¿Qué pasaría si dejáramos de obedecer órdenes? Sobre El estandarte de Lernet-Holenia. por Gerardo Muñoz

La gran novela El estandarte (1934) de Alexander Lernet-Holenia trabaja con una tesis extremadamente sencilla, pero de enormes consecuencias políticas: ¿qué pasaría si se dejáramos de obedecer órdenes? Ciertamente, El estandarte tiene lugar en un interregnum, hacia el final del imperio Austrohúngaro y la disolución de la clase militar aristocrática. A lo largo de su desarrollo El estandarte recoge, sin muchas pretensiones, el anacronismo entre forma y acontecimiento, entre los hábitos de una sociedad terminada y la textura de un mundo cuya temporalidad muta hacia otra cosa. El sentido de lo visible y lo invisible pierde su estructura compensatoria. De ahí surge todo un malestar del cual la política y la economía serían solamente síntomas secundarios. Leemos muy temprano en la novela una nítida definición de esta crisis epocal: “Lo visible permanecía igual, pero lo invisible era distinto; en el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que nunca había visto nada del mundo, o si lo había visto no lo había observado. Era un fin del mundo.” (114). Así, la crisis de una época se verifica en la cesura asincrónica con el afuera. Estar de espaldas a él supone el ascenso de capacidad mimética de las formas ante la sublimación de la desconfianza. La absolutización de la descreencia implica dos cosas: descreer en la región de lo invisible, así como de las legitimidades en las cuales hemos sido arrojados para mitigar nuestros conflictos. 

Lernet-Holenia plasma esta crisis en un episodio que es también el trasfondo de la novela: batallones completos de tropas del imperio Austrohúngaro ya no obedecen órdenes de los generales y capitanes de los regimientos. Herbert Menis, personaje central de la novela, es incapaz de comprender este desbalance metafísico hasta mediados del relato. ¿Cómo puede ser que batallones enteros desobedezcan la orden de un capitán? Lernet-Holenia muestra que la crisis imperial tiene lugar cuando una orden ya no dice nada; en el momento en el que carece de autoridad; y cuando la existencia llega a reconocerse en la desnudez que supone vivir en el fin de una hegemonía. Emile Benveniste nos recuerda que la “hegemonía” (hēgéomai) guarda el viejo sentido de un mando supremo, ya sea un individuo o de una nación, que luego pasará a ser más o menos sinónima de la noción romana de imperium [1]. De ahí que podamos decir que cuando las órdenes ya no transmiten auctoritas, aparecen como demandas vacías, entregadas al dominio de una fuerza oscura. Pura expresión de voluntad de poder. Este es el núcleo fuerte de El estandarte: una vez que el imperium ha perdido su legitimidad, crecen las demandas de hegemonía. Traduciéndolo al presente diríamos que el incremento de la policía es proporcional a la carencia de legitimidad de organizar lo social. El intento hegemónico radica siempre en lo mismo: ficcionalizar la “unidad” desde la multiplicación de los archēn. En otras palabras, las órdenes apelan a la hegemonía ante la desficcionalización que produce el incumplimiento de una orden. Lernet-Holenia escribe en una insuperable estampa de este suceso de desficcionalización del ejercito imperial que ya no se atiene a las órdenes:

“Era como si los cascos y uniformes, las distinciones de los suboficiales y las águilas imperiales de las escarapelas se desprendieran de la gente, como si se desvanecieran caballos y sillas y no quedaran mas que nos cientos de desnudos campesinos polacos, rumanos o ucranianos que no veían el sentido de llevar, bajo el centro de una nación alemana, la responsabilidad del destino del mundo” (179). 

