Domingo de Chile. Intervención en “La revuelta de octubre y el ascenso del neopinochetismo”. por Gerardo Muñoz

Asomarse a la coyuntura chilena es seguir comprobando que Chile no cesa de ser algo así como un laboratorio de las gramáticas políticas y sus crisis. Basta con pensar en la secuencia: ascenso de la “vía chilena al socialismo”, golpe de estado y modelo económico ilimitado (Pinochetismo 1), transición y operación legal de la constitución subsidiaria (Guzmán-Pinochetismo 2), revuelta contrametropolitana del 18 de octubre, e instancia instituyente doblemente marcada por la transformación de la derecha (ahora en clave nacional-popular y antropológica) y la escena escritural de la constituyente. El laboratorio chileno abre una pregunta que queda como tarea para la época: ¿Qué significa hoy instituir? ¿Cómo pensar una lógica instituyente, dentro o más allá de los diseños del constitucionalismo contemporáneo? O más bien, ¿es ya lo instituyente, en su deriva constitucional, una puerta abierta para la metástasis del propio neoliberalismo en sus sucesivas pérdidas de “pelleja de reptil” en el seno de lo social” (tomo esto verbatim de Willy Thayer) [1]. En cualquier caso, el laboratorio chileno agita la pregunta por la diferenciación entre institución y constitucionalismo, en un nudo aporético tal y como en su momento fue el experimento entre dictadura y libre mercado vis-a-vis la racionalidad de Chicago.

De manera que este último experimento del laboratorio chileno se mide por encontrar una respuesta a la pregunta acechante: ¿Cómo dejar atrás las múltiples metamorfosis del pinochetismo que desde los abiertamente herederos del dictador (Guzmán mediante) hasta quienes lo traducen a crédito para derivar un mal menor (de Mayol a Boric) representan el hilo de una continuidad? Así, en un sentido estricto, no habría “neo-pinochetismo” sino una transversal o cuasi-transcendental que se expresa como paradigma flexible de la forma Hacienda, como ha argumentado Iván Torres Apablaza [2]. Desde luego, si el pinochetismo es una cuasi-transcendental, la signatura post-octubrista se mide contra este único enemigo en todas sus apariciones capilares. ¿Es posible darle frente? ¿Y cómo? ¿Puede el constitucionalismo gestionar una reinvención democrática, si el vórtice mismo de la unidad de pueblo ha sido liquidada por la propia sutura entre valor y racionalidad económica en lo social? En este nudo solo podemos apostar por la invención, quizás, de un constitucionalismo menor, disyuntivo, capaz de mezclar los tiempos (destituyentes e instituyentes) en una deriva necesariamente posthegemónica; esto es, sin clausurar la instancia entre democracia y gobernabilidad para dejar abierto la irrupción conflictiva.

El gran equivoco de nuestro tiempo es pensar que la fuerza destituyente – el vórtice de la desrealización de la ratio criolla de la soberanía chilena con el momento octubrista – es un estado previo a la instancia de una forma constituyente [3]. Todo lo contrario: lo destituyente es otro nombre por el vacío irreductible en el seno de toda socialización. Intentar darle “prioridad” a esa permanencia de lo des-social por encima de las tribulaciones de la jerarquización de las formas es ya un ápice de avance (una insistencia en la potencia del medio, mas no de los fines). Aquí es donde justamente podemos trascender el impasse teórico conceptual del nuevo constitucionalismo político, común tanto en la derecha plessneriana como en el kelsianismo de izquierda (Herrera y Atria).

Ruptura, destitución, instituir: son las tres claves para el presente ante el dominio de las fuerzas en juego. Y hablar de fuerzas del mundo convoca a la pregunta sobre la “organización”. ¿Es posible repensar la organización más allá de sus formas leninistas, de proyección y finalidad; de intencionalidad y de construcción de un partido político antes de afirmar condiciones revolucionarias de existencia? Bordiga: dejemos de pensar tanto en la organización y así llegaremos a la revolución. Desde luego, Bordiga pensaba a contrapelo de la crisis de la “dictadura del proletariado”; hoy se nos muestra como la capacidad de afirmar una excentricidad por fuera de las condiciones objetivas de todo realismo político. Si el discurso político chileno ha intentado “neutralizar” el acontecimiento octubrista desde el dispositivo “ultraizquierdista” (de Brunner y Svensson a Warnken y Boric), en realidad este síntoma nos devuelve es la posibilidad de volver a pensar la instancia revolucionaria en retirada: el verdadero escandalo de atreverse a pensar una revolución existencial.

¿Cómo atravesar las llamaradas de las fuerzas sin quedar consumidos por ellas? Contaba el pensador reaccionario norteamericano Allan Bloom que cuando conoció a Alexandre Kojeve en París de los 50s le preguntó a quemarropa: Maestro, ¿Qué nos pudiera decir para entender las fuerzas de este mundo? A lo que el gran filósofo hegeliano le respondió: pues léase usted, antes que nada, The Man Who Was Thursday de G.K. Chesterton [4]. Y como sabemos, aquella novela trata de un cambio de roles entre anarquistas y policías en una carrera por quemar una ciudad hasta que al final los dos bandos entienden que trabajan para el lado opuesto. Solo hay fuerzas en este mundo sí, pero hacer uso de ellas (o contra ellas) supone estar en condiciones de desrealizar las condiciones en las que el poder nos ha situado. No es menor que el vacío que tanto anarquistas como policías encuentran al final de su contienda es el misterio del “Domingo”, un abismo para el cual no hay partición ni gramática general. Este domingo chileno se juega algo importante – ¡quién lo duda! – pero también es importante no perder de vista ese otro Domingo una vez que la fase electoral haya concluido.

