Hobbes y la génesis hebrea. por Gerardo Muñoz 

El antihobbesianismo postliberal consta de muchas gradaciones y matices, pero de fondo yace una paradoja conceptual relativa a la leyenda de la secularización: por un lado Thomas Hobbes aparece como aquel pensador que adoptó el registro aristotélico y agustiniano, pero solo para llevarlo a fines materialistas que anunciaría la crisis moderna de la potestas indirecta de la Iglesia; por otro, Hobbes es un pensador que reconstruye y adapta una teología política específica que debe evacuarse o permanecer desapercibida. En efecto, cuando Hobbes habla al final del Leviatán de que la Iglesia existe sobre las ruinas del fantasma del imperio romano, lo que él busca es expugnar esa fantasmagoría y no desarrollar una ciencia de estratos de aquellos escombros para la invención de una “nueva ciencia política”. Sin embargo, la dificultad en torno a Hobbes, en la medida en que supone la secularización, también remite a la fuente teológica de Hobbes que se nutre del pacto entre el pueblo judío y Dios, y que Eric Nelson relaciona al paradigma de la Republica Hebraeorum que circuló en el siglo XVII, pero que en Hobbes encuentra la síntesis de la asociación civil.

Esto quiere decir que la creación del concepto de la autoridad civil no es simplemente una secularización de conceptos cristianos, sino también una politización moderna de la teología en toda la complejidad que esto supone (la apelación a un ur-texto es bastante clara). Y como ha visto Nelson, la Republica Hebraeorum no es simplemente un paradigma estático sino una aspiración que hace posible imaginar una nueva estructura de autoridad por fuera del absolutismo de una potestas indirecta deficiente en la tarea de frenar la guerra civil [1]. Para encarar lo que Hobbes domina “the Fire of a Civil Warre”, se necesitaba una concreción de fuerza autoritativa capaz de escapar una escatología inmanente arraigada en la parálisis del “después de esta vida”. Así, el principio de lo civil es antes que todo, una forma de un representante temporal y mortal, cuya forma vinculante era un contrato con aquellos a quienes solicitaba su obediencia. La secularización hobbesiana pasa, por lo tanto, a través de un proceso genético cuya regresión es la fuente de la república judía como condición de posibilidad de lo civil.

El concepto de lo civil, sin embargo, y antes que una matriz de reconocimiento y fuente de derechos individuales se definía como una separación de poderes y potestades. Ahora la teología carecía de la última palabra sobre la política, porque su operador era la profecía. En este punto el historiador David Nirenberg tiene razón: una vez que la profecía es separada del orden de la revelación, es que se torna viable un contrato entre el profeta y el pueblo. Esta nueva dinámica daría lugar a una forma política desentendida de los subrrogados substaciales o de las intromisión nominalista del reino superior [2]. Si Moisés fue el profeta del pueblo hebreo, es porque puedo establecer un pacto como peculium de cunctis populis (un pueblo específico ante mi). No se trata de un principio de Humanidad ni de los atributos de Dios que para Hobbes son siempre insondables, sino de una función pública que garantiza el principio de autoridad que es reconocido internamente. La profecía y la función del profeta es el quizás el instrumento central en Hobbes para despejar la potestas indirecta del providencialismo de los teólogos, introduciendo no solo la división, sino más importante aún, el principio impersonal de delegación.

