von Hildebrand. Liturgy and Personality (Hildebrand Project, 2016), 96.

4. Pacôme Thiellement. Tres Ensayos sobre Twin Peaks (Alpha Decay, 2020), 159.

La existencia pícara. Sobre Pinocchio: Le avventure di un burattino (2021) de Giorgio Agamben. por Gerardo Muñoz

En Pinocchio: Le avventure di un burattino (Einaudi, 2021), Giorgio Agamben vuelve a tratar el arcano que para él atraviesa la textura incompleta de la vida: una larga iniciación que no cesa de acontecer mientras vivimos. La temática de la aventura ciertamente aparecía en el opúsculo L’avventura (2015) en el que Agamben relacionaba de manera decisiva el Ereignis manifiesto en el propio develamiento de la lengua, aunque también se encontraba in nuce en una glosa sobre la voz como región de perpetuo no-saber [1]. Ahora Agamben se sirve del Pinocho de Collodi – un pariente cercano de Pulcinella y Kafka, de Walser y Hölderlin – para tematizar un personaje que transfigura literatura y mito, cuento de hadas y contingencia de una forma de vida. Una vida arrojada a la vivencia no es aquella situada en la normatividad y las ordenes, sino aquella que encuentra en los acontecimientos propios su fundamento ético. Siguiendo las tesis de Kerenyi y Carchia sobre el misterio como forma transfigurada en la novela, para Agamben Pinocho es un relato infantil sobre la iniciación de la existencia. Este misterio es aparente y de ahí su transfiguración fáctica. Y no es menor que Agamben remita esta existencia errante a la figura del “pícaro” que solo sabe “vivir desviviéndose” (la frase es de Américo Castro) en cada uno de sus sucesos errantes. De alguna manera esto es lo que ya Agamben había explorado con la teoría de las hipostasis en L’uso dei corpi, solo que ahora nos recuerda que la vida fuera de la vida coincide con la autopoesis de las formas bajo la condición de un arrojamiento que siempre renueva otros mundos posibles.

El acontecimiento mistérico de la fábula de Collodi es el hecho de que Pinocho no es un pedazo de madera arrojado a las artesanías de la carpintería. Es mucho más que eso pues concierna a la propia transformación de la materia. Es notable que Agamben recuerde que Calcidio en su comentario al Timeo de Platón haya traducido forma (hyle) como silva; esto es, como madera de bosque, que remite no tanto a la naturaleza, como a un proceso de individuación propio de la creación de un mundo. Pinocho es, de algún modo, el remanente originario de toda separación del mundo – el exceso del nomos que desiste en organizar la tierra – y por lo tanto la anomia que alberga cada existencia. Dicho de otro modo, Pinocho encarna el “inmemorial” de que existe otra posible separación del habitar, puesto que la única separación es la de una creación entre formas que jamás coinciden totalmente con aquello que ha sido asimilado en la vida. De ahí que Pinocho sea, ante todo, una marioneta cuya “gracia en suspenso” transfigura la mandato de toda ontoteología de la persona, escapando tanto la captura temporal inmanente (vitalismo) como la trascedente (monoteísmo de la creación). El mundo ahora es irreductible a los acontecimientos, y el tiempo es contable mediante las especies.

Agamben vincula Pinocho a Kleist y a Pulcinella, aunque también al estatuto de marioneta en las Leyes de Platón, y más importante aún al mundo subterráneo de los duendes, faunos, y hadas del Secret Commonwealth del escocés Robert Kirk. Este “reino secreto” de especies fantásticas de Kirk le permite a Agamben relacionar Pinocho a una dimensión imaginal y órfica entre el mundo de los vivos y el de los muertos como continuum de la imaginación que no ha dejado de poblar las gramáticas “objetivas” del mundo. Así, la creación de Pinocho no radica en haberle dado forma a un pedazo de madera en el taller de Gepetto, sino más importante aún, la posibilidad de encontrar, mediante el acontecimiento, una entrada y salida entre los mundos de la vida. La creación de algo es, esencialmente, la posibilidad de exhibir la desobra mediante el juego de las formas. Por eso Agamben corrige las lecturas convencionales que ven en Pinocho un paradigma de buena conducta moral, y recuerda que las transformaciones corporales del niño de madera (el crecimiento de la nariz, las orejas de burro, incluso la muerte) no son efectos sobre una serie de acciones, sino la evidencia de una dimensión indefinida y en tanto tal ya siempre pícara. En efecto, la existencia pícara es aquella que rechaza una y otra vez las órdenes, el trabajo, la identificación, o la pedagogía bienpensante de algún Grillo moral. Solo el pícaro sabe establecer una relación de solidaridad entre las especies y los muertos, porque solo ahí hay es que podemos dar con una vía de escape. Desde luego, el carácter pícaro de Pinocho no se limita a las actividades ilícitas de la lógica cambiaria de la ciudad, sino a poder entrar el salir de la misma.

