El bien común según Hölderlin. por Gerardo Muñoz

En una carta tardía de 1837 dirigida a su amigo Karl Künzel, Friedrich Hölderlin ofrece una pequeña definición del “bien común” que merece ser atendida por la sencilla razón que el poeta se desmarca de la gramática de la secularización de la modernidad (en este caso específico, vinculado al roblema de la separación entre moral y derecho) desde la cual se dirime el fondo último de lo que entendemos por libertad. Dice lo siguiente el fragmento de la carta a Funzel:

Cuando las personas se preguntan en qué consiste el bien, la respuesta es que deben rendir su honor a la virtud y practicar en la vida aquello a lo que se comprometen. La vida no es como la virtud, porque la virtud concierne a las personas y la vida está más alejada de ellas. El bien también está constituido en general por la interioridad de las personas. Al amable caballero se recomienda. Buonarotti.” [1]. 

La condensación del fragmento nos exige que separemos distintos elementos para alcanzar la mayor claridad posible. En primer lugar, Hölderlin pregunta por el bien y alude a la vida, lo cual sería consistente con cierta concepción aristotélica de la virtud y la prudencia de la persona, aunque rápidamente contradice esta predicación (en otra instancia hemos comentado la operación de la legitimidad del predicado), puesto que “la vida no es como la virtud”. No existe tal cosa como vida virtuosa porque no la virtud no coincide con las obras del actuar. Pero en un segundo paso contemplamos algo más contundente en el movimiento de Hölderlin: a primera vista uno pensaría que el bien se fundamenta en una impersonalidad substantiva (o incluso, en su acepción moderna, en una tipología de bienes) tal y como lo define el derecho natural en su ideal moral, aunque no es este el caso.

Hölderlin no parece transitar por este terreno ya que la virtud está alejada o separada de la vida, y el bien esta constituido por la ‘interioridad de la persona’. Hölderlin no dice el bien es la persona, o la persona porta el bien, sino que alude una dimensión que se separa con respecto a la vida. De esta manera, Hölderlin esquiva fundamentar el bien en una antropología humana, al mismo tiempo que se aleja de una separación trascendental del principio teológico-político; a saber, que el mundo es “bueno” (o tiene la posibilidad), y los hombres son malos, tal y como Carl Schmitt fijaba las condiciones de la teología cristiana en el temprano “La visibilidad de la Iglesia” (1917).

¿Dónde se encuentra, entonces, el “bien común” según Hölderlin? Pues, podríamos decir que en divergencia de la vida y sus formas, en el sentido de que la “vida” no es ni la oposición al mundo ni tampoco en la adecuación contenida en la persona. En este sentido la “vida más alejada” es homologable al enigmático verso del cual fuera su último poema “La visión”: “Cuando a lo lejos va la vida habitante de los hombres…” [2]. El bien común, por lo tanto, es el abismo entre la vida y sus medios cuya expresividad más pura es la palabra o la poesía, aunque no como unidad de la representación, sino como modos posibles e irreductibles. El bien común, entonces, es lo que siempre resta a la vida de toda comunidad, y lo que persevera en las formas de ser de cada cosa. Ni la política ni la moral puede legislar el abismo en el que acontece una forma. Esta separación de toda ‘obra de la comunidad’ se hace explícita en la pregunta de su ensayo sobre la obra de teatro de Schmid: “Los discursos, cuanto más extravagantes tengan que ser en lo común o en lo no común, ¿no tienen también que interrumpirse con tanto mayor rapidez o fuerza?” [3].

El bien común de la vida, carente de una mediación estricta con la naturaleza, lleva al colapso todo intento de actualizar la libertad como síntesis entre derecho y razón. Esto quiere decir que a la pregunta del joven Hölderlin ¿Dónde puedo encontrar una comunidad?”, el último testimonio en torno al “bien común” respondería: no hay síntesis mediante la comunión, solo abismo como “suprema antiforma o poesía de la naturaleza”. Lo que tiene lugar es la abdicación de cada vida en lo común. Pero esta abdicación es la única posibilidad de retener la disyunción ética entre el “bien” del alma y el común que “evidencia un cuerpo viviente” [4].

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Notas 

1. Friedrich Hölderlin. Correspondencia completa (Hiperión, 1990), 581. 

2. Friedrich Hölderlin. “La visión”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

3. Friedrich Hölderlin. “Sobre la pieza de Siegfried Schmid La Heroína“, en Ensayos (Hiperión, 1976), 119.

4. Friedrich Hölderlin. “La satisfacción”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

Cuatro fragmentos sobre Hölderlin. por Gerardo Muñoz

i.

