Schmitt y Hart: los puntos fijos del concepto de derecho. por Gerardo Muñoz

Probablemente debido a su crítica al positivismo de su época (la “norma básica” kelseniana), y a la insistencia sobre la decisión soberana como respuesta a la crisis, se suele pensar que el concepto del derecho de Carl Schmitt se reduce a un decisionismo puro u “ocasionalista”; o bien, en el peor de los casos, a un anti-positivismo oportunista. Ni una cosa ni la otra. Y más allá de las presunciones de interés político en esta percepción, si atendemos a la primera etapa expresamente jurisprudencial pura de Schmitt esta percepción colapsa en su intento por explicar el concepto de derecho elaborado. En efecto, lo que me gustaría anotar aquí es que antes de las incepciones relativas al excepcionalismo, al ‘concepto de lo político”, al énfasis en la forma teológica, a las teorías secularizadas de las mediaciones, o al énfasis en el ‘guardián de la constitución’, el concepto de derecho de Schmitt es bastante consistente con el teorema hartiano del derecho basado en un principio interno de rule of recognition por parte de los oficiales y jueces de un sistema normativo ordenado mediante reglas secundarias y mediadas con los hechos sociales. Desde luego, en el centro del pensamiento schmittiano gravita el ideal de un asentamiento de un nomoi capaz de distinguir la amenaza de todo orden concreto de legalidad, aunque tal vez decirlo así es demasiado genérico y metajurídico.

Para intentar dotar de sustancia a la postura jurisprudencial de Schmitt – si es que le tomamos la palabra sobre cómo quería ser comprendido – debemos, entonces, tematizar lo que podríamos llamar una matriz articulada por ‘puntos fijos’ en su concepción del derecho. Y aunque la noción de “puntos fijos” teorizada por Solum se entiende como la estabilidad temporal del contenido de una provisión en el momento de ratificación, aquí me gustaría tomar los puntos fijos como perímetro de legibilidad del concepto del derecho en tres loci: (i) una práctica concreta en un sistema constitucional, (ii) una forma de decisión impersonal cuyas directrices se orientan a la práctica habitual de la adjudicación, y (iii) una apuesta interna por la preservación de una institucionalidad concreta contra las posibles amenazas de potestas indirectas externas o valorizaciones por parte del juez [1]. Estos puntos fijos, por su parte, no intentan definir el “constitucionalismo” de Schmitt, sino la construcción de su concepto de derecho que en realidad (como luego vio Strauss en el registro ideológico de lo político) no niega la impronta del positivismo, sino que la fortifica.

El primer punto fijo puede inscribirse en la noción del derecho como práctica, algo relativamente sencillo que Schmitt contrapone en su temprano Ley y juicio (1912) a la cuestión del método en una formulación: el método de la práctica es superior a la práctica del método (claramente anti-bartoliana). Esta dimensión práctica le suministra al concepto del derecho una plasticidad que no puede sustraerse del normativismo abstracto y mecánico, y que abre espacio para atender al problema de la indeterminación del derecho. En efecto, como han visto Vinx & Zeitlin, los primeros trabajos de Schmitt como jurista estaban atravesados por cómo atender el dilema de la indeterminación del estatuto (lex), que llevó a Schmitt a favorecer la “praxis jurídica” a nivel de adjudicación de un sistema contra la tentación de transformar el juez en un justiciero, legislador, o interpretador de las lagunas de una provisión legal [2]. De hecho, Schmitt veía el problema de la interpretación como un arma política tu quoque: “El dominio de los métodos de interpretación es un poder real, que genera concepciones jurídicas que son tan efectivas como los mismos contenidos de las leyes formales. Su dominio sobre la construcción de las leyes llega a su punto culminante, cuando, por ejemplo, se afirma algo que la interoperación determina como contenido de la ley y que, sin embargo, no está recogido en la misma ley…” [3]. A diferencia de lo que luego reclamaría la hegemonía de la interpretación como contenido verídico de la adjudicación, la noción de respuesta correcta para Schmitt se encuentra en el modo en que los jueces decidan siguiendo la práctica interna a la comunidad jurídica en lugar de una decisión que asume un contenido especifico para la decisión (como lo es, por ejemplo, en la teoría del “derecho es lo que aprueban los jueces” de D’Ors). La noción de “práctica jurídica” es un punto fijo que limita la adjudicación y a su vez separa la esfera jurídica de otras esferas (la política, la valorativa, o la opinión pública del poder constituyente).

