Domingo de Chile. Intervención en “La revuelta de octubre y el ascenso del neopinochetismo”. por Gerardo Muñoz

Asomarse a la coyuntura chilena es seguir comprobando que Chile no cesa de ser algo así como un laboratorio de las gramáticas políticas y sus crisis. Basta con pensar en la secuencia: ascenso de la “vía chilena al socialismo”, golpe de estado y modelo económico ilimitado (Pinochetismo 1), transición y operación legal de la constitución subsidiaria (Guzmán-Pinochetismo 2), revuelta contrametropolitana del 18 de octubre, e instancia instituyente doblemente marcada por la transformación de la derecha (ahora en clave nacional-popular y antropológica) y la escena escritural de la constituyente. El laboratorio chileno abre una pregunta que queda como tarea para la época: ¿Qué significa hoy instituir? ¿Cómo pensar una lógica instituyente, dentro o más allá de los diseños del constitucionalismo contemporáneo? O más bien, ¿es ya lo instituyente, en su deriva constitucional, una puerta abierta para la metástasis del propio neoliberalismo en sus sucesivas pérdidas de “pelleja de reptil” en el seno de lo social” (tomo esto verbatim de Willy Thayer) [1]. En cualquier caso, el laboratorio chileno agita la pregunta por la diferenciación entre institución y constitucionalismo, en un nudo aporético tal y como en su momento fue el experimento entre dictadura y libre mercado vis-a-vis la racionalidad de Chicago.

De manera que este último experimento del laboratorio chileno se mide por encontrar una respuesta a la pregunta acechante: ¿Cómo dejar atrás las múltiples metamorfosis del pinochetismo que desde los abiertamente herederos del dictador (Guzmán mediante) hasta quienes lo traducen a crédito para derivar un mal menor (de Mayol a Boric) representan el hilo de una continuidad? Así, en un sentido estricto, no habría “neo-pinochetismo” sino una transversal o cuasi-transcendental que se expresa como paradigma flexible de la forma Hacienda, como ha argumentado Iván Torres Apablaza [2]. Desde luego, si el pinochetismo es una cuasi-transcendental, la signatura post-octubrista se mide contra este único enemigo en todas sus apariciones capilares. ¿Es posible darle frente? ¿Y cómo? ¿Puede el constitucionalismo gestionar una reinvención democrática, si el vórtice mismo de la unidad de pueblo ha sido liquidada por la propia sutura entre valor y racionalidad económica en lo social? En este nudo solo podemos apostar por la invención, quizás, de un constitucionalismo menor, disyuntivo, capaz de mezclar los tiempos (destituyentes e instituyentes) en una deriva necesariamente posthegemónica; esto es, sin clausurar la instancia entre democracia y gobernabilidad para dejar abierto la irrupción conflictiva.

El gran equivoco de nuestro tiempo es pensar que la fuerza destituyente – el vórtice de la desrealización de la ratio criolla de la soberanía chilena con el momento octubrista – es un estado previo a la instancia de una forma constituyente [3]. Todo lo contrario: lo destituyente es otro nombre por el vacío irreductible en el seno de toda socialización. Intentar darle “prioridad” a esa permanencia de lo des-social por encima de las tribulaciones de la jerarquización de las formas es ya un ápice de avance (una insistencia en la potencia del medio, mas no de los fines). Aquí es donde justamente podemos trascender el impasse teórico conceptual del nuevo constitucionalismo político, común tanto en la derecha plessneriana como en el kelsianismo de izquierda (Herrera y Atria).

Ruptura, destitución, instituir: son las tres claves para el presente ante el dominio de las fuerzas en juego. Y hablar de fuerzas del mundo convoca a la pregunta sobre la “organización”. ¿Es posible repensar la organización más allá de sus formas leninistas, de proyección y finalidad; de intencionalidad y de construcción de un partido político antes de afirmar condiciones revolucionarias de existencia? Bordiga: dejemos de pensar tanto en la organización y así llegaremos a la revolución. Desde luego, Bordiga pensaba a contrapelo de la crisis de la “dictadura del proletariado”; hoy se nos muestra como la capacidad de afirmar una excentricidad por fuera de las condiciones objetivas de todo realismo político. Si el discurso político chileno ha intentado “neutralizar” el acontecimiento octubrista desde el dispositivo “ultraizquierdista” (de Brunner y Svensson a Warnken y Boric), en realidad este síntoma nos devuelve es la posibilidad de volver a pensar la instancia revolucionaria en retirada: el verdadero escandalo de atreverse a pensar una revolución existencial.