Coda. No existe así una “nueva derecha” por fuera de las chismografías periodísticas de turno. La derecha es, en todo caso, un dispositivo que dispone de una multiplicidad de estrategias postnacionales (sin centro), y por lo tanto ya siempre geopolíticas. De esta manera, pudiéramos decir que hoy política y geopolítica coinciden es un mismo campo de fuerza. Así, deberíamos evitar alojarnos en un “nuevo internacionalismo” y afirmar una “opción renacentista” (en clave de Buckhardt y Nietzsche): éxodo del fragmento en búsqueda de amigos por fuera de la lucha imperial. Abandonar, entonces, todos los maquiavelismos programáticos para no ser consumido en la casona de Arimán, condición planetaria actual.

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Notas 

1. Willy Thayer. “Una constitución menor”, en Papel Máquina 16, 2021, 91.

2. Iván Torres Apablaza. “Octubre y el estallido de la política”, Revista Disenso, noviembre de 2021: https://revistadisenso.com/estallido-de-la-politica/?fbclid=

3. Ver discusión “Momento constituyente, crisis social, pandemia” entre Rodrigo Karmy y Fernando Atria: https://bit.ly/32cGHxo

4. Una anécdota contada por Marco Filoni en conversación conmigo de próxima aparición, “Alexandre Kojève as a philosopher of politics: An interview with Marco Filoni”, Le Grand Continent, diciembre de 2021.

*  Encuentro organizado por Gonzalo Diaz-Letelier (UCR Riverside) y la Revista Disenso el 17 de diciembre de 2021, en el que participamos junto a Willy Thayer, Alejandra Castillo, Roxana Pey, Sergio Villalobos-Ruminott, y Rodrigo Karmy. Ya puede puede verse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=aqgtKpfjJTk

¿Qué pasaría si dejáramos de obedecer órdenes? Sobre El estandarte de Lernet-Holenia. por Gerardo Muñoz

La gran novela El estandarte (1934) de Alexander Lernet-Holenia trabaja con una tesis extremadamente sencilla, pero de enormes consecuencias políticas: ¿qué pasaría si se dejáramos de obedecer órdenes? Ciertamente, El estandarte tiene lugar en un interregnum, hacia el final del imperio Austrohúngaro y la disolución de la clase militar aristocrática. A lo largo de su desarrollo El estandarte recoge, sin muchas pretensiones, el anacronismo entre forma y acontecimiento, entre los hábitos de una sociedad terminada y la textura de un mundo cuya temporalidad muta hacia otra cosa. El sentido de lo visible y lo invisible pierde su estructura compensatoria. De ahí surge todo un malestar del cual la política y la economía serían solamente síntomas secundarios. Leemos muy temprano en la novela una nítida definición de esta crisis epocal: “Lo visible permanecía igual, pero lo invisible era distinto; en el interior de las gentes el mundo cambiaba, se disolvía, se hundía; cada uno lo sentía, aun no siendo más que un campesino polaco que nunca había visto nada del mundo, o si lo había visto no lo había observado. Era un fin del mundo.” (114). Así, la crisis de una época se verifica en la cesura asincrónica con el afuera. Estar de espaldas a él supone el ascenso de capacidad mimética de las formas ante la sublimación de la desconfianza. La absolutización de la descreencia implica dos cosas: descreer en la región de lo invisible, así como de las legitimidades en las cuales hemos sido arrojados para mitigar nuestros conflictos. 

Lernet-Holenia plasma esta crisis en un episodio que es también el trasfondo de la novela: batallones completos de tropas del imperio Austrohúngaro ya no obedecen órdenes de los generales y capitanes de los regimientos. Herbert Menis, personaje central de la novela, es incapaz de comprender este desbalance metafísico hasta mediados del relato. ¿Cómo puede ser que batallones enteros desobedezcan la orden de un capitán? Lernet-Holenia muestra que la crisis imperial tiene lugar cuando una orden ya no dice nada; en el momento en el que carece de autoridad; y cuando la existencia llega a reconocerse en la desnudez que supone vivir en el fin de una hegemonía. Emile Benveniste nos recuerda que la “hegemonía” (hēgéomai) guarda el viejo sentido de un mando supremo, ya sea un individuo o de una nación, que luego pasará a ser más o menos sinónima de la noción romana de imperium [1]. De ahí que podamos decir que cuando las órdenes ya no transmiten auctoritas, aparecen como demandas vacías, entregadas al dominio de una fuerza oscura. Pura expresión de voluntad de poder. Este es el núcleo fuerte de El estandarte: una vez que el imperium ha perdido su legitimidad, crecen las demandas de hegemonía. Traduciéndolo al presente diríamos que el incremento de la policía es proporcional a la carencia de legitimidad de organizar lo social. El intento hegemónico radica siempre en lo mismo: ficcionalizar la “unidad” desde la multiplicación de los archēn. En otras palabras, las órdenes apelan a la hegemonía ante la desficcionalización que produce el incumplimiento de una orden. Lernet-Holenia escribe en una insuperable estampa de este suceso de desficcionalización del ejercito imperial que ya no se atiene a las órdenes:

“Era como si los cascos y uniformes, las distinciones de los suboficiales y las águilas imperiales de las escarapelas se desprendieran de la gente, como si se desvanecieran caballos y sillas y no quedaran mas que nos cientos de desnudos campesinos polacos, rumanos o ucranianos que no veían el sentido de llevar, bajo el centro de una nación alemana, la responsabilidad del destino del mundo” (179). 

La hegemonía busca establecer una fantasía objetiva ante la caída de la autoridad imperial. Pero sabemos que desde Grecia el problema siempre ha sido el mismo: el archē no es un basileus supremo, sino la efectividad de una mediación y delegación que encierra a la individuación [2]. La hegemonía gobierna sobre lo irreductible. Destituir una orden implica literalmente detener el mundo, puesto que ya no hay fe en la simbolización ordenada. En reiteradas veces Lernet-Holenia nos dice cómo las miradas de los soldados persiguen la nada. Ya no hay un trazo de horizonte, hay solo abismo. Toda la simbología pierde su eficacia de transmisión de jerarquía. Por eso el gran símbolo de la novela – el estandarte que llevan los oficiales al frente de un batallón – pasa a ser un emblema que irradiaba gloria a un pedazo de tela insignificante, o como escribe Lernet-Holenia, un mero “atado de ropa mojada” (199). La desficcionalización es absoluta: ni el actuar ni sus símbolos (su representación) quedan a salvo. En efecto, el estandarte es una bisagra entre el mundo que se escapa y aquel que ha acontecido en la historia.