El segundo punto fijo es una elaboración conceptual de la zona limitada de la práctica jurídica, y que le sirve a Schmitt para definir positivamente la función del juez: “Una decisión jurídica es correcta si se puede esperar que otro juez hubiera decidido del mismo modo. Por otro juez se entiende aquí el tipo empírico de jurista moderno” [4]. La dimensión impersonal no solo radical en el vaciamiento del valor, sino en subsumir el contenido verídico de la decisión (“la respuesta correcta”) al modo de adjudicación de la práctica del derecho. Esta dimensión modal es importante en la medida en que ya no se trata de una “respuesta correcta” en términos del contenido siempre asumido por algún valor (así entendemos hoy la impronta de la interpretación), sino que este modo crea homogeneidad, previsibilidad, y transparencia en la práctica jurídica. A su vez, como dice unas páginas más tarde en Ley y juicio, para Schmitt es importante que los fallos se limiten a comunicar a una esfera acotada de jueces y funcionarios, muy parecido a lo que H.L.A Hart denominó la rule of recognition cuya función unifica las reglas de primer orden con los mandatos de segundo orden para la organización de la fuente legislativa o arraigadas en las prácticas históricas [5]. Del mismo modo, según Schmitt pareciera acercarse a la concepto de Hart aunque en un registro bastante disímil: “….la capacidad del juez para calcular lo que se considera correcto en la praxis judicial utilizando al eficacia de las normas y teniendo en cuanta, además, unas concretas leyes positivas, la influencia de ciertas normas metapositivistas, y los precedentes” [6]. Ahora podemos ver con mayor claridad que la idea de praxis no es un mero mecanicismo, sino que consigue validez legal para así tener “criterio especifico para declarar su corrección” [7]. De ahí que la sentencia del juez es correcta no por el contenido a la hora de interpretación o legislar sobre el caso difícil, sino en el momento en el que se encuentra con un grado modal consistente con el principio de validez legal. Desde luego, el principio de validez legal no logra decir nada a un momento de crisis, pero esta dimensión externa o decisionista en función de un principio discriminatorio de lo político es simplemente eso: una dimensión externa que queda ajena al concepto interno del derecho unificado por la regla de reconocimiento.

El tercer punto fijo lo encontramos en la instancia en la que Schmitt se aleja de Hart para acercarse al teorema del ordenamiento jurídico de Santi Romano, puesto que lo fundamental no es responder a la heteronomía entre moral y derecho para satisfacer la racionalidad de los hechos sociales, sino que ahora el énfasis recae en la combinación decisionismo, normativismo, y formalismo de cara a la idea de preservación de un orden concreto [8]. Por eso en Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (1934), Schmitt identifica la institución y la administración con la directiva (y de algún modo, aunque sin decirlo, con el poder delegado) de todo sistema jurídico [9]. Ahora una visión concreta tiende a la definición holística de la “institución” que, sin ignorar la decisión, estabiliza un nuevo punto fijo. En efecto, como queda claro en el ensayo del 34, la decisión no se reduce a la máxima de la teología política (‘soberano es quien decide el estado de excepción’), sino que primero que todo se entiende como la práctica jurídica positiva de instaurar nuevos puntos fijos en el ordenamiento. Incluso, Schmitt sugiere que en la medida en que el decisionismo establece un loci fijo, entonces puede renovar el principio trascendental propio de la autoridad del positivismo moderno (autoritas non veritas facit legem): “Pero solo desde el decisionismo puede el positivismo fijar, en un determinado momento y lugar, la cuestión del último fundamento de la norma vigente…como otro orden concreto, o, sobre todo, sin cuestionar el derecho de tal poder” [10].

