Un cuarto paradigma de desocialización. Sobre Pensiero istituente. Tre paradigmi di ontologia politica de Roberto Esposito. por Gerardo Muñoz

La publicación de Pensiero istituente. Tre paradigmi di ontologia politica (2020) de Roberto Esposito consolida el giro más reciente del pensador italiano por establecer con firmeza conceptual una postura afirmativa que ya venía asomándose con insistencia en Due (2013) y Da Fouri (2016), dos ambiciosos libros en favor de una teoría italiana de la afirmación que propen dejar atrás las condiciones de pensamiento de la French theory (Deleueze, Foucault, y el postestructuralismo) y la filosofía alemana heideggeriana y post-heideggeriana. En cierto modo, la crítica que Esposito elabora en Pensiero instituyente contra las dos ontologías políticas fundamentales – la constituyente arraigada en la inmanencia absoluta que peca de exceso de politicidad, y la destituyente que peca de una relación abismal entre vida y política, y por lo tanto insuficiente para ser afirmativa – es una continuidad de un diseño metacrítico que Esposito ha elaborado de manera sistemática en estos últimos años traspasando sus propios trabajos sobre lo impolítico, la comunidad y la tercera persona. Por lo tanto, no hay por parte de Esposito una desvinculación de la ruta de su proyecto, aunque tal vez sí un exceso de afirmación, tal vez motivado por las propias críticas de P.P. Portinaro en la medida en que ahora para Esposito es Maquiavelo quien estaría en el “corazón del paradigma instituyente” [1]. Este tercer paradigma desde el cual Esposito busca refundar una nueva ontología de lo político se asume como una ontología del equilibrio, incluso explícitamente la sitúa bajo la figura del “orden” social, ajena a los déficits inertes del paradigma destituyente pero no tan intensa como el paradigma constiyente de la inmanencia. Y para Esposito, entonces, una praxis instituyente es la única opción posible y deseable para volver a sacar de la crisis terminal a la filosofía política contemporánea (13).

Un lector suspicaz habrá notado (además es uno de los hilos que recorre todo el libro de Esposito) que esta tarea solo es posible si se acepta enmarcar el problema en la filosofía política, cuyo horizonte final es la legitimidad; un punto infranqueable y que Esposito alude hacia el final de su libro y no del todo de manera satisfactoria para su propio argumento, como veremos más adelante. En primer lugar, resulta llamativo el diseño de Pensiero instituyente, pues a pesar de ser un libro que propone la rehabilitación de una filosofía política instituyente los paradigmas políticos (el constituyente y el destituyente) no son tematizados desde sus traducciones políticas en tanto tal, sino desde las condiciones filosóficas que dan lugar a sus formas posteriores. Así, es Heidegger quien aparece como el representante del paradigma destituye y no las elaboraciones de Giorgio Agamben, Reiner Schürmann, Comité invisible, o Marcello Tarì. Y lo mismo sucede con el paradigma constituyente, en el que no es Negri & Hardt, las teorías de la sociedad civil de Arato & Cohen, o la obra monumental en torno al poder constituye del republicanismo de Skinner a Ackerman quienes aparecen tematizados, sino exclusivamente la obra de Gilles Deleuze. Lo curioso de este diseño es que en el paradigma instituyente que propone Esposito ya no es una categoría fundamental la que orienta la noción de institución (a pesar de que Hauriou o Santi Romano aparecen glosados hacia el final del libro), sino que es una traducción propiamente de la filosofía política cifrada en el pensamiento de Claude Lefort. Deberíamos preguntarnos de qué modo este diseño ‘asimétrico’ de Pensiero instituyente registra una interface en el molde de Esposito; o si, por el contrario, Lefort es una figura hiperbólica de toda la praxis instituyente que recoge las mediaciones entre vida, y política, y estado derecho más allá de la teología politica.

Sabemos que para Esposito ir más allá de la teología política, o de la sombra teológica-política de la persona y sus inversiones (la potencia destituyente también estaría caída a ella, así como todo mesianismo paulino derivado del trabajo desplegado por Agamben tras los estudios de Taubes, el paradigma trinitario, y la fenomenología de la religión de Heidegger) ha estado en el centro de su impronta teórica, aunque tal vez, como ha mostrado Alberto Moreiras, siempre desde una dependencia comunitaria que necesita de una biopolítica afirmativa para poder realizarse [2]. De alguna manera la biopolítica afirmativa es el presupuesto de Esposito detrás de esta deriva afirmativa ahora como un sustrato antropológico capaz de articular la socialización con realismo. En efecto, en Pensiero instituyente Esposito no es que tome distancia de la comunitas previamente adjudicada a la biopolítica positiva y a la “gran política”, sino que la política instituyente supone nada más y nada menos que una nueva lógica de la socialización misma. Por ejemplo, escribe Esposito: “Si no hubiera sociedad, ya no habría politica tampoco, ya que la política está orientada hacia la relación entre seres humanos. Y al revés también: sin política no se podría definir la sociedad…” (157). Y más adelante incluso con mayor énfasis y de la mano de Lefort: “…de la mano del discurso antropológico, Lefort enseña que es mediante la negación de la naturaleza, o bien a través de un modo reflexivo del saber con ésta que los seres humanos pueden conquistar la dimensión de la historia” (169).

La praxis instituyente de la democracia coincide, en un sentido preciso, con el proceso abierto de la socialización infinita que pasa a ser instituida por una política afirmativa. Lo que se busca es un sentido de nuevo realismo político, pero a cambio de aceptar la socialización como gramática central de lo político. Pero al hacerlo se desatiende el hecho de la crisis de lo social como lógica subsidiaria al principio general de equivalencia. Esta es su crisis actual de legitimidad. En cualquier caso, es importante notar que esta antropología de la donación y del regalo – Esposito llega incluso a citar a Mauss sobre la forma del intercambio y obligación – no nos lleva a una salida de nihilismo actual de lo social como avatar de la lógica cambiaria, sino que nos atrapa en el paradigma fundamente de la época fordista. No podemos olvidar aquí que el propio Kòjeve había desarrollado la teoría del ‘colonialismo donante’ con el propósito de agilizar la universalización de lo social para hacer a los sujetos de lo político mejores clientes. Este es el proyecto de la universalización hegeliana. ¿Y no este el paradigma de toda antropología política basada en una reproducción infinita de “realización en la que los seres humanos afirman su propia socialización? (178). ¿Es posible seguir pensando que el fordismo, la mediación de lo social, y la hegemonía política puede todavía constituir un horizonte instituyente para una tercera posición afirmativa?