¿Cómo atravesar las llamaradas de las fuerzas sin quedar consumidos por ellas? Contaba el pensador reaccionario norteamericano Allan Bloom que cuando conoció a Alexandre Kojeve en París de los 50s le preguntó a quemarropa: Maestro, ¿Qué nos pudiera decir para entender las fuerzas de este mundo? A lo que el gran filósofo hegeliano le respondió: pues léase usted, antes que nada, The Man Who Was Thursday de G.K. Chesterton [4]. Y como sabemos, aquella novela trata de un cambio de roles entre anarquistas y policías en una carrera por quemar una ciudad hasta que al final los dos bandos entienden que trabajan para el lado opuesto. Solo hay fuerzas en este mundo sí, pero hacer uso de ellas (o contra ellas) supone estar en condiciones de desrealizar las condiciones en las que el poder nos ha situado. No es menor que el vacío que tanto anarquistas como policías encuentran al final de su contienda es el misterio del “Domingo”, un abismo para el cual no hay partición ni gramática general. Este domingo chileno se juega algo importante – ¡quién lo duda! – pero también es importante no perder de vista ese otro Domingo una vez que la fase electoral haya concluido.

Coda. No existe así una “nueva derecha” por fuera de las chismografías periodísticas de turno. La derecha es, en todo caso, un dispositivo que dispone de una multiplicidad de estrategias postnacionales (sin centro), y por lo tanto ya siempre geopolíticas. De esta manera, pudiéramos decir que hoy política y geopolítica coinciden es un mismo campo de fuerza. Así, deberíamos evitar alojarnos en un “nuevo internacionalismo” y afirmar una “opción renacentista” (en clave de Buckhardt y Nietzsche): éxodo del fragmento en búsqueda de amigos por fuera de la lucha imperial. Abandonar, entonces, todos los maquiavelismos programáticos para no ser consumido en la casona de Arimán, condición planetaria actual.

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Notas 

1. Willy Thayer. “Una constitución menor”, en Papel Máquina 16, 2021, 91.

2. Iván Torres Apablaza. “Octubre y el estallido de la política”, Revista Disenso, noviembre de 2021: https://revistadisenso.com/estallido-de-la-politica/?fbclid=

3. Ver discusión “Momento constituyente, crisis social, pandemia” entre Rodrigo Karmy y Fernando Atria: https://bit.ly/32cGHxo

4. Una anécdota contada por Marco Filoni en conversación conmigo de próxima aparición, “Alexandre Kojève as a philosopher of politics: An interview with Marco Filoni”, Le Grand Continent, diciembre de 2021.

*  Encuentro organizado por Gonzalo Diaz-Letelier (UCR Riverside) y la Revista Disenso el 17 de diciembre de 2021, en el que participamos junto a Willy Thayer, Alejandra Castillo, Roxana Pey, Sergio Villalobos-Ruminott, y Rodrigo Karmy. Ya puede puede verse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=aqgtKpfjJTk

Universidad, Humanidades, Cibernética. Para una conversación con Rodrigo Karmy en la Universidad de Chile. Por Gerardo Muñoz

I. Universidad – El agotamiento epocal de la universidad contemporánea exige una mínima arqueología que no coincida con la historia de la institución. Urge una arqueología de los paradigmas de la crisis no moderna de la universidad. Podemos programáticamente apuntar a tres momentos que guían el devenir de su crisis civilizacional: a) un primer momento de la universidad ilustrada del proyecto de Humboldt, en la que predominó la subjetivación y domesticación de los saberes para la construcción de la autoridad. A escala civilizatoria no habría diferencia alguna entre el proyecto de Sarmiento o el de Simón Rodríguez, o en la campaña de alfabetización total de la Revolución Cubana. La universidad quedaba puesta disposición de un sujeto para la Historia. b) Un segundo momento es la transformación que aparece con el ascenso de la universidad corporativa a raíz del neoliberalismo y de la crisis de legitimación del proyecto ilustrado. En efecto, pudiéramos decir que la universidad neoliberal es parte de la nueva racionalidad que ofreció una salida al estancamiento del fordismo y de la de-contención de la economía en la nueva valorización total. El único lastre de la civilización ilustrada ahora quedaba reducido al dispositivo del contrato entre transmisión de saber y subjetivación del estudiante en consumidor. c) El tercer momento es el que atravesamos ahora y que me gustaría llamar de metástasis cibernética, en el que se busca la destrucción subjetiva de la figura de estudiante con respecto a los procesos contractuales previos. Aquí es muy importante la propuesta programática de Eric Schmidt – escrita en el Wall Street Journal muy tempranamente al comienzo de la pandemia – en la que sugirió que lo importante de este momento era desplegar una verdadera revolución de la infraestructura digital en la que el “estudiante” aparecía como la figura de la mutación. Aunque es demasiado temprano para saberlo, ahora podemos ver que la crisis de la universidad no es meramente relativa a los modos económicos de la organización de la vida, sino que es el sobrevenido de la crisis de la dispensación del logos tras la clausura de la época del Hombre en un nuevo horizonte de la domesticación de la especie. 