‪Recordaba una anécdota que cuenta Norbert Von Hellingrath en uno de sus ensayos sobre cómo un alocado Hölderlin caminaba en círculos hablando sin pudor con estatuas griegas durante su estadía en Francia [1]. Fue considerado un loco entonces, como también lo sería hoy ante la comprensión custodiada por los nuevos guardianes. Pero tal vez el final de la razón mitigada en la locura sea la marca de un viaje libre de las facturas de lo pre-visible. Y por eso, tal vez el verdadero gesto de destrucción no es el que se encandila ansiosamente con los íconos del pasado, sino aquel que depone los límites de su propia razón con las cosas. Encontrar una cosa en el mundo es el viaje de todo destino verdadero. 

ii.


La grandeza de Hölderlin (ahora que estamos en su aniversario) radica en un gesto decisivo: entender que la crisis de lo moderno se trenza como crisis de la transmisión del pasado. Mientras que Hegel iba a toda carrera al futuro del estado ideal, Hölderlin se hacía contemporáneo de la antigüedad griega. Y, sin embargo, Hölderlin no busca una relación mimética con lo griego, sino una separación de la divinización. Este es el verdadero «elán» de la destrucción: estar en el presente como contemporáneo de lo ex tempore. O como dijo Blanqui: “se trata de hacernos de una choza en el cosmos”.

iii.

Ciertamente, la incapacidad de lo moderno fue desentender, tras el triunfo irreversible de la razón, la paulatina crisis de lo Invisible. De ahí que toda filosofía materialista, así como toda crítica de lo mundo efectivo y material, es siempre compensatoria a la pregunta por la exterioridad. Bajo el signo de un panteísmo poético, Hölderlin invitó a despejar al reino de la presencia. Por eso dice Hölderlin en uno de sus versos: “Dios lleva cada día un vestido diferente”. Lo Invisible no es la negatividad de la forma, sino lo que simplemente aparece en cada cosa que encontramos. La llamada “Iglesia invisible” es la capacidad inmaterial de la amistad entre espíritus libres cuyo reino ya ha acontecido en su relación con lo aórgico. Como le escribe a su amigo Ebel en una carta fechada el 9 de noviembre de 1795:

Ya sabe que los espíritus tienen que comunicarse siempre entre sí, en todo lugar donde alienta todavía algún alma, que hay que unirse a todo lo que no deba ser rechazado, para que de esa reunión, de esa invisible iglesia en lucha, salga el gran hijo de la época, amenaza el día de los dioses, al que el hombre de mi corazón (un apóstol a los que sus actuales adoradores comprenden tan poco como a ellos mismos) denomina el futuro del señor” [2].

Hölderlin tal vez sea quien haya llevado la filosofía hacia su culminación efectiva. Aunque lo importante es la salida. Esto es, el comienzo de una poética de la división de las almas en el reino de la presencia. La iglesia invisible es secreto abierto de toda amistad.

iv. 

De esta manera, la mirada griega de Hölderlin, en la medida que es una salida de la romanitas, es también una crítica de la ciencia de los dispositivos de la administración del mundo de la vida. Tras la colisión moderna de la inmanencia y la trascendencia, Hölderlin inaugura lo que podemos llamar una física del corte. Puesto que anterior a la política y a la revolución, al sujeto y al derecho, el juicio y a la razón, lo Invisible es la divisa para una relación no idólatra con los fragmentos del mundo. Una apelación lapsada a la belleza.

Notas

1. Norbert von Hellingrath. “Hölderlin ante las estatuas”, Revista de Occidente, N.193. Junio, 1997, 13-22. 

2. Friedrich Hölderlin. Correspondencia completa. Trad. Helena Cortés & Arturo Leyte. Madrid: Ediciones Hiperión, 1990. 268-269.

En la superficie del fieltro: sobre Imagen exote (Palinodia, 2019) de Willy Thayer. por Gerardo Muñoz

Ya en su penúltimo libro Tecnologías de la crítica (ediciones metales pesados, 2010), Willy Thayer apuntaba a la liberación del medio contra el marco de la crítica, éste último un acicate para todo pensamiento en crisis. Si la crítica siempre se posiciona como obstáculo contra el “despeje del mundo”, decía Thayer, la tarea del pensamiento que viene radica en llevar a cabo una “constelación entre deseo, vida, y desistencia” por fuera de la producción en la vida o en el régimen del arte [1]. Si en aquel libro Thayer proponía una desistencia con respecto a los pliegues efectivos de la “crítica”, en su Imagen exote (Palinodia, 2020) apunta a la instancia posterior de este despeje, contra los asideros del “lugar”, y donde acontece un movimiento asintótico de “pura aproximación sin arribo” (9). Despejar la tecnología de la crítica nos coloca en el umbral del exote como des-locación atópica. Thayer nos dice que el exote consiste en “una turbulencia continua, donde resulta imposible establecer puntos de origen, estadía y destino: el viaje por antonomasia, en el que todo viaje, muta, varía, se vuelve otro…” (10). 

