Alberto Moreiras escribe en Infraphilosophy una magnífica nota que actualiza la conocida “estrategia del rechazo” de Mario Tronti mediante un uso metonímico, el único posible para un mundo en el cual ya la espera por la posibilidad de atravesar al proletariado como forma de capital humano ha sido realizado en su totalidad por la racionalidad del liberalismo autoritario. Seguimos domiciliados en la hipótesis subjetiva-social del capital ahora asumido como parcialización del valor en la propia esfera intelectual. Hoy necesitamos de un segundo rechazo de lo que ha sido, en efecto, ya realizado.
Una nueva literalización, como decía Tronti hacia 1966: “la burguesía vive eternamente en el ciclo del capital”. Y hoy, a varias décadas de Operaio e capitale, allí residen sus satélites en órbita, sus naves galácticas, sus ensueños de eterno Pan como ominosa luz de olvido de la tierra. De manera que la postura en la que hemos sido asignados se vuelve la primera tarea existencial que debemos rechazar. (La política ya ha sido evacuada al suelo antropológico: un capitalismo donativo tras el fin de la producción clásica).
Esto lo veía James Boggs hacia el final de The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963): “…from which there is only one way for the individual to escape to prove his or her loyalty to the police state by becoming an informer for it. […] Today in the 60’s, the struggle is much more difficult. What it requires is that people in every stratum of the population clash not only with the agents of the silent police state but with their own prejudices, their own outmoded ideas, their own fears which keep them from grappling with the new realities of our age” [1].
Dejar de ser un informante supone nada más y nada menos que abandonar la esfera de lo social para así preparar los ingredientes de una experiencia en el umbral de una retirada. Otra vez Boggs: “pero no hay a dónde ir”. Esta es la condición del negro desembreando en la larga historicidad de la reconstrucción republicana. La lucha de clase ha quedado huérfana; las aspiraciones asimiladas a los subrogados de la policy y las infraestructuras; las lenguas y los contactos a las logísticas comunicacionales; el movimiento a la intensificación (aparente) de la movilización tan evasiva del conflicto como de una posible exploración de los mundos. Esta es la realidad.
Lo sensible ha dado paso a los dispositivos refractarios de una cultura como falso principio de diferenciación. Y ahora cultura solo puede ser considerada como forma de cultivo de una nueva ciencia de los encuentros por fuera de la devastación de la virtualización, que haga posible lo irreductible que el realismo hoy sostiene como mero “power nexus”. Superar las ficciones fundamentales implica abrir un abismo. Ahí moramos como existente y de paso preparamos la posibilidad de otra cosa.
No hay balance posible en el presente sin afirmar que George Floyd es la verdad absoluta de la época. Y esta verdad consistente en el hecho de que semejante mazacote llamado Sociedad ha dejado de contenernos. Ahora somos desbordes, formas minorías, itinerantes en búsqueda de ritmos, y paseantes que en su movimiento producen la seña de lo nuevo. Algunos permanecen inquilinos del realismo porque se abonan a la fe de lo Social. Hay otros, los póstumos, que saben que su destino bajo estas condiciones objetivas solo remite a una forma de administración de la muerte. Ahora podemos ver que la guerra civil es lo impensado y lo no-estudiado de la hegemonía, y en tanto tal, el verdadero antagonismo que debe ser llevado a cabo hasta la muerte [2].
Tenemos buenas razones para rechazar el realismo: no dejar impensado, otra vez, a los muertos. Y contra la ceguera de los realistas, la desrealización de los videntes. Esto implica, en cualquier caso, una nueva astucia (metīs), ya que el mundo nos exige pensar para volver a encontrarnos. Píndaro: “La astucia (metīs) del más débil logra sorprender al más fuerte hasta llevarlo a su caída” [3]. La pulsión de la astucia de quienes buscan abre la pregunta por la cuestión de nuestras técnicas (τέχνας). Una nueva comprensión de la organización para hacerle frente al estancamiento. Efectivamente, mundo no es conclusión.
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Notas
1. James Boggs. The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (Monthly Review Press, 2009), 93.
2. Frank Wilderson III. Afropessimism (Liveright, 2020), 251.
3. Pindar. Isthmian Odes (Loeb, Harvard University Press, 1997).
La publicación de Pensiero istituente. Tre paradigmi di ontologia politica (2020) de Roberto Esposito consolida el giro más reciente del pensador italiano por establecer con firmeza conceptual una postura afirmativa que ya venía asomándose con insistencia en Due (2013) y Da Fouri (2016), dos ambiciosos libros en favor de una teoría italiana de la afirmación que propen dejar atrás las condiciones de pensamiento de la French theory (Deleueze, Foucault, y el postestructuralismo) y la filosofía alemana heideggeriana y post-heideggeriana. En cierto modo, la crítica que Esposito elabora en Pensiero instituyente contra las dos ontologías políticas fundamentales – la constituyente arraigada en la inmanencia absoluta que peca de exceso de politicidad, y la destituyente que peca de una relación abismal entre vida y política, y por lo tanto insuficiente para ser afirmativa – es una continuidad de un diseño metacrítico que Esposito ha elaborado de manera sistemática en estos últimos años traspasando sus propios trabajos sobre lo impolítico, la comunidad y la tercera persona. Por lo tanto, no hay por parte de Esposito una desvinculación de la ruta de su proyecto, aunque tal vez sí un exceso de afirmación, tal vez motivado por las propias críticas de P.P. Portinaro en la medida en que ahora para Esposito es Maquiavelo quien estaría en el “corazón del paradigma instituyente” [1]. Este tercer paradigma desde el cual Esposito busca refundar una nueva ontología de lo político se asume como una ontología del equilibrio, incluso explícitamente la sitúa bajo la figura del “orden” social, ajena a los déficits inertes del paradigma destituyente pero no tan intensa como el paradigma constiyente de la inmanencia. Y para Esposito, entonces, una praxis instituyente es la única opción posible y deseable para volver a sacar de la crisis terminal a la filosofía política contemporánea (13).
Un lector suspicaz habrá notado (además es uno de los hilos que recorre todo el libro de Esposito) que esta tarea solo es posible si se acepta enmarcar el problema en la filosofía política, cuyo horizonte final es la legitimidad; un punto infranqueable y que Esposito alude hacia el final de su libro y no del todo de manera satisfactoria para su propio argumento, como veremos más adelante. En primer lugar, resulta llamativo el diseño de Pensiero instituyente, pues a pesar de ser un libro que propone la rehabilitación de una filosofía política instituyente los paradigmas políticos (el constituyente y el destituyente) no son tematizados desde sus traducciones políticas en tanto tal, sino desde las condiciones filosóficas que dan lugar a sus formas posteriores. Así, es Heidegger quien aparece como el representante del paradigma destituye y no las elaboraciones de Giorgio Agamben, Reiner Schürmann, Comité invisible, o Marcello Tarì. Y lo mismo sucede con el paradigma constituyente, en el que no es Negri & Hardt, las teorías de la sociedad civil de Arato & Cohen, o la obra monumental en torno al poder constituye del republicanismo de Skinner a Ackerman quienes aparecen tematizados, sino exclusivamente la obra de Gilles Deleuze. Lo curioso de este diseño es que en el paradigma instituyente que propone Esposito ya no es una categoría fundamental la que orienta la noción de institución (a pesar de que Hauriou o Santi Romano aparecen glosados hacia el final del libro), sino que es una traducción propiamente de la filosofía política cifrada en el pensamiento de Claude Lefort. Deberíamos preguntarnos de qué modo este diseño ‘asimétrico’ de Pensiero instituyente registra una interface en el molde de Esposito; o si, por el contrario, Lefort es una figura hiperbólica de toda la praxis instituyente que recoge las mediaciones entre vida, y política, y estado derecho más allá de la teología politica.