En manos de Menis, el estandarte pierde la eficacia gloriosa del orden para convertirse en un símbolo de un juramento existencial y secreto ante la inhumanidad de los muertos. Es decir, lo que en su momento representaba valores imperiales (gloria, Dios, rey, imperio) es reducido a un paño que solamente puede acompañar una fe singular que excede a la visibilidad del humano. El estandarte, con su águila y bordado carmesí relumbrante, se vuelve condición de verdad y resto de un mudo que ha acontecido en la historia. El estandarte ya no “exige” hegemonía ni es compensación ante el abismo; es insignia de lo que resta del otro lado de la vida. Desde luego, para Menis el estandarte es símbolo de los muertos, un comodín que condensa el mito de una posible transfiguración de la vida. 

Esto se confirma al final de la novela, pues Menis no se opone a arrojar a las llamas el flamante estandarte. ¿Cómo no hacerlo? No hacerlo es fetichizar el espacio de la ruina, y por extensión, domesticar a los muertos reduciéndolos a la estampa del mito. Aquí se define la primacía de la vida contra el reverso de lo mítico. La lucidez de Lernet-Holena llega con intensidad hasta la última página de El estandarte: la quema de las banderas es la antesala del recomienzo de la vida. “No me dejes solo” le dice Menis a su amada Resa, un personaje que llegamos a entender solo en las últimas líneas del libro (331). Una vez que la desobediencia de las órdenes ha iniciado un proceso de desficcionalización de la autoridad y el fin del mundo ha sido interrumpido entre sus formas y eventos, lo que resta es una existencia que se arropa con dos formas de lo invisible: la belleza y el amor. Más allá de la memoria y sus espectros, Lernet-Holenia pareciera insistir en la apariencia como posibilidad de recomienzo de la vida fuera de la vida (con sus valores, insignias, y mitologías) después del fin del mundo. 

Ahora el destino de una vida es irreducible a la política o al maniqueísmo de la hegemonía como “mal menor”. Toda la persecución por las catacumbas de Konak es una odisea por un submundo que contiene las ruinas de la hegemonía o del imperium. Y todo eso debe dejarse atrás. Lernet-Holenia pareciera incluso ir más lejos: todo eso debe quemarse. Si la hegemonía es siempre, en cada caso, una objetivación de nuestra relación con el mundo; su ruina apertura a un afuera donde acontece la vida. El estandarte también nos confirma otra cosa: no es cierto que la ontologización de la carne tenga la última palabra en la espera del fin, ya que el encuentro es posibilidad de transfiguración de lo invivido; un consuelo ante las descargas metafísicas de la historia. De la misma manera que no hay destino en un mundo reducido a la ficcionalización de la hegemonía; no hay posibilidad de una vida verdadera sin la experiencia de un encuentro. La amistad es la ceniza tras el fin de la hegemonía que se resiste a la alienación como secreto individualizado. Aunque para llegar a ello se necesita de una fuga órfica, lo cual implica dotar de formas adecuadas a lo que ya siempre hemos encontrado. 

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Notas

Emile Benveniste. Dictionary of Indo-European Concepts and Society (Hau Books, 2016). xi.

Jean-Pierre Vernant. The Origins of Greek Thought (Cornell University Press, 1984). 43.

Sobre un artículo de Peter D. Thomas contra “posthegemonía”. por Gerardo Muñoz

El reciente artículo de Peter D. Thomas titulado “After (post)hegemony” (2020) termina con una conclusión muy triste, pero sintomática de lo que es la izquierda contemporánea con toda la carga de su impasse teórico. Escribe Thomas: “Posthegemony’s proposal to go beyond hegemony thus finally results in a return to precisely those political problems to which the emerge of hegemony in the Marxist tradition – as a concept and political practice – as designed as a response. The ultimate significance of this debate can therefore be comprehended in at least two sense, one textual and the other one political” (17). Es una conclusión lamentable en la medida en que incluso suponiendo que la “posthegemonía” indica una regresión a las condiciones previas a la teoría de la hegemonía elaborada por Antonio Gramsci, también se puede decir que el gesto filológico de Thomas no es otro que seguir empantanado en lo mismo. O sea, lo que Thomas propone al final no es otra cosa que una mera competencia de filologías.

Obviamente que no tengo porqué defender la teoría de la posthegemonía aquí – cosa que ya he elaborado en varios lugares y que desarrollo en el próximo ensayo La fisura posthegemónica (Doblea editores, 2020) – tan solo quiero indicar (algo ya tematizado por Alberto Moreiras) que la posthegemonía es otro estilo teórico de pensar la política en lugar de ofrecer una enmienda al concepto operativo de la hegemonía. No es para nada increíble que buena parte de la izquierda contemporánea (con raras excepciones), heredera de las esquirlas ideológicas de la modernidad, jamás haya podido hacer otra cosa que escarbar en los basureros de sus “archivos” con la triste misión de erigir un principio que les vuelva a oxigenar un horizonte de acción.

