Reino e imperio. por Gerardo Muñoz

El catolicismo sui generis de Ivan Illich indagó en lo que ciertamente era el “ground zero” de la polémica de la secularización: el pecado. Pues, solo con el pecado es que emerge un fuero interno del cual se vuelve necesaria y activa la gracia divina. La oposición a esto es la herejía naturalista de Pelagio que, en la medida en que daba respuesta al problema, diluía la obediencia a Dios. El pecado es, entonces, el dispositivo mediante el cual emerge la conciencia al interior de la universalidad del Espíritu. Al final, como veía Hegel en Filosofía de la Historia, el Espíritu era la esencia del cristianismo en la medida en que podía estabilizar una reconciliación absoluta entre conciencia e historia. Pero para poder desarrollar este principio en el tiempo histórico, decía Hegel, había que formalizar una asociación de los “amigos cristianos en una Sociedad – la Iglesia” [1]. La visibilidad de la Iglesia tenía como principio aquel motto que recordaba Carl Schmitt: ningun hombre está solo en el mundo; y el hombre lleva el mal por su pecado y el mundo es bueno.

Para Hegel la iglesia era la “vida presente del Espíritu de Cristo” y la única vía que patentizaba “la esencia del Espíritu de la libertad humana” [2]. La teología católica de Illich, desentendida de la misión pastoral luego del abandono de su sacerdocio, disputó esta dimensión absoluta de la Iglesia, tal y como lo había anunciado Hegel en la aurora de la secularización. Al final, en las páginas de Filosofía de la historia Hegel abreviaba el “fuero interno del sujeto” (“inner shrine of man”) para garantizar la compenetración del movimiento de la historia cristiana con las posibilidades de libertad individual. Hegel lleva el fuero interno de la ekklesia hacia el plano efectivo de la abstracción histórica moderna en nombre de la perdurabilidad de un orden moral absoluto.

El iusnaturalismo de Hegel queda desplegado cuando aparece la tesis de la secularización a todas luces: “La libertad en el Estado es preservada y estabilizada por la Religión, ya que la rectitud moral en el Estado solo se entiende como complimiento de lo que ya constituía un principio fundamental de la Religión” [3]. La religión cristiana había hecho posible el proceso de realización absoluto velado, que quedaría legitimado por la forma estatal en la medida en que ésta participara de los presupuestos naturales del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo tenía una clara dimensión “imperial” sobre la moral; una moral contra la que Illich luchó toda su vida desde un concepto opuesto: el reino.

Aunque el propio Hegel se refiere al “reino” de los fieles en las páginas de Filosofía de la Historia, el reino de Illich no se encontraba en una temporalidad histórica, sino más bien en la inconmensurabilidad de una distancia entre los seres. El reino eran los medios disponibles por fuera de los sacramentos. Ya en los escritos teológicos tempranos Illich escribía que: “El Reino ya existe entre nosotros en un sentido social…a fe se manifiesta en el ritual de la celebración de los misterios del reino, así como en los símbolos de su presencia. Y digo celebración, no afirmación o contemplación. La fe sólo se adquiere en una concelebración, en la convivialidad de un acto gratuito, como ilustra la cena del pan y vino, donde hay comida, pero una comida ritual. [4].

Mientras que la noción de “reino” había sido temporalizada como “reino milenario” y obra redentora (Heilswerk) en teólogos como Thomas Michels – cuyas conferencias Illich habría asistido en los 30s – para Illich el reino en su “celebración del misterio” se oponía a toda finalidad de una obra (de una opus dei), ya que su presencia, aquí y ahora, afirmaba la propia dimensión desobrada de la fe. Por eso, Illich podía decir en “Reflexión sobre los límites de la estética” (1966) que la fe no era definida a partir de una moral objetiva ni de un normativismo institucional, sino como un proceso inmanente de vinculados: “Lo que distingue a los creyentes de los no-creyentes es el hecho de que aquellos «celebran» toda su vida, de la misma manera en que celebran esta comida o aquella reunión”. Esto explica porqué Illich definía la “fe” fuera de toda predicación dogmática en manos de clérigos: “Faith inevitably implies a certain foolishness in worldly terms” [5]. Una “tontería mundana” que no deja de llamarse a la sorpresa. En otras palabras, si para la filosofía de la historia cristiana basada la Trinidad la fe solo puede ser una apuesta hacia el futuro de la salvación; en el catolicismo sui generis de Illich, la fe es la partición en tiempo presente del misterio común ante la revelación.