Sabemos que para Esposito ir más allá de la teología política, o de la sombra teológica-política de la persona y sus inversiones (la potencia destituyente también estaría caída a ella, así como todo mesianismo paulino derivado del trabajo desplegado por Agamben tras los estudios de Taubes, el paradigma trinitario, y la fenomenología de la religión de Heidegger) ha estado en el centro de su impronta teórica, aunque tal vez, como ha mostrado Alberto Moreiras, siempre desde una dependencia comunitaria que necesita de una biopolítica afirmativa para poder realizarse [2]. De alguna manera la biopolítica afirmativa es el presupuesto de Esposito detrás de esta deriva afirmativa ahora como un sustrato antropológico capaz de articular la socialización con realismo. En efecto, en Pensiero instituyente Esposito no es que tome distancia de la comunitas previamente adjudicada a la biopolítica positiva y a la “gran política”, sino que la política instituyente supone nada más y nada menos que una nueva lógica de la socialización misma. Por ejemplo, escribe Esposito: “Si no hubiera sociedad, ya no habría politica tampoco, ya que la política está orientada hacia la relación entre seres humanos. Y al revés también: sin política no se podría definir la sociedad…” (157). Y más adelante incluso con mayor énfasis y de la mano de Lefort: “…de la mano del discurso antropológico, Lefort enseña que es mediante la negación de la naturaleza, o bien a través de un modo reflexivo del saber con ésta que los seres humanos pueden conquistar la dimensión de la historia” (169).
La praxis instituyente de la democracia coincide, en un sentido preciso, con el proceso abierto de la socialización infinita que pasa a ser instituida por una política afirmativa. Lo que se busca es un sentido de nuevo realismo político, pero a cambio de aceptar la socialización como gramática central de lo político. Pero al hacerlo se desatiende el hecho de la crisis de lo social como lógica subsidiaria al principio general de equivalencia. Esta es su crisis actual de legitimidad. En cualquier caso, es importante notar que esta antropología de la donación y del regalo – Esposito llega incluso a citar a Mauss sobre la forma del intercambio y obligación – no nos lleva a una salida de nihilismo actual de lo social como avatar de la lógica cambiaria, sino que nos atrapa en el paradigma fundamente de la época fordista. No podemos olvidar aquí que el propio Kòjeve había desarrollado la teoría del ‘colonialismo donante’ con el propósito de agilizar la universalización de lo social para hacer a los sujetos de lo político mejores clientes. Este es el proyecto de la universalización hegeliana. ¿Y no este el paradigma de toda antropología política basada en una reproducción infinita de “realización en la que los seres humanos afirman su propia socialización? (178). ¿Es posible seguir pensando que el fordismo, la mediación de lo social, y la hegemonía política puede todavía constituir un horizonte instituyente para una tercera posición afirmativa?
Este un problema que Esposito no logra resolver mediante el uso de las teorías de Claude Lefort sobre la antropología política, la institución de lo social, y la mediación con el derecho. A mi juicio, es sumamente insatisfactoria la deriva de Esposito sobre la concepción de los “derechos humanos” de Lefort cuya incepción crítica-política pudiera haber sido importante en la matriz general de la Guerra Fría, pero que ya no puede serlo en una época en la que la humanitarización del derecho se ha constituido como un paradigma para la reproducción imperial de hegemonías en curso y sus formas bélicas (muy recomendable aquí son los últimos libros del jurista e historiador Samuel Moyn sobre los derechos humanos en la justificación de una guerra infinita). La restitución del paradigma de los derechos humanos no puede ser sino una abstracción de fondo al menos que se especifique los modos de su legitimación en un orden concreto. De otra forma, ciertamente, ‘quien dice Humanidad busca mentir’. El problema del arribo del derecho en el pensamiento de Esposito-Lefort, sin embargo, no tiene como consecuencia última usos geopolíticos en la escena internacional contemporánea. En realidad, este es el menor de sus problemas. El dilema fundamental es que si Esposito busca promover las condiciones “maquiavelianas de la política” – desde la producción de apariencia e inestabilidad del conflicto (187) – para las cuales una práctica instituyente tendría la tarea de mediar estas dos condiciones de lo político, entonces la centralidad del derecho, aunque necesaria, estaría repitiendo la misma lógica hobbesiana que funda el positivismo en la modernidad política liberal. Y si es así entonces no nos hemos movido ni un ápice de la crisis actual tras el agotamiento de las mediaciones entre ontología de lo político, autonomía de lo social y génesis del derecho. Como sabemos gracias a los estudios de Adrian Vermeule, el propio desarrollo interno del derecho, incluso en sus casos más robustos, ha abdicado a las formas administrativas de la delegación, donde la lógica procedimental está marcada por una crisis del positivismo y del ascenso de formas discrecionales basadas en valores contingentes [3]. Esta latencia aparece en las últimas páginas del tercer paradigma que defiende Esposito en una conceptualización ad hoc de la justicia desde la “negatividad” del derecho contra toda positivización (al parecer aquí sí necesita de excesos de negación). Si entiendo bien lo que dice Esposito, el tercer paradigma instituyente de lo político estaría marcado paradójicamente por una deriva anti-institucional en la medida en que es antipositivista, y para la cual los jueces ya no aplican el derecho, sino que asumen barómetros interpretativos para ejecutar el carácter legítimo de un ordenamiento jurídico. En cualquier caso, esta concepción antipositivista del derecho no es fuente de una nueva legitimidad, sino que se convierte (como se ha convertido) en una politización moral de la jurisprudencia cuyo espíritu, como vio Carl Schmitt, es íntegramente anti-institucional en virtud de su subsistencia en valores [4].
¿Es posible revivir el positivismo jurídico tras la caída a la crisis de autoridad? Esta es la salida de Portinaro, ciertamente. Es probable que la negativa de Esposito al respecto sea sintomática de la aporía de su propio paradigma instituyente mediante una teoría anti-institucional del derecho. En efecto, Esposito termina el libro glosando cómo para Lefort la ontología vista desde el derecho agota la totalidad de la realidad. (207). Y podemos decir que el triunfo del administrative law es el cumplimiento total de la sutura entre vida y derecho como neutralización política para una época de juristocracia de valores. La sutura entre vida y administración del derecho es ahora la legitimidad fundante, para volver al inicio de nuestra discusión del comienzo. Hay un impasse entre Portinaro y Esposito que tiene todo que ver con la crisis del positivismo. De manera que habría necesidad de un cuarto paradigma – asumiendo la tarea de Esposito de un pensamiento instituyente – que podríamos llamar infrajuridicidad, o una separación entre derecho administrativo la producción del conflicto político de lo social, que separa a su vez teología y política (valor y aplicación) para no derivar un sentido legalista de la autoridad [5]. Desde luego, mantener una separación entre derecho administrativo (como diseño thin aunque capacitado desde las competencias técnicas) y vida es otra manera de evitar la caída a la totalización de lo social desde la artificialidad de las instituciones que fundan el presupuesto realista desde el concepto y no desde la facticidad administrativa. Esta separación dejaría el vacío constitutivo de la desocialización de lo social como condición previa a una legitimidad en la crisis jurídica contemporánea a partir del dominio abstracto del valor (y que algunos juristas han llamado “la revolución silente de la “cost & benefit rationality”). De momento no tenemos un vocabulario adecuado para reinventar otra legitimidad, a pesar de la necesidad de pensar una práctica instituyente entre los seres vivos. De ahí, entonces, la necesidad de tomar distancia del principio de legitimidad para la elaboración de una filosofía política concreta.
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Notas
1. Roberto Esposito. Instituting Thought: Three Paradigms of Political Ontology (Polity, 2021), 11.
2. Alberto Moreiras. Infrapolítica: instrucciones de uso (La Oficina, 2020), 169.
3. Adrian Vermeule. Law’s Abnegation: From Law’s Empire to the Administrative State (Harvard U Press, 2016).
4. Carl Schmitt. La tiranía de los valores (Hydra, 2014).
Marcello Tarì’s book There is no unhappy revolution: the communism of destitution (Common Notions, 2021), finally translated into English, is an important contribution in the ongoing discussions about politics and existence. It is also an exercise that pushes against the limits of contemporary political thought in the wake of the ruin of the grammars and vocabularies of the modern politics and the rise of the techno-biopolitics of governmentality. More importantly, the operation of Tarì’s book escapes the frame of “critique”, abandoning any false exits to regain the legacy of the Enlightenment and of “judgement” in hopes to reinstate the principles of thought and action in the genesis of the legitimation of the modern social contract. But the radicality of the horizon of destitution – which we have come to understand vis-à-vis the work of Giorgio Agamben, and the Invisible Committee – is first and foremost a thematization of the proximity between thinking and politics against the historical stagnation of a historical subsumed by the total technification of value (the principle of general equivalence). Since Tarì’s book is composed of a series of very heterogenous folds and intersections (literally a toolbox in the best sense of the term), in what follows I would like to sketch out a minor cartography to push the conditions forward that the book so elegantly proposes in three registers: the question of “revolutionary becoming” (the kernel of Tarì’s destituent gesture), the hermeneutics of contemporary domination, and the limits of political militancy.