Nada nuevo. En realidad, incluso dentro de los debates de los 70 alguien como Giorgio Cesarano en un texto decisivo de 1975 escribía lo siguiente contra la insuficiencia de las aspiraciones gramscianas: “Frente a la totalización materializada que se opera en el dominio del capital, el momento teorético se ve obligado a representar la ausencia del sujeto revolucionario y de su violencia en la forma de un distanciamiento de la «totalidad», concebido como prefiguración «abstracta» (en positivo y en negativo) del comunismo que se realiza sin transición.” («Ciò che non si può tacere», Puzz, n. 20, 1975). En la medida en que no se busque pensar contra la abstracción epocal todo termina en juegos arcaicos desde la mediación del archivo, de los conceptos, de la tropología, de la “historia intelectual”, o de la Idea; toda una serie de variantes para evitar el pensamiento. De ahí que cuando escuchamos con reiterado énfasis que Gramsci es la “verdadera alternativa latinoamericana” al “marxismo realmente ortodoxo” porque se distancia del materialismo dialéctico o del socialismo nacionalista cubano esto es algo un poco más que risible. En el caso de Thomas, en una última acrobacia desesperada, la distancia la toma de Laclau & Mouffe con el fin de llegar a develarnos nada más y nada menos que la piedra filosofal del “estado integral” (revolución pasiva mediante) que nos garantizaría la salvación.

Pero sabemos que cualquier acto de circo en un parque de verano tiene más gracia y diversión. En realidad, todo esto atrasa (para el pensamiento), y como me decía un amigo recientemente, es un gesto que no debe ser entendido de otra manera que como el momento desnudo del leninismo: una forma de tomismo. El partido del Tomismo es el partido del orden, de la pedagogía (lo decía con lucidez Rodríguez Matos), del respeto sacerdotal al textualismo. Nunca como hoy el marxismo ha estado tan cerca de la deconstrucción académica y de lo que en la jurisprudencia norteamericana se llama el “originalismo”. Tal vez esto explica su éxito “programático” y litúrgico. De ahí que cuando en tiempos recientes hemos escuchado ciertas críticas a posthegemonía como formula “pre-leninista” en realidad están operando de la misma forma que el gramscianismo tomista. En otras palabras, el predecible gesto de siempre: neutralizar una intensidad de pensamiento y estilo para seguir bailando en la cuerda floja. Una cuerda floja que en un siglo no ha cesado de romperse. Pero claro, el hecho de que se rompa justifica el “providencialismo” de toda hegemonía.

Algunas preguntas para José Miguel Burgos Mazas en la sesión del 17/Instituto, 15 de junio de 2020. por Gerardo Muñoz

A propósito del estimulante texto de José Miguel Burgos Mazas titulado “Metrópoli o el dominio de lo sensible”, el cual será discutido hoy en la última sesión de “¿Separación del mundo?“, quería aprovechar para dejar unas preguntas a modo de continuar la conversación. También quisiera dejar archivados varios textos de la misma temática que han sido escritos en las últimas semanas. Si la cuestión de la metrópoli hoy emerge con fuerza no es porque se limite a ser una pregunta meramente espacial o urbanística, sino, al contrario, porque es una pregunta que remite directamente a la interrogación entre mundo y existencia en su separación. Me parece que en las otras sesiones ha habido cierto malentendido en torno a esta cuestión, por lo que me parece que la intervención de José Miguel – aunque crítica de mi postura, o tal vez justamente porque es “crítica” – ayuda a elucidar ciertas cuestiones que, por cuestión de tiempo, no han aparecido de manera visible en la conversación sobre existencia en tiempo de la pandemia. Tengo para mi que en la diagonal de la metrópoli tanto “otra política” como “otro ethos” (formas de vida) encuentran un vórtice fuera de cierto impasse del pensamiento propiamente “crítico” o “político” que se ha mostrado incapaz de atender a la des-estructuración de la organización (y sus categorías de legitimación) de lo que llamamos mundo. En efecto, un afuera de la metrópoli nos exige la posibilidad de una descripción. Sigo con las tres preguntas para José Miguel Burgos:

  1. En un momento José Miguel habla de la cuestión de las vidas “póstumas” en la metrópoli, algo que implícitamente alude a la tesis de Emanuele Coccia sobre el amor, pero que también se podría vincular a lo que el pensador afroamericano Frank Wilderson III en su nuevo libro Afropessisism (2020) llama la vida interlocutora de la sociedad civil, ya siempre programada subjetivamente a demandas de reconocimiento. En la medida en que lo póstumo coincide con la homogenización cibernética como paradigma del ordum, ¿no es el espacio metropolitano lo que reprime la muerte; en efecto, una espectralidad del no-número (Ludueña) en su absorción infinita de lo numérico? ¿No es lo póstumo lo que resiste el principio de intercambio – esto es, el fantasma del Yuan al que se refiere el protagonista de Cosmópolis?
  2. En un momento de su texto José Miguel habla de “trazos que fluyen” como plasticidad de la metrópoli. ¿Habría una diferencia sustancial entre trazos que irrumpen desde una experiencia, o, más bien, son trazos siempre que se encuentran en la disponibilidad del espectáculo del consumo (y su dispositivo del “lujo”) metropolitano? ¿No es todo trazo lo que respira al cielo necesariamente des-metropolitanizado?
  3. Correctamente José Miguel nos dice que ya la “crítica no va más” contra la metrópoli, puesto que lo que necesitamos ahora es desarrollar diversas formas de una “descripción compleja”. En efecto, el concepto de descripción del mundo no sería del todo ajeno a lo que yo mismo he llamado extática del paisaje. ¿Pero, no es la descripción una forma de disolver la concreción de la realidad?

Finalmente, dejo a continuación la serie de textos sobre la temática de la metrópoli escritos a lo largo de esta semanas por Ángel Octavio Álvarez Solís, José Miguel Burgos Mazas, y un servidor:

* “Metrópoli o el dominio de lo sensible”, por José Miguel Burgos Mazas

*  “Écureuils à la dérive: de l’état d’exception chilien”, por Gerardo Muñoz

* “Diez tesis contra la metrópoli”, por Gerardo Muñoz

* “Dos hipótesis sobre la separación del mundo”, por Ángel Octavio Álvarez Solís.

* “Fuera de la ciudad, contra la biopolítica”, por Ángel Octavio Álvarez Solís.

*Imagen: Manhattan skyline vista desde Brookyln, 2018. Fotografía de mi colección personal.