El concepto de derecho de Schmitt – y que recorre su obra desde los primeros libros de ciencia jurídica hasta los últimos ensayos sobre la revolución legal mundial y la teoría de los valores – entiende que es solo mediante puntos fijos que el derecho logra su estabilidad, duración habitual (customary / precedent), y capacidad autoritativa. Sin la dimensión decisionista el normativismo de “la sociedad civil”, no estaría en condiciones de responder adecuadamente al ascenso de las potestas indirectas que expresamente se sublevaban contra la forma de estado y sus mediaciones internas directivas. La preservación de un orden concreto requería de un decisionismo capaz de estabilizar los puntos fijos sin el cual la lógica interna del derecho es ciega y mortal, al punto de hacer de la separación entre moral e ideología una dialéctica destabilizadora [11]. Y es aquí donde vemos una máxima distancia con respecto a Hart en torno al tópico de la separabilidad. Allí donde hay una neutralidad absoluta con la moral, Schmitt recurre al concepto de lo político. Pero en lo que concierna al concepto del derecho, la insistencia en los puntos fijos esclarece la investidura de Schmitt como jurista cuyo decisionismo, por naturaleza unfixed ya que responde la crisis, intenta garantizar la perdurabilidad del orden concreto.

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Notas 

1. Lawrence Solum. “The Fixation Thesis: The Role of Historical Fact in Original Meaning”, Notre Dame Law Review, Vol.91, 2015. 21

2. Carl Schmitt. Early Legal-Theoretical Writings (Cambridge University Press, 2022). Eds. Lars Vinx & Samuel G. Zeitlin. 3-7.

3. Carl Schmitt. Ley y juicio, en Posiciones ante el derecho (Tecnos, 2018). 124.

3. Carl Schmitt. Ley y juicio, en Posiciones ante el derecho (Tecnos, 2018). 4-6.

5. H.L.A. Hart. The Concept of Law (Oxford U Press, 1991). 92-93.

6. Carl Schmitt. Ley y juicio, en Posiciones ante el derecho (Tecnos, 2018). 

7. Ibíd., 135

8. Carl Schmitt. Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica, en Posiciones ante el derecho (Tecnos, 2018). 301.

9. Ibíd., 305.

10. Ibíd., 283-284. 

11. Ibíd., 285.

Un vestido sin cuerpo: derecho y teología. por Gerardo Muñoz

Cuando hace algún tiempo escribí un texto sobre la metáfora del vestido en el constitucionalismo de Adrian Vermeule, tal vez no extraje las últimas consecuencias de su especificidad. Pero con la publicación de Common-Good Constitucionalism (Polity, 2022) ya puede verse con claridad que la procedencia de esa pieza suelta está hecha en los talleres del derecho romano, pues el ascenso del derecho administrativo coincide con el ius, haciendo de su carácter una “moralidad interna” que supera y desplaza la autoridad del positivismo moderno: “Nuestro ámbito del derecho administrativo, entonces, es ius, y no meramente la forma positiva del lex” [1]. Así lo dice Vermeule.

Se hace legible que el fin del law’s empire dworkiniano da entrada a una nueva imperialidad del ius cuya decisión efectiva tiene una clara orientación en el bien-común. Si la capacidad administrativa es un el nuevo “vestido” del derecho constitucional, entonces esto quiere decir que la función del lex es su costura, siempre alterable, aunque decisiva en la modelación del cuerpo de la politeia (un cuerpo que se asume total en la medida en que el cuerpo específico desaparece en las aspiraciones del common-good). En un primer momento observé que la metáfora del vestido proviene del diseño hamiltoniano de la consticionalismo norteamericano, pero Vermeule vuelve a ella para sentar una plasticidad a su concepción de la subsidiaridad positiva. Ahora el “loose-fitting garment” aparece en esta luz en su ensayo:

“…excessive constitutional constraint can be as dangerous as insufficient constitutional constraint. The Constitution, emphatically including the vertical distribution between among subsidiarity jurisdictions and the highest levels authority should be a loose-fitting garment that leaves room for flexibility and adjustment over time as circumstances change. The alternative is not some fantasy of perfect legality, but rather an overly brittle framework that cracks because it cannot bend”. [2] 

Ahora vemos con claridad que la “pieza suelta ya no solo encumbre el cuerpo de la politeia, sino que la organiza y la “cose” de un cierto modo. Pudiéramos denominar ese “modo” como la ontología específica del bien común desde la axiomática del officum gubernamental. Si para Erik Peterson el estrato de la “teología del vestido” constituía una prótesis técnica para con el mundo; el nuevo vestido de la subsidiaridad positiva hace coincidir las aspiraciones del gobierno con el espíritu de la técnica en un nexo sin resto. Otra manera de decirlo es que la re-aparición ordenada del Leviatán tras la crisis del principio de autoridad moderno ya no es una ilusión de agregación de omnes et singulatim en el corpus soberano: más bien ahora es un vestido invisible y all-encompassing (ius) que carece de un cuerpo concreto, porque ahora su extensión es la corporalidad integral de la sociedad que debe ser surcida hacia el bien-común.