En realidad, el “ex” de exote, tomado del registro escritural de Ruiz, no constituye un afuera como excepción al mundo, sino bien una manera de habitar el propio hacer del arte (poesis) como recorrido de otros mundos posibles (15). El exote ruiziano evita dos falsas salidas de una época caída a la cuadratura de “la imagen-mundo”. En primer lugar, una toma de distancia del romanticismo telúrico, siempre compensatorio de una idealia atrapada por “la identidad, la tierra, y lo popular” (17). En segundo término, el exote desoculta toda una sedimentación nómada. Por eso podemos hablar de sí como un régimen parargonal de “verdad”. El exote no es el afuera, sino una atopía disyuntiva entre los mundos; una forma de umbral que, en varios momentos del ensayo, Thayer conecta con una metafórica del viaje: ya sea “todos los puertos del mundo” (Ruiz), el naufragio de los fieltros (González), o los accidentes aéreos (Dittborn). Podemos decir que la mirada del exote – en el arte, en la propia capacidad eruptiva del pensamiento de Thayer – coincide con la turbulencia mitopoética de la historia, donde el mundo es devuelto a la apariencia de sus fragmentos. Escribe Thayer, a propósito de Ruiz: “Es más, algunos de esos cuentos son a la vez mito, saber escondido, broma, caricatura y máscara” (20). Estos fragmentos en montaje habitan una disyunción entre mundo y pensamiento. Esa es la textura que devela el exote. Recorramos algunas zonas de sus tres pliegues. 

En la pintura aeropostal de Eugenio Dittborn, Thayer apunta a su dimensión destabilizadora de la movilidad, de la unidireccionalidad télica; un movimiento accidental y contingente que se vuelve fugitivo y mundano (29). Lo mundano destituye el orden hegemónico de la cultura, así como el dispositivo cartográfico de los territorios. De esta manera, lo mundano deviene la “tecnología del movimiento…un pliegue no es un corte simple que cree polos binarios” (32-33). En otro momento Thayer habla de una “intensidad autogenerativa del tiempo”, que podemos suponer que es tiempo existencial, puesto que su metamorfosis en inmanencia traza el tiempo del ahora. Este deslizamiento existencial no puede inscribirse al régimen vital, en la medida en que suex –” medial desnuda la estabilidad de inscripción. De ahí que Dittborn afirme que todos los caminos llevan a casa. Esta es la forma de vida del nómade. Pues el nómade no es el que vive en la intemperie, o en la intempestiva cruel de la physis, sino el que sabe moverse exóticamente entre dentro y fuera. Este “plano heterotrófico” es la metamorfosis absoluta para la cual no hay tecnología de la lengua, esto es, del régimen de la metáfora como mera secuencia arrastrada por la historicidad. 

En la obra de Raúl Ruiz, en cambio, estamos ante un montaje que desplaza y lleva a su ruina efectiva la “hegemonía de la imagen” como articulación de la medialidad (52). Aquí Thayer apunta a un hecho significativo del gran cineasta franco-chileno: la cuestión del estilo. Escribe Thayer: “…en sus escrituras cinematográficas, cada en un su manierismo especial, se ha traza tentando desobrado también; galaxia a la que la escritura de Ruiz se incorpora como una estrella más en la constelación” (52). Sabemos que el propio Ruiz vinculó la operación télica del cine a la fuerza del “conflicto central” como lucha de clases metamorfoseada en la imagen [2]. De ahí que Thayer insista en que la escritura ruizana es, en primer lugar, desobra, improductividad, profanación, y traza de una politicidad que toma distancia de lo militante (54). Tal vez esa traza política como desistencia, en la medida en que la política misma no ha dejado de ser un principio o una exceptio de la imagen. La potencia de lo falso en el “story-telling” ruiziano es de otro orden, como escribe Thayer en uno de los momentos más importantes del ensayo:

Cuando Ruiz escribe que “la única salida para este mundo – este claustro o clausura –  que nos tocó es la imagen, que una de las posibilidades del cine es romper con los automatismo para ver lo consabido, no nos está invitado simplemente hacia un afuera del mundo, del lenguaje, hacia la imagen como una escritura primordial hundida en una cosa, una allá, un acá anterior al lengua que calla mientas la(s) lengua(s) hablan revoleteando sobre su espalda. Más que avanzar hacia una supuesta imagen o escritura…intenta trascender la condición sustantiva supra o infra lingüístico, Ruiz se dirige hacia al exposición y visibilidad de las condiciones lingüístico-discursivas que subordinan a la posibilidad e la imagen en un simulacro, una interfaz usuaria tanto más eficaz cuanto inadvertida” (60-61). 

