Fijándose de un salto: notas sobre La muerte de Empédocles, de Hölderlin. por Gerardo Muñoz

¿Cómo entender la elaboración trágica del drama de Empedocles de Hölderlin? Se trata de otro intento de abordar la relación disyuntiva entre la sensibilidad moderna y la génesis griega tras la fuga de los dioses. En un importante ensayo sobre La muerte de Empedocles, Max Kommerell se refiere a esta tragedia como la construcción de un “género en desocultamiento” [1]. Ahora bien, lo que se deja ver no es un rasgo elemental ni el error trágico del personaje, sino algo más originario; algo que Kommerell designa bajo un concepto de intimidad, que en su retirada “mora con el otro” desde su singularidad irreductible. Este movimiento, como lo es también el del propio Empedocles, viejo poeta-filósofo-profeta del mundo, se asume como recapitulación, y por lo tanto solo ejercicio en el umbral de la vida. Para Hölderlin, por lo tanto, estaríamos ante la “restitución” de lo infinito en lo finito de la vida, una sutura en declinación desde la cual podemos contemplar, a todas luces, la catástrofe del momento desde la cual emerge el mito de la autoafirmación del hombre. Este es el primer momento de “separación” de la physis, entre lo orgánico y lo aórgico, que tan solo puede ser la formación de lo que ya ha “acontecido”. Empedocles encuentra la inestabilidad del hombre en la génesis de la separación de la presencia.

De manera que no hay posible edificación de mito (típicamente prometeico), como el esbozado por Goethe y luego tomado por la figura del artista de Nietzsche, puesto que Hölderlin lleva al creador ‘súperhombre’ a la ruina. Y más aun: la ruina de este poeta profeta también supone la desintegración del pueblo como unidad orgánica ante un mundo que ahora pasa a ser abismal. En palabras de Kommerell: “abierto a una religiosidad amorfa de una época abierta después de su colapso [2]. Es por esta razón que no hay en Empedocles una figura carismática interesada en abrir la energía para una época entre una comunidad existencial. Como vemos entre los personajes del drama, Empedocles solo se autoreconoce en la amistad bajo el claro de los dioses fugados que alguna vez habían depositado en él la irradiación de una trascendencia ilimitada.  

A diferencia de lo que se ha notado de La muerte de Empedocles como la afirmación de lo trágico bajo la figura sacrificial de poeta genial (hiperbólica de toda una época romántica subjetivista según nos dice Carl Schmitt en una entrada de Glossarium); la fuerza infinita del personaje desplaza y pone en suspenso el personalismo del poeta y el mando por liderar el encuadre objetivo del mundo. Pero esto solo puede hacerse – o así lo hace Hölderlin – a partir de un concepto de religiosidad interior como sustrato de proximidad que pone en crisis lo subjetivo y lo objetivo. Y para esta frontera común-en-separación no hay administración ni guías posibles. Por eso se cerraba el eón de los profetas en comunidad. Aquí Hölderlin se adelantaba a las críticas illichianas a la figura del sacerdocio como figura de la representación eclesiástica de las almas. La crítica al sacerdote en La muerte de Empedocles es explicita: “Fuera! No puedo ver ante mi al hombre que ejerce lo sagrado como industria. Su rostro es falso y frio y muerto, como lo son sus dioses…Concededme la gracia de recorrer tranquilo el sendero por donde ando, el sagrado sendero callado de la muerte” [3].

Kommerell sugiere que más que una factura del mitologema, estaríamos asistiendo a nuevo tipo de religión o de religiosidad transfigurada que se vincula de manera directa a la intimidad, que resuena con la phygen neoplatónica. La verdad oscura o enigmática de Empedocles es la reserva de una proximidad infranqueable – pero también inmedible, en su cesura constitutiva – entre la organización humana de lo sagrado y el tiempo destituido tras la consumación de los dioses entre los seres vivos. El gesto de Hölderlin, sin embargo, a diferencia de la impronta cristológica, capaz de deificar una comunidad a partir del principio de gracia y del pecado, se ve justificada bajo el trabajo infinito de la reconciliación entre lo orgánico y lo inorgánico. Esta franja es lo que pudiéramos llamar una zona invisible, en la que la recapitulación orienta un destino singular e irrepetible. En última instancia, este es el único fundamento de Empedocles. La teología transfigurada de Hölderlin evita el paso de la catástrofe de la separación sin abastecerla con un principio del medio, extratemporal para la comunidad en espera.