El vestido enviste, en última instancia, a la autopoesisis de la función excepcional del vínculo administrativo [3]. Y es en este sentido que el derecho administrativo en toda su pragmática no es un cuerpo místico, sino un vestido sin cuerpo que hace posible la coincidencia de la ratio administrativa y delegación con una gobernabilidad sobre la vida. Es por esta razón también que el tomismo del bien-común administrativo no es, en modo alguno, el tomismo impulsado por el derecho natural moderno de John Finnis en su influyente Natural Law and Natural Rights (1986).

Sin embargo, ¿es posible una coincidencia entre la teología del vestido y el dispositivo del gobierno? En este sentido podría ser iluminador algo que anota Carl Schmitt en Glossarium sobre “Teología del vestido” de Peterson: “La patria es la casa. Lo que dice Peterson del vestido sirve también para el paisaje, tejido de los recuerdos, el revestimiento psíquico, investiduras institucionales, vías de sentimientos y reservas que allí se acumulan.” [4]. El vestido, por lo tanto, no puede constituir una forma política como ordenamiento jurídico, sino que debe entenderse como aquello que permite una separación irreductible entre el dominio del derecho y la vida. Por eso es por lo que Peterson escribía, de manera decisiva que la vestimenta es un intento por “redescubrir la pieza perdida” [del Paraíso] que es la única que puede expresar y develar nuestra dignidad” [4]. Pero esta dignitas ya no es ni un bien-común impersonalizado en un vestido sin cuerpo, pero tampoco la de un personalismo encarnado (postura común al pensamiento liberal tras el Concilio Vaticano II): se trata de una dignidad que jamás puede agotarse en el excepcionalismo comunitario que parece haber abdicado hacia una tecnificación sin afuera.

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Notas 

1. Adrian Vermeule. Common-Good Constitutionalism (Polity, 2022), 138.

2. Ibíd., 160.

3. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (Editorial El Paseo, 2021). La traducción al castellano ha tomado “kleides” por “hábito”, lo cual se presta a más de un equivoco, por eso lo hemos modificado a vestido que es más fiel a la intención original de Peterson. Esta nota la debe mucho a intercambios recientes con José Miguel Burgos Mazas.

4. Erik Peterson. “Theologie des Kleides”, Benediktinische Monatsschrift, N.16 (1934), 347-356.

Un resto teológico. Sobre Antes del Veredicto: la demasiada humanidad del Padre Varela (2020) de Emilio Ichikawa. por Gerardo Muñoz

El último ensayo del filósofo Emilio Ichikawa dedicado a ciertas zonas del pensamiento del sacerdote cubano Félix Valera, Antes del Veredicto: la demasiada humanidad del Padre Varela (Exodus, 2020) no está desprovisto de un esoterismo propio de quien escribe como si estuviera entregando a la posteridad un auténtico testamento político y existencial. No se trata de un libro exegético, histórico, o teórico sobre el pensamiento de Varela, sino de retazos diversos que se dan cita en el plano de la controversia en torno a la posible – y de alguna manera imposible – canonización del filósofo ilustrado. Es una entrada lateral y oblicua que a veces se deja leer como un ameno reader’s report y que permite deslizar esotéricamente un arcano sobre el presente de una comunidad política en el vaivén de sus revoluciones. No es casualidad que el ensayo abra con el consejo de un Postulador de la Iglesia de Roma al Monseñor Carlos Manuel de Céspedes: “Si usted quiere verse en los altares, no escriba ni una letra”. No hay duda de que en la superficie esta observación quiere exaltar la ejemplaridad de los actos por encima de la capacidad del juicio, o si se quiere de la hermenéutica sobre los acontecimientos. Y, sin embargo, en el plano esotérico, esta declaración se ajusta a las escenas de escrituras que permite variaciones interpretativas para con los usos políticos de la posteridad. Es lo que hoy podemos ver con claridad si miramos al giro “originalista” o interpretativista del constitucionalismo, aunque de fondo no hay otra cosa que una compensación escritural ante la crisis terminal de la autoridad (¿qué cosa más originaria que la palabra?).