La exposición convoca al poder de ver y ser visto. En realidad, esta es la potencia de todo aquello que es estilizado. Un estilo es lo que brilla una vez que la gramática del lenguaje se ha retirado, haciendo posible el afuera de lo inmutable que nos constituye. La maniera de Ruiz, a la que apunta Thayer implícitamente en varias ocasiones, es una perturbación en la estructuración del mundo en la medida en que la latencia descentra el régimen de cliché. De ahí que Thayer vincule la destabilización en el filme con el estilo, el “estilema escriturario cinematográfico de Ruiz” (66). El ejemplum de las ‘cajas chinas’ es paradigmático del estilo, puesto que las cajas china no tiene otra función que contenerse como elemento en la lista que las contiene (76). En otras palabras, es la arbitrariedad del deseo en el corazón de la forma. El montaje es índice de la medialidad exote donde se nos agujera el afuera de la vida: “el montaje chamico cuyo performance básico es la del salto de un mundo a otro, salto que deestabiliza la formula intramundana y la intermundana” (78). Obviamente, saltar del mundo de la vida al mundo de la muerte confirma que la biopolítica jamás puede constituir un horizonte que no sea caída a la dominación del tiempo de la vida, que termina limando los heterocronismos que abren los tiempos existeniciales. Ya no es suficiente decir que la “biopolítica no es todo”; es también necesario decir que el no-todo se encuentra fuera del régimen de la biopolitización.

A nadie se le escapa que el exote deja atrás la trampa de la negatividad, pero no es menos importante reconocerle una distancia con respeto a los vitalismos contemporáneos, donde la encarnación a lo corpóreo aflora como lugar de las compensaciones ante la ruina. Por eso es importante el último capítulo sobre el trabajo de fieltros y patchwork de la artista Nury González. Aquí Thayer explicita que el exote no es una salida del mundo, sino que reside allí mismo en “la superficie que en la distancia visual se presenta al ojo como llanura desplegada de paisajes” (87). Y en la apariencia misma de lo múltiple es que “el reparto de lo familiar y lo infamiliar, de ahí y el aquí, de lo anterior y lo posterior, del adentro y el afuera” destituye la economía, que es siempre metafísica del orden y proceso de domesticación (y del hogar) (88). Afuera vemos que el “afuerino” o “exote” habitar al no-lugar que, no es topología alguna, sino “habitar del arte” (89). Obviamente que Thayer tiene en mente El origen de la obra del arte, pero mientras que la cuestión para el filósofo alemán consistía en el problema del utensilio para llegar a la cosa; en Thayer hay un gesto por mantener abiertos todos los caminos del fieltro como posibilidades de mundo (91). El trabajo con el fieltro apunta a dos registros yuxtapuestos: el problema del hacer como forma de vida sin obra (argos), y, en segundo lugar, la experiencia como recorrido por estrías de zonas autárquicas. 

Una estría sobre el mundo es condición de posibilidad de la experiencia, de un encuentro que no puede programarse ni ser programable porque no tiene principio ni propósito. Y es en este sentido es que lo liso del fieltro inscribe una anarquía de lo posible. Y decir anarquía del pensamiento significa, en primer lugar, que no hay una política que pueda ordenar la turbulencia de la imaginación. En un momento del final del ensayo, Thayer registra el vórtice de esta postura: “El fieltro es el espacio interno al descampado, al desierto, al mar, a lo exote…El tejido integra al cuerpo y al afuera en su pliegue y elasticidad estacionaria” (91). En la figura del fieltro, el exote encuentra algo su mayor vórtice de intensificación, puesto que en el vestir del patchwork reside el umbral que traza una zona limítrofe entre dentro y fuera en todo su despliegue mitopoético como acontecimiento fuera del tiempo. No es casual, en efecto, que el mito del fieltro encuentre un lugar decisivo en la imaginación poética sobre el destino y la errancia sobre la tierra [2].

El fieltro no es simplemente una metáfora de la “división de poderes” desde la cual algunos pensadores modernos vincularon el patchwork al federalismo comunitario; el fieltro asiste a la pregunta de la tecnología como cuestión mucho más originaria capaz de transfigurar lo real (98). En efecto, el fieltro es la textura de todo aquello que agujera la antropología de las realidades y las organizaciones conceptuales del “Uno”. El pasaje a lo abierto de lo real queda así expuesto. Sobre lo liso, la existencia y el mundo se reanudan y barajan sus medios.  

Notas 

1. Willy Thayer. Tecnologías de la crítica: entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze (ediciones / metales pesados, 2010). pp.178-179.

2. Sobre le dimensión esotérica del fieltro en la Divina Comedia, ver The myth of felt (1949), de Leonardo Olschki. Recientemente, Massimo Cacciari ha rescatado la dimensión mitopoética de la errancia de Dante en “Patria Europa”, L’Expresso, mayo de 2019: http://espresso.repubblica.it/plus/articoli/2019/05/16/news/patriaeuropa-1.334755