Según J.G.A. Pocock en su conocido estudio sobre Hobbes: “De Moisés a Samuel, de manera intermitente pero siempre recurrente, los profetas aparecen como prolocutores – hombres a los que Dios les habla y sobre quienes delega su palabra hacia el pueblo, y a través de los cuales los altos sacerdotes de Dios pueden ejercer un reino civil” [3]. Así, la fuerza de la profecía devenía neutralización contra toda sacralización de la historia y la inmanencia de salvación hacia una forma del poder civil. Por eso también es notable que los sacerdotes para Hobbes estaban conferidos a un poder civil cuya fuente era la constitución de un pacto positivo, y no meramente la apelación a una fuente superior como en el ius romano de Ulpiano [4]. El formalismo civil, la delegación, y el principio de autoridad en Hobbes fueron llaves hebreas de lo que diseñaría el aparato moderno del estado sobre la arquitectónica del principio de soberanía como liquidación de todo velo de teólogos y de recargas virtuosas de la política homogénea de la antigüedad. La fuente hebrea podía suministrar una política de la separación que la política teológica de la Iglesia no podía ofrecer al suturar la creencia de la revelación hacia la forma providencial de un imperio cristiano. No era menor que la res publica heredada de los hebreos era la condición de una teología política desde una articulación temporal para alterar el dominio de los poderes públicos y sus diseños institucionales.

Aunque la oposición a Hobbes desde el tradicionalismo católico o el naturalismo dogmático prefiere ignorar la fuente genética de la república hebrea, tal vez este sea el síntoma que recorre la interpretación del Leviatán en la conocida monografía de Carl Schmitt de 1938. Puesto que para Schmitt, la creación del Leviatán durante los siglos fue liquidada desde adentro, arruinada por el espíritu de la técnica, y finalmente “pescada” como gran ballena en el banquete del cumplimiento de la historia como mito originario. Dada la dependencia en el mito del Leviatán, para Schmitt Hobbes habría buscado divisa de una forma de “activismo filosófico” de la acción que no podía agotar la condición de un verdadero “pensamiento político” [5]. O mejor dicho, desde la propia gramática schmittiana, Hobbes no contaba con un verdadero concepto de lo político. El Leviatán en tanto que mito absoluto culminó en una desmitologización soterrada: alojar a los pescadores – falsos usurpadores del Christós, donde se patentiza el antijudaísmo de Schmitt – en la barriga de la enorme ballena. Y aquí la máxima proximidad como máxima distancia entre Schmitt y Hobbes: el concepto de lo civil estaba entregado ya a la totalización de una debilidad del mito, cuya dependencia en la (razón) acción del cive no podía garantizar una forma política en verdaderos momentos de crisis o amenaza.

De este diagnóstico se puede derivar que solo el concepto de lo político – y que Hobbes no pudo pensar como primera instancia al interior de la unidad del estado – debe prevalecer sobre la debilidad del concepto de lo civil. Aquí es interesante el contraste con Marx, ya que para el autor de “Sobre la cuestión judía” la emancipación judía guarda una relación intima con lo civil. Salvo que para Marx es el principio de la economía política lo que debería refundar la totalización social (es por esta razón que Schmitt escribía que, si Marx había encontrado la plusvalía económica, él había dado con la plusvalía de lo político). ¿Pero qué podía ofrecer el concepto de lo político sino una apuesta en última instancia desde la crisis de la separación de la teología política hebrea? ¿No era la separación de toda política la condición de posibilidad del concepto de lo civil? Tal vez el silencio sobre la génesis hobessiana de lo civil, su liquidación a través de la mitificación escatológica (Peterson y el rechazo a la conversión) y posteriormente su superación desde un conceptualismo substantivo pone en evidencia la incomprensión de la teología política, ya sea para establecer la base del estado moderno como en Thomas Hobbes, para afirmar el pueblo errante como en Erich Unger [6], o bien en las formas que pudieran anunciarse en el agotamiento de la filosofía de la historia cristiana, pero que ineludiblemente siguen contorsionando el nudo de Occidente.

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Notas 

1. Eric Nelson. The Hebrew Republic (Harvard University Press, 2010). 129.

2. David Nirenberg. Anti-Judaism: The Western Tradition. 317. 

3. J.G.A Pocock. “Time, History, Escathology in the Thought of Thomas Hobbes”, en Politics, Language, and Time: Essays on Political Thought and History (University of Chicago Press, 1989). 148-201.