La hegemonía busca establecer una fantasía objetiva ante la caída de la autoridad imperial. Pero sabemos que desde Grecia el problema siempre ha sido el mismo: el archē no es un basileus supremo, sino la efectividad de una mediación y delegación que encierra a la individuación [2]. La hegemonía gobierna sobre lo irreductible. Destituir una orden implica literalmente detener el mundo, puesto que ya no hay fe en la simbolización ordenada. En reiteradas veces Lernet-Holenia nos dice cómo las miradas de los soldados persiguen la nada. Ya no hay un trazo de horizonte, hay solo abismo. Toda la simbología pierde su eficacia de transmisión de jerarquía. Por eso el gran símbolo de la novela – el estandarte que llevan los oficiales al frente de un batallón – pasa a ser un emblema que irradiaba gloria a un pedazo de tela insignificante, o como escribe Lernet-Holenia, un mero “atado de ropa mojada” (199). La desficcionalización es absoluta: ni el actuar ni sus símbolos (su representación) quedan a salvo. En efecto, el estandarte es una bisagra entre el mundo que se escapa y aquel que ha acontecido en la historia.

En manos de Menis, el estandarte pierde la eficacia gloriosa del orden para convertirse en un símbolo de un juramento existencial y secreto ante la inhumanidad de los muertos. Es decir, lo que en su momento representaba valores imperiales (gloria, Dios, rey, imperio) es reducido a un paño que solamente puede acompañar una fe singular que excede a la visibilidad del humano. El estandarte, con su águila y bordado carmesí relumbrante, se vuelve condición de verdad y resto de un mudo que ha acontecido en la historia. El estandarte ya no “exige” hegemonía ni es compensación ante el abismo; es insignia de lo que resta del otro lado de la vida. Desde luego, para Menis el estandarte es símbolo de los muertos, un comodín que condensa el mito de una posible transfiguración de la vida. 

Esto se confirma al final de la novela, pues Menis no se opone a arrojar a las llamas el flamante estandarte. ¿Cómo no hacerlo? No hacerlo es fetichizar el espacio de la ruina, y por extensión, domesticar a los muertos reduciéndolos a la estampa del mito. Aquí se define la primacía de la vida contra el reverso de lo mítico. La lucidez de Lernet-Holena llega con intensidad hasta la última página de El estandarte: la quema de las banderas es la antesala del recomienzo de la vida. “No me dejes solo” le dice Menis a su amada Resa, un personaje que llegamos a entender solo en las últimas líneas del libro (331). Una vez que la desobediencia de las órdenes ha iniciado un proceso de desficcionalización de la autoridad y el fin del mundo ha sido interrumpido entre sus formas y eventos, lo que resta es una existencia que se arropa con dos formas de lo invisible: la belleza y el amor. Más allá de la memoria y sus espectros, Lernet-Holenia pareciera insistir en la apariencia como posibilidad de recomienzo de la vida fuera de la vida (con sus valores, insignias, y mitologías) después del fin del mundo. 

Ahora el destino de una vida es irreducible a la política o al maniqueísmo de la hegemonía como “mal menor”. Toda la persecución por las catacumbas de Konak es una odisea por un submundo que contiene las ruinas de la hegemonía o del imperium. Y todo eso debe dejarse atrás. Lernet-Holenia pareciera incluso ir más lejos: todo eso debe quemarse. Si la hegemonía es siempre, en cada caso, una objetivación de nuestra relación con el mundo; su ruina apertura a un afuera donde acontece la vida. El estandarte también nos confirma otra cosa: no es cierto que la ontologización de la carne tenga la última palabra en la espera del fin, ya que el encuentro es posibilidad de transfiguración de lo invivido; un consuelo ante las descargas metafísicas de la historia. De la misma manera que no hay destino en un mundo reducido a la ficcionalización de la hegemonía; no hay posibilidad de una vida verdadera sin la experiencia de un encuentro. La amistad es la ceniza tras el fin de la hegemonía que se resiste a la alienación como secreto individualizado. Aunque para llegar a ello se necesita de una fuga órfica, lo cual implica dotar de formas adecuadas a lo que ya siempre hemos encontrado. 