Y es aquí en donde encontramos el núcleo esotérico de Antes del Veredicto: la “grandeza” de Varela no se sustenta en una serie de principios textuales, un corpus moral o una ética fundacional de lo civil, sino más bien en la posibilidad de que el dogma tenga lugar al interior de una realidad concreta (jurídica). De alguna manera, “antes del veredicto” y “antes de la fundación”, no hay literalmente nada, pero esa nada es lo que único que hace posible un nivel de conflictividad (sin pretensiones de pacifismo del sol del mundo moral) sin que el prójimo sea reducido a enemigo total. Si empleo una terminología explícitamente schmittiana es porque el “pensamiento político” de Varela trabaja las mediaciones entre la teología y la política. Esta separación claramente agustiniana dispensa el arcano de una autoridad que permanece en el tiempo; esto es, una latencia que todavía hoy puede oponerse a la charlatanería – ya naturalizada y extendida a nivel de la época – que no cesa de concederle sacrificios a la política. En el presente queda muy claro que para algunos grupos, o casi para todos, hacer política termina enmascarando una toma de postura en la geopolítica en curso.

Podríamos decir que Ichikawa escribe este ensayo de Varela tras un total desencanto con todas las categorías analíticas regionales y culturales de una historicidad nacional (y postnacional) sabiendo que la propuesta de canonizar a Varela es otro intento desesperado y “forro de los diseñadores de la cubanidad ficticia” (33). Y quien habla de la “cubana ficticia” también pudiera decir la politicidad ficticia que en nuestros tiempos se reinventa como totalidad extractiva y convergente con todos los espacios de la vida, porque no apela a ser otra cosa que administración de las formas posibles de ésta. La separación entre “trono y altar” que nos recuerda Ichikawa en el pensamiento de Varela no es solamente una forma de registrar su liberalismo ilustrado, sino que es también una forma de separación misma de la política, puesto que la absolutización de un orden civil solo podía producir una moralización igualmente absoluta cuya declinación en bandos ideológicos, grupúsculos poseedores de todas las certezas, o paladines de una vanguardia cultural terminan desempeñandose como cruda voluntad de poder mortífera y denigrante. Y estos califictivos se ajustan a una finalidad que tiene en la mira el aniquilamiento total de otro y la distribución dosificada de culpas como combustible de una liturgia comunitaria.

La politicidad y la identidad – pareciera ser la tesis esotérica de Ichikawa, quien tampoco estuvo en condiciones de tematizarla en estos términos – paga el precio con el cierre de cualquier posibilidad de pensamiento que ahora será vista como milagrosa e impía, y por lo tanto un dogma inaceptable para los consensos asumidos de la intelectualidad hegemónica. Y este es un punto importante que Ichikawa sí llega a explicitar: no es lo mismo un pensador que un erudito o un investigador. Escribe en Antes del Veredicto: “Eruditos y buenos investigadores Cuba tiene muchos: lo que escasean son los pensadores. Para situarse entre ellos el primer gesto es emanciparse de las fuentes…porque quien persigue el archivo queda preso del poder que lo administra” [1].

Se pasa por alto que en una época consumada en su propia historicidad, el archivo contiene internamente el “archê”, por lo que efectivamente la ordenación de los archivos no es más que la voluntad de poder traducida al plano de las labores filológicas o de interpretativismo infinito termina en validarse como una incesante tiranía de la importación de valores. Ichikawa lo dice con mayor claridad: “se empieza a disertar y manipular con criterio” (93). Pero la articulación de criterios y valores es la caída a la hegemonía misma para conducir a la historia, y en particular a una comunidad de salvación necesariamente teológica-política. Ichikawa nos recuerda que el fin del retablo de la Guerra Fría trae consigo el sobrevenido de nuevas competencias sobre el relevo del mando para administrar las razones que facilitarían el dominio sobre el futuro.