II. Humanidades – Para Rodrigo Karmy las Humanidades son el resultado del experimento de la res publica. Desde luego, esto es consistente con el momento ilustrado y sus misiones civilizatorias que hoy ya no avanzan sino a un proceso de abstracción genérico bajo el dominio de la tiranía de los valores. Ahora la funcionalidad efectiva de las “Humanides” es compensatoria en el reino del valor: la única diferencia es que el libertarianismo neoliberal busca limar el polo del valor-negativo (pensemos banalmente en el no-valor que puede tener un curso sobre la pintura de Ticiano o sobre la poesía provenzal); mientras que el progresismo ‘humanista’ defiende un régimen valorativo en la cultura que va mutando, dependiendo de la declinación flexible integra al registro del valor. Por eso es por lo que, como ya en su momento vio con lucidez Gianni Carchia en “Glosa sobre el humanismo” (1977), el debate sobre el humanismo y el anti-humanismo es insuficiente para pensar un verdadero éxodo con respecto al imperii del intercambio, pues en ambos extremos hay un proceso de atenuación de la valorización en curso. En el momento de la impronta cibernética, las humanidades no solo son “residuales” (diagramadas desde la identidad y la intensificación de discursos de la agresión subjetivista), sino que operan como el reducto de la producción técnica del saber. En otras palabras, las Humanidades da un semblante al hecho de que ya no hay una época del Hombre, sino fragmentos que se constelan y que producen encuentros en el mundo.

Las humanidades ahora ejercen la función de domesticar y unificar la an-arquía en curso en las propias mediaciones. Esto genera una mutación en las élites: por eso ya la empresa no es producir “civil servants” de la Humanidad como en la vieja aspiración kantiana; sino más bien en una nueva estructuración medial que domestica la propia potencia experiencial del saber. En un importante ensayo escrito en la última fase de su vida, “Texto y Universidad” (1991), Ivan Illich habló de la pérdida de los contactos sensibles y experienciales con la lectura y las páginas del libro en el experimento del saber. Pero todavía Illich hacia la clausura del mileno, podía pensar que la universidad podía preparar una reforma en línea de la ecclesia sempeter reformanda, capaz de extirpar lo peor de lo mejor de su misión (la corruptio optimi) para renovar el reino de las sensaciones y del gusto en el estudio. Pero ¿es tal cosa posible hoy? En cualquier caso, la fractura de las humanidades nos confronta con la incapacidad de tan siquiera imaginar la forma de otra institución capaz de albergar las condiciones del pensamiento. 

III. Cibernética – El presente pandémico ha mostrado con claridad el ascenso de la cibernética en su eficacia de organizar el mundo de los vivos. Obviamente que esto no es una invención reciente de Silicon Valley; aunque, desde luego, Silicon Valley sea la metonimia de la nueva espiritualización técnica del mundo. En una importante conferencia “La proveniencia del arte y la determinación del pensar” (1967) sobre la relación del arte y el destino de Occidente, Martin Heidegger se refirió la cibernética como la unificación de las ciencias y la hegemonía de la “información” como nueva forma de organizar el mundo de la vida de los existentes. En realidad, la cibernética no es un dispositivo más; sino que llega a suturar la relación entre experiencia y vida, inmiscuyéndose en la noción misma de “distancia”. Por eso es por lo que la cibernética es siempre enemiga de la forma de vida, y es incapaz de crear un destino en el singular. A su vez, la cibernética ya no es un proceso de subjetivación, sino que, mediante su “recursividad”, ahora puede constituir la espectralidad de los vivientes a través de la colonización de la medialidad de los vivos. En este sentido, no hay una oposición entre experiencia y cibernética, sino que la concreción de la cibernética es una organización de las descargas experienciales del mundo psíquico.  