Este un problema que Esposito no logra resolver mediante el uso de las teorías de Claude Lefort sobre la antropología política, la institución de lo social, y la mediación con el derecho. A mi juicio, es sumamente insatisfactoria la deriva de Esposito sobre la concepción de los “derechos humanos” de Lefort cuya incepción crítica-política pudiera haber sido importante en la matriz general de la Guerra Fría, pero que ya no puede serlo en una época en la que la humanitarización del derecho se ha constituido como un paradigma para la reproducción imperial de hegemonías en curso y sus formas bélicas (muy recomendable aquí son los últimos libros del jurista e historiador Samuel Moyn sobre los derechos humanos en la justificación de una guerra infinita). La restitución del paradigma de los derechos humanos no puede ser sino una abstracción de fondo al menos que se especifique los modos de su legitimación en un orden concreto. De otra forma, ciertamente, ‘quien dice Humanidad busca mentir’. El problema del arribo del derecho en el pensamiento de Esposito-Lefort, sin embargo, no tiene como consecuencia última usos geopolíticos en la escena internacional contemporánea. En realidad, este es el menor de sus problemas. El dilema fundamental es que si Esposito busca promover las condiciones “maquiavelianas de la política” – desde la producción de apariencia e inestabilidad del conflicto (187) – para las cuales una práctica instituyente tendría la tarea de mediar estas dos condiciones de lo político, entonces la centralidad del derecho, aunque necesaria, estaría repitiendo la misma lógica hobbesiana que funda el positivismo en la modernidad política liberal. Y si es así entonces no nos hemos movido ni un ápice de la crisis actual tras el agotamiento de las mediaciones entre ontología de lo político, autonomía de lo social y génesis del derecho. Como sabemos gracias a los estudios de Adrian Vermeule, el propio desarrollo interno del derecho, incluso en sus casos más robustos, ha abdicado a las formas administrativas de la delegación, donde la lógica procedimental está marcada por una crisis del positivismo y del ascenso de formas discrecionales basadas en valores contingentes [3]. Esta latencia aparece en las últimas páginas del tercer paradigma que defiende Esposito en una conceptualización ad hoc de la justicia desde la “negatividad” del derecho contra toda positivización (al parecer aquí sí necesita de excesos de negación). Si entiendo bien lo que dice Esposito, el tercer paradigma instituyente de lo político estaría marcado paradójicamente por una deriva anti-institucional en la medida en que es antipositivista, y para la cual los jueces ya no aplican el derecho, sino que asumen barómetros interpretativos para ejecutar el carácter legítimo de un ordenamiento jurídico. En cualquier caso, esta concepción antipositivista del derecho no es fuente de una nueva legitimidad, sino que se convierte (como se ha convertido) en una politización moral de la jurisprudencia cuyo espíritu, como vio Carl Schmitt, es íntegramente anti-institucional en virtud de su subsistencia en valores [4].

¿Es posible revivir el positivismo jurídico tras la caída a la crisis de autoridad? Esta es la salida de Portinaro, ciertamente. Es probable que la negativa de Esposito al respecto sea sintomática de la aporía de su propio paradigma instituyente mediante una teoría anti-institucional del derecho. En efecto, Esposito termina el libro glosando cómo para Lefort la ontología vista desde el derecho agota la totalidad de la realidad. (207). Y podemos decir que el triunfo del administrative law es el cumplimiento total de la sutura entre vida y derecho como neutralización política para una época de juristocracia de valores. La sutura entre vida y administración del derecho es ahora la legitimidad fundante, para volver al inicio de nuestra discusión del comienzo. Hay un impasse entre Portinaro y Esposito que tiene todo que ver con la crisis del positivismo. De manera que habría necesidad de un cuarto paradigma – asumiendo la tarea de Esposito de un pensamiento instituyente – que podríamos llamar infrajuridicidad, o una separación entre derecho administrativo la producción del conflicto político de lo social, que separa a su vez teología y política (valor y aplicación) para no derivar un sentido legalista de la autoridad [5]. Desde luego, mantener una separación entre derecho administrativo (como diseño thin aunque capacitado desde las competencias técnicas) y vida es otra manera de evitar la caída a la totalización de lo social desde la artificialidad de las instituciones que fundan el presupuesto realista desde el concepto y no desde la facticidad administrativa. Esta separación dejaría el vacío constitutivo de la desocialización de lo social como condición previa a una legitimidad en la crisis jurídica contemporánea a partir del dominio abstracto del valor (y que algunos juristas han llamado “la revolución silente de la “cost & benefit rationality”). De momento no tenemos un vocabulario adecuado para reinventar otra legitimidad, a pesar de la necesidad de pensar una práctica instituyente entre los seres vivos. De ahí, entonces, la necesidad de tomar distancia del principio de legitimidad para la elaboración de una filosofía política concreta.

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Notas 

1. Roberto Esposito. Instituting Thought: Three Paradigms of Political Ontology (Polity, 2021), 11.

2. Alberto Moreiras. Infrapolítica: instrucciones de uso (La Oficina, 2020), 169.

3. Adrian Vermeule. Law’s Abnegation: From Law’s Empire to the Administrative State (Harvard U Press, 2016). 

4. Carl Schmitt. La tiranía de los valores (Hydra, 2014).

5. Recientemente esta disyunción entre el dominio de la jurisprudencia y la vida es lo que hemos defendido en el ensayo “Amy Coney Barrett: la revolución legal conservadora y el reino” (2020): https://revistaelestornudo.com/amy-coney-barrett-la-revolucion-legal-conservadora-y-el-reino/

La fe liberal: sobre Razón Bruta Revolucionaria: la propuesta política de Fernando Atria (Katankura Editorial, 2020), de Hugo Herrera. por Gerardo Muñoz

En Razón Bruta Revolucionaria: la propuesta política de Fernando Atria (Katankura Editorial, 2020), Hugo Herrera alerta del absolutismo de la razón que subyace a un cierto tipo de pensamiento político de la época. Si bien el blanco de ataque son las elaboraciones de Fernando Atria, podemos derivar de este caso un rendimiento que atraviesa a todo el cosmos liberal. Cuando la política se ejerce desde la “brutalidad de la razón” emergen nuevos ídolos, a pesar de que sus nombres ahora sean la “deliberación pública”, la “participación”, o “la común humanidad”. Estamos ante una razón entregada a la astucia del universal. Desde luego, no deja de ser irónico que la ideología política que irrumpió para descomprimir la carga del absoluto de los poderes públicos europeos, con el tiempo, se transformó en una racionalidad reactiva, organizada desde una jerarquía de valores morales. Herrera tiene razón cuando intuye que ahí donde existe una precariedad hermenéutica tiene lugar un “ejercicio de un pensamiento dogmático”. Un rasgo dogmático que se desentiende de la dimensión insondable de la experiencia humana (18). Una política ensayada en nombre de la Humanidad cumple así dos movimientos fronterizos: impulsa un horizonte providencialista y oblitera la conflictividad en lo concreto. El componente “dogmático” que Herrera le adjudica a los presupuestos de Atria pueden extenderse a la ratio del liberalismo contemporáneo. Sin embargo, no es mi propósito disolver la especificidad crítica de Herrera al pensamiento de Atria. En lo que sigue tan solo quiero atenerme a tres registros que nos ayudan a desarrollar una crítica de la tecnificación del liberalismo político. Por supuesto, recorrer estos nudos dilucidará los diferentes ingredientes de la crisis de la forma liberal.    