Revolutionary becoming. Marcello Tarì correctly identifies the problem the epoch as fundamentally being about the problem of revolution. However, the notion of revolution must be understood outside the continuation of the modern horizon of the Leninist technique of the revolutionary vanguard nor party, the “revolution within the revolution”, and any appropriation of the “General Intellectual”. At the end of the day, these were all forms of scaling the desire as cathexis for the matrix of production. On the contrary, the problem of revolution is now understood in the true Copernican sense; mainly, how to inscribe an excentric apositionality within any field of totalization. When this is done, we no longer participate in History, but rather we are “freeing a line that will ultimately go down in History, but never coming from it”. Tarì argues that the field of confrontation today is no longer between different principles of organizing revolutionary strategies and even less about ideological critique; nor is communism an “Idea” (as it was thought just a decade ago in discussion that were philological rather than about thinking communism and life); the new epochal exigency is how to put “an end to the poverty of existence” (3). The potentiality of this transformation at the level of factical life, is what Tarì situates under the invariant of “communism”: “…not as an idea of the world, but the unraveling of a praxis within the world” (35). This communism requires a breakthrough in both temporal and spatial determinations, which prepares a dwelling in absolute relation with the outside (49). This revolutionary tonality is one closer to messianic interruption of historical time capable of destituting “actual state of things” governed the metaphysical apparatus of production and objetivation of the world, which depends on the production of the political subject. In an important moment of the book, Tarì writes: “…. only the revolutionary proletarian dimension can grasp the political as such, the true break from the current state of things. The real alternative to modern politics is thus not to be ground in what we usual can an “anti-politics”, which is merely a variation of the same there, but instead in a revolutionary becoming” (50).
The revolutionary becoming is a transformative intensity of singularization, which ceases to become a subject in virtue of becoming a “non-subject” of the political (67), which about a decade ago Alberto Moreiras announced to escape the dead end of the hegemony-subalternity controversy (one should note here that the fact that the Left today has fully subscribed the horizon of hegemony is something that I think it explains many of the deficits of the different experiments in a realization of a progressive political strategy). And this becoming revolutionary, in virtue of ceasing to be a subject (person, vanguard, multitude, worker) entails a new shift from action to use, and from technico-rationality to an opening of the sensible and singular means (metaxy). Again, Tarì’s continues as follows: “Becoming revolutionary…. means utilizing fantasy, freeing the imagination, and living all of this with the enthusiasm of a child” (75). The notion of “happiness” at stake in the book it is played out against the determination of the subject and the processes of incarnations (Karmy) that have haunted the modern revolutionary paradigm as always-already integrated into the metaphysics of the philosophy of history.
Metropolitan domination. Secondly, Tarì’s book locates the metastasis of domination at the level of a new spatial organization of the world in the apparatus of the metropolis. As we know the metropolis is not just an urban transformation of the Western form of the urbs and the polis, but rather the force of appropriation of the world into interconnectivity and surface in order to optimize, administer, and reproduce flows of the total fictionalization of life. The gesture towards the outside that crosses over Tarì’s book entails an exodus from the metropolitan structure that makes uninhabitable experience. This takes place by a process of domesticating its possibilities into the order of sameness (crisis of appearance) and translating our proximity with things into the regime of objects. What is stake in the metropolis – if we think of the most recent revolts in Santiago de Chile, Paris with the to the hinterlands of United States and Italy – if not precisely a response against the metropolitan machination “aiming at the destruction of every possibility of having any experience of the world and existence itself” (84). This why the intensity of any contemporary revolt today is proportional to the experiential texture of its composition and modes of evasion. Of course, Tarì correctly identifies the metropolis as an expanded field of cybernetic inter-connectivity, which, as I would argue is not merely the production of “bad substance” (to use Tiqqun’s Bloomian lexicon), but also a recursive dominion over the medium (metaxy) in which experience and the singular autopoiesis labors for the optimization and hylomorphic regimes that administer civil war. In this sense, destitution names an exodus from the metropolitan technical order and the sensible reproduction of the medium. It is in the outside the metropolis that the ongoing process of communization can free an infinite process of communization and forms of life.
Residual militancy and infrapolitics. But does not the exodus or the destitution of the metropolis – opening to singular experience, love, friendship, and the use of one’s disposable means and inclination – presuppose also a step back from a political determination, in other words, a fundamental separation from coterminous between existence and politics? At the end of the book, Tarì claims that “whenever anything reaches a certain level of intensity it becomes political” (117). But is the intensification of thinking or love or friendship always necessarily political? Tarì writes a few pages later that: “love is continually traversed by a line of extreme intensify, which makes it an exquisitely political affect” (126). But does not the politization of love depends on a certain commitment (a “faith”) to a residual militancy, even if it is a militancy posited as the principle of anarchy? But perhaps this is the difficulty at stake: since anarchy is only entails the “anarchy of phenomena” in reality, postulating a political principle as counter-exposition, however tenuous, might not be enough. For this reason, the crisis of appearance today needs a step back from the heliopoliticity of exposition. In an essay written a couple of years ago, Alberto Moreiras thematized this difficulty vis-à-vis Scürmann’s principle of anarchy, which I think is worth quoting: “The Schürmannian principle of anarchy could then be thought to be still the subjective reaction to the epochal dismantling of ontology (as metaphysics). But, if so, the principle of anarchy emerges, plainly, as principle, and principle of consciousness. Anarchy runs the risk of becoming yet another form of mastery, or rather: anarchy, as principle, is the last form of mastery. At the transitional time, posited as such by the hypothesis of metaphysical closure, metaphysics still runs the show as consolation and consolidation” [1].
If politics remains the central condition of existence, then it follows that it depends on a second-degree militancy that can govern over the dispersion of the events and this ultimately transfers the force of steering (kubernates) to mitigate the crisis of thought and action in the sea of “absolute immanence”. But immense is also a contemporary fundamental fantasy [2]. Against all “faith” in absolute immanence we need to cut through in its letting be (poein kata phusin) of the abyssal relation between existence and politics. This originary separation is an infrapolitical step back that solicits a distance an irreducible distance between life, events, and community form. The commune would be a secondary condition of political organization, but the existential breakthrough never coincides with community, except as a “common solitude”. Secondly, the infrapolitical irreducibility between politics and existence wants to reject any compensatory temporal politico-theological substitution, which also includes the messianic as a paradigm still constitutive of the age of Christian community of salvation and the efficacy of deificatio. The existential time of attunement of appropriation with the improper escapes the doble-pole paradigm of political theology, which has been at the arcana of both philosophy of history as well as the messianic inversion. A communism of thought needs to produce a leap outside the politico-theological machine which has fueled History as narrativization and waged against happiness [3]. Attuning oneself to the encounter or the event against the closure of the principle of reality might be a way out from the “hegemonic phantasm” of the political, which sacrifices our infinite possibilities to the logistics of a central conflict. If civil war is the side of the repressed in Western politics, then in the epoch of the ruin of authority it opens an opportunity to undue the measurement (meson) proper to the “Social”, which is now broken at the fault lines as Idris Robinson has put it [4]. It is only in this way that we can move outside and beyond the originary positionality of the polis whose “essence never coincides with politics” [5]. The saving of this irreducible and invisible distance prepares a new absolute proximity between use and the world.
2. Lundi Matin. “Éléments de decivilisation” (3): “It is also about the creed of the dominant religion: absolute immanence. Doing itself, designed to obey the modes of proceeding from production, is in advance conforming and consecrated. On this sense, no matter what you do, you bend the spine in front of the cult dominant. If all things count, none has a price, and everything is sacrificeable.”. https://lundi.am/Elements-de-decivilisation-Partie-3
3. This is why Hegel claims in his lectures on the Philosophy of History that: “History is not the soil in which happiness grows. The periods of happiness in it are the blank pages of history”. The revolutionary overflow of happiness is only possible as an exodus from the theological political structure of historical production. Here the question of style is emerges as our defining element.
Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), de José Luis Villacañas, es el resultado de un esfuerzo de pensamiento histórico por sistematizar la ontología del presente. No está mal recordar que este ensayo no es una intervención puntual sobre el momento político y el mundo de la vida, sino que es otro ‘building block’ en el horizonte conceptual que Villacañas ha venido desplegando en libros como Res Publica (1999), Los latidos de la poli (2012), Teología Política Imperial (2016), o los más recientes volúmenes sobre modernidad y reforma. A nadie se le escapa que estamos ante un esfuerzo mayor en lengua castellana que busca la reinvención de nuevas formas de regeneración de estilos capaces de impulsar una ius reformandi para las sociedades occidentales. Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), nos ofrece una condensación, o bien, una especie de “aleph” de un cruce particular: una fenomenología de las formas históricas junto a la reflexion en torno a la normatividad propia del principio de realidad. En este apunte no deseo desglosar todos los movimientos del libro, sino más bien detenerme en tres momentos constitutivos del argumento central. Como aviso diré que los dos primeros problemas serán meramente descriptivo, mientras que en el tercero intentaré avanzar un suplemento que conecta con un problema del libro (la cuestión institucional), si bien no es tematizado directamente (la cuestión del derecho).
Legitimidad. Los comienzos o beginnings son entradas a la época. Y no es menor que Villacañas opte por poner el dedo en la crisis de legitimidad que Jürgen Habermas ya entreveía en 1973. Esta crisis de legitimidad suponía un desequilibrio de los valores y de la autoridad entre gobernados y el sistema político en la fase de la subsunción real del capital. El mundo post-1968, anómico y atravesado por nuevas formas de partisanismo territorial, anunciaba no sólo el fin de la era del eón del estado como forma de contención soberana, sino más importante aun, un proyecto de reconfiguración del psiquismo que ponía en jaque a las formas y mediaciones entre estado y sociedad civil. Habermas detectó el problema, pero no vio una salida. Villacañas nos recuerda que el autor de Crisis de legitimación insistió en un suplemento de socialización compensatorio arraigado en la comunicación, la deliberación, y la razón; aunque, al hacerlo, obviaba que el nuevo capitalismo ilimitado operaba con pulsiones, energías, y “evidencias prereflexivas propias” (29). Habermas no alcanzó a ver, dado sus presupuestos de la sistematización total, algo que Hans Blumenberg sí podía recoger: la emergencia de la composición “técnica” previa a la socialización que, posteriormente, se presentaría como el campo fértil de la biopolítica. La nueva racionalidad biopolítica, ante la crisis civilizatoria de la legitimidad, ponía en marcha un nuevo “ordo” que operaba mediante la energía de libertad y goce. En este sentido, el neoliberalismo era un sobrevenido gubernamental tras la abdicación de la autoridad política moderna. El nuevo ‘discurso del capital’ suponía el ascenso de un nuevo amo que garantizaba libertad infinita a cambio de una subjetiva que coincidía con el rendimiento del Homo Economicus (fue también por estos años que el filósofo bordigista Jacques Camatte elaboró, dentro y contra el marxismo, la controvertida tesis de la antropormofización del capital) (72). Si la “Libertad” es el arcano de la nueva organización neoliberal como respuesta a la crisis de legitimidad, quedaría todavía por discutir hasta qué punto su realización histórica efectiva es consistente con los propios principios del liberalismo clásico (minimización del gobierno, y maximización de los intereses) que, como ha mostrado Eric Nelson, puede pensarse como un complexio oppositorum que reúne una doctrina palegiana (liberalismo clásico) con un ideal redistributivo (la teoría del estado social de Rawls) [1]. No es improbable que los subrogados de la nueva metástasis neoliberal fueran, más que un proceso de abdicación, la consecuencia directa de una teodicea propia del liberalismo. Tampoco hay que elevar el problema a la historia conceptual y sus estratificaciones. La concreción libidinal puede ser verificada en estos meses de confinamiento, puesto que el psiquismo ha logrado mantenerse dentro de los límites del medio del goce que no se reconoce en la pulsión de muerte. Esto muestra la absoluta debilidad de una ‘economía del actuar’ en el presente; al menos en los Estados Unidos donde las revueltas han sido, mayormente, episodios contenidos en la metrópoli. De ahí que el arcano de la ratio neoliberal no se limite a la policía, sino que su textura es la de un nuevo amo que unifica goce y voluntad. Esto ahora se ha intensificado con el dominio cibernético de Silicon Valley (Eric Schmidt).
Teología política. Desde luego, hablar de arcano supone desplazar la mirada a la teología política. Una teología política que es siempre imperial en un sentido muy preciso: busca impugnar la cesura de la división de poderes mediante una reunificación de los tiempos del gobierno pastoral (85). La operación de Villacañas aquí es importante justamente por su inversión: el monoteísmo integral que Carl Schmitt veía en el complexio oppositorum de la Iglesia imperial (Eusebio), entonces fue realizable mediante el principio ilimitado de la razón neoliberal (91). Ciertamente, no podemos decir que Schmitt ignoraba esta deriva. Al final y al cabo, fue él también quien, en “Estado fuerte y economía sana” (1932), notó que, solo aislando la esfera económica del estado, podría activarse el orden concreto, y de esta manera salir de la crisis de legitimidad del poder constituyente. Pero Villacañas nos explica de que la astucia del neoliberalismo hoy va más allá, pues no se trata de un proceso “que no es económico” (92). Villacañas escribe en un momento importante del libro: “En el fondo, solo podemos comprender el neoliberalismo como la previsión de incorporar al viejo enemigo, la aspiración de superar ese resto liberal que impedía de facto, la gubernamental total, aunque ara ello la obediencia no se tuviera que entregar tal Estado” (92). ¿Dónde yace ahora la autoridad de obediencia? En la aspiración teológica-política de un gobierno fundado en el principio de omnes et singulatim. ¿Y no es esta la aspiración de toda hegemonía en tanto que traducción del imperium sobre la vida? Villacañas también pareciera admitirlo: “[el neoliberalismo] encarna la pretensión hegemónica de construir un régimen de verdad y de naturaleza que, como tal, puede presentar como portador de valor de universalidad” (96). Una Humanidad total y sin fisuras y carente de enemigos, como también supo elucidar el último Schmitt. Sobre este punto me gustaría avanzar la discusión con Villacañas. Una páginas después, y glosando al Foucault de los cursos sobre biopolítica, Villacañas recuerda que “donde hay verdad, el poder no está allí, y por lo tanto no hay hegemonía” (103). El dilema de este razonamiento es que, al menos en política, la hegemonía siempre se presenta justamente como una administración de un vacío cuya justificación de corte moral contribuye al proceso de neutralización o de objetivación de la aleturgia. Dada la crítica de Villacañas a la tecnificación de la política como “débil capacidad de producir verdad de las cadenas equivalencias” (en efecto, es la forma del dinero), tal vez podríamos decir que la formalización institucional capaz de producir reversibilidad y flexibilidad jamás puede tomarse como ‘hegemónica’. Esta operación de procedimientos de verdad en el diseño institucional “define ámbitos en los que es posible la variabilidad” (108). Yo mismo, en otras ocasiones, he asociado esta postura con una concepción de un tipo de constitucionalismo cuya optimización del conflicto es posible gracias a su diseño como “una pieza suelta” [2].
Un principio hegemónico fuerte – cerrado en la autoridad política de antemano en nombre de la ‘totalidad’ o en un formalismo integral – provocaría un asalto a la condición de deificatio, puesto que la matriz de ‘pueblo orgánico’ (o de administración de la contingencia) subordinaría “la experiencia sentida y vivida de aumento de potencia propia” en una catexis de líder-movimiento (150) [3]. En otras palabras, la deificatio, central en el pensamiento republicano institucional de Villacañas, no tiene vida en la articulación de la hegemonía política contemporánea. Esto Villacañas lo ve con lucidez me parece: “…entre neoliberalismo y populismo hay una relación que debe ser investigación con atención y cuidado” (198). Esta es la tensión que queda diagramada en su Populismo (2016) [4]. Y lo importante aquí no es la diferenciación ideológica, sino formal: todo populismo hegemónico es un atentado contra la potencia de la deificatio necesaria para la producción de un orden concreto dotado de legitimidad y abierto al conflicto. Si la ratio neoliberal es el terror interiorizado; pudiéramos decir que la hegemonía lo encubre en su mecanismo de persuasión política [5].