4. Thomas Hobbes. Leviathan (Penguin Books, 1985), 707.

5. Carl Schmitt. The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes (Greenwood Press, 1996). 85.

6. Erich Unger. Die Staatslose Bildung eines Judischen Volkes (Verlag David, 1922)

La existencia pícara. Sobre Pinocchio: Le avventure di un burattino (2021) de Giorgio Agamben. por Gerardo Muñoz

En Pinocchio: Le avventure di un burattino (Einaudi, 2021), Giorgio Agamben vuelve a tratar el arcano que para él atraviesa la textura incompleta de la vida: una larga iniciación que no cesa de acontecer mientras vivimos. La temática de la aventura ciertamente aparecía en el opúsculo L’avventura (2015) en el que Agamben relacionaba de manera decisiva el Ereignis manifiesto en el propio develamiento de la lengua, aunque también se encontraba in nuce en una glosa sobre la voz como región de perpetuo no-saber [1]. Ahora Agamben se sirve del Pinocho de Collodi – un pariente cercano de Pulcinella y Kafka, de Walser y Hölderlin – para tematizar un personaje que transfigura literatura y mito, cuento de hadas y contingencia de una forma de vida. Una vida arrojada a la vivencia no es aquella situada en la normatividad y las ordenes, sino aquella que encuentra en los acontecimientos propios su fundamento ético. Siguiendo las tesis de Kerenyi y Carchia sobre el misterio como forma transfigurada en la novela, para Agamben Pinocho es un relato infantil sobre la iniciación de la existencia. Este misterio es aparente y de ahí su transfiguración fáctica. Y no es menor que Agamben remita esta existencia errante a la figura del “pícaro” que solo sabe “vivir desviviéndose” (la frase es de Américo Castro) en cada uno de sus sucesos errantes. De alguna manera esto es lo que ya Agamben había explorado con la teoría de las hipostasis en L’uso dei corpi, solo que ahora nos recuerda que la vida fuera de la vida coincide con la autopoesis de las formas bajo la condición de un arrojamiento que siempre renueva otros mundos posibles.

El acontecimiento mistérico de la fábula de Collodi es el hecho de que Pinocho no es un pedazo de madera arrojado a las artesanías de la carpintería. Es mucho más que eso pues concierna a la propia transformación de la materia. Es notable que Agamben recuerde que Calcidio en su comentario al Timeo de Platón haya traducido forma (hyle) como silva; esto es, como madera de bosque, que remite no tanto a la naturaleza, como a un proceso de individuación propio de la creación de un mundo. Pinocho es, de algún modo, el remanente originario de toda separación del mundo – el exceso del nomos que desiste en organizar la tierra – y por lo tanto la anomia que alberga cada existencia. Dicho de otro modo, Pinocho encarna el “inmemorial” de que existe otra posible separación del habitar, puesto que la única separación es la de una creación entre formas que jamás coinciden totalmente con aquello que ha sido asimilado en la vida. De ahí que Pinocho sea, ante todo, una marioneta cuya “gracia en suspenso” transfigura la mandato de toda ontoteología de la persona, escapando tanto la captura temporal inmanente (vitalismo) como la trascedente (monoteísmo de la creación). El mundo ahora es irreductible a los acontecimientos, y el tiempo es contable mediante las especies.