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Notas

Emile Benveniste. Dictionary of Indo-European Concepts and Society (Hau Books, 2016). xi.

Jean-Pierre Vernant. The Origins of Greek Thought (Cornell University Press, 1984). 43.

La fábula de la experiencia: sobre Eduqué a mi hija para una invasión zombie (2019), de Diego Valeriano. por Gerardo Muñoz

Desde hace mucho tiempo que nos sentimos cercanos a la escritura de Diego Valeriano. Cuando decimos escritura buscamos el énfasis: Valeriano no escribe libros o ensayos, poéticas o conceptos, ficciones o relatos en búsqueda de simpatías. Esta escritura es siempre la intensidad de un recorrido ante lo irreductible del mundo. Este mundo es el desdoblamiento de las vidas en el conurbano, pero a la distancia es también el lazzo de otras posibilidades. En realidad, es una invitación para que sus amigos persigan sus verdades. Valeriano no le escribe a un público lector, sino al reino de lo que llamamos “amistad”. En su Eduqué a mi hija para una invasión zombie (rededitorial, 2019) se persigue este vector: la desficcionalización deviene una fábula contra el apocalipsis [1]. Dice Valeriano: “En este apocalipsis no hay proyectos, sino momentos; no hay expectativas sino cuidados y segundeos; no hay jerarquía, salvo la que genera los cuerpos bien plantados” (3). Fabular es entrar en relación con la ingobernabilidad de lo que amamos: una fiesta, un paisaje, unos libros, una conversación, una hija. ¿Cómo fabular con una hija en tiempos de guerra? Una guerra sui generis, pues no somos nosotros los partícipes, sino más bien quienes hemos sido arrojados. “Ser piba hoy es estar en guerra, es cruzar territorio enemigo…” (4). Dice Valeriano. Y así, la escritura va tomando espesor, la fábula va abriéndose sobre la cartografía de lo real.

Aclaremos esto. La fábula es un problema de visibilidad. Esto es, desde la “fábula” podemos ver mejor las cosas. No todas “las cosas” que se mezclan en la abstracción de “todo con todo” del monismo, y que hoy coincide con la estructuración de la cibernética del mundo. La fábula, como sabía un romántico hereje como Lessing, es lo que le da sentido a los posibles [2]. Mientras la realidad no admite sombras, la fábula desrealiza su superficie en condicionales e incondiciales. Un incondicional: amar a una hija. Un condicional: saber que el amor no es el exclusivo que orienta mis percepciones del mundo. ¿Cuál es la inserción de esta guerra del mundo, pudiera preguntarse el lector? En realidad, no se trata de los oropeles de los viejos campos de batalla y sus muertos como en La Guerra y la Paz, sino de la especialización misma de la metrópoli y sus topoi: shopping mall, escuela, fiesta, calle, bondi, parque, tránsito. La metrópoli fomenta la guerra en nombre de una “guerra ortiba” (7); esto es, excluye el acontecimiento de una experiencia de vida. Pero para Valeriano la estrategia que no es la irse al campo, o hacer una comuna en los matorrales, o hacer compañía en el desierto; toda una serie de estrategias que sospechosamente comparten un olor de lo mismo: una nueva fundación de la polis. Al contrario, se trata de liberar el encuentro del afuera estando dentro. Incluso en lo más inaparente: “Esto es un campo de batalla construido a partir de la necesidad de revelarse. Pero un campo de batalla sutil, casi imperceptible. Deserción, huida, quedarse en la plaza gederla. Chamuyar es una disponibilidad inquieta que mata hasta perder la forma humana” (9). Se trata de una “decodificación” de toda la previsibilidad que produce la metrópoli como mirada oblicua en la noche. Esto puede forjar, nos dice Valeriano: “una acción política destituyente, resistente y arbitraria con solo viajar” (12).