De ahí que en un mundo ya desprovisto de los viejos principios (archein), ahora aparece como la superficie que debe ser optimizada desde la mediación absoluta de la información. La cibernética no es reducible a la tecnología ni a la invención de aparatos, sino a la infraestructura subrogada de la optimización de los fragmentos. Ahora las bases ontológicas de la economía de la acción quedan fisuras ante la crisis de la distancia y la sustitución de la virtualidad por la crisis de la apariencia. Y, sin embargo, la cibernética es incapaz de integrar la irreductibilidad de la existencia. La existencia busca un afuera, desertar de la equivalencia contingente de lo Social, separase asintóticamente con el mundo. Todo pensamiento hoy solo puede acontecer ex universitatis: en otras palabras, el pensamiento es la fuga del vitalismo de una experiencia cuya estrechez política tiende a la negación de la apertura de sus modalidad inexistentes o posibles. En este punto es que podríamos comenzar a pensar una defensa del entorno (Moten) fuera de la vida, que es también una detención de la cibernética que hoy se impone como nueva configuración de un poder en el que experiencia y vida comienzan a constituir la zona invisible que debe ser recogida por la tarea del pensamiento. 

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* Estas notas fueron escritas para preparar la conversación sobre universidad y la crisis de las humanidades en la serie de “Diálogos Permanentes” organizada por Rodrigo Karmy en la Universidad de Chile y que podrá ser vista el viernes 30 de Abril en la página de la Facultad: https://filosofia.uchile.cl/agenda/174490/dialogos-permanentes-humanidades-universidad-contemporaneidad

En la superficie del fieltro: sobre Imagen exote (Palinodia, 2019) de Willy Thayer. por Gerardo Muñoz

Ya en su penúltimo libro Tecnologías de la crítica (ediciones metales pesados, 2010), Willy Thayer apuntaba a la liberación del medio contra el marco de la crítica, éste último un acicate para todo pensamiento en crisis. Si la crítica siempre se posiciona como obstáculo contra el “despeje del mundo”, decía Thayer, la tarea del pensamiento que viene radica en llevar a cabo una “constelación entre deseo, vida, y desistencia” por fuera de la producción en la vida o en el régimen del arte [1]. Si en aquel libro Thayer proponía una desistencia con respecto a los pliegues efectivos de la “crítica”, en su Imagen exote (Palinodia, 2020) apunta a la instancia posterior de este despeje, contra los asideros del “lugar”, y donde acontece un movimiento asintótico de “pura aproximación sin arribo” (9). Despejar la tecnología de la crítica nos coloca en el umbral del exote como des-locación atópica. Thayer nos dice que el exote consiste en “una turbulencia continua, donde resulta imposible establecer puntos de origen, estadía y destino: el viaje por antonomasia, en el que todo viaje, muta, varía, se vuelve otro…” (10). 

En realidad, el “ex” de exote, tomado del registro escritural de Ruiz, no constituye un afuera como excepción al mundo, sino bien una manera de habitar el propio hacer del arte (poesis) como recorrido de otros mundos posibles (15). El exote ruiziano evita dos falsas salidas de una época caída a la cuadratura de “la imagen-mundo”. En primer lugar, una toma de distancia del romanticismo telúrico, siempre compensatorio de una idealia atrapada por “la identidad, la tierra, y lo popular” (17). En segundo término, el exote desoculta toda una sedimentación nómada. Por eso podemos hablar de sí como un régimen parargonal de “verdad”. El exote no es el afuera, sino una atopía disyuntiva entre los mundos; una forma de umbral que, en varios momentos del ensayo, Thayer conecta con una metafórica del viaje: ya sea “todos los puertos del mundo” (Ruiz), el naufragio de los fieltros (González), o los accidentes aéreos (Dittborn). Podemos decir que la mirada del exote – en el arte, en la propia capacidad eruptiva del pensamiento de Thayer – coincide con la turbulencia mitopoética de la historia, donde el mundo es devuelto a la apariencia de sus fragmentos. Escribe Thayer, a propósito de Ruiz: “Es más, algunos de esos cuentos son a la vez mito, saber escondido, broma, caricatura y máscara” (20). Estos fragmentos en montaje habitan una disyunción entre mundo y pensamiento. Esa es la textura que devela el exote. Recorramos algunas zonas de sus tres pliegues. 