Agamben vincula Pinocho a Kleist y a Pulcinella, aunque también al estatuto de marioneta en las Leyes de Platón, y más importante aún al mundo subterráneo de los duendes, faunos, y hadas del Secret Commonwealth del escocés Robert Kirk. Este “reino secreto” de especies fantásticas de Kirk le permite a Agamben relacionar Pinocho a una dimensión imaginal y órfica entre el mundo de los vivos y el de los muertos como continuum de la imaginación que no ha dejado de poblar las gramáticas “objetivas” del mundo. Así, la creación de Pinocho no radica en haberle dado forma a un pedazo de madera en el taller de Gepetto, sino más importante aún, la posibilidad de encontrar, mediante el acontecimiento, una entrada y salida entre los mundos de la vida. La creación de algo es, esencialmente, la posibilidad de exhibir la desobra mediante el juego de las formas. Por eso Agamben corrige las lecturas convencionales que ven en Pinocho un paradigma de buena conducta moral, y recuerda que las transformaciones corporales del niño de madera (el crecimiento de la nariz, las orejas de burro, incluso la muerte) no son efectos sobre una serie de acciones, sino la evidencia de una dimensión indefinida y en tanto tal ya siempre pícara. En efecto, la existencia pícara es aquella que rechaza una y otra vez las órdenes, el trabajo, la identificación, o la pedagogía bienpensante de algún Grillo moral. Solo el pícaro sabe establecer una relación de solidaridad entre las especies y los muertos, porque solo ahí hay es que podemos dar con una vía de escape. Desde luego, el carácter pícaro de Pinocho no se limita a las actividades ilícitas de la lógica cambiaria de la ciudad, sino a poder entrar el salir de la misma.

Por eso Agamben le dedica varias páginas a la aventura marítima de Pinocho, pues en el estomago del monstruoso pez, Pinocho navega más allá de la vida para seguir desviviéndose en la oscuridad. Esta es la existencia desvivida de la ética pícara: siempre más allá de la muerte y de la realidad, siempre valiente al buscar una salida. Escribe Agamben en un momento programático de su ensayo: “La marioneta es, en este sentido, una figura de la infancia, en la medida en que la infancia no sea un preámbulo para el adulto en potencia ni para la edad, sino como una vía de escape (una via di fuga). ¿Pero escape de qué? De todas las antinomias que definen nuestra cultura, entre el burro y el hombre, desde luego, pero también entre la locura y la razón” [2]. El misterio que nos devuelve la marioneta, entonces, no es otro que aquel que nos recuerda que podemos transformarnos contingentemente sin los sigilos de los pedagogos, los científicos, los policías, o los psicoanalistas, todas figuras que para Agamben mantienen en pie la ficción de un mundo que ha secuestrado a la imaginación sensible. Para Agamben la valentía pícara de Pinocho radica en la manera en que arruina el dispositivo antropológico que ha querido “dominar y domesticar al animal, y educar a la marioneta” [3]. Y solo podemos afirmar “el misterio de la existencia” (sic) si somos capaces de liberar esa zona infantil del reino secreto en la que se dan cita nuestras potencias como modos de renacimiento sin fin. El reino siempre ha sido una proximidad entre técnicas propias que facilitan la metamorfosis de las formas para liquidar la objetividad absoluta del mundo.

Así , tal vez la existencia del pícaro Pinocho no tiene otro fin que la de rechazar una y otra vez la mistificación que el dispositivo adulto construye como “mundo real”. Según Agamben, el sello magistral de Collodi lo encontramos hacia el final cuando no sabemos si Pinocho ha estado despierto todo este tiempo o si simplemente se ha tratado de un largo ensueño. En cualquier caso, en el encuentro entre Pinocho niño y la marioneta se da cita la contemplación absoluta del virtual de la potencia: la infancia es también imagen de pensamiento. Y ahí donde concluye la aventura todo vuelve a comenzar, puesto que en los cuentos de hadas no hay una separación entre el mundo real y el sueño. Siguiendo de cerca los estudios del antropólogo Geza Roheim, Agamben recuerda que el sueño es la realidad de nuestro propio “nacimiento”.