Solo un catolicismo imperial podía hacer de la fe una institutio absoluto para el orden. En otras palabras, el “misterio de la fe” y su “celebración” se reducía en un juego entre Katechon y escathon como un drama invariante de la Historia. En este punto, la corrupción indicaba, ciertamente, la liquidación del misterio hacia el plano jurídico del orden. Por eso, es que Carl Schmitt en Glossarium celebra la formación trinitaria de Hegel cuya aspiración es mantener a raya a la stasis. Escribía Schmitt: “Hegel ha sido desde hace 400 años el único teólogo cristiano; no Kierkegaard, porque en Kierkegaard no existe una teología de la Trinidad. Hegel, en cambio, es el teólogo de la Trinidad. Tiemblan los mentirosos à la Peterson que nos ha echado en cara que la doctrina de la Trinidad no permite una teología politica, y los convertidos de las últimas décadas que buscan nuevas difamaciones con nuevas listas negras” [6].

Y la Trinidad era la estructura de la res publica christiana, un Katechon que frena el fin de los tiempos a la vez que dota de orden las relaciones humanas. Illich, a diferencia de Peterson, no intentó negar una dimensión política del catolicismo asumida desde una reductio theologiae, sino que insistió en el misterio del reino separado de toda teología política subjetiva. Si Illich escribía en el umbral del fin del eón cristiano, entonces tiene sentido que su arcano no estuviese en el Katechon institucional de la Iglesia (esto era lo que permanecía en crisis), sino el reino mistérico de los vivientes. Para Hegel, el cristianismo se volvía imperium con la consagración del estado en el objetivismo moral [7]; para Illich, en cambio, el tiempo de interregnum revelaba el misterio de un regnum que siempre ha estado ahí, retraído de la imperialidad teológica-política.

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Notas 

1. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 328.

2. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 333.

3. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 335.

4. Ivan Illich. “Concerning Aesthetic and Religious Experience”, en The Powerless Church and Other Selected Writings, 1955–1985 (Penn State University Press, 2019), 69-82.

5. David Cayley. Ivan Illich: An intelectual Journal (Penn State University Press, 2021), 359.

6. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021), 486-487.

7. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 336.

Sobre el último Hölderlin: un comentario a J.L. Villacañas. por Gerardo Muñoz

En una reciente conversación, José Luis Villacañas recordó que en un momento importante del Glossarium, Carl Schmitt ofrece algo así como la síntesis del intelecto alemán durante el siglo veinte. Schmitt escribe: “Juventud sin Goethe (Max Kommerell), esto en 1910 significó una juventud con Hölderlin, i.e. la transición del genio optimista-irónico-neutral (genialismus) al genio pesimista-trágico. Se mantuvo el marco de la genialidad, pero se agudizó profundamente. Norbert von Hellingrath es más importante que Stefan George y Rilke.” (18.5. 1948) [1]. Así Schmitt condensaba la “época del genio” como salida trágica del espíritu alemán. Y en cierta medida tenía razón. Y esto es lo que indica las reescrituras de la tragedia de Empédocles en su máxima exploración: a saber, la intromisión absoluta del “poeta como conductor” (“Der Dichter als Führer”, al decir de Max Kommerell) en la polis. Salidas absolutas, maximización de la tragedia, autodestrucción, y fundación aórgica. Sin embargo, sabemos que Hölderlin no se agota aquí. Y también sabemos que esa destrucción era necesaria para llegar al último Hölderlin; quien, mediante la exploración de la forma del himno y la poesía de Píndaro, encuentra una forma de aproximación a la realidad mediante el problema de la distancia. Una distancia que no puede ser plenamente constituida como política. Es así que Hölderlin ofrece otra salida al destino alemán irreductible a la de Schmitt, cuyo “concepto de lo político” habría quedado instalado como una de las formas (Gestalt) de la época del genio. 