En primer lugar, Herrera detecta en el pensamiento de Atria una profunda moralización de la política. El humus de esta moralización no tiene tanto que ver con una coherencia interna de principios (como suele suceder en teorías del derecho), sino más bien con un mecanismo regulativo de las motivaciones de los actores sociales (23). Esta regulación permite establecer una diferencia tajante entre estado y mercado, para así privilegiar la motivación universal del activismo social. Al carecer de una facticidad concreta, Herrera recuerda que Atria recurre a una “pedagogía lenta” con el propósito de transformar la interioridad subjetiva como meta de todo proyecto hegemónico. En efecto, la primacía de un mecanismo discriminatorio de la moral se vuelve de naturaleza biopolítica, pues el énfasis pasa a estar en la reducción de la heterogeneidad de los actos. La fuerza de moral establece su meta universal mediante una práctica de deliberación pública que aspira al “reconocimiento recíproco universal” (26). De este modo, la finalidad de la política recae en la manera en que el particular pasa a ser subsumido por la abstracción universal. El peso de esta universalidad moral, como subraya Herrera, no puede implicar otra cosa que la jerarquización y exclusión de intereses heterogéneos singulares. En la medida en que el proceso de legitimación de la universalidad se da en la forma de una “comunidad”, todo interés contrario a su cierre es excluido por necesidad, puesto que el “sentido sustantivo de que la decisión se justifica a razones que son comunes a todos” (31). Lo que Atria denomina un “reconocimiento recíproco” se produce desde condiciones de un consenso tético sin afuera. De ahí que el verdadero dilema lo encontramos en una nueva superación integral entre la “comunidad sustantiva y el formalismo extremo de la universalización” (33). Esta totalidad sin fisuras genera dos procesos polares:  la despolitización de parte de quienes desatienten las bases consensuales que orientan a la comunidad; y una demanda de politización de todo aquel al interior de la deliberación. Ciertamente, esta es la lógica de movilización total elevada a la trascendencia de un común genérico. No deja de ser un hecho curioso la convergencia con el neoliberalismo en su misión anti-institucional subjetiva: si para el mercado se trata de fabricar un emprendedor; para la política universal, se trata de fomentar una militancia activa. Desde la antropología política, Herrera nos recuerda que el reconocimiento universal es imposible, porque la propia naturaleza del ser en la realidad es de naturaleza excéntrica. Y es aquí donde recae la función de las instituciones: prever y contener de antemano el peso de las pruebas de lo real. Todo cierre comunitario es ajeno a la “irreductible inconsistencia de lo real” (40). Ese déficit propio de la moralización política no puede hacer otra cosa que domesticar la realidad, y, por consiguiente, evitar la conflictividad de lo heterogéneo. 

Herrera nos dice que la orientación del pensamiento político debe ser otra. La política debe insistir en la irreductibilidad entre comunidad y su afuera, entre las normas genéricas y la dimensión concreta de una situación, entre los procedimientos y el disenso, entre el mundo de la política y la esfera excéntrica de la existencia. Escribe Herrera: “Se requiere un pensamiento político que se percate de que no es por medio de un dispositivo consistente consigo mismo, encerrado en si mismo, que se logra comprender adecuadamente al otro a las situaciones, precisamente: a lo que es heterogéneo con todo dispositivo. Un pensamiento que atienda a que, dada la heterogeneidad entre la actividad generalizante de la deliberación publica y lo singular y concreto de las situaciones y los individuos, la consecuencia de un “reconcomiendo recíproco universal” …es una meta imposible” (42). No existe la plenitud, al menos que sea como política extática, tal y como lo fue durante el estado totalitario durante el siglo veinte. Esta política extática en un sentido thin supone la dominación vía el auto-sometimiento a un principio de gobierno substantivo. Desde luego, en en esta forma no espacio para el escepticismo, pues el escéptico como “mera presencia irrita al revolucionario” (48). Herrera no se equivoca en calificar esta racionalidad como el dispositivo de la técnica revolucionaria. Sabemos que en la tradición leninista, cualquier “desvío” de la conducta ideológica era considerara “diversionismo” de la causa eficiente. De igual modo, en el cosmos de Atria, el escéptico pasa a ser un emotivista cuyos intereses privados lo autoexcluyen de la liturgia del reconocimiento. 

El humanismo de estado deviene un espejo invertido del absolutismo de mercado. Y Herrera hace bien en notar que, dada la “debilidad de la burocracia profesional” (imaginamos que refiere aquí al estado administrativo, que, en otros contextos, garantiza una mayor densidad de la división de poderes) del contexto chileno los recursos materiales terminarían canalizados en manos de cuadros políticos-partidistas (52). No hace falta indicar cómo la forma estatal “activista”, históricamente asociada con el Welfare state, ha dado paso dócilmente a una racionalidad de costos y beneficios de la liberalización del mercado. De ahí que el rasgo más arcaico del pensamiento de Atria es suponer que la “comunidad política”, realizada en el espíritu universal del estado, sea el fin de la política. Pero ni el estado ni las instituciones pueden ser comprendidas como puntos de llegada. Y no hay porqué creer que la finalidad de la política surge de la compenetración entre comunidad y humanidad. 

La tesis atriana de la “radicalización de lo político” indica una movilización que deriva en la producción efectiva de la subjetividad, así como en la disolución misma de la política. En un importante momento del ensayo Herrera cita a Atria: “La radicalización de lo político es su superación: es llegar al reconocimiento recíproco universal, lo que implica que comunidad política y común humanidad deviene términos coextensivos” (66). El reconocimiento mediante la deliberación queda atrapado en una zona de indeterminación en la cual la política termina siendo una administración genérica de voluntades. Lo sorprendente de este marco mental es que coincide íntegramente con el esquematismo del proceso de abstracción del mercado . Así, lo político se muestra como el polo inverso de la economía. Mientras que el mercado des-jerarquiza los valores sociales; la política de la común humanidad subsume las diferencias en su coextensividad. Si la economía regula indirectamente la distribución de valores y efectos secundarios al juego de intereses; en la radicalización política asistimos al sometimiento bajo el presupuesto común. Y, si en el mercado prima la absolutización de lo intercambiable, en la política gobierna el reconocimiento como una única forma ejercer la voluntad. Pero tanto la economía como la política le dan la espalda al principio insondable de la realidad. Ambos polos promueven un monoteísmo de la forma.