La abdicación del derecho concreto. Discutir el neoliberalismo desde los problemas de déficit de legitimidad, el ascenso de una teología política imperial, o la liturgia de una nueva encarnación subjetiva, remiten al problema del ordenamiento concreto. En este último punto quisiera acercarme a una zona que Villacañas no trata en su libro, pero que creo que complementa su discusión. O tal vez la complica. No paso por alto que la cuestión del orden jurídico ha sido objeto de reflexión de Villacañas; en particular, en su programática lectura de Carl Schmitt como último representante de ius publicum europeum después de la guerra [6]. Y las últimas páginas de Neoliberalismo como teología política (2020) también remiten directamente a este problema. Por ejemplo, Villacañas escribe el problema fundamental hoy es “como imaginar una constitución nueva que de lugar al conflicto su camino hacia la propia construcción” (233). Y desde luego, el problema de la “crisis epocal” también tiene su concreción en el derecho, porque coincide con la lenta erosión del positivismo hacia nuevas tendencias como el constitucionalismo, el interpretativismo, o más recientemente “constitucionalismo de bien común” (neotomismo). Desplegar una génesis de cómo el “liberalismo constitucional positivista” abdicó hacia la interpretación es una tarea que requeriría un libro por sí sola. Pero lo que me gustaría señalar aquí es que lo que quiero llamar la abdicación del derecho positivo a la racionalidad interpretativista o neo-constitucionalista (Dworkin o Sunstein) probablemente sea una consecuencia interna a la racionalidad jurídica. (Al menos en el derecho anglosajón, pero esto no es menor, puesto que el mundo anglosajón es el espacio epocal del Fordismo). En otras palabras, mirar hacia el derecho complica la crítica del armazón económico-político del neoliberalismo. O sea, puede haber crítica a la racionalidad neoliberal mientras que el ordenamiento jurídico en vigor queda intacto. El problema del abandono del positivismo jurídico es justamente el síntoma de la abdicación de la frontera entre derecho y política (o teoría del derecho, como ha explicado Andrés Rosler); de esta manera erosionando la institucionalidad como motor de la reversibilidad de la división de poderes. De la misma forma que el populismo hegemónico es débil en su concatenación de demandas equivalenciales; el interprentativismo jurídico es la intromisión de la moral que debilita la institucionalidad. En otras palabras, el interpretativismo es un freno que no permite trabajo institucional, pues ahora queda sometido a la tiranía de valores.
Esta intuición ya la tenía el último Schmitt en La revolución legal mundial (1979), donde detecta cómo el fin de la política y la erosión de orden concreto (mixtura de positivismo con formalismo y decisionismo) terminaría en la conversión del Derecho en mera aplicación de legalidad [7]. Schmitt llegó a hablar de policía universal, que es mucho más siniestra que el cuerpo de custodios del estado, puesto que su poder yace en la arbitrariedad de la “interpretación en su mejor luz” dependiendo de la moral. Como ha señalado Jorge Dotti, esta nueva sutura jurídica introduce la guerra civil por otros ya que la “sed de justicia” convoca a una “lucha interpretativa abierta” [8]. Aunque a veces entendemos la excepción permanente como suspensión de derechos fundamentales o producción de homo sacer; lo que está en juego aquí es la excepcionalidad de la razón jurídica a tal punto que justifica la disolución de la legitimidad del estado. En esta empresa, como ha dicho un eminente constitucionalista progresista se trata de alcanzar: “un reconocimiento recíproco universal, lo que implica que comunidad política y común humanidad devienen términos coextensivos” [9]. Del lado de la aplicación formal del derecho, se pudiera decir que el “imperio de los jueces” (Dworkin) ha cedido su ‘hegemonía’ a una nueva racionalidad discrecional (y “cost-benefit” en su estela neoliberal) de técnicos, burócratas, agencias, y guardianes del aparato administrativo que ahora asume el principio de realidad, pero a cambio de prescindir de la mediación del polo concreto (pueblo o institución) [10].
Al final de Neoliberalismo como teología política (2020), Villacañas se pregunta por el vigor de las estructuras propias del mundo de la vida (230). Es realmente lo importante. Sin embargo, pareciera que las formas modernistas de la época Fordista (el produccionismo al que apostaba Gramsci, por ejemplo) ya no tiene nada que decir a uno ordenamiento jurídico caído a la racionalidad interpretativista. Al menos que entendamos en la definición de la política de Gramsci una “moral substantiva” donde no es posible el desacuerdo o la enemistad, porque lo fundamental sería unificar política y moral [11]. Pero esto también lo vio Schmitt: la superlegalidad o la irrupción de la moral en el derecho es índice de la disolución de la política, funcional a la ‘deconstrucción infinita’ del imperio y policial contra las formas de vidas [12]. Otro nombre para lo que Villacañas llama heterodoxias, en donde se jugaría la muy necesaria disyunción entre derecho, política, y moral.
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Notas
1. Eric Nelson. The Theology of Liberalism: Polítical Philosophy and the Justice of God (Harvard U Press, 2019).
As I continue the systematic reading of Antonio Gramsci’s Prison Notebooks, one can finally provide substance to the thesis that gramscianism amounts to a sort of new priesthood of the political. The question here is about the specific substance and form of the theological. Most definitely, Gramsci is pursuing a strong theological position that is not reducible to monasticism, nor his he interested in subscribing a counter-modern Christian ethos against the modern “gentleman”. In this sense, Gramsci is a modernist tout court. Now, it seems to me that underneath the secularization of his political subjectivation is Jesuitism. This makes sense for at least two reasons. First, Jesuitism is a modern attempt of deification in this world through discipline. But, secondly, and perhaps more importantly, Jesuitism is a practice that serves to expand the energy of political militancy. As Alberto Moreiras suggested a while ago in an essay on the onto-theology of militancy, the reduction of the subjection into action has an important point of inflection in the Jesuitical practice.
So, what would happen if we read Gramsci when he claims that he prefers a politician that “knows everything” and that is the most “knowledgeable” not as a Machiavellian strategy, but rather as a Jesuitical exercise? Leaving aside the paradoxical instrumentalization of Machiavelli’s political lesson (paradoxical because if political virtue is about keeping the arcana of power at a distance, then why reveal it?), one could very well say that Jesuitism is not just about the management of contingent events, but rather about the administration of habits and practices of the subject in order to reduce any interference of the event. Jesuitism, then, is an instrument to block and reduce all exterior turbulence vis-à-vis the very capture of the heteronomic intrusion. This capture accomplishes two things at once: from the outside it initiates a process of controlling the irruption of heterogeneity; from the inside, it is a technique of subjective militant discipline. It seems to me that Gramsci was not unaware of this theological apparatus when, in the third notebook, he writes the following:
“New orders which have grown up since then have very little religious significance but a great “disciplinary” significance for the mass of the faithful. They are, or have become, ramifications and tentacles of the Society of Jesus, instruments of “resistance” to preserve political positions that have been gained, not forces of renovation and development. Catholicism has become “Jesuitism”. Modernism has not created “religious orders”, but a political party – Christian Democracy”. (332)
Now we are in a better position to state that Gramsci’s political theology is compartmentalized in the specificity of Jesuitism. Indeed, he himself reads the transformation of the Church into Jesuitical practice of resistance as parallel to the bourgeois Christian democratic party formation. Does not Gramscianism amount to the same, that is, a combination of party formation and disciplinary militant form? Indeed, Jesuitical practice contains the production of form. Here we see the dimension of Gramsci’s anti-populism, since the main strategy is not to “construct a people”, but rather to build an army of militant community of believers. Any study of Gramscian political theology has to begin by displacing the veneer of political Machiavellism to the concrete practices propelled by theological Jesuitism.
Thus, the gestalt of the “new priest” is profoundly Jesuitical. As Walter Benjamin noted in the fragment “Zu Ignatius von Loyola” (1920), the practice of “consciousness transformation” becomes the way to submit to the spiritual authority. This mechanic domestication of habits becomes the sacrament that regulates the interior life of the militant. A question emerges from all of this: is there a counter-figure to sacramental militancy?
En las últimas semanas hemos leído estupendos textos sobre la lectura que periódicamente viene haciendo Giorgio Agamben en su rúbrica de Quodlibet. Pienso en textos de los amigos Rodrigo Karmy, Alberto Moreiras, Lucia Dell’Aia, o Mauricio Amar; todos ellos ayudan a poner en su lugar la inmerecida hostilidad de los críticos ante el pensador italiano. Esta hostilidad rara vez abre un desacuerdo real de pensamiento, sino que más bien termina inscribiéndose en una abierta descalificación o simplemente incomprensión de su gesto. Hasta ahora no me interesaba decir nada en el debate, porque no veía un problema central, pero creo que ahora se hace más discernible, al menos para mi. Y este problema tiene dos niveles: el problema de la democracia y el problema de la universidad. Intentaré desplegarlos en este breve comentario como una mínima contribución a la conversación en curso.