Hoy pareciera que Hölderlin atraviesa todos los temas que nos preocupan. Por ejemplo, el error de Agamben es haber hecho del “uso de lo nacional” una ontología (política) modal. Pero podemos dar un paso atrás y decir que “uso” es la mediación para dejar que la distancia entre vida y mundo en su caída a la tecnificación absoluta. Una caída que el propio poeta nombró bajo la figura del “titanismo”. Por esta razón es que Hölderlin no puede reducirse al jacobinismo ni tampoco a la fuerza dialéctica (moral) del universal hegeliano. Sus avisos buscan alertarnos de esa caída, hoy consumada como totalidad cibernética. En el himno “Los titanes”, Hölderlin escribía mirando a Francia: “Pronto empero, como un perro, vagara en el ardor mi voz en las calles el jardín donde viven los seres humanos en Francia. Fráncfort empero…que es estampa de la naturaleza del ser humano pues es el ombligo de la tierra…[… me oriento y espejo la almena a mi soberano” [2]. No hay dudas de que este Hölderlin es quien marca distancias, bordes, límites; y, al orientarse, sabe que la distancia es el problema ante la caída al nihilismo.

La cuestión de la “distancia” ofrece otro sentido de lo común que, en tanto evento singular del lenguaje, pone de cabeza todo el produccionismo histórico hegeliano-marxista, donde la salida a la crisis es solucionada mediante la distribución de los bienes materiales. Por lo tanto, lejos de encarnar una absolutización de la physis, Hölderlin descubre el problema de la distancia. Y esto es consistente con las últimas partes de Narcismo y objetividad (1997). Claro, el problema es que la objetividad ahora estaría organizada desde un invisible; lo invisible que es teología transfigurada que “relaja” el logos. Esto también supone que el destino no puede ser propiamente político, sino en distancia con lo político. Y aquí también hay una distancia absoluta con el Schmitt del concepto de lo político quien escribía: “la política ha sido, es y seguirá siendo el destino…” [3]. Un destino que solo puede ser una fantasía del genio.

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Notas 

1. Carl Schmitt. Glossarium: Aufzeichnungen aus den Jahren 1947 bis 1958 (Duncker & Humblot, 2015). 114. 

2. Friedrich Hölderlin. “Los titanes [la decisión]”, en Cantos Hespéricos (La Laguna de Campona, 2016), trad. Verónica Jaffé. 185.

3. Carl Schmitt. El concepto de lo político (Alianza editorial, 2014). 105. 

Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Séptima Parte. Por Gerardo Muñoz

La pregunta por el estilo no se limita a una práctica de escritura. Es por esto que decíamos antes que su naturaleza es siempre experiencial, en la medida en que es un sobrevenido en la vida más allá de la vida, o de la vida fuera de la vida como lo ha elaborado el filósofo Mårten Björk. Esa es la marca de la verdadera vida que irrumpe en la historia de los “argumentos”. Ferlosio tematiza las consecuencias decisivas de su ars stilus en el decisivo “Carácter y Destino”, un texto relativamente breve, trabajado en varias partes de su obra, y finalmente recogido como apéndice de God & Gun (2008). Como lo mencionábamos anteriormente, el punto de partida es una escena experiencial con su hija en el Retiro donde ambos encuentran un retablo de guiñol. Así lo describe Ferlosio:

“Hemos llegado con la obra ya empezado  o avanzada , y ella [la hija] se está riendo con cada paso – o frase – como una unidad que se bastase  sí mismo sin un contexto de sentido del que tomase significación; una unidad completa dentro de sí, que no se cumplía como un eslabón dentro de una cadena causal con un antes y un después. Lo que no echaba de menos era justamente esa estructura de concatenación y consecuencia….un fin que los adultos llamamos un argumento. Por eso no comparará para ella ninguna deficiencia o insuficiencia, sino, por el contrario, una autosuficiencia de la significación, del puro decir en sí, emancipado de cualquier impresión en un campo de sentido” (p.632).