En el fondo, Herrera acierta al diagnosticar que la moralización es índice de una profunda crisis hermenéutica. En primer lugar, la pobreza hermenéutica refiere a un déficit de comprensión sobre lo múltiple en todo su carácter “emergente e incontrolable” (75). En segundo lugar, la crisis hermenéutica asume una postura fideista como plenitud de la comunidad política (75). Esta postura hegemónica en la política de izquierdas tiende a favorecer la persuasión como aceptación de la dominación (80). Así, la maximización de lo político termina divorciada de la expansión conflictiva de la democracia. En uno de los momentos más llamativos del libro, Herrera transcribe un episodio en el que el propio jurista admite que la noción de “común humanidad” tiene su sostén como “confianza” y “fe” (67). Ya algunos han notado que la fe o pistis es la arcana temporal del crédito, cuya estructura dota al sometimiento de un rembolso a tiempo futuro [1]. Que esta estructura crediticia aparezca también en un liberal de izquierdas nos la medida de cómo el impasse de una hermenéutica de auto-reforma solo puede atinar a la fe de su propio autoabastecimiento (unidad o consenso). La fe liberal es una fe sin teología, pues carece de fundamentos místicos (mystique) a la vez que promueve la idolatría de “lo político” en la superación comunitaria. Como argumenta Rodrigo Karmy, el monoteísmo de Atria irradia un katechon secularizado que sutura la irreductibilidad entre el polo de las instituciones, y el polo de la dimensión apofática del pueblo [2]. De ahí su textura sacramental. En otras palabras, la fe del liberalismo consta de una especificidad litúrgica, puesto que para realizar la obra providencial de esa “coextensividad de la humanidad”, la política debe traducir el tiempo insondable de la experiencia en energía de sujeción comunitaria [3]. De ahí que la teología política no sea una divisa exclusiva del neoliberalismo, sino que es el vórtice arcaico de un liberalismo tasado como activismo de su fe. En una época de crisis de legitimidad, lo político emerge como un bloque de contención contra la creciente fragmentación y la latencia de la guerra civil. Una fe débil que termina reproduciendo y administrando los efectos de su propia patología.  

¿Ofrece Hugo Herrera una salida al impasse del pensamiento de Atria? Hacia el final del libro se explicita su horizonte al que denomina “existencia republicana” (82). Una existencia republicana que apuesta por la división de poderes, así como en la multiplicación de esferas al interior de la sociedad civil. El dilema es que estas condiciones hoy aparecen atravesadas por la ilegitimidaddel interregno actual. Es obvio que en Chile este momento ha quedado cifrado bajo la asonada de octubre de 2019. De ahí que la tarea de una reinvención hermenéutica también tendría que calibrar la manera en que categorías heredadas de la modernidad política como sociedad, ciudadano, comercio o poder constituyente han dejado de estar circunscritas a esferas de acción nítidamente diferenciadas. Una nueva hermenéutica tendría que estar en condiciones de probarse ante el límite de la antropología filosófica que, como señaló el propio Helmuth Plessner, partía de la premisa de que la nación era el horizonte civilizatorio para la actividad excéntrica del humano [4]. No sugiero que se deba hacer algo así como una “política posnacional” ni nada por el estilo, sino más bien intento llamar la atención a la configuración del principio de realidad que maneja la antropología política y que un siglo después exige descripciones mucho más complejas.

Por esta misma razón, una hermenéutica que se limite a la renovación de la antropología filosófica quedaría todavía inscrita en el espacio negativo de la tecnificación de lo político como principio coextensivo al mundo de la vida. Me gustaría, en cambio, insistir en la disyunción entre república y existencia, así como en la diferencia absoluta entre el mundo de la vida y forma política como punto de partida para librar al evento del cierre tético de lo común y de la excepcionalidad soberana. Si la antropología filosófica asume la política como compensación al estado de inseguridad; una separación de la política recuerda que todo destino singular debe medirse a partir de las formas de vidas y estilos que nos damos. Enfatizar la primacía del evento implica rebajar la formalización de una “política pertinente” que todavía orienta la elaboración hermenéutica de Herrera hacia un telos del orden [5]. Al despejar esta exterioridad desplazamos la forma política a un segundo plano. Solo manteniendo una apertura con el afuera impedimos los absolutismos morales y la sumisión a una ratio política que hoy se encuentra, ciertamente, caída a la abstracción y a los legalistas.

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Notas 

1. Giorigo Agamben. “Capitalism as religion”, en Creation and Anarchy (Stanford U Press, 2019), 66-79. 

2. Rodrigo Karmy. “El dios de Atria: un apofatismo en la medida de lo posible”, en Fragmento de Chile (Doblea Editores, 2019), 94-619 (edición Kindle). 

3. Adrian Vermeule. “Liberalism and the Invisible Hand”, American Affairs, V.III, Spring 2019, 172-198. 

4. Helmuth Plessner escribe en Political Anthropology (Northwestern U Press, 2018): “For the human, all political problems lie enclosed within the field of vision of its nation because the human only exists within in this field of vision, in the random refractedness of this possibility. The interlocking of being-present and life, in which none has precedence, does not allow the human any pure realization, neither in thing nor in doing, neither in believe nor in seeing, but only the realization that it is relative to a determinate ethnicity to which it heritably and by tradition always already belongs”. 86.

5. Hugo Herrera. “Republicanismo popular y telúrico”, La Tercera, 19 de Octubre 2020: https://www.latercera.com/opinion/noticia/republicanismo-popular-y-telurico/NMAK2J65KVE2JG5LI5YXP3GEGE/

Cuaderno de apuntes sobre la obra de Rafael Sánchez Ferlosio. Cuarta Parte. Por Gerardo Muñoz

Ahora pasamos al ensayo Mientras los dioses no cambien nada habrá cambiado (1986), otro de los libros que desmonta la lógica sacrificial constitutiva de toda filosofía de la Historia. Al final del ensayo, Ferlosio deja claro que aquello que entendemos por “sentido histórico” no es una mera abstracción que ocurre en la lejanía, sino un marco mental, o como dirían algunos, un proyecto de la subjetivización que pierde su rumbo en la “descivilización“. Ferlosio llama a esto “mentalidad expiatoria”. Escribe Ferlosio:

“Llamo pues, “mentalidad expiatoria” a esta inveterada obstinación de que, de un lado, los bienes tenga que surgir del sacrificio, y, ed otro, que los sacrificios sean necesariamente por sí mismos generadores de valor, de valor adquisitivo para comprar los bienes, o de valor en el sentido de crédito moral o de semilla que germinará (“sangre  fecunda”). Esto tiene que ver sin duda, ya como origen, ya acaso más bien, como resultado, con la concepción de la guerra como creadora de derecho, concepción absoluta y plenamente vigente….” (p.83-84).