Por eso Agamben le dedica varias páginas a la aventura marítima de Pinocho, pues en el estomago del monstruoso pez, Pinocho navega más allá de la vida para seguir desviviéndose en la oscuridad. Esta es la existencia desvivida de la ética pícara: siempre más allá de la muerte y de la realidad, siempre valiente al buscar una salida. Escribe Agamben en un momento programático de su ensayo: “La marioneta es, en este sentido, una figura de la infancia, en la medida en que la infancia no sea un preámbulo para el adulto en potencia ni para la edad, sino como una vía de escape (una via di fuga). ¿Pero escape de qué? De todas las antinomias que definen nuestra cultura, entre el burro y el hombre, desde luego, pero también entre la locura y la razón” [2]. El misterio que nos devuelve la marioneta, entonces, no es otro que aquel que nos recuerda que podemos transformarnos contingentemente sin los sigilos de los pedagogos, los científicos, los policías, o los psicoanalistas, todas figuras que para Agamben mantienen en pie la ficción de un mundo que ha secuestrado a la imaginación sensible. Para Agamben la valentía pícara de Pinocho radica en la manera en que arruina el dispositivo antropológico que ha querido “dominar y domesticar al animal, y educar a la marioneta” [3]. Y solo podemos afirmar “el misterio de la existencia” (sic) si somos capaces de liberar esa zona infantil del reino secreto en la que se dan cita nuestras potencias como modos de renacimiento sin fin. El reino siempre ha sido una proximidad entre técnicas propias que facilitan la metamorfosis de las formas para liquidar la objetividad absoluta del mundo.

Así , tal vez la existencia del pícaro Pinocho no tiene otro fin que la de rechazar una y otra vez la mistificación que el dispositivo adulto construye como “mundo real”. Según Agamben, el sello magistral de Collodi lo encontramos hacia el final cuando no sabemos si Pinocho ha estado despierto todo este tiempo o si simplemente se ha tratado de un largo ensueño. En cualquier caso, en el encuentro entre Pinocho niño y la marioneta se da cita la contemplación absoluta del virtual de la potencia: la infancia es también imagen de pensamiento. Y ahí donde concluye la aventura todo vuelve a comenzar, puesto que en los cuentos de hadas no hay una separación entre el mundo real y el sueño. Siguiendo de cerca los estudios del antropólogo Geza Roheim, Agamben recuerda que el sueño es la realidad de nuestro propio “nacimiento”.

Pero el sueño ahora aparece como una declinación, una catabasis, hacia un mundo que no coincide con un principio de realidad, sino que lo depone una y otra vez mediante la apertura de una aventura que acompaña a cada existencia en descensus Averno [4]. Este sueño, tan real como la vigilia, incesantemente se desvive vaciando el sentido de lo vital al misterio de la existencia y existencia del misterio. En las aventuras mistéricas de Pinocchio, Agamben acierta al mostrar cómo la salida de la máquina teológica-política de Occidente no tiene una divisa exclusica en la temporalidad mesiánica, sino que es siempre la proximidad ingobernable de una infancia. Allí habita una aventura sin épica – un reino ordinario y profano – que nunca dejamos de emprender sobre la tierra.

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Notas 

1. Giorgio Agamben. L’avventura (nottetempo, 2015), y “La fine del pensiero””(1982).

2. Giorigo Agamben. Pinocchio: Le avventure di un burattino doppiamente commentate e tre volte illustrate (Einaudi, 2021), 153.

3. Ibíd., 154.

4. Ibíd., 161.

Rechazo del realismo. por Gerardo Muñoz

Alberto Moreiras escribe en Infraphilosophy una magnífica nota que actualiza la conocida “estrategia del rechazo” de Mario Tronti mediante un uso metonímico, el único posible para un mundo en el cual ya la espera por la posibilidad de atravesar al proletariado como forma de capital humano ha sido realizado en su totalidad por la racionalidad del liberalismo autoritario. Seguimos domiciliados en la hipótesis subjetiva-social del capital ahora asumido como parcialización del valor en la propia esfera intelectual. Hoy necesitamos de un segundo rechazo de lo que ha sido, en efecto, ya realizado.