En la pintura aeropostal de Eugenio Dittborn, Thayer apunta a su dimensión destabilizadora de la movilidad, de la unidireccionalidad télica; un movimiento accidental y contingente que se vuelve fugitivo y mundano (29). Lo mundano destituye el orden hegemónico de la cultura, así como el dispositivo cartográfico de los territorios. De esta manera, lo mundano deviene la “tecnología del movimiento…un pliegue no es un corte simple que cree polos binarios” (32-33). En otro momento Thayer habla de una “intensidad autogenerativa del tiempo”, que podemos suponer que es tiempo existencial, puesto que su metamorfosis en inmanencia traza el tiempo del ahora. Este deslizamiento existencial no puede inscribirse al régimen vital, en la medida en que suex –” medial desnuda la estabilidad de inscripción. De ahí que Dittborn afirme que todos los caminos llevan a casa. Esta es la forma de vida del nómade. Pues el nómade no es el que vive en la intemperie, o en la intempestiva cruel de la physis, sino el que sabe moverse exóticamente entre dentro y fuera. Este “plano heterotrófico” es la metamorfosis absoluta para la cual no hay tecnología de la lengua, esto es, del régimen de la metáfora como mera secuencia arrastrada por la historicidad. 

En la obra de Raúl Ruiz, en cambio, estamos ante un montaje que desplaza y lleva a su ruina efectiva la “hegemonía de la imagen” como articulación de la medialidad (52). Aquí Thayer apunta a un hecho significativo del gran cineasta franco-chileno: la cuestión del estilo. Escribe Thayer: “…en sus escrituras cinematográficas, cada en un su manierismo especial, se ha traza tentando desobrado también; galaxia a la que la escritura de Ruiz se incorpora como una estrella más en la constelación” (52). Sabemos que el propio Ruiz vinculó la operación télica del cine a la fuerza del “conflicto central” como lucha de clases metamorfoseada en la imagen [2]. De ahí que Thayer insista en que la escritura ruizana es, en primer lugar, desobra, improductividad, profanación, y traza de una politicidad que toma distancia de lo militante (54). Tal vez esa traza política como desistencia, en la medida en que la política misma no ha dejado de ser un principio o una exceptio de la imagen. La potencia de lo falso en el “story-telling” ruiziano es de otro orden, como escribe Thayer en uno de los momentos más importantes del ensayo:

Cuando Ruiz escribe que “la única salida para este mundo – este claustro o clausura –  que nos tocó es la imagen, que una de las posibilidades del cine es romper con los automatismo para ver lo consabido, no nos está invitado simplemente hacia un afuera del mundo, del lenguaje, hacia la imagen como una escritura primordial hundida en una cosa, una allá, un acá anterior al lengua que calla mientas la(s) lengua(s) hablan revoleteando sobre su espalda. Más que avanzar hacia una supuesta imagen o escritura…intenta trascender la condición sustantiva supra o infra lingüístico, Ruiz se dirige hacia al exposición y visibilidad de las condiciones lingüístico-discursivas que subordinan a la posibilidad e la imagen en un simulacro, una interfaz usuaria tanto más eficaz cuanto inadvertida” (60-61). 

La exposición convoca al poder de ver y ser visto. En realidad, esta es la potencia de todo aquello que es estilizado. Un estilo es lo que brilla una vez que la gramática del lenguaje se ha retirado, haciendo posible el afuera de lo inmutable que nos constituye. La maniera de Ruiz, a la que apunta Thayer implícitamente en varias ocasiones, es una perturbación en la estructuración del mundo en la medida en que la latencia descentra el régimen de cliché. De ahí que Thayer vincule la destabilización en el filme con el estilo, el “estilema escriturario cinematográfico de Ruiz” (66). El ejemplum de las ‘cajas chinas’ es paradigmático del estilo, puesto que las cajas china no tiene otra función que contenerse como elemento en la lista que las contiene (76). En otras palabras, es la arbitrariedad del deseo en el corazón de la forma. El montaje es índice de la medialidad exote donde se nos agujera el afuera de la vida: “el montaje chamico cuyo performance básico es la del salto de un mundo a otro, salto que deestabiliza la formula intramundana y la intermundana” (78). Obviamente, saltar del mundo de la vida al mundo de la muerte confirma que la biopolítica jamás puede constituir un horizonte que no sea caída a la dominación del tiempo de la vida, que termina limando los heterocronismos que abren los tiempos existeniciales. Ya no es suficiente decir que la “biopolítica no es todo”; es también necesario decir que el no-todo se encuentra fuera del régimen de la biopolitización.