Un amigo me recuerda que una vez en Venecia Agamben dijo que habían dos estilos de pensamiento ante el cierre de la metafísica: el que apuesta por la democracia y el que apuesta por la anarquía. En realidad, esto Agamben lo he dicho en varias ocasiones, aunque que yo sepa, nunca lo ha tematizado directamente; tal vez porque su obra es ya una clara toma de partido por la segunda opción. Mi primera tesis, entonces: parte del malestar del “status quo” académico con Agamben pasa por el hecho de que él no se subscribe a un horizonte democrático. Y este rechazo tiene consecuencias decisivas, como me gustaría argumentar. En una nota reciente sobre la universidad, Alberto Moreiras lo ha explicitado muy claramente y me voy a servir de su análisis. Según Alberto, en la última entrevista del viejo Jacques Derrida, aun podemos encontrarnos con una defensa de la legitimidad universitaria. Desde luego, una universidad sin condiciones, una universidad abierta, y con todas las muecas ‘deconstructivas’ que ya sabemos, pero que termina siendo un horizonte propio de la universidad.
A mi me parece que esta postura de Derrida no es un déficit puntual ni una instancia histórica, sino que responde al gran “commitment” del filósofo francés por la democracia; esto es, su compromiso por la primera opción ante el cierre de la metafísica. Estoy de acuerdo con Alberto de que hoy dicha defensa de la universidad es poco convincente. Sin embargo, lo que también me gustaría señalar es que la crisis de la universidad es un problema regional de la crisis general de la democracia liberal. La coherencia del ‘primer momento de la deconstrucción’ fue subscribir ambas instancias. Y ambas instancias (democracia más universidad) son las que, a mi parecer, se deben dejar atrás afirmando la segunda opción; la anárquica. La caída de la universidad a lo ilimitado, por otro lado, no responde a un estado de “excepción”, “censura”, o “traición” de sus principios, sino que, más bien, es el resultado coherente y sistemático de sus propias premisas “libertarias” (de su fidelidad ciega a la Libertad). Esto es al final del día el corazón de la lógica cost & benefit que legitima la administración institucional de la universidad.
Es muy probable que a Agamben este problema le tenga sin cuidado. A diferencia de Derrida no hay un solo ensayo suyo donde le interese atacar o defender la universidad. Lo importante para él es habitar ya siempre el afuera. Creo que el momento más explícito sobre esta postura “excéntrica” lo leemos en un pasaje de su autobiografía Autoritratto nello studio (nottetempo, 2017):
“Extra: al di fuori (con l’idea di un movimento a partire da dentro – ex – di un uscire). Non è possibile trovare la verità se non si esce prima dalla situazione – dall’istituzione – che ci impedisce l’acceso. Il filosofo deve diventare straniero rispetto alla sua città, Illich ha dovuto in qualche modo uscire dalla chiesa e Simone Weil non ha mai potuto decidersi a entrarvi. Extra è il luogo del pensiero.” (58).
Aunque Agamben hable del “Partido” o de la “Iglesia” queda claro que también está hablando de la “universidad”. Siempre ha sido así, se pudiera responder. Pero tal vez la diferencia es que hoy el lugar del extra se ha vuelto la única manera donde podemos ejercer cierta inclinación verdadera y así encontrar las cosas que queremos. El hecho de que tengamos una comunidad de amigos hoy estén en un pliegue ex universitate, realmente confirma la intuición de Agamben. Por eso, en realidad, no puede haber una experiencia del mundo en la universidad. La universidad es todo lo que reduce al mudo a una mera compensación del saber, pero no de experiencia. Obviamente que esta dimensión “experiencial” no podemos dictarla a nadie. Todos deben encontrar su forma estratégica al interior del pliegue, pero creo que sí podemos discriminar en el límite entre la promesa democrática y el “ex” de la anarquía. Esta división no llega ni a constituir dos partidos históricos. Solo hay una opción y luego muchas posibilidades habitarlas si no se quiere caer en el falsum.
Hay otro problema con la democracia que es el problema de la “libertad”. Mientras no se pueda pensar en otra cosa que la “libertad” (todos hablan en nombre de la “libertad”), es muy probable que no estemos en condiciones de dar un paso atrás del embudo de la civilización. Una vez más, en este punto Agamben se muestra sensible. En su libro sobre Pulcinella, hay un momento en el que dice que el mundo de Pulcinella es el que aparece una vez que los principios políticos y la esencia misma de la libertad se han venido abajo. Pero del otro lado de la libertad Agamben solo ofrece una “figura”, la marioneta napolitana; una marioneta que tampoco constituye un paisaje amplio de orientación de época.
Tal vez el fin fáctico de la universidad ya va abriendo a una zona más diáfana: lo esencial se vuelve una contracomunidad de amigos e interlocutores, donde el goce y la felicidad priman sobre el cálculo y la producción y la “ética”, que es siempre deber enmascarado. La cuestión es cómo podemos darle continuidad a eso en el tiempo para así no terminar bajo la imponente sombra universitaria. Un reino de la felicidad que estaría más allá del liberalismo de la felix culpa, y que tendría al poeta, y no al analista o al administrador, como nuevo huésped del banquete.
*Imagen: Lehigh campus, invierno de 2018. De mi colección personal.
No tengo porqué repetir aquí la introducción del marco de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia” que ha comenzado hoy en el 17/Instituto de México, esa formidable plataforma post-universitaria que coordina con pasión Benjamin Mayer Foulkes. El 17/ Instituto es una de las pocas instituciones en lengua castellana que se interesa por el ejercicio de un pensamiento nuevo (sin tabiques internos), algo que la universidad contemporánea ya no puede dar a pesar de sus buenas intenciones. La apuesta general de esta serie puede leerse aquí. Resumiendo muy esquemáticamente diría que por “pensamiento nuevo” la serie intenta tantear despejar tres condiciones para el actual momento de crisis:
Primero, que es posible un pensamiento que no esté ligado a la determinación de la biopolítica; al contrario, apostamos por una irreductibilidad entre biopolítica y pensamiento. Si esto es así, como sugería recientemente mi colega Ángel Octavio Álvarez Solís, entonces, cualquier estilo de pensamiento hoy es necesariamente pensamiento contra-biopolítico en la medida en que busca su afuera.
En segundo término, pienso que es posible pensar más allá de la categoría del sujeto, porque, el lugar del sujeto ya no puede ofrecer una política deseable, esto es, democrática o igualitaria. Y porque cuando se dice sujeto, se olvida que lo más esencial en el singular es lo que está del lado del no-sujeto. Justo allí están sus condiciones de verdad. No hay nada abstracto aquí: no hay un sujeto del paisaje, como no hay un sujeto del amor, ni un sujeto del encuentro, ni un sujeto del mundo o de la amistad.
Y en tercer lugar, interesa pensar cómo sería una política más allá del cierre tético de la técnica, entendida como la exposición transparente de cada cosa. Alemán lo explicito de manera nítida: “En esta época estamos tendencialmente caídos a ser una cosa para el goce del otro”. Una cosa que es, desde luego, cualquier cosa. Si la técnica hoy ha entrado en una fase civilizacional de la “cibernética”, entonces esto supone que pensar lo político tiene como condición una separación de todos los dispositivos cibernéticos que constituyen el ordenamiento de la realidad.
Pero tampoco tengo interés por resumir las inflexiones de todo lo discutido y debatido en las dos horas de la sesión, por lo que tan solo quiero dejar una mínima nota sobre algo que apuntó Jorge Alemán y que quisiera retomar en algún otro momento. Es mi manera de continuar el diálogo con Jorge, Alberto, y los todos los demás amigos e inscritos. En un momento de la discusión, Alemán dijo algo que sin duda alguna sorprendió a más de uno: “Esta fase de la pandemia mente va a llevarse por medio la lógica de las cadenas equivalenciales”. Es una afirmación fuerte, yo diría que lapidaria. Y obviamente que Alemán en el curso de este intercambio nos podría iluminar un poco más sobre cómo él entiende esta “destitución” de la equivalencia en el actual momento. Hay varias posibles formas de interpretarlas. En efecto, yo diría que habría una forma “débil” de interpretación y otra forma “fuerte”. La débil sería la que entiende que el aplazamiento de la lógica equivalencial por la pandemia nos conduce a un momento frío del populismo, en el cual el repliegue institucional del poder asume prioridad sobre el clamor de la demanda popular. Este sería un momento de desmovilización de las energías populares ante la incertidumbre del nuevo contrato social que se abre en nuestras sociedades y ya parece que no va a ir por el mejor camino. La interpretación fuerte, por otro lado, sería la que entiende la afirmación de Jorge no como momento “frío”, sino como agotamiento efectivo de la lógica identificatoria de la política en tanto que política hegemónica. Obviamente, yo me inclino más por la lectura fuerte que por la débil. E intentaré explicar brevemente por qué.