Pero el sueño ahora aparece como una declinación, una catabasis, hacia un mundo que no coincide con un principio de realidad, sino que lo depone una y otra vez mediante la apertura de una aventura que acompaña a cada existencia en descensus Averno [4]. Este sueño, tan real como la vigilia, incesantemente se desvive vaciando el sentido de lo vital al misterio de la existencia y existencia del misterio. En las aventuras mistéricas de Pinocchio, Agamben acierta al mostrar cómo la salida de la máquina teológica-política de Occidente no tiene una divisa exclusica en la temporalidad mesiánica, sino que es siempre la proximidad ingobernable de una infancia. Allí habita una aventura sin épica – un reino ordinario y profano – que nunca dejamos de emprender sobre la tierra.

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Notas 

1. Giorgio Agamben. L’avventura (nottetempo, 2015), y “La fine del pensiero””(1982).

2. Giorigo Agamben. Pinocchio: Le avventure di un burattino doppiamente commentate e tre volte illustrate (Einaudi, 2021), 153.

3. Ibíd., 154.

4. Ibíd., 161.

En la superficie del fieltro: sobre Imagen exote (Palinodia, 2019) de Willy Thayer. por Gerardo Muñoz

Ya en su penúltimo libro Tecnologías de la crítica (ediciones metales pesados, 2010), Willy Thayer apuntaba a la liberación del medio contra el marco de la crítica, éste último un acicate para todo pensamiento en crisis. Si la crítica siempre se posiciona como obstáculo contra el “despeje del mundo”, decía Thayer, la tarea del pensamiento que viene radica en llevar a cabo una “constelación entre deseo, vida, y desistencia” por fuera de la producción en la vida o en el régimen del arte [1]. Si en aquel libro Thayer proponía una desistencia con respecto a los pliegues efectivos de la “crítica”, en su Imagen exote (Palinodia, 2020) apunta a la instancia posterior de este despeje, contra los asideros del “lugar”, y donde acontece un movimiento asintótico de “pura aproximación sin arribo” (9). Despejar la tecnología de la crítica nos coloca en el umbral del exote como des-locación atópica. Thayer nos dice que el exote consiste en “una turbulencia continua, donde resulta imposible establecer puntos de origen, estadía y destino: el viaje por antonomasia, en el que todo viaje, muta, varía, se vuelve otro…” (10). 

En realidad, el “ex” de exote, tomado del registro escritural de Ruiz, no constituye un afuera como excepción al mundo, sino bien una manera de habitar el propio hacer del arte (poesis) como recorrido de otros mundos posibles (15). El exote ruiziano evita dos falsas salidas de una época caída a la cuadratura de “la imagen-mundo”. En primer lugar, una toma de distancia del romanticismo telúrico, siempre compensatorio de una idealia atrapada por “la identidad, la tierra, y lo popular” (17). En segundo término, el exote desoculta toda una sedimentación nómada. Por eso podemos hablar de sí como un régimen parargonal de “verdad”. El exote no es el afuera, sino una atopía disyuntiva entre los mundos; una forma de umbral que, en varios momentos del ensayo, Thayer conecta con una metafórica del viaje: ya sea “todos los puertos del mundo” (Ruiz), el naufragio de los fieltros (González), o los accidentes aéreos (Dittborn). Podemos decir que la mirada del exote – en el arte, en la propia capacidad eruptiva del pensamiento de Thayer – coincide con la turbulencia mitopoética de la historia, donde el mundo es devuelto a la apariencia de sus fragmentos. Escribe Thayer, a propósito de Ruiz: “Es más, algunos de esos cuentos son a la vez mito, saber escondido, broma, caricatura y máscara” (20). Estos fragmentos en montaje habitan una disyunción entre mundo y pensamiento. Esa es la textura que devela el exote. Recorramos algunas zonas de sus tres pliegues. 