Este teatro de marionetas le revela a Ferlosio una instancia del sin porqué: un tiempo sin causas (dia tade) y sin las secuencias y justificaciones que demanda la Historia. ¿Qué tiene lugar realmente en ese momento? Pues un vínculo con la esencia de lo real más allá de las formas sin “sacrificar la particularidad y la contingencia, que es literalmente que dejarla vacía de vivientes” (p.634). En esa devolución de la contingencia fuera del tiempo del humano, donde encontraremos la posibilidad del ethos (ya volveremos sobre esto luego). Otra vez Ferlosio:

“Esa mañana se me reveló que la pura manifestación era una función independiente, autónoma, autosuficiente de la lengua, y que, en aquella pieza de reír, el argumento no era más que un soporte prextextual destinado a dar pie para los personajes se manifestarán” (p.636).

¿Qué significa manifestarse? Obviamente que la manifestación no tiene que ver con una actuación impostada en la persona, una especie de máscara que encubriría la verdadera esencia del sujeto. La manifestación de los personajes es la liberación del estilo de su carácter; el brillo más intimo de su constancia en la plenitud de su gestualidad y sus movimientos. En el momento de la manifestación se explicita lo invariante del carácter. Por eso dice Ferlosio: “La manifestación del carácter en su plenitud, que es igual que decir “en su gratuidad” es privilegio emite de la comedia…la proyección de intenciones, los trabajos racionalmente dirigidos al logro de los fines lo que constituye un “argumento” en el sentido fuerte, y no pertecer por lo tanto al orden carácter, sino al orden del destino” (p.638). El verdadero carácter, por lo tanto, no tiene destino. O sí lo tiene, pero ese destino siempre ya ha acontecido, puesto que nunca ha podido acontecer. Carácter: la zona de lo invivido en la vida.

Hay una vacilación en Ferlosio entre “comedia” y “drama”, entre humor y tragedia. En efecto, Ferlosio distingue correctamente entre ambos polos. El primero es la manifestación, mientras que el segundo se encuentra ligado al dominio de la proyección de destino. Como ha visto Giorgio Agamben en su libro Pulcinella, ovvero divertimento per li regazzi (2016), mientras que en la tragedia los actos son decisivos (una Tragedia sin acción es imposible, según Aristóteles); la comida depone constantemente la acción en función del carácter, ya que el carácter “remite a una misma experiencia que siempre puede volverse a vivir, mas nunca ser vivida. Etimológicamente ethos (carácter) y ethōs (forma de vida) es una y la misma palabra que quieren decir “individualidad” (seità). La individualidad siempre se expresa en un carácter o en un hábito. En cada caso, se trata de la imposibilidad de vivirla” (p.110). El secreto del carácter (como en el guiñol para Ferlosio o como para Pulcinella de la Comedia del Arte napolitana) es que no hay secreto, sino solo éxodo de los principios burocráticos que rigen la vida “en un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio” (p.639).

La comedia es así la forma en que el carácter entra en contacto con su estilo, mas no con sus acciones. No podríamos pensar una versión más opuesta a la filosofía de la historia y sus dramas esotéricos que dotan un sentido pleno a la forma de la salvación cristiana. Esto explica porqué Carl Schmitt contempló con tanto detenimiento el elemento trágico en la historia de la salvación desde el mito de Hamlet. Los errores, las vacilaciones, el aturdimiento de un monarca caído en la ilegitimidad aparecen redimidos desde el drama de la filosofía de la salvación cristiana y desde el dispositivo del pecado original.