En otras palabras, Hölderlin quiere morar entre el derrocamiento del basileus y el advenimiento de la isonomia como administración de las cosas (polis). De ahí que, en la segunda escena, Empedocles refiera al fin de la época de los reyes, de los archêin: “Avergonzaos de desear aun un rey; sois demasiado mayores; en tiempos de vuestros padres, las cosas habrían sido diferentes. Nos os ayudara, sin nos ayudáis vosotros mismos” (91). Podríamos leerlo en paralelo con el Hölderlin histórico: ni reyes, pero tampoco con los poetas. En Hölderlin esta apertura no signa un momento “constituyente” o instancia que prepararía la realización del ideal estatal de la historia hegeliana, tal y como en su momento pensó Dilthey [4]. La puesta en escena, al contrario, intenta afirmar la destitución misma de la unidad facilitada por la efectividad de las mediaciones en conflicto (poeta-palabra, rey-pueblo, sujeto-objetividad).

En “Fundamento para el Empedocles”, leemos: “en donde lo orgánico que se ha hecho aórgico parece encontrarse de nuevo a sí mismo y retomar a sí mismo, en cuanto que se atiene a la individualidad de lo aórgico, y el objeto, lo aórgico, parece encontrarse a si mismo, en cuanto que, en el mismo momento en que adopta individualidad, encuentra también a la vez lo orgánico en el más alto extremo de lo aórgico, de modo que en este momento, en este nacimiento de la más alta hostilidad, parece ser efectivamente real de la más alta reconciliación.” [5]. La descomposición objeto-sujeto queda sublimada a las condiciones de un nuevo expresionismo, puesto que en el “día de la separación, nuestro espíritu es profeta, y dicen verdad los que no van a volver” (97). Solo el espíritu de la intimidad puede tomar el lugar del profeta en toda su expresión. Es así como se instituye un destino singular que se resiste a las transferencias secundarias (el pueblo amado).

Pero, ¿por qué aparece eso que Giorigo Colli llamó el triunfo de la expresión en Empedocles? El mismo Hölderlin encara esta pregunta en un momento decisivo de “Fundamento para el Empedocles”: “Pero ¿en qué puede consistir esta expresión?, ¿qué cosa es aquella expresión que, en una relación de esta índole, satisface a aquella parte que al principio era la incrédula?, y en esta expresión estriba todo, pues, si lo únicamente tiene que perecer, es porque apareció de modo demasiado visible y sensible, y sólo es capaz de esto por cuanto se expresa en algún punto y caso muy determinado” (115). La expresión en Empedocles constituye el momento del nacimiento de los sentidos, por los cuales accedemos no solo al mundo, sino a los propios colores y al claro de la existencia [6]. Ahora la visión no es metáfora suplementaria del logos, sino una tecnología en la que podemos navegar lo visible así como el pasaje indeterminado del mundo de las formas. La tarea del poeta-creador como Empedocles no reside en la factura de la palabra profética que ha sido llevada a su recapitulación (su cumplimiento), sino hacia lo más inacabable de los sentidos vitales: el amor y la repugnancia. Es esto lo que nos recuerda Hölderlin. Y son el amor y la repugnancia porque es desde estos dos grados de afectación que se pueden manejar las variaciones de la fuerza tras la retirada de la unidad y el fin de las revelaciones.

Se trata de dar un salto y efectuar un movimiento. En el inciso sobre Empedocles en su La naturaleza ama esconderse, Colli se detiene en este salto tal y como aparece en el fragmento 110 del filósofo presocrático: “en efecto si de un salto fijándote en tu densa interioridad inspirado contemplarás los principios con puro anhelo”. Este fragmento capta, nos advierte Colli, el íntimo sobresalto que intensamente separa y forma. Una interioridad que es exploración de una potencia, pero solo en la medida en que permite la percepción de toda la irreductibilidad de los mundos [7]. Esta fijación en el salto es apertura al acontecimiento coreográfico de un ser-fuera-de-si desde la cual la realidad no llega a petrificarse, porque permanece bajo el dominio de una potencia intransferible, una expresión sin objeto y sin dios. 

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Notas 

1. Max Kommerell. “Hölderlin’s Empedocles Poems”, en Philosophers and Their Poets (SUNY Press, 2019), ed. C. Bambach & T. George, 239-261.

2. Ibíd., 257. 

3. Friedrich Hölderlin. La muerte de Empedocles (Acantilado, 2001), 36.

4. Wilhelm Dilthey. “Friedrich Hölderlin (1910)”, en Poetry and Experience (Princeton U Press, 1985), 350-368.

5. Friedrich Hölderlin. “Fundamento para el Empedocles”, en Ensayos (Editorial Ayuso, 1976), ed. F. Martinez Marzoa, 133.