En la pintura aeropostal de Eugenio Dittborn, Thayer apunta a su dimensión destabilizadora de la movilidad, de la unidireccionalidad télica; un movimiento accidental y contingente que se vuelve fugitivo y mundano (29). Lo mundano destituye el orden hegemónico de la cultura, así como el dispositivo cartográfico de los territorios. De esta manera, lo mundano deviene la “tecnología del movimiento…un pliegue no es un corte simple que cree polos binarios” (32-33). En otro momento Thayer habla de una “intensidad autogenerativa del tiempo”, que podemos suponer que es tiempo existencial, puesto que su metamorfosis en inmanencia traza el tiempo del ahora. Este deslizamiento existencial no puede inscribirse al régimen vital, en la medida en que suex –” medial desnuda la estabilidad de inscripción. De ahí que Dittborn afirme que todos los caminos llevan a casa. Esta es la forma de vida del nómade. Pues el nómade no es el que vive en la intemperie, o en la intempestiva cruel de la physis, sino el que sabe moverse exóticamente entre dentro y fuera. Este “plano heterotrófico” es la metamorfosis absoluta para la cual no hay tecnología de la lengua, esto es, del régimen de la metáfora como mera secuencia arrastrada por la historicidad. 

En la obra de Raúl Ruiz, en cambio, estamos ante un montaje que desplaza y lleva a su ruina efectiva la “hegemonía de la imagen” como articulación de la medialidad (52). Aquí Thayer apunta a un hecho significativo del gran cineasta franco-chileno: la cuestión del estilo. Escribe Thayer: “…en sus escrituras cinematográficas, cada en un su manierismo especial, se ha traza tentando desobrado también; galaxia a la que la escritura de Ruiz se incorpora como una estrella más en la constelación” (52). Sabemos que el propio Ruiz vinculó la operación télica del cine a la fuerza del “conflicto central” como lucha de clases metamorfoseada en la imagen [2]. De ahí que Thayer insista en que la escritura ruizana es, en primer lugar, desobra, improductividad, profanación, y traza de una politicidad que toma distancia de lo militante (54). Tal vez esa traza política como desistencia, en la medida en que la política misma no ha dejado de ser un principio o una exceptio de la imagen. La potencia de lo falso en el “story-telling” ruiziano es de otro orden, como escribe Thayer en uno de los momentos más importantes del ensayo:

Cuando Ruiz escribe que “la única salida para este mundo – este claustro o clausura –  que nos tocó es la imagen, que una de las posibilidades del cine es romper con los automatismo para ver lo consabido, no nos está invitado simplemente hacia un afuera del mundo, del lenguaje, hacia la imagen como una escritura primordial hundida en una cosa, una allá, un acá anterior al lengua que calla mientas la(s) lengua(s) hablan revoleteando sobre su espalda. Más que avanzar hacia una supuesta imagen o escritura…intenta trascender la condición sustantiva supra o infra lingüístico, Ruiz se dirige hacia al exposición y visibilidad de las condiciones lingüístico-discursivas que subordinan a la posibilidad e la imagen en un simulacro, una interfaz usuaria tanto más eficaz cuanto inadvertida” (60-61). 

La exposición convoca al poder de ver y ser visto. En realidad, esta es la potencia de todo aquello que es estilizado. Un estilo es lo que brilla una vez que la gramática del lenguaje se ha retirado, haciendo posible el afuera de lo inmutable que nos constituye. La maniera de Ruiz, a la que apunta Thayer implícitamente en varias ocasiones, es una perturbación en la estructuración del mundo en la medida en que la latencia descentra el régimen de cliché. De ahí que Thayer vincule la destabilización en el filme con el estilo, el “estilema escriturario cinematográfico de Ruiz” (66). El ejemplum de las ‘cajas chinas’ es paradigmático del estilo, puesto que las cajas china no tiene otra función que contenerse como elemento en la lista que las contiene (76). En otras palabras, es la arbitrariedad del deseo en el corazón de la forma. El montaje es índice de la medialidad exote donde se nos agujera el afuera de la vida: “el montaje chamico cuyo performance básico es la del salto de un mundo a otro, salto que deestabiliza la formula intramundana y la intermundana” (78). Obviamente, saltar del mundo de la vida al mundo de la muerte confirma que la biopolítica jamás puede constituir un horizonte que no sea caída a la dominación del tiempo de la vida, que termina limando los heterocronismos que abren los tiempos existeniciales. Ya no es suficiente decir que la “biopolítica no es todo”; es también necesario decir que el no-todo se encuentra fuera del régimen de la biopolitización.