En realidad, ese nivel de abstracción de la filosofía de la salvación cristiana no le interesa a Ferlosio. Aquí se juega una via de salida: ubi fracassorium, ibi fuggitorium (donde hay una catástrofe, hay un derrotero de fuga). ¿Cuál es la catástrofe? Ferlosio lo resume citando un importante momento de Filosofía de la Historia de Hegel y que es importante reproducir en su totalidad:

“Precisamente en Hegel nos hemos de apoyar para poner un ejemplo inmediatamente accesible a cualquier experiencia que ilustra la oposición entre el orden del carácter y el orden del destino. En uno de los pasajes mass celebres y que mass han preocupado a toda suerte de lectores de la Filosofia de la Historia dice Hegel así: “También al contemplar la Historia se puede tomar la felicidad como punto de visto; pero la Historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices en ella son páginas en blanco. Cierto que en la Historia universal se da también la satisfacción, pero esta no es lo qu se llama felicidad, pues es la satisfacción de fines que sobrepasan los intereses particulares. Fines de importancia para la Historia universal requieren voluntad abstracta, energía, para ser mantenidos. Los individuos de significado para la Historia universal, que han perseguid o esos fines, han encontrado ciertamente satisfacción, pero han renunciado a la felicidad”. (p.641).

Como vemos, una vez que se ha renunciado a la felicidad también se ha renunciado al carácter, y, por lo tanto, a la vida verdadera que nos consagra el estilo. Por esta razón es que la felicidad se reemplaza por la “satisfacción” (satisfacción es acción + efectividad) en tanto que forma finalista por la cual el goce se transfiere como búsqueda de lo necesario y lo inmediato en nuestra época expresionista. Y es que la satisfacción no solo es lo inmediato y la realización y la proyección de una acción, sino también lo que cuenta como narrable y contable. En cambio, la felicidad, como dice Ferlosio unas páginas después, “carece de cualquier posible contenido histórico, porque, literalmente, no tiene nada que contar. Salvo que hoy parece que el estigma de lo historico ha penetrado tan profundamente el mundo de la vida que se ha apoderado de casi todas las cosas y hechos de los hombres” (p.645). En realidad, no vivimos en el fin de la Historia, sino en la espuma infinita de su acumulación sin trascendencia y sin transmisión de una tradición que esté en condiciones de liberar los gestos que potencien la felicidad.

No es que un momento de felicidad no pueda ser narrado, sino que la felicidad como momento epifánico y milagroso prescinde de todo relato. ¿Cuándo fue la última vez que has estado feliz o que has experimentado la felicidad? En nuestra época esta pregunta se vuelve esquizofrénica, o abiertamente cínica; siempre vinculada al aparato de la satisfacción. Yo recuerdo un momento específico: era niño, debí tener unos 5 o 6 años, y mi padre me había enviado el primer Nintendo, aunque no le había dicho cual videojuego quería. Finalmente un día llegó y ese dia vi, junto al aparato, uno de los juegos más conocidos (creo que se llamaba Contra) de esos años. (Jugar videojuegos o ajedrez, paradójicamente,  no deja experiencia: es la experiencia). La felicidad fue indescriptible porque se trataba de un encuentro con lo inesperable.

El juego como relación de carácter con el tiempo en el tiempo, con el lenguaje en el lenguaje, con las imaginación desde las formas, no es algo que pueda ser fácilmente narrado. En efecto, la narración es siempre secundaria. Tal vez esta sea la diferencia más importante: mientras que la satisfacción tiene lugar gracias a una estructura clara de narración y causalidad, la felicidad puede ser narrada a posteriori a cambio de que pierda la efervescencia de su aparición. Por eso es que la felicidad no puede ser un destino de lo humano, sino siempre instancia de carácter; forma del cómo que vincula al singular con el tiempo, con el mundo, con las cosas.