Volveremos al asunto de la guerra cuando leamos con detenimiento God & Gun. Por ahora, basta con apuntar que la crítica ferlosiana al armazón histórico busca desocultar sus residuos teológicos inmanentes. Una crítica efectiva de la civilización tiene como condición la pregunta por los dioses (Principios). Se repite hasta el cansancio la frase de Benjamin: toda civilización es al mismo también un proceso de destrucción y barbarie. Pero en el interregnum de entreguerras, Benjamin todavía podía apostar por un mesianismo débil, una interrupción gestual, y un ars combinatoria capaz de trastocar el tiempo del desarrollo al interior del proceso del desastre. Ferlosio, escribiendo en el crepúsculo del siglo veinte tras experiencias como la Guerra de las Malvinas o el accidente del transbordador Challanger en 1986, ya no comparte el mismo destilado del pensador alemán. Para Ferlosio, el “comunismo [también] es un heredero legítimo y natural del cristianismo” (p.83).

Tronti diría que el marxismo nunca estuvo a la altura del Cristianismo, porque se abstuvo de confrontar la dimensión demoniaca de la Historia. El Comunismo (del siglo veinte) nunca se enfrentó a los dioses verdaderos. Por supuesto, desde una tradición melancólica protestante, la latencia de la falla (la falta misma de un proceso constituyente nacional) convoca  al nuevo comienzo. Para un ensayista español en las postrimerías de la ratio imperii, el primer paso es descargar el peso de la teología. Lo barroco ayuda a tomar distancia y desde ahí se gana objetividad. En uno de los momentos lúcidos de Mientras no cambien los dioses, escribe Ferlosio sobre la calculabilidad moderna:

“Cuadrar, lo que se dice cuadrar, ya sea en la Tierra, en el Cielo, en el Infiero, en el ser o en la mañana, las cuentas de la felicidad y del dolor era, al final, lo que ya se ofrecía desde siempre en todas las religiones y doctrinas positivas, en cuya más acrisolada tradición esta ese arreglo contable de saldar el dolor de los sacrificados con la felicidad de los bienaventurados, tal y como he venido remachando ya sobradamente desde que arremetí con Buoanrroti.” (p.87).

Esa operación del “cuadrar” es otro nombre para una racionalidad entregada al absoluto teleológico. Esta capacidad operativa (que tiene en su interior la deuda y el crédito) se amortiza con la vida misma con tal de alcanzar un resultado concreto para la Historia. En efecto, no hay Historia sin un cómputo que proyecte su dominio ya sea como ‘saldo acreedor o ‘saldo deudor’ en el sujeto. Por eso la filosofía de la Historia no es una región abstracta del desarrollo del Espíritu (aunque también es eso), sino una fuerza efectiva sobre el cuerpo y las mentalidades.

De ahí la invención de la moral como voluntad estética. Un hecho interesante en Ferlosio: la recurrente alusión a la obra de Veblen. ¿Por qué, Veblen? Ferlosio nos da una pista cuando escribe: “…el clarividente análisis de Veblen, ninguna sincera y bien asimilada voluntad moral podrá por si sola raer de la emoción estética ese maligno ingrediente de violencia y de depredación; no, ninguna moral podrá jamás tener éxito alguno con admoniciones perfectamente razonadas de “este debe gustarte y esto no” (p.55). No existe una concepción de la Historia que no sea, al mismo tiempo, la historia de las justificaciones para la dominación.

En mi opinión: este el centro mismo del liberalismo en cuanto régimen legal de lo moderno (ver The Morality of Law, de Lon Fuller). Escribe Ferlosio: “Dominación y sufrimiento están de todos modos en el centro de su imagen de la Historia, como fuerzas preponderantemente positivas y creadoras, o, a veces, en el peor de los casos, al menos necesarias. Pero, al representarse el ejercicio histórico especialmente como dominación, propende más a la imagen instrumental del sufrimiento histórico – a la sangre en la batalla – que a la sacrificial”. (p.47).

Toda la historia del contrapoder durante el siglo veinte fue una formalización manifiesta de esta imagen de la Historia ligada a lo que me gustaría llamar ‘la realización idealista’: pienso una idea, la llevo a cabo mediante estos fines, y finalmente la ejecución queda resuelta. Y con razón es que Ferlosio afirma: “Las posiciones revolucionarias serán, pues, naturalmente en cuota más fuertemente proyectivas, las que rinda más culto al sacrificio y se muestren más prontas a aceptar y a justificarlo”( p.47). Guevara, Dalton, Jouvé, y todas las guerrillas urbanas pecaron de este misma sacrificialidad que enaltecía la actio de los cultos religiosos. El “pecado original” se traducía como pasión mortífera de la necesidad histórica (p.82).

Termino con tres corolarios. Primero: la astucia del “encuadre” (que otros llamarían armazón) pasa por un impersonalismo de la dominación. La vieja omnipotencia ha declinado (ominipotentia dei), pero nuevas fuerzas sido realizadas desde una maximización de principios fundamentales (Progreso, Deuda, Deber, Razón, Guerra, Sacrificio, etc). ¿Principios sin centro? Post-Katechon. El corazón del ensayo de Ferlosio se juega en esta tesis:

“….de ahí que no sólo sean los tiranos personales (los únicos respecto de los cuales la adhesión pude estar motivada por la espera de cualquier beneficio material), sino, en mucho más alto grado, los impersonales, como el Progreso o la Tecnología (de quienes nuestra adhesión mal podría esperar la recompensa de prebenda alguna), los que imponen tan gratuita activada de acatamiento: seria demasiado intranquilizador, a estas alturas, perder la fe en el porvenir de algo que ha llegado a ser tan invencible como la tecnología” (p.67).

En segundo lugar: el proyecto de la civilización de la técnica – a pesar de su supuesta neutralización, objetividad, inmanencia, naturalidad, y fundamentación desde la legitimidad auto-afirmativa – tiene como vórtice a la “fe”. La fe es siempre fe de futuro, y fe ante el crédito (pistis) y ante la técnica. Esta última es la más risible, puesto que la Técnica se autodenomina todo el tiempo como atea. Pero ese ateísmo esconde un dios aún más siniestro, ya que su proceso de deificación es absoluto y excluyente. O sea, es sacer. Por eso Ferlosio dice algo extremadamente lúcido y que quizas hoy se aparezca de manera irreversible: “Es posible que la configuración actual del mundo necesite esa fe” (p.65). La fe técnica condensa una blasfemia compensatoria: dejad que inventen otros. Detrás de cada movimiento del Humanismo, vibra el espíritu de la Técnica. De Silicón Valley a West Virginia se dibuja esta línea roja.