Una nueva literalización, como decía Tronti hacia 1966: “la burguesía vive eternamente en el ciclo del capital”. Y hoy, a varias décadas de Operaio e capitale, allí residen sus satélites en órbita, sus naves galácticas, sus ensueños de eterno Pan como ominosa luz de olvido de la tierra. De manera que la postura en la que hemos sido asignados se vuelve la primera tarea existencial que debemos rechazar. (La política ya ha sido evacuada al suelo antropológico: un capitalismo donativo tras el fin de la producción clásica).

Esto lo veía James Boggs hacia el final de The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963): “…from which there is only one way for the individual to escape to prove his or her loyalty to the police state by becoming an informer for it. […] Today in the 60’s, the struggle is much more difficult. What it requires is that people in every stratum of the population clash not only with the agents of the silent police state but with their own prejudices, their own outmoded ideas, their own fears which keep them from grappling with the new realities of our age” [1].

Dejar de ser un informante supone nada más y nada menos que abandonar la esfera de lo social para así preparar los ingredientes de una experiencia en el umbral de una retirada. Otra vez Boggs: “pero no hay a dónde ir”. Esta es la condición del negro desembreando en la larga historicidad de la reconstrucción republicana. La lucha de clase ha quedado huérfana; las aspiraciones asimiladas a los subrogados de la policy y las infraestructuras; las lenguas y los contactos a las logísticas comunicacionales; el movimiento a la intensificación (aparente) de la movilización tan evasiva del conflicto como de una posible exploración de los mundos. Esta es la realidad.

Lo sensible ha dado paso a los dispositivos refractarios de una cultura como falso principio de diferenciación. Y ahora cultura solo puede ser considerada como forma de cultivo de una nueva ciencia de los encuentros por fuera de la devastación de la virtualización, que haga posible lo irreductible que el realismo hoy sostiene como mero “power nexus”. Superar las ficciones fundamentales implica abrir un abismo. Ahí moramos como existente y de paso preparamos la posibilidad de otra cosa.

No hay balance posible en el presente sin afirmar que George Floyd es la verdad absoluta de la época. Y esta verdad consistente en el hecho de que semejante mazacote llamado Sociedad ha dejado de contenernos. Ahora somos desbordes, formas minorías, itinerantes en búsqueda de ritmos, y paseantes que en su movimiento producen la seña de lo nuevo. Algunos permanecen inquilinos del realismo porque se abonan a la fe de lo Social. Hay otros, los póstumos, que saben que su destino bajo estas condiciones objetivas solo remite a una forma de administración de la muerte. Ahora podemos ver que la guerra civil es lo impensado y lo no-estudiado de la hegemonía, y en tanto tal, el verdadero antagonismo que debe ser llevado a cabo hasta la muerte [2].

Tenemos buenas razones para rechazar el realismo: no dejar impensado, otra vez, a los muertos. Y contra la ceguera de los realistas, la desrealización de los videntes. Esto implica, en cualquier caso, una nueva astucia (metīs), ya que el mundo nos exige pensar para volver a encontrarnos. Píndaro: “La astucia (metīs) del más débil logra sorprender al más fuerte hasta llevarlo a su caída” [3]. La pulsión de la astucia de quienes buscan abre la pregunta por la cuestión de nuestras técnicas (τέχνας). Una nueva comprensión de la organización para hacerle frente al estancamiento. Efectivamente, mundo no es conclusión.

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Notas 

1. James Boggs. The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (Monthly Review Press, 2009), 93.

2. Frank Wilderson III. Afropessimism (Liveright, 2020), 251.

3. Pindar. Isthmian Odes (Loeb, Harvard University Press, 1997).

Fijándose de un salto: notas sobre La muerte de Empédocles, de Hölderlin. por Gerardo Muñoz