Obviamente, política aquí ya no significa organización de las cosas, orientación, movimiento, liderazgos, y todas las cáscaras metafísicas que supuso la vieja política leninista de los fines. La estrategia de la deserción es también la huida de uno mismo hacia los posibles del mundo. En otras palabras, destituir las formas depredatorias con las que lidiamos con el mundo y sus cosas: “vagar siempre fue nuestro mejor encuentro” (22). Pero el vago no es quien ha devenido en un estado de planta, sino el posible de estar-ahí en el mundo con lo que amamos. En el caso de Valeriano se trata de las intuiciones y los silencios con su hija mientras que atraviesan todas las incertidumbres del presente para las que no hay formulas ni marcos compensatorios. La fabulación nos mantiene en el umbral donde lo esencial es más que el entramado ficcional de vida y política. Es el lugar del pensamiento: “El gesto de decir no, de atacar esto que les pasa, el rechazo posta de esta realidad cree un pensamiento. El no es posibilidad de pensamiento de pensar la propia vida” (26).

El no establece un “corte”. El corte reúne las cosas que me son propias en mi expropiación ante el mundo. Ya nada puede ser igual, pues el corte me dota de una separación que es anterior a la alienación de la especie. El arrojamiento es siempre violencia de una experiencia. ¿No es el acontecimiento de una verdad justo lo que aparece cuando atravesamos ese corte experiencial? ¿Pero quien está hoy dispuesto a tomar este camino? Haríamos mal en hablar de una paideia de Valeriano.

Es mejor hablar de una tonalidad de verdad, y que es acaso esta: “lo real cobra una dimensión única, contundente, fabulante…el apocalipsis como momento en que se pueden imprimir otras realidades al mundo. Como campo genuino de experimentación, fabulación y goce” (40). Pero esa posibilidad de pensamiento es también posibilidad que se abre como lo “impensable” (41). El enigma inasible es como hacerlo sin degradar la génesis de nuestra presencia.

De ahí que libro (la escritura, sus recorridos, su fuerza física) de Valeriano se abra a lo que quizás sea la pregunta central de nuestro tiempo: ¿tiene el eros una chance en tanto que posibilidad de corte? ¿O es ya el eros mismo un corte suspendido que, en el momento de cisura se “metamorfosea” en una dádiva para la autoprotección antropológica? En otras palabras, lo impensable es que puede haber un corte fuera de la vida, que es trazo de la vía órfica, y cuya tropología transfigurada puede más que la compresión del vitalista del “amor” (siempre sospechosa de la ausencia de los nombres). Creo que esta es a la pregunta a la que nos arroja Valeriano. Y solo podemos responder a ella estando solos y mirando un mar azul que es huella de lo invivido en cada existencia (45). En este punto la fábula vuelve a comenzar.

 

 

 

 

 

Notas

  1. Ya en los años setenta el pensador italiano Giorgio Cesarano, también autor de un libro sobre el tenor apocalíptico de la época, decía que la tarea del pensamiento radicaba en la destrucción de las ficciones: “Lo completamente ficcional paga más caro su fuerza, cuando más allá de su pantalla se transparente el brillo de lo real posible. No hay duda de que en la actualidad la dominación de lo ficcional se ha hecho totalitaria. Pero este es justamente su límite dialéctico y “natural”. O bien en la última hoguera desaparece hasta el deseo…la corporeidad en devenir de la Gemeinwesen latente, o bien todo simulacro es disipado: la lucha extrema de la especie se desencadena contra los gestores de la alienación…”, Manuale di sopravvivenza (1974), 81. La traducción del italiano es mía.
  2. G.E. Lessing escribe en “Tratados sobre la fábula” (1825): “La diferencia fundamental entre la fábula y la parábola (o el ejemplo) en general es que la realidad para el segundo se descarga como posibilidad. En la fábula, la realidad solo tiene sentido como una entre muchas posibilidades. Y en cuanto al a realidad, la fábula no admite modificaciones, sino solo funciones condicionales o incondicionales.”