Tercer corolario: la época de la Técnica tuvo un semblante creíble mientras duraba la civilización de la producción. Ahora que todo eso ha desaparecido, es muy fácil comprobar que el arbeiter era una mera justificación de la eficacia del desarrollo histórico. Como dice Ferlosio: “el lobo no necesita ya ni siquiera disfrazar con pieles de cordero es cuando podemos decir que todo está perdido. Cuando la técnica no necesita ya ni siquiera la hipocresía de decir “países en vías de desarrollo” es cuando ya no cabrá confiar siquiera en el último residuo de la mala concina…y su propia falacia y perversión” (p.70).

En efecto, el delirio de la técnica civilizatoria ya no se tiene que presentar como oveja, puesto que el poder no tiene límites: confrontación desquiciada, consumismo absoluto, enriquecimiento extractivo de la pobreza, o la apropiación total del tiempo de la vida. Lo que Ferlosio podía apenas vislumbrar en 1986 ha sido realizado de forma impecable en unos cuarenta años. En efecto, del Challanger al Security State, los dioses se han mostrado imperturbables.

Pero lo más llamativo del análisis de Ferlosio, en mi opinión, es que las contradicciones de la Técnica no generan un verdadero “conflicto”. Ferlosio va más allá: “[en la época de la Técnica] no llega a haber conflicto, en el sentido fuerte que quiero reservar, en el momento en que, tal como sucede, la contradicción es reabsorbida y reintegrada mediante un desarrollo regulado” (p.77-78).

¿Cómo pensar una política concreta que libere el conflicto sin amortizar la guerra al sacrificio? Aquí Ferlosio invita a un pensamiento no-dialectico en torno a la Historia. Un pensamiento que, en otra parte, he llamado la postura madura. En cambio, cuando la guerra es mera administración, se termina en la neutralización de la energía de la interacción humana. Tomar muy en serio la recomendación de Ovidio: “Viejo y ordinario es el engañar bajo el título de amistad” (p.73).

 

 

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Notas sobre “Pensiero e Politica”, una ponencia de Mario Tronti en La Sapienza, Roma 2019. Por Gerardo Muñoz

En las notas que siguen quiero dejar registro de algunos de los movimientos de una ponencia que pronunció hace algunas semanas el filósofo italiano Mario Tronti en La Sapienza. La intervención de Tronti titulada “Pensiero e Politica”, trata de un central de nuestro tiempo: la crisis de la economía entre pensamiento y acción. Desde sus inicios, la revolución copernicana del operaismo de Tronti fue capaz de mostrar algunas de las contradicciones internas de la filosofía de la historia marxiana en el momento de la descomposición de la clase obrera. Las tesis de Tronti son, de algún modo, una continuación revaluación de aquel desplazamiento paradigmático.

En efecto, Tronti arranca con la indicación de que habría una diferencia abismal entre pensamiento y filosofía. La filosofía política es siempre historia de las ideas, mientras que el pensamiento trata de relacionarse con la política porque su movimiento es siempre colindante con la contingencia de la Historia. Por lo tanto, pensamiento y política  remite a la economía del pensar y de la acción. La política, dice Tronti, siempre tiene que ver con un proyecto, y por eso siempre remite a un cálculo. En efecto, el modelo revolucionario insurreccional de los setenta tenía esta carga de lo que pudiéramos llamar “idealismo activo” (mi término, no de Tronti): se inventa una idea, luego se la aplica, y entonces se llega a la emancipación. Si pensamos en la guerrilla, por ejemplo, vemos que simplemente se trató de un esquematismo idealista. Tronti resiste fuertemente esta ingenuidad con la que la izquierda pensó la política a lo largo del siglo veinte. Esa politicidad, en realidad, fue solo una metafísica idealista.

En cambio, para Tronti debemos acercarnos a la política como movimiento abierto entre pensamiento y acción. Para Tronti, política es una determinación primaria que está por encima del pensamiento y de la acción. Ya hemos visto que la acción sin pensamiento es idealidad, y pensamiento en solitario es un pensamiento apolítico. Tronti prefiere nombrar política la región donde pensamiento y acción se conjugan. Aquí recurre a una imagen muy interesante de Babel: “la curva de la línea recta de Lenin”. Esta es una imagen de la política. Esto significa que el trabajo de la política es estar en condiciones de atender a la contingencia en el devenir de la Historia. No nos queda muy claro que la ‘Historia’ sea un depósito de la acción, o si, por el contrario, la crisis de la acción es un efecto del agotamiento de la transmisión histórica que se devela tras el fin de la Historia.

A Tronti le interesa mantener una separación abierta entre pensamiento y acción. Otra imagen la provee Musil: necesitamos una “acción paralela”. Ese paralelismo en política es lo que sostiene un movimiento sin síntesis que hace posible la eficacia del pensamiento en la acción. Tronti cita al Kojeve del ensayo de la tiranía, quien mostraba que ideas filosóficas nunca pueden ser categorías de mediación para la realidad. Cuando una vocación política se ejecuta desde ahí, se cae rápidamente en la tiranía. Digamos que ese ejercicio es un desvío absoluto en la inmanencia.

Una confesión interesante de Tronti es que admite que, a lo largo de toda su vida, se ha interesado por entender cómo ha sido posible que la “idea” del marxismo no haya podido limar al cosmos burgués. Tronti da una respuesta preliminar: mientras que el marxismo se limitó a tener herramientas ajenas a la realidad, el pensamiento conservador siempre ha estado abierto al “realismo”. Por eso dice Tronti que la tradición revolucionaria siempre tuvo un déficit de “instancia realista”. Esto es una crítica no sólo a los modelos revolucionarios, sino también a los las formas contemporáneas. La idealidad izquierdista es perfectamente asumible por el capitalismo contemporáneo, pero sin transformar un ápice de la realidad. La idealidad es concepto hueco, es arqueología, o mandato político. Pero sabemos que solo la mala política es una política reducible al mandato. Por otro lado, las “revueltas expresivas” pueden encandilarnos en un momento , pero tampoco nos colocan en la interioridad del enemigo. Tronti: las revueltas no ya no llevan a nada.

Aquí Tronti da un giro hacia Schmitt: conocer al enemigo es conocernos a nosotros mismos como forma (gestalt). Esta es la lección que Schmitt aprende del poeta de la aurora boreal. Como nos recuerda Tronti, esta operación también la encontramos en Marx: generar la gramática de la economía política con el fin de conocer mejor arquitectónica del sistema. Sin embargo, hoy estamos en el crepúsculo del l’ultimo uomo que es un derivado del homo economicus del Humanismo residual de la Técnica, cuya gramática general es el valor. Por lo tanto, todo radicalismo político (de una vanguardia, pero no solo) es insuficiente. Y es insuficiente porque no crea destino, ni enmienda la relación entre pensamiento y acción. Estamos, en efecto, en una instancia anárquica.