¿Cómo entender la elaboración trágica del drama de Empedocles de Hölderlin? Se trata de otro intento de abordar la relación disyuntiva entre la sensibilidad moderna y la génesis griega tras la fuga de los dioses. En un importante ensayo sobre La muerte de Empedocles, Max Kommerell se refiere a esta tragedia como la construcción de un “género en desocultamiento” [1]. Ahora bien, lo que se deja ver no es un rasgo elemental ni el error trágico del personaje, sino algo más originario; algo que Kommerell designa bajo un concepto de intimidad, que en su retirada “mora con el otro” desde su singularidad irreductible. Este movimiento, como lo es también el del propio Empedocles, viejo poeta-filósofo-profeta del mundo, se asume como recapitulación, y por lo tanto solo ejercicio en el umbral de la vida. Para Hölderlin, por lo tanto, estaríamos ante la “restitución” de lo infinito en lo finito de la vida, una sutura en declinación desde la cual podemos contemplar, a todas luces, la catástrofe del momento desde la cual emerge el mito de la autoafirmación del hombre. Este es el primer momento de “separación” de la physis, entre lo orgánico y lo aórgico, que tan solo puede ser la formación de lo que ya ha “acontecido”. Empedocles encuentra la inestabilidad del hombre en la génesis de la separación de la presencia.

De manera que no hay posible edificación de mito (típicamente prometeico), como el esbozado por Goethe y luego tomado por la figura del artista de Nietzsche, puesto que Hölderlin lleva al creador ‘súperhombre’ a la ruina. Y más aun: la ruina de este poeta profeta también supone la desintegración del pueblo como unidad orgánica ante un mundo que ahora pasa a ser abismal. En palabras de Kommerell: “abierto a una religiosidad amorfa de una época abierta después de su colapso [2]. Es por esta razón que no hay en Empedocles una figura carismática interesada en abrir la energía para una época entre una comunidad existencial. Como vemos entre los personajes del drama, Empedocles solo se autoreconoce en la amistad bajo el claro de los dioses fugados que alguna vez habían depositado en él la irradiación de una trascendencia ilimitada.  

A diferencia de lo que se ha notado de La muerte de Empedocles como la afirmación de lo trágico bajo la figura sacrificial de poeta genial (hiperbólica de toda una época romántica subjetivista según nos dice Carl Schmitt en una entrada de Glossarium); la fuerza infinita del personaje desplaza y pone en suspenso el personalismo del poeta y el mando por liderar el encuadre objetivo del mundo. Pero esto solo puede hacerse – o así lo hace Hölderlin – a partir de un concepto de religiosidad interior como sustrato de proximidad que pone en crisis lo subjetivo y lo objetivo. Y para esta frontera común-en-separación no hay administración ni guías posibles. Por eso se cerraba el eón de los profetas en comunidad. Aquí Hölderlin se adelantaba a las críticas illichianas a la figura del sacerdocio como figura de la representación eclesiástica de las almas. La crítica al sacerdote en La muerte de Empedocles es explicita: “Fuera! No puedo ver ante mi al hombre que ejerce lo sagrado como industria. Su rostro es falso y frio y muerto, como lo son sus dioses…Concededme la gracia de recorrer tranquilo el sendero por donde ando, el sagrado sendero callado de la muerte” [3].

Kommerell sugiere que más que una factura del mitologema, estaríamos asistiendo a nuevo tipo de religión o de religiosidad transfigurada que se vincula de manera directa a la intimidad, que resuena con la phygen neoplatónica. La verdad oscura o enigmática de Empedocles es la reserva de una proximidad infranqueable – pero también inmedible, en su cesura constitutiva – entre la organización humana de lo sagrado y el tiempo destituido tras la consumación de los dioses entre los seres vivos. El gesto de Hölderlin, sin embargo, a diferencia de la impronta cristológica, capaz de deificar una comunidad a partir del principio de gracia y del pecado, se ve justificada bajo el trabajo infinito de la reconciliación entre lo orgánico y lo inorgánico. Esta franja es lo que pudiéramos llamar una zona invisible, en la que la recapitulación orienta un destino singular e irrepetible. En última instancia, este es el único fundamento de Empedocles. La teología transfigurada de Hölderlin evita el paso de la catástrofe de la separación sin abastecerla con un principio del medio, extratemporal para la comunidad en espera.

En otras palabras, Hölderlin quiere morar entre el derrocamiento del basileus y el advenimiento de la isonomia como administración de las cosas (polis). De ahí que, en la segunda escena, Empedocles refiera al fin de la época de los reyes, de los archêin: “Avergonzaos de desear aun un rey; sois demasiado mayores; en tiempos de vuestros padres, las cosas habrían sido diferentes. Nos os ayudara, sin nos ayudáis vosotros mismos” (91). Podríamos leerlo en paralelo con el Hölderlin histórico: ni reyes, pero tampoco con los poetas. En Hölderlin esta apertura no signa un momento “constituyente” o instancia que prepararía la realización del ideal estatal de la historia hegeliana, tal y como en su momento pensó Dilthey [4]. La puesta en escena, al contrario, intenta afirmar la destitución misma de la unidad facilitada por la efectividad de las mediaciones en conflicto (poeta-palabra, rey-pueblo, sujeto-objetividad).