Comentario a la segunda sesión de “¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” en diálogo con Álvarez Solís, Björk, y Karmy en el 17/Instituto. por Gerardo Muñoz

La segunda sesión de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” trajo excelentes intervenciones de Mårten Björk, Ángel O. Álvarez Solís, y Rodrigo Karmy. No necesito resumir aquí los argumentos expuestos que pueden leerse en el cuaderno de la Editorial 17. Lo que me gustaría hacer, en cambio, es diagramar lo que considero que fueron los tres acuerdos transversales desde los tres estilos. Estos tres acuerdos me parecen que fueron algo así como la fuerza diagonal de la sesión, y de momento creo que solo falta hilarlo con lo discutido en la primera sesión de Moreiras y Alemán. Sin más dejo los tres acuerdos y termino con un breve decálogo de las tesis que me parecieron las más fecundas para un futuro desarrollo.

i) Ya no estamos en una época organizada desde un principio hegemónico. Esta tesis creo que atravesó las tres ponencias desde diferentes ángulos: para Rodrigo Karmy se trata de la crisis de la forma entre exterioridad e interioridad que la nueva técnica cibernética produce en sus operaciones capilares de administración en tanto que nueva fase de control. Para Mårten Bjork, el fin de la hegemonía coincide con la crisis del motor de la “producción” de la civilización occidental tal y como la hemos conocido a lo largo de la modernidad política y la “historia de la lucha obrera”. Finalmente, para Álvarez Solís, el fin de la hegemonía signa la imposibilidad de un principio de conducción en la polis, que ahora es incapaz de responder de la stasis del mundo. Como me gustaría señalar en mi intervención de próximo lunes, lo que falta aquí es lo que “viene después”. Pero no en un sentido temporal. Pero si el fin de la hegemonía como “principio presencial” está en ruina, entonces debemos pasar a una impronta posthegemónica que asuma la crisis de los principios y de lo que Alemán llamó en la primera sesión el “fin de las demandas”.

ii) La crítica de la economía política es insuficiente, necesitamos una destitución de la metrópoli. En esta tesis creo que se produce un paso importante de las posturas convencionales de la izquierda contemporánea; una izquierda que sigue subscribiendo el produccionismo propio de la economía política y de las “formas”. En realidad, como dijo una vez Lytoard, lo importante no es hacer una “crítica” de la economía política, sino pensar como salir de ella. Como subrayó Bjork, la hegemonía del siglo veinte siempre estuvo atada a un mecanismo de identificación del proletariado con la producción. Si esto fue asi, ¿qué sentido tiene seguir hablando de un horizonte hegemónico o de una ‘crítica de la acumulación’? Esto paraliza. ¿Por qué, entonces, la metrópoli? No se trata de una mera polémica entre la corte y la aldea, o entre el “campo y la ciudad”, como lo ha traducido cierto zapatismo comunitario; la crítica de la metrópoli tiene que venir acompañada de una destitución de los aparatos. En realidad, la metrópoli es la topología cibernética de la reducción del mundo. Pero como subrayó Álvarez Solís, este problema es el dilema mismo de la filosofía, puesto que ningún pensador jamás ha sido amigo de la ciudad. El polemos siempre ha consistido en una verdad contra la ciudad. Rodrigo Karmy se ha referido a la destitución de la metrópoli como un problema que debe atender a los “marcadores rítmicos”. Al final, el nuevo ciclo de revueltas experienciales (no revueltas de la multitud y de la ocupación, esto es, de las revueltas télicas) es que ponen la medialidad de las imágenes antes que el cálculo de los fines. Esto ya prepara otra ciudad, o bien, lo que yo referí como una kallipolis, puesto que la belleza es una fuerza más destructiva (archi-destructiva) que los fuegos callejeros contra la “moral de los bienes”. El lugar de los poetas ahora indica una enmienda al platonismo.

iii) La existencia es más fuerte que el sujeto. Abandonar el sujeto es dejar atrás una de las falsas puertas de escape del humanismo metafísico. Ya sea la proliferación de la imaginación (Karmy), la liberación de las apariencias hacia su afuera (Álvarez Solís), o la vida de las entidades no-existentes (Björk), en las tres intervenciones vimos un claro esfuerzo por ir más allá del embudo del sujeto, lo cual implica abrir una plano de transformación del orden mismo de lo político. O tal vez ir más alla del límite de lo político, y pensar otra cosa que política. A ese umbral le podemos llamar infrapolítica o una política poética. En la conversación echamos de menos una tematización directa sobre qué implicaría esto, sobre todo a partir de algo que Karmy enfatizó: “La revuelta es siempre, en cada caso, una revuelta en el pensamiento”. ¿Es esto algo asimilable a lo que Heidegger llamaba un giro en el pensamiento, o lo que Dionys Mascolo llamó una vez un “comunismo del pensamiento”? Aquí se juega la pregunta por el “afuera” que, desde luego, no puede ser reducida a las determinaciones espaciotemporales. Tal vez todo esto se conecta con la región “existencial” a la que aludía Moreiras en la primera sesión.

Estos tres nervios me parece que explicitan las apuestas de la conversación, así como el trabajo futuro de la reflexión existencial. Obviamente que lo que interesa no es generar un nuevo consenso, lo cual supondría caer una vez más en el cierre hegemónico, sino abrir a formas nuevas de pensamiento desde sus respectivos estilos. En este sentido las siguientes tesis me parecieron las más productivas en cuanto a un desarrollo mucho más pormenorizado que el que tuvo en la sesión:

  1. El fin de la hegemonía no solo significa que ya no podemos ordenar el mundo en un principio de legitimidad (un “fantasma hegemónico”, diría Schürmann), sino que también implica ir más allá del régimen de “supervivencia” del vitalismo contemporáneo, como el que representa la “this life” de Martin Hagglünd.
  2. La cuestión del ‘afuera’ reaparece como vórtice o “punto omega” contra la tecnificación metropolitana. Es lo que el filósofo argentino Fabián Ludueña llama el “eón de lo póstumo” de lo no-numérico. Si queremos pensar contra el laboratorio Silicon Valley, tenemos que pensar el fin del número y de la probabilidad como nueva ciencia del gobierno.
  3. Junto a la “soledad: común” necesitamos el suplemento de la “felicidad: común” (Álvarez Solís); una felicidad que ya no es felix culpa como mal menor, sino un orden de lo bello y nuevo encantamiento. Tal vez sólo desde ahí podríamos hablar de una ciudad transfigurada.
  4. El regreso de la teología indica una turbulencia para el pensamiento. Ya no interesa la tan predecible estrategia de la “deconstrucción del cristianismo” que no lleva a ningún lado, sino extraer las consecuencias de una teología que pone en jaque el régimen de la reducción de la existencia en la “mera vida”.
  5. Necesitamos pensar la amistad por fuera de una “política de la amistad”. Y necesariamente contra la crisis de la democracia liberal.

 

El fin de las demandas: Sobre Pandemónium: notas sobre el desastre (NED, 2020), de Jorge Alemán. por Gerardo Muñoz

En su nuevo libro Pandemónium: notas sobre el desastre (NED, 2020), Jorge Alemán asume la tarea de pensar en caliente. En el gesto de publicar un ensayo de emergencia sobre el actual momento pandémico exhibe el brillo de su ejercicio teórico intelectual, así como la consistencia de un pensamiento que durante décadas ha insistido en el bucle psicoanálisis-diiferencia ontológica con una mirada fuertemente arraigada al principio de realidad. Por eso, en lugar de sustentar tesis previamente acotadas , el nuevo ensayo de Alemán va más allá, pues también deja atravesarse por el movimiento opuesto; a saber, la irrupción del absolutismo de la realidad contra una posible sistematización del pensamiento. En esta reseña del libro no quiero desglosar todos los aspectos de Pandemónium, sino más bien organizar mi comentario alrededor de tres niveles que me parecen útiles para insistir en la conversación con Alemán en un momento de completa incertidumbre. En efecto, creo que me atengo al lema de Jorge en el libro “lo que está ocurriendo no se sabe”. En esa declaración se abre una sombra no-técnica como vórtice de todo pensamiento verdadero.

Alemán nos dice que el suceso de la pandemia viene a explicitar algo que ya sabíamos: el capitalismo no es sólo una economía sino más una estructura de reproducción ilimitada (61). Y pudiéramos agregar también de producción de subjetividad que en su momento Lyotard llamó economía libidinal. Esto queda callado, pero obviamente implica que ya toda “crítica de la economía política” ha quedado desplazada. Por eso, el pensamiento necesita de otras herramientas para racionalizar lo ilimitado que, como nos dice Alemán, anuncia un “eclipse serio del dominio y de la hegemonía” y hasta de la realidad (61). El regreso de lo siniestro en la determinación freudiana se reanuda justo en este eclipse del entramado simbólico. Un entramado arruinado que el “discurso científico” no puede explicar, salvo de manera compensatoria, puesto que solo puede hablar de sus ‘pulsiones’ mas no desentrañar el tenor de la angustia (77). En este sentido específico es que digo que la ciencia es compensatoria, porque todo su armazón epistémico funciona con el propósito de suturar el abismo de la angustia de lo real. Este es el nuevo espíritu médico que, si las tesis de Giorgio Agamben son correctas, converge con el dominio de la técnica. Paso ahora a los tres niveles analíticos a los que abre la mirada de Alemán sobre la crisis.

1.El derrumbe civilizatorio. Según Alemán estamos en una crisis civilatoria en un sentido fuerte del término. En primer lugar, esto significa que lo que antes parecían obstáculos de la subsunción formal del despliegue del capital, ahora ya han trascendido todas las fronteras. La crisis civilizatoria, al decir de unos amigos franceses, demuestra el vórtice depredatorio de su naturaleza. Y esto tiene consecuencias políticas primordiales. Para Jorge esto se expresa en un tema que muchos de nosotros compartimos: la crisis de los liderazgos políticos (117). Esto es, incluso de llevarse a cabo un proceso político favorable a una enmienda de la dominación, hemos visto en los últimos años que no hay interés por parte de las elites de aceptar una ius reformandi de sus hábitos y prácticas políticas. Al igual que lo hemos debatido con Mario Tronti, una de las formas en que se expresa el nihilismo político contemporáneo en Occidente tiene que ver con la abdicación del destino del liderazgo político como archontes. Alemán correctamente señala que ni Merkel puede ser considerada un archontes, ya que su brillo es meramente administrativo y ciertamente carente de la fuerza carismática que dota de legitimidad (133). ¿Qué tenemos, entonces? Alemán le llama un escenario bélico (187) que se expresa como administración de la anarquía del poder y la tecnificación entre sujetos y cosas. Obviamente que este es el teatro material de la guerra civil mundial en curso que Carl Schmitt ya preveía en 1945. Habría una tentación por buscar un liderazgo fuerte, unitario, y arcaico, pero Alemán apuesta por el cuasi-concepto de “soledad: común” para así evitar el espejismo entre estado y comunidad que ha sido el acicate de la reflexión hegemónica en la izquierda. Al final, Alemán duda de que la “forma estado” pueda estar en condiciones de preparar un nuevo poder “soberano” (213). Desde luego, de prepararse esto solo pudiera hacerse desde un cierre teológico-político artificial y entregado al sacrificio de la comunidad. Si tomamos esto en serio el problema de la “política” se agudiza.