6. James I. Porter. The Origins of Aesthetic Thought in Ancient Greece (Cambridge University Press, 2010), 154-155.

7. Giorgio Colli. La naturaleza ama esconderse (Ediciones Siruela, 2008), 191-215.

Sobre el último Hölderlin: un comentario a J.L. Villacañas. por Gerardo Muñoz

En una reciente conversación, José Luis Villacañas recordó que en un momento importante del Glossarium, Carl Schmitt ofrece algo así como la síntesis del intelecto alemán durante el siglo veinte. Schmitt escribe: “Juventud sin Goethe (Max Kommerell), esto en 1910 significó una juventud con Hölderlin, i.e. la transición del genio optimista-irónico-neutral (genialismus) al genio pesimista-trágico. Se mantuvo el marco de la genialidad, pero se agudizó profundamente. Norbert von Hellingrath es más importante que Stefan George y Rilke.” (18.5. 1948) [1]. Así Schmitt condensaba la “época del genio” como salida trágica del espíritu alemán. Y en cierta medida tenía razón. Y esto es lo que indica las reescrituras de la tragedia de Empédocles en su máxima exploración: a saber, la intromisión absoluta del “poeta como conductor” (“Der Dichter als Führer”, al decir de Max Kommerell) en la polis. Salidas absolutas, maximización de la tragedia, autodestrucción, y fundación aórgica. Sin embargo, sabemos que Hölderlin no se agota aquí. Y también sabemos que esa destrucción era necesaria para llegar al último Hölderlin; quien, mediante la exploración de la forma del himno y la poesía de Píndaro, encuentra una forma de aproximación a la realidad mediante el problema de la distancia. Una distancia que no puede ser plenamente constituida como política. Es así que Hölderlin ofrece otra salida al destino alemán irreductible a la de Schmitt, cuyo “concepto de lo político” habría quedado instalado como una de las formas (Gestalt) de la época del genio. 

Hoy pareciera que Hölderlin atraviesa todos los temas que nos preocupan. Por ejemplo, el error de Agamben es haber hecho del “uso de lo nacional” una ontología (política) modal. Pero podemos dar un paso atrás y decir que “uso” es la mediación para dejar que la distancia entre vida y mundo en su caída a la tecnificación absoluta. Una caída que el propio poeta nombró bajo la figura del “titanismo”. Por esta razón es que Hölderlin no puede reducirse al jacobinismo ni tampoco a la fuerza dialéctica (moral) del universal hegeliano. Sus avisos buscan alertarnos de esa caída, hoy consumada como totalidad cibernética. En el himno “Los titanes”, Hölderlin escribía mirando a Francia: “Pronto empero, como un perro, vagara en el ardor mi voz en las calles el jardín donde viven los seres humanos en Francia. Fráncfort empero…que es estampa de la naturaleza del ser humano pues es el ombligo de la tierra…[… me oriento y espejo la almena a mi soberano” [2]. No hay dudas de que este Hölderlin es quien marca distancias, bordes, límites; y, al orientarse, sabe que la distancia es el problema ante la caída al nihilismo.

La cuestión de la “distancia” ofrece otro sentido de lo común que, en tanto evento singular del lenguaje, pone de cabeza todo el produccionismo histórico hegeliano-marxista, donde la salida a la crisis es solucionada mediante la distribución de los bienes materiales. Por lo tanto, lejos de encarnar una absolutización de la physis, Hölderlin descubre el problema de la distancia. Y esto es consistente con las últimas partes de Narcismo y objetividad (1997). Claro, el problema es que la objetividad ahora estaría organizada desde un invisible; lo invisible que es teología transfigurada que “relaja” el logos. Esto también supone que el destino no puede ser propiamente político, sino en distancia con lo político. Y aquí también hay una distancia absoluta con el Schmitt del concepto de lo político quien escribía: “la política ha sido, es y seguirá siendo el destino…” [3]. Un destino que solo puede ser una fantasía del genio.

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Notas 

1. Carl Schmitt. Glossarium: Aufzeichnungen aus den Jahren 1947 bis 1958 (Duncker & Humblot, 2015). 114. 

2. Friedrich Hölderlin. “Los titanes [la decisión]”, en Cantos Hespéricos (La Laguna de Campona, 2016), trad. Verónica Jaffé. 185.

3. Carl Schmitt. El concepto de lo político (Alianza editorial, 2014). 105.