En “Fundamento para el Empedocles”, leemos: “en donde lo orgánico que se ha hecho aórgico parece encontrarse de nuevo a sí mismo y retomar a sí mismo, en cuanto que se atiene a la individualidad de lo aórgico, y el objeto, lo aórgico, parece encontrarse a si mismo, en cuanto que, en el mismo momento en que adopta individualidad, encuentra también a la vez lo orgánico en el más alto extremo de lo aórgico, de modo que en este momento, en este nacimiento de la más alta hostilidad, parece ser efectivamente real de la más alta reconciliación.” [5]. La descomposición objeto-sujeto queda sublimada a las condiciones de un nuevo expresionismo, puesto que en el “día de la separación, nuestro espíritu es profeta, y dicen verdad los que no van a volver” (97). Solo el espíritu de la intimidad puede tomar el lugar del profeta en toda su expresión. Es así como se instituye un destino singular que se resiste a las transferencias secundarias (el pueblo amado).

Pero, ¿por qué aparece eso que Giorigo Colli llamó el triunfo de la expresión en Empedocles? El mismo Hölderlin encara esta pregunta en un momento decisivo de “Fundamento para el Empedocles”: “Pero ¿en qué puede consistir esta expresión?, ¿qué cosa es aquella expresión que, en una relación de esta índole, satisface a aquella parte que al principio era la incrédula?, y en esta expresión estriba todo, pues, si lo únicamente tiene que perecer, es porque apareció de modo demasiado visible y sensible, y sólo es capaz de esto por cuanto se expresa en algún punto y caso muy determinado” (115). La expresión en Empedocles constituye el momento del nacimiento de los sentidos, por los cuales accedemos no solo al mundo, sino a los propios colores y al claro de la existencia [6]. Ahora la visión no es metáfora suplementaria del logos, sino una tecnología en la que podemos navegar lo visible así como el pasaje indeterminado del mundo de las formas. La tarea del poeta-creador como Empedocles no reside en la factura de la palabra profética que ha sido llevada a su recapitulación (su cumplimiento), sino hacia lo más inacabable de los sentidos vitales: el amor y la repugnancia. Es esto lo que nos recuerda Hölderlin. Y son el amor y la repugnancia porque es desde estos dos grados de afectación que se pueden manejar las variaciones de la fuerza tras la retirada de la unidad y el fin de las revelaciones.

Se trata de dar un salto y efectuar un movimiento. En el inciso sobre Empedocles en su La naturaleza ama esconderse, Colli se detiene en este salto tal y como aparece en el fragmento 110 del filósofo presocrático: “en efecto si de un salto fijándote en tu densa interioridad inspirado contemplarás los principios con puro anhelo”. Este fragmento capta, nos advierte Colli, el íntimo sobresalto que intensamente separa y forma. Una interioridad que es exploración de una potencia, pero solo en la medida en que permite la percepción de toda la irreductibilidad de los mundos [7]. Esta fijación en el salto es apertura al acontecimiento coreográfico de un ser-fuera-de-si desde la cual la realidad no llega a petrificarse, porque permanece bajo el dominio de una potencia intransferible, una expresión sin objeto y sin dios. 

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Notas 

1. Max Kommerell. “Hölderlin’s Empedocles Poems”, en Philosophers and Their Poets (SUNY Press, 2019), ed. C. Bambach & T. George, 239-261.

2. Ibíd., 257. 

3. Friedrich Hölderlin. La muerte de Empedocles (Acantilado, 2001), 36.

4. Wilhelm Dilthey. “Friedrich Hölderlin (1910)”, en Poetry and Experience (Princeton U Press, 1985), 350-368.

5. Friedrich Hölderlin. “Fundamento para el Empedocles”, en Ensayos (Editorial Ayuso, 1976), ed. F. Martinez Marzoa, 133.

6. James I. Porter. The Origins of Aesthetic Thought in Ancient Greece (Cambridge University Press, 2010), 154-155.

7. Giorgio Colli. La naturaleza ama esconderse (Ediciones Siruela, 2008), 191-215.