No quiero que mi explicación avance sobre terreno desconocido ni por elaboraciones abstractas. Quiero atenerme al propio trabajo de Alemán y a la conversación. Como le decía en respuesta al comentario de Alemán – que en ese momento no conecté con esta tesis suya, pero que ahora sí me atrevo a hacerlo – tengo para mi que una modificación en el diseño de la teoría de la hegemonía, y por extensión de la “equivalencia” como principio vertebrador, puede llevar a un mínimo desplazamiento del impasse. Pensemos en casos concretos, como el de Alberto Fernández en La Argentina. Una lectura ultra-política o hegemónica fuerte ve en el mando de Fernández a un presidencialismo técnico o débil, y sin embargo, es todo lo contrario. En realidad, el carisma y la conducción de Fernández marcan un desfasaje mínimo del cierre hegemónico desde la lógica identificatoria y su point de capiton en el liderazgo irremplazable. No digo que Fernández prescinda de una “transversalidad” en su lógica de construcción política; digo lo opuesto, que es una transversalidad que, en la medida en que favorece lo transversal, termina por garantizar un tipo de “flexibilidad” y “disenso” interno al diseño político que ya no puede cerrarse a sí mismo sobre la transferencia verticalista entre conducción y demandas. Esa transferencia sin relieves ni fisuras debe ser llamada por lo que es: técnica-política.
Hace unos días le escuchaba decir con lucidez al profesor José Luis Villacañas que, en verdad, Lenin era el mayor exponente laico del absolutismo de la técnica-política en el siglo veinte. Es cierto. Pero si retiramos la posición nominal de Lenin, ¿no tendríamos que decir también que la hegemonía es el último dispositivo de la técnica política? El caso de Alberto Fernández nos ayuda a romper contra esa ilusión desde dos prácticas políticas muy convergentes en las que él “inspira” su carácter: comunicación y carisma. Ni la comunicación puede pretender a la abstracción conceptual / formal de una equivalencia; ni la energía del carisma puede ser la esponja que absorbe la totalidad de las demandas del campo popular como lógica finalmente entre amigo-enemigo.
Esto tampoco nos tiene que llevar a un liberalismo ilustrado que hoy, ante el estado administrativo y la crisis del federalismo, es mero legalismo de los procedimientos y la jerarquización de valores. Tanto la comunicación como el carisma preparan un diseño flexible, que yo llamo posthegemónico, que desea despuntar en una transformación de la política que no se subordina a la técnica. Esto no significa que no haya “técnica”; al contrario, lo que quiero sugerir es la tecnificación de la política termina por producir efectos o consecuencias perversas de todo aquello que busca evitar o contener. O bien, en estas mismas palabras: solo puede “contener”. Por eso es por lo que la técnico-política es una teología política, lo que hace de la hegemonía un katechon.
Ante una política basada en la tecnificación de las identidades (equivalencia), ¿podríamos pensar la destrucción de la equivalencia a partir de este momento como la apertura a una política de la separación? Una política no solo carente de las medicaciones télicas (de la vanguardia, el partido, la voluntad, la ocupación), sino también de lo que Giorgio Cesarano, ya en la década del setenta (Critica Dell’Utopia Capitale, 1979) refirió como el pensamiento de la alienación originaria de la especie. Curiosamente en otro momento Jorge dijo que “la política siempre pasa por la alienación”. Es justa esta la inflexión disyunta la que merece ser pensada contra el sujeto de la equivalencia.
Marranismo e Inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada (Escolar & Mayo, 2016), el nuevo libro de Alberto Moreiras, es un compendio reflexivo sobre al estado teórico-político del campo latinoamericanista durante los últimos quince o veinte años. A lo largo de nueve capítulos, más una introducción y un epílogo, Moreiras traza en constelación una cartografía de numerosas posiciones de la teorización latinoamericana, sin dejar de inscribirse a sí mismo como actor dentro de una epocalidad que pudiéramos llamar ‘universitaria’, y cuyo último momento de reflujo fue el ‘subalternismo’. Además de bosquejar un mapa de posiciones académicas (postsubalternistas, neomarxistas, decoloniales, o deconstruccionistas), el libro también alienta una hermenéutica existencial que se hace cargo de lo que le acontece a la vida, y en su especificidad a la “vida académica”. Y los lectores podrán comprobar que lo que acontece no siempre es bueno. Marranismo e Inscripción explicita muy tempranamente en la introducción un tipo de denegación que configura el vórtice de este ejercicio autográfico: “…durante años pensé en mí mismo como alguien comprometido centralmente con el discurso universitario, como la institución universitaria. Hoy debo admitir que ya no – trato de hacer mi trabajo lo mejor posible, claro, pero algo ha cambiado. O seré yo el que cambió. Y entonces, para mí, ser un intelectual ha perdido ya su prestigio, el que una vez tuvo. Habrá quizás otras maneras de serlo en las que el goce que uno quiso buscar pueda todavía darse. Hoy ese goce, en la universidad, solo es ya posible contrauniversitariamente.” (Moreiras 16).
La tesis a la que invita Marranismo es la de abandonar la crítica universitaria (y la conciencia desdichada es un producto de la creencia en el prestigio de la labor crítica) en al menos dos formulaciones principales. Por un lado, la función de la crítica como apéndice tutelar del saber universitario entregado a su tecnicidad reproductiva. Y en segundo término, tal vez menos vulgar aunque no menos importante, el abandono de la crítica como operación efectiva y suplente de la crisis interna de la universidad. El ejercicio autográfico marcaría una modalidad de éxodo de la suma total de la razón universitaria hacia lo que se asume como una estrategia hermenéutica que implica necesariamente la indagación de una situación concreta que da el paso imposible ‘del sujeto al predicado’ [1]. Pero el paso imposible del marrano solo dice su verdad no como persuasión interesada de un sujeto, sino como hermenéutica inscrita en cada situación irreducible al tiempo del saber. En el ejercicio hermenéutico, el marrano deshace íntegramente la incorporación metafórica, sin ofrecer a cambio una paideia ejemplar, un relato alternativo, o recursos para el relevo generacional. Es cierto, hay un llamado a cuidarse ante un peligro que acecha, aunque esto es distinto a decir que el libro está escrito desde una situación de peligro. En realidad, el tono del libro es de serenidad.
En un momento del libro, Moreiras escribe: “…el próximo expatriado potencial que lea esto debe saber a qué atenerse, y protegerse en lo que pueda” (Moreiras 18). La pregunta que surge en el corazón de Marranismo es si acaso la universidad contemporánea está en condiciones de ofrecer un mínimo principio de autoconservación de la vida del pensamiento; o si por el contrario, la universidad es solo posible como pliegue contrauniversitario post-crítico, léase poshegemónico, para seguir pensando en tiempos intempestivos, atravesados por el ascenso de nuevos fascismos, y entregado a la indiferenciación técnica del saber en el seno de la institución. O dicho con Moreiras: ¿habrá posibilidad de ‘mantenerse en pie’ en los próximos años? Y si hay posibilidad de hacerlo, ¿no es una forma de contribuir a mantener en reserva el general intellect en función de una ecuación humanista? (ej.: más saber + más estudiantes = más progreso; pudiera ejemplificar lo que queremos decir). Todo esto en momentos, dicho y aparte, en donde la lingüística aplicada o la pedagogía derrotan en rendimiento a la ya poco digna tarea del pensar. Y si es así, la universidad contemporánea no estaría en condiciones de ofrecer más que humanismo compensatorio, donde el pensador solo puede disfrazarse de civil servant de la acumulación espiritual de la Humanidad. Desde luego que no hay curas ni bálsamos para dar con una salida a lo que Moreiras se refiere como un futuro “incierto e indecible abierto a cualquier coyuntura, incluyendo la de su terminación” (Moreiras 57). Pero tal vez hayan formas más felices que otras de entrar en relación con el nihilismo universitario en sus varias manifestaciones opresivas.