¿Qué queda? Tronti piensa que hay otra opción: la posibilidad de generar formas irreversibles en el interior informe del capitalismo. Ese movimiento paralelo es el movimiento irreductible entre pensamiento y acción que jamás puede ser “unitario” (y cuando coincide es en el “estado de excepción”, dice Tronti, en una crítica explicita a Agamben). El pensamiento en soledad no es político, mientras que una política de la “idea” carece de realidad. Tronti reconoce que el viejo registro de la “filosofía de la praxis”, ha explotado por los aires, por lo que hay no hay proyecto concreto de emancipación. Hay que apostar por un pensamiento abierto a la realidad, ya que en la realidad la política se abre a su energía volátil y conflictiva. Tronti recuerda que la distinción amigo-enemigo de Carl Schmitt no tiene que ver con la aniquilación de un enemigo (ese es el proyecto del Liberalismo Humanitario). Al contrario, Schmitt busca darle dignidad al enemigo al interior del conflicto.

Para Tronti, esta condicion nos ayudaría a ir más lejos. En realidad, nos pondría de frente a la permanencia del mal que siempre padece la política. Hoy, sin embargo, el mal solo se reconoce como administración de sus efectos. Si la política es separación es porque la separación es siempre diabólica. Para mi sorpresa, Tronti dice que la historia del marxismo hubiese sido radicalmente distinta si Marx, en lugar de haber escrito las “Tesis sobre Faeurbach”, hubiese escrito “Las tesis sobre Kierkegaard”. Puesto que Kierkegaard pudo penetrar la condición “demoniaca de la política”. Cada político tiene que lidiar con el demonio, el cual, aunque Tronti no lo diga, es también su daimon. De esto sí que podemos aprender mucho de Max Weber. Estamos ante la dimensión trágica de la política que el marxismo jamás tomó en serio. O al revés: lo tomó tan serio que lo tradujo en “ciencia”.

No haber comprendido lo demoniaco en la política permitió hiperbolizar la acción sobre pensamiento sin mediación con la realidad. Pero hoy ya no podemos hablar de una ‘economía de la salvación’ que obedezca a las pautas de la representación, o a la diferenciación entre idea y trabajo, o entre sujeto y objeto. Tronti termina con una clave teológica-política que tampoco es capaz de nombrar un afuera de la condición infernal: encontrar un equilibrio entre Katechon y escathon, entre el poder de conservación y la inmanencia de la vida. Necesitamos en el interior de la contingencia un corte trascendental. Hace algún tiempo atrás, Roberto Esposito y Massimo Cacciari sostuvieron un intercambio, donde también se ponía de manifiesto este cierre teológico-político. Tronti queda inscrito en esta órbita.

Citando una carta de Taubes a Schmitt, Tronti dice que la política en cada época tiene que enfrentar a Poncio Pilato. La fuerza del pensamiento estaría en marcar una negatividad con respecto a esa autoridad. Sin embargo, ¿es posible hoy fijar hoy un Katechon? ¿Quiere esto decir que toda transformación radica en aquel que pudiera encarnar el negatio de Jesucristo? ¿O más bien se trata de insistir en la separación (los dos Reinos) como la cesura irreductible entre pensamiento y acción, entre derecho y Justicia, entre comunidad y su afuera?

Krisis, proceso sin juicio: sobre Pilato y Jesús, de Giorgio Agamben. (Gerardo Muñoz)

Agamben Pilate Jesus 2015El más reciente ensayo de Giorgio Agamben publicado en inglés, Pilate and Jesus (Stanford University Press, 2015) es una exégesis microscópica en torno a una sola escena: el juicio de Jesús en manos de Poncio Pilato. Aunque más allá de una mera exploración erudita en torno a unos de los episodios más relevantes de la historia de Occidente, para Agamben se trata de comprender las consecuencias decisivas – en la esfera de la teología política, la filosofía de la historia, el pensamiento – de ese encuentro que se da a través de dos bematas (púlpito del juez en hebreo: בּימה) y que a su vez representan las dos formas diametralmente opuestas del Reino: el terrenal y el divino, el temporal y el eterno, el romano y el de los cielos. Es en ese momento donde se juega, en el origen mismo de la cristología occidental, no solo el estatuto del derecho, sino también la verdad en la inmediatez de dos lenguas.

Además de mostrar la diversidad exégetica con la que la hermenéutica bíblica ha tratado la enigmática figura de Pilato (desde las minuciosas prosodias del evangelio de Juan, pasando por la integración de la “economía de la salvación” en las apologéticas de Bonaventure y Karl Barth; el problema de la legitimidad y la justicia en los argumentos de Dante y Pascal hasta la interpretación anti-valorativa de Nietzsche sobre la ‘verdad’), lo que llama la atención Agamben de este momento ‘principial teológico-político’ es que su desarrollo solo es legible si se le ubica como proceso judicial, esto es, como krisis. La krisis, en griego, denomina no solo el “juicio”, sino que etimológicamente también se inscribe en el campo semántico de krino que significa ambas cosas, “separar” y “decidir”.

Por lo que la krisis no solo signa el desenvolvimiento mismo del proceso judicial, sino también la decisión de ‘enjuiciar’ (someter al proceso), a la manera del “último juicio” (en hemrai kriseos). Pero más importante aún es el sentido de la krisis en términos médicos, puesto que designa el momento en que un doctor debe anunciar el diagnóstico sobre la evolución de la enfermedad de un paciente. No es por azar que, en la conocida obra de Mijail Bulgakov, Pilato se dirija a Jesús como un “doctor de los milagros”. Como tampoco es coincidencia que en la discusión contemporánea, la krisis designe el momento en que los burócratas de las finanzas se dirijan a la economía en términos estrictamente médicos (la “salud” en nombre del “cuidado” de las fuerzas invisibles de la oikodicea, tal y como lo ha llamado recientemente Joseph Vogl).

Pero el encuentro Pilato-Jesús es aun más complejo, puesto que se trata de un proceso que carece propiamente de un juicio. Y esto se formula en dos formas: ni Pilato es capaz de “enjuiciar” a Jesús bajo la lex Julia del Imperio Romano, ni Jesucristo reconoce la legitimidad del Reino que establece el vicario del Cesar (ya que su Reino es “de otro mundo”). Por lo que, argumenta Agamben, “los dos reinos que se encuentran cara a cara pero no llegan a ninguna conclusión. No queda claro quien juzga a quien; si es el juez del poder terrenal o quien se vuelve juez a través de la injuria pero que representa el reino de otro mundo” [1].

Esta doble interrupción entre dos tiempos inscriben en Occidente el arche de toda tradición anfibológica que divide entre lo espiritual y lo humano, el tiempo eterno y el profano, lo invisible y lo visible, Dios y el hombre. Y si bien Agamben no lo explicita, esas son las formas que atraviesan tanto el pensamiento escolástico occidental, así como el dualismo racionalista que va de Descartes a Badiou.