Pero, ¿le podemos llamar a esto “libertad”? ¿Es la felicidad el momento supremo de la libertad? Como es sabido, uno de los Founding Fathers del constitucionalismo norteamericano, Thomas Jefferson, se permitió hablar del “pursuit of happiness” como finalidad de la existencia ciudadana en la nueva república. Pero lo cierto es que Jefferson, aunque entendía la felicidad como el propósito de la vida, jamás ofreció una definición de la felicidad. La felicidad no puede ser la promesa realizada por la política (este es el error del Tomismo), sino el sobrevenido en el carácter de una vida. Sin embargo, podemos intuir que para Jefferson la felicidad – la “Gran Felicidad en Democracia” – era del orden de los fines, y por lo tanto, el argumento caía en el plano de lo individual.

En el “Query XIV”, comentando la educación de una nueva ciudadanía ilustrada, Jefferson escribe que estos saberes humanísticos (la Historia, las lenguas clásicas, el derecho): “may teach them how to work out their greatest happiness, by shewing them that it dies not depend on the condition of life in which chance has placed them, but is always a result of good health, occupation, and freedom in all just pursuits” (p.389).

Esto contrasta con la felicidad que le sobreviene al brillo de carácter, ya que esta no puede ser buscada, y jamás puede ser entendida como un “pursuit”. El misterio de una “libertad” ya siempre decida para el sujeto moral de la democracia solo tiene lugar como administración distributiva que, a su vez, encubre la existencia. De ahí que la felicidad no pueda ser búsqueda, como tampoco scopo de lo político. Aquí Ferlosio es iluminador: “cuando el argumento se rompe sobreviene la felicidad” (p.651). A la luz de Jefferson, podemos decir que este es el momento en que el misterio de la libertad es depuesto a la zona de nuestro estilo.

 

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¿Qué significa la unidad post-Vistalegre II? Por Luis Villacañas de Castro.

 No es lo mismo perder que quedar sentenciado. Si bien era previsible que el errejonismo perdiese en Vistalegre II, no era necesario que quedase sentenciado. A mi entender, esto último sucedió a partir del momento en que la palabra coreada por los asistentes (la que acabó cifrando el mensaje oficial del congreso) fue “unidad” y no “diversidad”. Creo que la diversidad sería lo propio de quienes se tratan, a pesar de todo, como aliados. De haber reclamado diversidad, los asistentes a Vistalegre II hubiesen lanzado un mandato al ganador para que integrase al aliado que quedaba por debajo. Porque la diversidad se organiza, forzosamente, en torno al que pierde, o de lo contrario no habría posiciones diversas que conservar. La unidad, en cambio, sólo puede tener como eje al ganador (sería un contra-sentido crear unidad alrededor del perdedor). Al corearla, el pabellón de Vistalegre II no sólo aclamaba ya al Secretario General, sino que enviaba un claro mensaje a aquéllos que habían acabado siendo su alternativa: dimitid o sumaos a la corriente ganadora, pero no cuestionéis su proyecto. Sólo así podrían evitar ser enemigos internos.

Ahora queda entender en qué va a consistir esta unidad. Permitid que me acerque al tema de una manera indirecta.

Creo que alguien ya lo dijo alguna vez: cuando miramos las fotografías trucadas del estalinismo, sin duda ocurre algo raro. Las más frecuentes son aquéllas en las que Stalin se va quedando solo a medida en que antiguos dirigentes y compañeros de fatigas van desapareciendo de su lado. Donde antes había un grupo (por lo general, retratado en blanco y negro) al final sólo existe Stalin (en ocasiones, a todo color). Pero el raro fenómeno al que me estoy refiriendo no es éste, sino el siguiente: cuando uno mira estas imágenes con atención, no puede sino percibir que los rasgos de los desaparecidos permanecen, de alguna manera, en la cara del Stalin que queda. No sé si se trata de una modificación real, de un efecto simbólico o de un mero automatismo del recuerdo, pero es imposible ignorar esta sensación. Por medio de un proceso que Zizek a buen seguro asociaría con la dialéctica de Hegel, Stalin parece incorporar de forma vampírica al menos un rasgo físico de cada uno de los individuos que fue borrando de su lado, sobre la foto y en la realidad.