A nadie se le escapa que el exote deja atrás la trampa de la negatividad, pero no es menos importante reconocerle una distancia con respeto a los vitalismos contemporáneos, donde la encarnación a lo corpóreo aflora como lugar de las compensaciones ante la ruina. Por eso es importante el último capítulo sobre el trabajo de fieltros y patchwork de la artista Nury González. Aquí Thayer explicita que el exote no es una salida del mundo, sino que reside allí mismo en “la superficie que en la distancia visual se presenta al ojo como llanura desplegada de paisajes” (87). Y en la apariencia misma de lo múltiple es que “el reparto de lo familiar y lo infamiliar, de ahí y el aquí, de lo anterior y lo posterior, del adentro y el afuera” destituye la economía, que es siempre metafísica del orden y proceso de domesticación (y del hogar) (88). Afuera vemos que el “afuerino” o “exote” habitar al no-lugar que, no es topología alguna, sino “habitar del arte” (89). Obviamente que Thayer tiene en mente El origen de la obra del arte, pero mientras que la cuestión para el filósofo alemán consistía en el problema del utensilio para llegar a la cosa; en Thayer hay un gesto por mantener abiertos todos los caminos del fieltro como posibilidades de mundo (91). El trabajo con el fieltro apunta a dos registros yuxtapuestos: el problema del hacer como forma de vida sin obra (argos), y, en segundo lugar, la experiencia como recorrido por estrías de zonas autárquicas. 

Una estría sobre el mundo es condición de posibilidad de la experiencia, de un encuentro que no puede programarse ni ser programable porque no tiene principio ni propósito. Y es en este sentido es que lo liso del fieltro inscribe una anarquía de lo posible. Y decir anarquía del pensamiento significa, en primer lugar, que no hay una política que pueda ordenar la turbulencia de la imaginación. En un momento del final del ensayo, Thayer registra el vórtice de esta postura: “El fieltro es el espacio interno al descampado, al desierto, al mar, a lo exote…El tejido integra al cuerpo y al afuera en su pliegue y elasticidad estacionaria” (91). En la figura del fieltro, el exote encuentra algo su mayor vórtice de intensificación, puesto que en el vestir del patchwork reside el umbral que traza una zona limítrofe entre dentro y fuera en todo su despliegue mitopoético como acontecimiento fuera del tiempo. No es casual, en efecto, que el mito del fieltro encuentre un lugar decisivo en la imaginación poética sobre el destino y la errancia sobre la tierra [2].

El fieltro no es simplemente una metáfora de la “división de poderes” desde la cual algunos pensadores modernos vincularon el patchwork al federalismo comunitario; el fieltro asiste a la pregunta de la tecnología como cuestión mucho más originaria capaz de transfigurar lo real (98). En efecto, el fieltro es la textura de todo aquello que agujera la antropología de las realidades y las organizaciones conceptuales del “Uno”. El pasaje a lo abierto de lo real queda así expuesto. Sobre lo liso, la existencia y el mundo se reanudan y barajan sus medios.  

Notas 

1. Willy Thayer. Tecnologías de la crítica: entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze (ediciones / metales pesados, 2010). pp.178-179.

2. Sobre le dimensión esotérica del fieltro en la Divina Comedia, ver The myth of felt (1949), de Leonardo Olschki. Recientemente, Massimo Cacciari ha rescatado la dimensión mitopoética de la errancia de Dante en “Patria Europa”, L’Expresso, mayo de 2019: http://espresso.repubblica.it/plus/articoli/2019/05/16/news/patriaeuropa-1.334755