Por eso es que me gustaría invitar a leer Marranismo e Inscripción como una contestación a las formas sofísticas dentro y fuera del campo académico, exacerbadas en el momento actual del agotamiento de la universidad en el interregno. Y como sabemos, el interregno no es más que la imposibilidad de hacer legible el pensamiento en el momento del fundamentalismo económico. Pero es también la diferenciación cultural substituta como se ha demostrado con la hermandad entre multiculturalismo identitario y neoliberalismo. En el interregno el sofismo no solo crece y se alimenta, sino que dada la caída de toda legitimidad, la mentira solo puede asomarse como performance desnudo de la no verdad, puesto que ha agotado su efecto de persuasión posible, su validez efectiva, y cualquier ápice de razón. La tecnificación del pensamiento a través del marco equivalencial de la teoría supone la codificación del sofismo como valorización sin necesidad de apelar a la razón.
Por ejemplo, el éxito universitario de la decolonialidad, ¿no es la victoria de la irracionalidad como valor? A la decolonialidad no le hace falta ni le importa la razón – que para los llamados pensadores decoloniales es ya de antemano contaminación ‘eurocéntrica’ o ‘ego-política colonial’ – sino la afirmación nómica de un absolutismo cultural y propietario. La irracionalidad prometeica de las finanzas en el momento de la subvención real converge con un neomedievalismo crítico, y de este modo las piedades y doxologías retornan como figuras luminosas de un saber que parece haber saldado sus cuentas con la Historia. La anomia de la universidad contemporánea es principalmente una crisis de legitimidad, entendida como fin de su efecto de auto-convencimiento y ejercicio del pensar singular. Y así, no es sorprendente que la irracionalidad brille, triunfe, y cobre un peso irrefutable en las medidas tecnocráticas que regulan las Humanities.
La irracionalidad comparece a la tecnificación donde todo se ventila de antemano. Pensemos, por ejemplo, en la jerigonzas concurridas como ‘¿cuál es tu marco teórico?’ o ‘¿desde donde hablas?’ ‘¿cuál es tu archivo?’. Estas indagaciones solo pueden entenderse como formas de una máquina inquisitorial que la universidad alberga como principio de autoridad ante la caída medular de su legitimidad. Sería coherente pensar, entonces, que si estamos ante una máquina confesional, solo la mentira puede ofrecer salvación o posibilidad de ‘mantenerse en pie’ sin tocar fondo, o sin que le vuelen a uno la cabeza. Justo es esto lo que esgrime en En defensa del populismo (2016) el filósofo español Carlos Fernández Liria, quien sugiere que ante la consumación de la mentira en el campo político contemporáneo, no hay verdad que esté condiciones de legibilidad, ni de escucha, ni de generar efecto alguno ante un macizo ideológico impenetrable. La única posibilidad es expresar una contramentira. ¿Pero es ésta la única forma de contestación? Podemos ‘testear’ esta pregunta en un momento decisivo del libro, y que aparece condensado en la forma de un chiste. Valdría la pena reproducir el pasaje:
“La sospecha de no ser lo suficientemente correctos en política, con todo el misterio terrorífico que esa determinación tiene en la academia norteamericana, pesó siempre sobre nuestras cabezas como una grave espada de Damocles, y todavía pesa, y no importa lo que digamos o hagamos, porque estas cosas, como todo el mundo sabe, se solucionan a nivel de sospecha y rumor y susurro malicioso. O incluso: es una cuestión de olor u honor, como el cristiano nuevo perfectamente devoto que no puede evitar caer en manos de la Cruz Verde porque todo el mundo sabe que su piel no reluce con la grasa prestada de la sobrasada. O, en palabras de algún fiscal federal asistente en la nueva serie de televisión Billions, «Si alguien dice que Charlie se folló a una cabra, aunque la cabra diga que no, Charlie se va a la tumba como Charlie el Follacabras» (225-26).
Lo que he llamado la forma sofística de la retórica contemporánea transforma a todos en Follacabras, en miembros potenciales de algún siniestro grupúsculo de Follacabras, y no importa la verdad que salga de la boca de la cabra (si es que la cabra habla), o del propio Charlie, puesto que una vez que la marca de Caín reluce sobre el pellejo de la frente, ya estamos automáticamente condenados a participar de una exposición que nos arroja al juego de cazadores y cazados. Este ha sido siempre el campo de batalla de la hegemonía, y que hoy se vuelve sistemático desde su inscripción en la equivalencialidad general. Esto es, no hay quien se escape a su lógica. Es más, no hay quien no sea, a la vez, una excepción sacrificable a esta lógica.
Pero habría otra opción: los Follacabras o los condenados pudieran también rechazar el sofismo y sus afligidas metáforas, aceptando la verdad como ascesis, esto es, como ejercicio en éxodo de todo juego hegemónico efectivo. Es lo que parece estar pidiendo Moreiras en Marranismo e Inscripción, y eso es ya bastante, y nos obliga a repensar la cacería como único juego posible. Y es el ascesis donde pensamiento y vida entran en una zona de indeterminación, y desde donde la verdad puede comparecer como alternativa al yoga acrobático que ofrece la universidad contemporánea, ya sea en su forma inquisitiva que obliga a la mentira, o en su produccionismo metabólico desplegado en el consenso, o en la politización, o en las buenas intenciones. Fue Iván Illich quien notó que el ascenso de la crítica académica monástica, y cuya secularización es la sospecha hermenéutica, coincidió con la declinación del ejercicio ascético del singular [2]. Y esto tiene sentido, puesto que la función crítica solo puede apelar a una radicalidad en expansión, siempre y cuando se retraiga de pensar la facticidad que supone la irreversibilidad del capitalismo. No es casual que Moreiras hacia el final del libro, y en réplica a una pregunta de Ángel O. Álvarez Solís, recurra al arcano del ascesis, como abandono del juego hegemónico de las mentira, y que dibujo los contornos de una vida sin principio:
“La palabra «ejercicio» puede servir si la entendemos etimológicamente, desde ex + arcare, desenterrar lo oculto, des-secretar. Digamos entonces, todo lo provisionalmente que quieras, que la infrapolítica es una forma de ejercicio en ese sentido –busca éxodo con respecto de la relación ético-política técnica, busca su destrucción desecretante, para liberar una práctica existencial otra. Yo no tendría inconveniente en usar para esto una expresión que he usado en algún otro lugar, la de «moralismo salvaje». La infrapolítica, en su condición reflexiva, es un ejercicio de moralismo salvaje, anti-político y anti-ético, porque quiere éxodo con respecto de la prisión subjetiva que constituye una relación ético-política impuesta ideológicamente sobre nosotros como consecuencia del humanismo metafísico. Sí, ese paso atrás salvaje con respecto de la relación ético-política es an-árquico, porque no se somete a principio.” (Moreiras 208).
La ascesis dice la verdad en la medida en que siempre atraviesa una hermenéutica existencial, y da un ‘paso atrás’ que renuncia a las determinaciones fundamentales de la subjetividad. El ejercicio tiene como objetivo el cuidado ante previsibilidad del síntoma. Si la ascesis es contrauniversitaria, lo es no en función anti-universitaria, sino por su instancia necesariamente atópica, ejercida como expatriación y desvinculación de todo sentido de propiedad y pertenencia comunitaria. Para el marrano no hay pasos aun por dar, sino solo un paso atrás, que es siempre el paso imposible al interior del tiempo de la morada. Esto supone abandonar el fantasma hegemónico del campo académico como avatar del pensamiento. Se piensa siempre en otro-lado. Es este también el sentido, de otra manera incomprensible, desde el cual podemos entender el intercambio epistolar entre Celan y Bachmann: “No recuerdo haber salido nunca de Egipto, sin embargo celebraré esta fiesta en Inglaterra” [3].
Ese paso atrás es el de la posibilidad imposible para seguir adelante desde un pensamiento que renuncia a la presbeia para serradicalmente amonoteísta. ¿Podemos acaso imaginar una universidad en Egipto? Solo esta sería una universidad post-deconstructiva. Marranismo e Inscripción invita a este éxodo como única posibilidad de mantenernos en pie, y de echar adelante. Y hoy, ya no perdemos nada con intentarlo.
*Position Paper read at book workshop “Los Malos Pasos” (on Alberto Moreiras’ Marranismo e Inscripción), held at the University of Pennsylvania, January 6, 2017.
Notas
Arturo Leyte. El paso imposible. Mexico D.F: Plaza y Valdés, 2013. p.24-53.
Iván Illich. “Ascesis”. (Manuscript, dated 1989).
Paul Celan & Ingeborg Bachmann. Tiempo del corazón: Correspondencia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Economica, 2012.