Así, la desaparición de un hombre con bigote se traduce, en la figura de Stalin, en un renovado vigor de su mostacho. Y cuando desaparece un dirigente más joven, es Stalin quien entonces aparece más lozano y, además, copiando su peinado. En la última foto de una famosa serie, el gran líder ya aparece solo, tras haber convertido a tres camaradas en fantasmas, y se muestra a pleno color y plenamente humanizado. Parece una oruga que, tras una ardua metamorfosis, se hubiese convertido en mariposa. Sin duda, se trata de una experiencia singular.

La función política y propagandística de todo ello era obvia: promover la visión de que el gran líder lo hizo todo y, además, sin ayuda. Ni siquiera en los buenos tiempos hubo diversidad, y precisamente por eso el discurso oficial podía decir que tampoco hubo enemigos internos. Como lo prueban las fotos, Stalin siempre estuvo solo. Lo verdaderamente interesante, sin embargo, es que, al adoptar los rasgos de aquéllos que va derrotando, Stalin no sólo rescribía el pasado sino que lograba lo más difícil: que el ojo de quien miraba no echase de menos el cambio. Pues parte de los rostros que el observador busca al aproximarse a la foto los encuentra, de alguna forma, incorporados e integrados en el rostro de Stalin. Aunque sabe que ocurre algo raro, el observador ve sus expectativas parcialmente satisfechas y se convence a sí mismo de que aquello que falta jamás estuvo verdaderamente ahí. Así que debió ser verdad: Stalin lo hizo todo y, demás, sin ayuda. Así se reparaba la unidad simbólica que había quedado dañada al acabar con los aliados del pasado.

No traigo a colación esta práctica propagandística para hablar sobre purgas. Esto sería de mal gusto e improcedente. Lo único que pretendo es sugerir por dónde creo que va a ir la futura unidad de Podemos, ahora que la diversidad ha sido derrotada. Pues, si Iglesias es el líder maquiavélico que quiere ser, entonces, a partir del lunes, hará exactamente lo que decía Errejón que había que hacer, pero sin Errejón ni el errejonismo. Lo de menos es que estos últimos se queden o se marchen, se suman o dimitan. Porque el equipo de Iglesias va a vampirizar su discurso para que el errejonismo pierda su razón de ser, presente, pasada y futura. No sólo se les va a derrotar sino que les va a expropiar el suelo que los mantenía en pie. Los mismos que ayer gritaban convocando a la lucha en las calles de la clase obrera no van a tardar ni dos días en abrazar la moderación discursiva y la transversalidad. De pronto, va a haber unidad hasta en el pasado, cuando Iglesias recuerde que él desde siempre fue transversal (y es cierto que en algún momento lo fue; como cierto es que de pronto dejó de serlo, ahora sabemos con qué cálculo).

Lo más paradójico de todo es que este viraje hacia un errejonismo sin errejonistas se habrá hecho gracias al apoyo interno de la militancia más pablista, la cual, empachada de victoria, tardará algún tiempo en entender lo que está pasando. A saber: que Iglesias se ha apoyado en ellos para sentenciar aquello a lo que, a partir de ahora, se acabará pareciendo. Tras sentenciar la Transversalidad como alternativa (tras proteger su flanco derecho), asumirá su discurso para crear su propia unidad simbólica.

Hasta ahora el argumento ha sido paradójico. Pero me temo que será trágico a partir de ahora, cuando se descubra que todo este proceso ha sido catastrófico desde el punto de vista electoral.