Si la krisis termina en una indeterminación sin juicio, ¿qué es finalmente lo que le ocurre a Jesús? Sobre esta pregunta, Agamben decide atender al multivalente concepto de paradosis – intraducible en muchos sentidos – pero que significa algo así como “la entrega”, pero que también implica “la tradición”. Entregarse a la tradición es la acción que recoge la krisis sin juicio. En otras palabras, de la misma manera que Pilato “entrega” a Jesús a los oficiales para su ejecución; Jesús se entrega al Padre, a los Judíos, y a Judas con el aporético fin de una salvación-destrucción de la que inscribe su propia entrega (si bien no como “resto” en el sentido paulino). Esta “entrega” no solo es la signatura excepcionalista del encuentro de Jesús-Pilato, sino también la que define la ley, a la manera de K, quien en la famosa novela es “entregado” al “misterio del proceso” sin haber sido enjuiciado o condenado en ningún momento del desarrollo de su caso. Es ahí que las palabras que dan cierre al Der Prozess (1925) cobran un sentido decisivo: “fue como si la vergüenza le hubiera sobrevivido”.

Pero dejando a un lado al proceso al cual regresaremos en un momento, lo que se juega en la instanciación de la krisis no es otra cosa que la pregunta por el nihilismo en tanto transmisión de toda tradición. Es decir, no se trata de comprender la “tradición” en un sentido banal de “transmisión cultural ” o “tradicionalismo reaccionario”, sino de las formas comunes del pensamiento en el interior de su “crisis”. Y aquí es imposible no dejar de pensar cómo Agamben silenciosamente está respondiendo al libro Krisis, Sabio sulla crisi del pensiero negativo da Nietzsche a Wittgenstein (Feltrinelli, 1976) de Massimo Cacciari. Escribe Agamben en lo que considero el momento decisivo del ensayo:

“En el papel de prefecto de Judea y del juicio, krisis que pronuncia Pilato no se inscribe en economía de la salvación como instrumento pasivo, sino como un personaje real de un drama histórico, no carente de pasiones y dudas, caprichos y escrúpulos. Con el juicio de Pilato, la historicidad irrumpe en la economía y suspende el mismo acto de la “entrega”. La krisis histórica es también, y sobre todo, una crisis de la “tradición. Esto significa que el concepto cristiano de historicidad en tanto ejecución de la economía divina de la salvación debe ser reexaminado” [2].

Para Agamben, obviamente, no se trata de reinstalar un nuevo formalismo de la tradición en nombre de la tachadura de la krisis ni mucho menos revivir una trama oculta de la tradición cristiana, sino de volver inoperante el decionismo constitutivo en el arche cristológico de la teología-política y su cesura entre tiempo profano y tiempo celestial. Ya que es bajo el nombre de la krisis que opera la maquinaria de la filosofía de la historia. La tarea futura del pensamiento es desactivar y suspender el “permanente estado de crisis” [3].

Esto resuena en un presente que, signado por la consumación del nihilismo epocal, opera bajo la activación perpetua del decisión-making de la matriz política-económica global. De ahí que si la esfera política en los tiempos que corren genera un permanente “estado de excepción”; la llamada “crisis contemporánea” lejos de ser un fenómeno nuevo, expone la visibilidad del principio de krisis entre un ‘indeciso Pilato’ que decide infinitamente sobre los asuntos de la tierra y un Jesús que ya no consta de decisión alguna.

Si en cada uno de sus libros Agamben confronta un pensador epigonal de la Modernidad (Foucault en Homo Sacer, Schmitt en Estado de excepción, Peterson en El Reino y la Gloria), Pilato y Jesús es un diálogo frontal con el jurista italiano Salvatore Satta, quien en Il mistero del processo (1949) fue el primero en notar la correspondencia asimétrica entre ‘proceso’ y búsqueda de Justicia. Y aunque el proyecto de Homo Sacer ha llegado a su culminación con Stasis y L’uso dei corpi, la reducción del pensamiento destructivo de lo político en Agamben merita una incursión profunda con la esfera del derecho en la medida en que ésta supone el ‘misterio’ de la ley sobre la vida.

La indeterminación de la krisis cristológica es, por lo tanto, el núcleo secreto del misterio del proceso que hace imposible la tarea de la Justicia. Aquí el argumento de Pilato y Jesús resuena directamente con el otro ensayo reciente de Agamben, “Mysterium Burocraticum”, donde la figura de Adolf Eichmann es tomada como la ‘voluntad de voluntades’ de la ruina ética-política moderna [4]. Una ruina que, según afirmara Arendt en su reporte, es un efecto de la modestia como valor [6]. Pero solo encarando ese “misterio” somos capaces de imaginar otra forma política de aquello que aun no tiene nombre, pero que se nos guarda como un secreto.

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Notas

  1. Giorgio Agamben. Pilate and Jesus. 37. (La traducción del texto de Agamben al castellano es mía).
  1. Ibíd. 30.
  1. Aunque Agamben explícitamente afirma hacia el final de su ensayo que las dos formas del historicismo en la modernidad son “proceso” y “juicio”. Sería fundamental pensar si en términos de la temporalidad de la historia no ocurre una dualidad similar. Pienso, en especifico, en el argumento sobre las dos temporalidades modernas (el eterno retorno y el tiempo homogéneo vacío) en el trabajo de próxima aparición de Jaime Rodríguez Matos, The Writing of the Formless: Revolution, Religion and the End of Times (Fordham University Press, forthcoming).
  1. En “Mysterium Burocraticum”, incluido en Il fouco e il racconto (Nottetempo, 2014), Agamben escribe: “mysterium burocraticum e, allora, I’estrema com- memorazione dell’antropogenesi, dell’atto immemo- rabile attraverso cui il vivente, parlando, e diventato uomo, si e legato alia lingua. Per questo esso concerne tanto I’uomo ordinario che il poeta, tanto il sapiente che I’ignorante, tanto la vittima che il carnefice. E per questo il processo e sempre in corso, perche I’uomo non cessa di diventare umano e di restate inumano, di entrare e uscire dall’umanita. Non smette, doe, di accusarsi e di pretendersi innocente, di dichiararsi, come Eichmann, pronto a impiccarsi in pubblico e, tuttavia, innocente di fronte alia legge. E finche I’uo­ mo non riuscira a venire a capo del suo mistero – del mistero del linguaggio e della colpa, doe, in verita, del suo essere e non essere ancora umano, del suo es­ sere o non essere piu animale – il Giudizio, in cui egli e insieme giudice e imputato, non cessera di essere aggiornato, continuamente ripetera il suo non liquet” (23).
  1. Hannah Arendt quien notó por primera vez la figuración “pilatiana” de Eichmann en su Eichmann in Jerusalem (Penguin, 2006): “At that moment, I sensed a kind of Pontius Pilate feeling, for I felt free of all guilt”. Who was he to judge? Who was he “to have his own thoughts in this matter”? Well, he was neither the first nor the last to be ruined by modesty” (112).