2.El agotamiento de las demandas. Según Jorge Alemán, la pandemia puede traer “malas noticias” para la estructura de las “cadenas equivalencias” de la teoría de la hegemonía. Esto ya lo anunciaba Jorge en una conversación reciente en el marco de 17/instituto de estudios críticos, pero en Pandemónium lo dice en dos momentos distintos. En el primer momento leemos: “es cierto que en medio de esta pandemia las posiciones de los sujetos articulados a una cadena equivalencia, teorizada por Laclau, son difíciles de realizar, ya que la supervivencia lo invade todo, o peor, incluso puede existir la posibilidad de que se confirma como demanda popular volver al trabajo…” (229). Y en el segundo momento: “…creo que la pandemia pone en crisis la cuestión de las demandas insatisfechas (teorizadas por Laclau), pues podría ocurrir que que muchos sectores de la población se presentara la demanda de ir a trabajar mas allá de las condiciones sanitarias…O que puedan preferir incluso el riesgo de la infección con tal de volverse a inscribir de algún modo en algún tipo de cadena productiva” (329). El agotamiento de la lógica equivalencial, entonces, no sería un una mera “instancia fría” de la lógica populista, sino que realmente es un golpe de gracia a la teoría de la hegemonía como operación ya caída a la tecnificación de lo político en el sistema de producción. Incluso, suplementaría la tesis de Alemán con lo que Rodrigo Karmy ha llamado la aparición del “polo médico”. O sea, podemos imaginar que la demanda al trabajo pudiera estar encubierta previamente por la demanda al “cuidado”, bajo el auspicio de sostén de “vida”. Si es así, es muy probable que estemos ante un polo compensatorio del “discurso capitalista” en el despliegue de su eficacia productiva. Ante dicho giro de la sistematización del mundo, Alemán insiste en que es importante pensar una inequivalencia de las igualdades, ligada a lo irreductible del singular que operaría bajo el signo del “no-Toda” (450). Pero esto implica, necesariamente, que hay un paso de la hegemonía a la posthegemonía, ahora ligada a la separación de la “soledad: común” entendida como “fractura o brecha estructural…irreductible que ninguna ley de la historia o movimiento interno de la misma puede cerrar” (432).

3.Una transfiguración teológica. Finalmente, hay un movimiento extremadamente interesante que se insinúa en un par de ocasiones, y que lamentablemente Jorge no llega a desarrollar: un cierto regreso a lo teológico. Pudiéramos tal vez hablar del regreso de la impronta del mito ante el absolutismo de la realidad. En el primer momento, Alemán escribe: “En este aspecto, habrá que volver a considerar qué eficacia simbólica posee aun el discurso de la religión” (103). Y más adelante nos dice: “…resulta crucial iniciar un diálogo con las religiones basadas en el libro sagrado (judaísmo, cristianismo, e islam), que mantienen una su propia configuración histórica distintos rasgos emancipatorios. Al respecto la iglesia católica dada su hegemonía cultura en Occidente, podría propiciar un lugar donde experimentar nuevas formas de comunidad: una patria sin xenofobia ni racismo, a unas fuerzas armadas atravesadas por la lógica femenina del “No-Todo” (221). Recuerdo aquí que para Lacan la única verdadera religión es el Cristianismo. Y estoy de acuerdo con Jorge que un regreso teológico pareciera inmanente en el presente; la cuestión sigue siendo, desde luego, qué tipo de teología. Hay tensiones fuertes en la última sugerencia sobre una Iglesia del “no-Todo”, puesto que, ¿no está desde hace siglos la Iglesia caída al misterio del mal (mysterium iniquitatis), terminando en un tipo de institucionalidad que solo puede operar como “pastor” de la comunidad terrenal o bien como charitas compensatoria ante las formas destructivas de la civilización? Desde luego, ante la estructura arcaica del evangelismo protestante del self-made man y el new-born christian, el catolicismo pudiera tener un regreso bastante importante. Aunque ese regreso transfigurado queda ahora innominado, a pesar de ciertas derivas contemporáneas desde el tomismo burocrático del derecho o cierto paulismo mesiánico comunitario.

Igualmente, no creo que Alemán vaya por ese lado. Sería particularmente interesante para mi ver si Alemán suscribiría una “teología transfigurada” (o una “infra-teología”), que ya deja de ser subsidiaria del poder pastoral de la Iglesia o del carisma del poeta visionario. Como ha visto el propio José Luis Villacañas en su excelente libro Narcisismo y objetividad (1997), el paso de Hölderlin de la tragicidad del poeta a la contemplación pindárica sobre el mundo y las cosas, da paso a un lugar transformador que, a mi juicio, estaría más allá de la cesura inmanente y trascendente de la modernidad. Tal vez la irrupción de lo siniestro de la pandemia permita “ver” este despeje en el mundo. Un despeje que el último Hölderlin asocia no solo con el regreso de los dioses y el “peligro”, sino también con la contemplación del canto de un cielo abierto.

Comentario a la primera sesión de “¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” en diálogo con Jorge Alemán y Alberto Moreiras en el 17/Instituto. por Gerardo Muñoz

No tengo porqué repetir aquí la introducción del marco de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia” que ha comenzado hoy en el 17/Instituto de México, esa formidable plataforma post-universitaria que coordina con pasión Benjamin Mayer Foulkes. El 17/ Instituto es una de las pocas instituciones en lengua castellana que se interesa por el ejercicio de un pensamiento nuevo (sin tabiques internos), algo que la universidad contemporánea ya no puede dar a pesar de sus buenas intenciones. La apuesta general de esta serie puede leerse aquí. Resumiendo muy esquemáticamente diría que por “pensamiento nuevo” la serie intenta tantear despejar tres condiciones para el actual momento de crisis:

  1. Primero, que es posible un pensamiento que no esté ligado a la determinación de la biopolítica; al contrario, apostamos por una irreductibilidad entre biopolítica y pensamiento. Si esto es así, como sugería recientemente mi colega Ángel Octavio Álvarez Solís, entonces, cualquier estilo de pensamiento hoy es necesariamente pensamiento contra-biopolítico en la medida en que busca su afuera.
  2. En segundo término, pienso que es posible pensar más allá de la categoría del sujeto, porque, el lugar del sujeto ya no puede ofrecer una política deseable, esto es, democrática o igualitaria. Y porque cuando se dice sujeto, se olvida que lo más esencial en el singular es lo que está del lado del no-sujeto.  Justo allí están sus condiciones de verdad. No hay nada abstracto aquí: no hay un sujeto del paisaje, como no hay un sujeto del amor, ni un sujeto del encuentro, ni un sujeto del mundo o de la amistad.
  3. Y en tercer lugar, interesa pensar cómo sería una política más allá del cierre tético de la técnica, entendida como la exposición transparente de cada cosa. Alemán lo explicito de manera nítida: “En esta época estamos tendencialmente caídos a ser una cosa para el goce del otro”. Una cosa que es, desde luego, cualquier cosa. Si la técnica hoy ha entrado en una fase civilizacional de la “cibernética”, entonces esto supone que pensar lo político tiene como condición una separación de todos los dispositivos cibernéticos que constituyen el ordenamiento de la realidad.

Pero tampoco tengo interés por resumir las inflexiones de todo lo discutido y debatido en las dos horas de la sesión, por lo que tan solo quiero dejar una mínima nota sobre algo que apuntó Jorge Alemán y que quisiera retomar en algún otro momento. Es mi manera de continuar el diálogo con Jorge, Alberto, y los todos los demás amigos e inscritos. En un momento de la discusión, Alemán dijo algo que sin duda alguna sorprendió a más de uno: “Esta fase de la pandemia mente va a llevarse por medio la lógica de las cadenas equivalenciales”. Es una afirmación fuerte, yo diría que lapidaria. Y obviamente que Alemán en el curso de este intercambio nos podría iluminar un poco más sobre cómo él entiende esta “destitución” de la equivalencia en el actual momento. Hay varias posibles formas de interpretarlas. En efecto, yo diría que habría una forma “débil” de interpretación y otra forma “fuerte”. La débil sería la que entiende que el aplazamiento de la lógica equivalencial por la pandemia nos conduce a un momento frío del populismo, en el cual el repliegue institucional del poder asume prioridad sobre el clamor de la demanda popular. Este sería un momento de desmovilización de las energías populares ante la incertidumbre del nuevo contrato social que se abre en nuestras sociedades y ya parece que no va a ir por el mejor camino. La interpretación fuerte, por otro lado, sería la que entiende la afirmación de Jorge no como momento “frío”, sino como agotamiento efectivo de la lógica identificatoria de la política en tanto que política hegemónica. Obviamente, yo me inclino más por la lectura fuerte que por la débil. E intentaré explicar brevemente por qué.

No quiero que mi explicación avance sobre terreno desconocido ni por elaboraciones abstractas. Quiero atenerme al propio trabajo de Alemán y a la conversación. Como le decía en respuesta al comentario de Alemán – que en ese momento no conecté con esta tesis suya, pero que ahora sí me atrevo a hacerlo – tengo para mi que una modificación en el diseño de la teoría de la hegemonía, y por extensión de la “equivalencia” como principio vertebrador, puede llevar a un mínimo desplazamiento del impasse. Pensemos en casos concretos, como el de Alberto Fernández en La Argentina. Una lectura ultra-política o hegemónica fuerte ve en el mando de Fernández a un presidencialismo técnico o débil, y sin embargo, es todo lo contrario. En realidad, el carisma y la conducción de Fernández marcan un desfasaje mínimo del cierre hegemónico desde la lógica identificatoria y su point de capiton en el liderazgo irremplazable. No digo que Fernández prescinda de una “transversalidad” en su lógica de construcción política; digo lo opuesto, que es una transversalidad que, en la medida en que favorece lo transversal, termina por garantizar un tipo de “flexibilidad” y “disenso” interno al diseño político que ya no puede cerrarse a sí mismo sobre la transferencia verticalista entre conducción y demandas. Esa transferencia sin relieves ni fisuras debe ser llamada por lo que es: técnica-política.

Hace unos días le escuchaba decir con lucidez al profesor José Luis Villacañas que, en verdad, Lenin era el mayor exponente laico del absolutismo de la técnica-política en el siglo veinte. Es cierto. Pero si retiramos la posición nominal de Lenin, ¿no tendríamos que decir también que la hegemonía es el último dispositivo de la técnica política? El caso de Alberto Fernández nos ayuda a romper contra esa ilusión desde dos prácticas políticas muy convergentes en las que él “inspira” su carácter: comunicación y carisma. Ni la comunicación puede pretender a la abstracción conceptual / formal de una equivalencia; ni la energía del carisma puede ser la esponja que absorbe la totalidad de las demandas del campo popular como lógica finalmente entre amigo-enemigo.

Esto tampoco nos tiene que llevar a un liberalismo ilustrado que hoy, ante el estado administrativo y la crisis del federalismo, es mero legalismo de los procedimientos y la jerarquización de valores. Tanto la comunicación como el carisma preparan un diseño flexible, que yo llamo posthegemónico, que desea despuntar en una transformación de la política que no se subordina a la técnica. Esto no significa que no haya “técnica”; al contrario, lo que quiero sugerir es la tecnificación de la política termina por producir efectos o consecuencias perversas de todo aquello que busca evitar o contener. O bien, en estas mismas palabras: solo puede “contener”. Por eso es por lo que la técnico-política es una teología política, lo que hace de la hegemonía un katechon.

Ante una política basada en la tecnificación de las identidades (equivalencia), ¿podríamos pensar la destrucción de la equivalencia a partir de este momento como la apertura a una política de la separación? Una política no solo carente de las medicaciones télicas (de la vanguardia, el partido, la voluntad, la ocupación), sino también de lo que Giorgio Cesarano, ya en la década del setenta (Critica Dell’Utopia Capitale, 1979) refirió como el pensamiento de la alienación originaria de la especie. Curiosamente en otro momento Jorge dijo que “la política siempre pasa por la alienación”. Es justa esta la inflexión disyunta la que merece ser pensada contra el sujeto de la equivalencia.