A nadie se le escapa que el exote deja atrás la trampa de la negatividad, pero no es menos importante reconocerle una distancia con respeto a los vitalismos contemporáneos, donde la encarnación a lo corpóreo aflora como lugar de las compensaciones ante la ruina. Por eso es importante el último capítulo sobre el trabajo de fieltros y patchwork de la artista Nury González. Aquí Thayer explicita que el exote no es una salida del mundo, sino que reside allí mismo en “la superficie que en la distancia visual se presenta al ojo como llanura desplegada de paisajes” (87). Y en la apariencia misma de lo múltiple es que “el reparto de lo familiar y lo infamiliar, de ahí y el aquí, de lo anterior y lo posterior, del adentro y el afuera” destituye la economía, que es siempre metafísica del orden y proceso de domesticación (y del hogar) (88). Afuera vemos que el “afuerino” o “exote” habitar al no-lugar que, no es topología alguna, sino “habitar del arte” (89). Obviamente que Thayer tiene en mente El origen de la obra del arte, pero mientras que la cuestión para el filósofo alemán consistía en el problema del utensilio para llegar a la cosa; en Thayer hay un gesto por mantener abiertos todos los caminos del fieltro como posibilidades de mundo (91). El trabajo con el fieltro apunta a dos registros yuxtapuestos: el problema del hacer como forma de vida sin obra (argos), y, en segundo lugar, la experiencia como recorrido por estrías de zonas autárquicas. 

Una estría sobre el mundo es condición de posibilidad de la experiencia, de un encuentro que no puede programarse ni ser programable porque no tiene principio ni propósito. Y es en este sentido es que lo liso del fieltro inscribe una anarquía de lo posible. Y decir anarquía del pensamiento significa, en primer lugar, que no hay una política que pueda ordenar la turbulencia de la imaginación. En un momento del final del ensayo, Thayer registra el vórtice de esta postura: “El fieltro es el espacio interno al descampado, al desierto, al mar, a lo exote…El tejido integra al cuerpo y al afuera en su pliegue y elasticidad estacionaria” (91). En la figura del fieltro, el exote encuentra algo su mayor vórtice de intensificación, puesto que en el vestir del patchwork reside el umbral que traza una zona limítrofe entre dentro y fuera en todo su despliegue mitopoético como acontecimiento fuera del tiempo. No es casual, en efecto, que el mito del fieltro encuentre un lugar decisivo en la imaginación poética sobre el destino y la errancia sobre la tierra [2].

El fieltro no es simplemente una metáfora de la “división de poderes” desde la cual algunos pensadores modernos vincularon el patchwork al federalismo comunitario; el fieltro asiste a la pregunta de la tecnología como cuestión mucho más originaria capaz de transfigurar lo real (98). En efecto, el fieltro es la textura de todo aquello que agujera la antropología de las realidades y las organizaciones conceptuales del “Uno”. El pasaje a lo abierto de lo real queda así expuesto. Sobre lo liso, la existencia y el mundo se reanudan y barajan sus medios.  

Notas 

1. Willy Thayer. Tecnologías de la crítica: entre Walter Benjamin y Gilles Deleuze (ediciones / metales pesados, 2010). pp.178-179.

2. Sobre le dimensión esotérica del fieltro en la Divina Comedia, ver The myth of felt (1949), de Leonardo Olschki. Recientemente, Massimo Cacciari ha rescatado la dimensión mitopoética de la errancia de Dante en “Patria Europa”, L’Expresso, mayo de 2019: http://espresso.repubblica.it/plus/articoli/2019/05/16/news/patriaeuropa-1.334755

Notas adicionales a mi texto de intervención en el 17/Instituto, 8 de junio de 2020. por Gerardo Muñoz

Dada las limitaciones de espacio en las que he escrito el texto para la intervención en el marco de “¿Separación del mundo?” organizado en el 17/Instituto, quiero dejar aquí cinco notas que contribuyen a elucidar algunos elementos que de otra manera parecerían muy abstractos. Estas apostillas no buscan “desarrollar” las consecuencias del ‘position paper’ – cosa que haré en otro lugar y en otro momento – sino más bien acentuar algunos de los puntos de articulación. Es una lista preliminar, por lo que es probable que hayan otros elementos que solo podré asumir después de la sesión. De manera que, de momento, esta es una lista en construcción.

  1. En su reciente libro Neoliberalismo como teología politica (NED, 2020), José Luis Villacañas coloca como epígrafe la definición de Carl Schmitt sobre el destino como destino político. En los últimos días he tenido la oportunidad de intercambiar algunas ideas sobre esta tesis, por lo cual le estoy agradecido a Villacañas, quien, ante mi pregunta sobre la dimensión antropológica de la “teoría del mundo de la vida”, ha aceptado de que la política no es todo, pero que en la medida en que responde a un momento de irrupción de lo real, se entrega al mundo de la vida como necesariamente una automatización política. Obviamente, no podemos dejar de pensar en la dimensión técnica de esa instancia auto-afirmativa. El debate sigue estando en ese umbral: ¿es la automatización la salida a la crisis de las formas políticas modernas, o, más bien, debemos asumir una diferencia irreductible entre existencia y automatismo para evitar un principio de regulación hegemónica? Quizás no otra cosa pensaba Schmitt en su mitopoética de la historia expuesta en Hamlet o Hécuba (1956).
  2. Desde luego la metafórica de la “navegación” une a la figura del liponaus con la del kybernetes. En la medida en que la cuestión del “ritmo” está ligada al mundo marítimo según Emile Benveniste, podemos decir que el “gesto de la deserción” es una manera de liberar el ritmo que establece el kybernetes. En la cibernética contemporánea, en este sentido, no hay maquinación abstracta, sino el esfuerzo recursivo por homogenizar los ritmos del mundo de la vida.
  3. La temática del destino remite directamente al tema del carácter. Carácter aquí es justamente lo que está fuera de la persona y que, sin embargo, constituye una vida. Por ponerlo en términos de Sánchez Ferlosio: carácter es justo aquello que irrumpe como figura sin porqué. En el carácter se anuda el afuera y la anarquía en el nudo de la facticidad.
  4. Escribe Giorgio Cesarano en Manuale di supprevivenza (1975): “Inutile fuggire. Non esiste una sorte che eluda le « cose » e la cosalità; niente e nessuno regala avventure alternative; la sola avventura possibile è conquistarsi una sorte; il solo modo possibile per farlo è conquistarla a partire dal sito spazio-temporale in cui le « tue » cose ti stampano come una di loro; la sola lotta reale è fare in pezzi la cosalità che ti tiene contendendole ogni moto e ogni passo; pretendere di essere qui dove tutto te lo vieta; riconoscere la propria’ volontà radicale a partire dal cemento sotto il quale affondano le tue radici storiche; esigere dalle « cose »: dagli oggetti d’amore, dagli oggetti d’odio, dagli oggetti di dolosa indifferenza e persino dai poveri oggetti della «ricchezza» inanimata, di essere con te, in quanto tu sei e vuoi essere vivo.” (46).
  5. En su más reciente libro Imagen exote (Palinodia, 2020), Willy Thayer rescata la atopía de Ruiz en un gesto que define de manera análoga all lipanous. Escribe Thayer: “La imagen exote es una migrante, una mutante afirmativa de pasión, de pathos “feliz” …estas historias, esta demás decirlo, se cuenta que los puertos del mundo…Son muchas historias entrecruzadas”. Y luego afirma Thayer: “explorar una aventura es emprender un viaje que, como catástrofe, puede “producir un inédito”. A eso le llamo experiencia.

A note on ‘class’. By Gerardo Muñoz.

I think that a discussion on class and exploitation brings important points for a fundamental disagreement. In so far as thought solicits perpetual interlocution, this exchange seems necessary and timely. Since I alluded in passing to Daniel Zamora’s article on exploitation in a previous note, I would like to recall the way in which he brings to bear the analytical stakes in pursuing the question of ‘exploitation’ against that of ‘inequality’. (Let’s leave for a moment the oppositional form of the debate, that is, between inequality and/or exploitation, which I do not think exhausts the discussion of work in any sense). Zamora writes at the very end of his article:

“Today, more than ever, the success or failure of the struggles to come depend on the capacity of political and class organization (e.g: unions) to draw attention to the socioeconomic stakes represented by the “surplus population”, and to convince the so-called “stable” working class that their fates are intertwined. Indeed, at the very dawn of the industrial era, Marx had already posited that a decisive stage in the development of the class struggle would be the moment when workers “discover that the degree of intensity of the competition among themselves depends wholly on the pressure of the relative surplus population” and thus on their being able to “organize a regular co-peration between employed and unemployed in order to destroy or to weaken the ruinous effects of this natural law of capitalist production on their class” [1].

I do not intend to gloss Zamora’s article, rather I want to use it to introduce at least two intertwined elements of analysis. First, I would agree with Zamora that exploitation has not disappeared from our contemporary world. On the contrary, everything is labour and everyone is exploited insofar as we are in the post-epochal stage dominated by the principle of general equivalence. What disappears is the semblance and unity of the very category of class as articulated in Marx’s thought. In the 1990s, this aporia underlying the “theory of the working class” was posed with immense clarity by the Chilean philosopher Willy Thayer as follows:

“Escasa la teoria porque esta ha caido en el territorio de la fenomenolidad. Lo que equivale a decir que el conflicto o la divison del trabajo entre teoria y fenomenolidad ya no rigen estrictamente mas. La efectividad ha subsumido esa posibilidad” [2].

So, the end of work does not mean the end of exploitation as such, but a turbulence between the categorial sphere and the phenomenal sphere. As Willy Thayer observed, the totalization of real subsumption of capital leaves only capitalism and gets rid off the potential for revolution (Thayer 139). So, if we only account for labor in the way that Zamora (or even Hatfield at the end of his book) seems to do, then, how can the role of finance, derivative models, the phenomenon of debt, and the pure means of speculative capital where nothing is produced except value itself be thought? It is general knowledge that for Marxism the model solicits a necessary mediation between money, commodity, and surplus value. However, in the ‘financial turn’, as Joseph Vogl discusses at length in his Specter of capital (Stanford 2013), work is reduced to mere re-production of value for value’s sake. For Vogl this is linked to bad faith and guilt. Today, it seems that the attractiveness of the category of class in the new the sociological revival of Marxism is solely discursive, since it cannot say anything about these transformations.

More important is the fact that, by retaining the category of class, the sociological critic secures his place as a vanguard of his time, leaving untouched the constitutive productionism at the heart of Marxian critique of capitalist labour. This is, after all, the philosophy of history working both against existence (wanting to “convince” specific subjects, whether in motley or unified social determination), while voicing a messianic promise for an emancipation to come. Of course, this does not mean that the idea of class could not be reworked as to grasp something else beyond Marx, as Andrea Cavalletti has demonstrated [3]. But the positive horizon that posits class against inequality does not do the work as an analytical tool to understand the global predicament. In fact, it seems to restitute as a sort of violence implicit in political drives.

When Zamora speaks of the “intention to convince the stable working class”, he reveals an old desire of the Left. (And it should not come as surprise that his book on Foucault and Neoliberalism comes endorsed by the Marxist sociologist Vivek Chibber). However, this is a legitimate political position, which actually exited last century under the name of guerrilla warfare. What is the guerrilla if not a process of subjectivization that pushes to link or “convince” the unemployed or the lumpen (whoever inhabits the outside of the “stable working class”) with class, or vice versa (those outside with the stable proletariat)?

It is very interesting that those who stand for full fleshed theory of such a strict political action do not push (at least explicitly) for guerrilla warfare. But it is the guerrilla form what seems to haunt the very horizon of thought that demands revolutionary alliance. Guerrilla is the unsaid of ‘obligatory’ class as a sort of universal military conscription or duty. Against voluntarism or this kind of brute force, the task is to imagine other ways of thinking labor as an exigency for our times. Infrapolitical exodus – exemplified by the sabbath (see Kelso 2016) – seems to me a space beyond this productionism and the recurring promise of emancipation of life through work.

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Notes

1, Daniel Zamora. “When inequality replaces exploitation: the condition of surplus-populition under neoliberalism “. Non-site, Issue 10, September 2013.

2, Willy Thayer. “Tercer Espacio e ilimitacion capitalista” (1999). But also see his “Fin del trabajo intelectual”, in Fragmento repetido (ediciones/metales pesados, 2006)

3, Andrea Cavalletti. Clase: el despertar de la multitud. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2013.