Desde luego, todo esto es un gran teatro de ilusiones “nacionales”, pero de las ilusiones ciertamente viven los pueblos y sus comunidades vitales. El dispositivo geopolítico tiene dos determinaciones que para el Padre Valera llevaban a la producción voluntaria del Mal: la incredulidad (la cuestión de lo impío en Cartas a Elpidio), y la persistencia de un automatismo mimético. De ahí que el Padre Varela haya sido reticente al modelo norteamericano sobre la base de su protestantismo que hacía posible un principio ilimitado de reproducción (82). Ciertamente, Valera no alcanzó a ver la fides por el crédito en la civilización calvinista que termima aniquilando a la propia forma comunidad. Así, la realidad se cerraba sobre sí misma, y desaparecía la posibilidad de una transformación fuera de la historia – la posibilidad de un acontecimiento sobre la forma, diríamos con Carlo Diano – y por lo tanto la posibilidad del “milagro” ha quedado agotada, reducida a un estado de “guasa impía” de quienes ahora se acomodan en el nihilismo de una temporalidad sin estrías e inconvenientes (124). Una vez situados en estos extremos, la historicidad pasa a ser el terreno de la hegemonía de universales, pero a cambio de que todo siga inamovible, sin posibilidad sustancial de ius reformandi de ningún tipo. El mundo de los impíos pone de relieve la crisis terminal de la autoridad propia de una realidad concreta. Y aquí el nomalismo cubano es metonímico de una estructuración epocal más amplia: la sutura de mundo y política como configuración geopolítica imperial develada ante el despliegue de la técnica. ¿Es posible hacer éxodo de esta fuerza planetaria, así como de sus dispositivos regionales?

Mi hipótesis de lectura es que en Antes del Veredicto Ichikawa ensaya una salida fuera de los mandos de la gigantomaquia geopolítica, contra la temporalidad oportunista de las lenguas historicistas, y escéptica de los archiveros neo-nacionalistas y postnacionales: una reserva teológica en la que se pudiera reactivar, otra vez, la pregunta sobre la doctrina de las últimas cosas. Solo de esta manera es posible volver a pensar la política como un asunto anti-universal. Como nos enseña Erik Peterson, esta es la función de la pregunta por la ekklesia, que es también pregunta por lo institucional sin el voluntarismo de una moralidad absoluta [2]. Es notable que a lo largo del libro el nombre propio de Fidel Castro solo aparece una vez, ligado a la legitimidad de un poder mundano, y que hoy solo puede ser entendido como una institucionalidad concreta portadora de autoridad, a pesar de que una Iglesia la observa de lejos (128). No hay política sin antes entender que el fidelismo es un institucionalismo no carente de índices muy pragmáticos.

Pero si un estado total busca suturar el exceso de legitimidad desde la sutura política; la fuerza contrarrevolucionaria no ha ofrecido otra cosa que una sutura geopolítica y moral carente de imaginación institucional concreta. Un doble movimiento: una fuerza secularizante que ha rebodo el misterio (teológico); y una política que ha buscado amarrarse del último arcano teológico para sustentar una aparente legitimidad. Varela emerge, entonces, como un antídoto contra esta sutura teológica-política de signo doble, sea esta estatal o moral, recordándonos que fuera del dominio del político se encuentran matices para los cuales la autoridad tiene la última palabra. Contra lo que se piensa de Ichikawa como un intelectual que “tuteó” (una querida palabra suya) con la Revolución, en realidad el arcano que aquí nos entrega es el de un pensador nitidamente conservador, porque se atiene a la conservación de una autoridad concreta. Desde el 59, rara vez esta pregunta ha sido instalada en escena, y sin lugar a dudas este es uno de los méritos de Antes del Veredicto. La pasión teológica del Padre Varela no sería entonces de naturaleza soteriológica, sino atenta a la inhumanidad del poder político y sus orientaciones imperiales independientemente de donde procedan. Este residuo teológico profano – ya necesariamente extra ecclesiam – toma el camino en retirada de toda participación del encuadre en el que tienen lugar las rapiñas geopolíticas.

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Notas. 

1. Emilio Ichikawa. Antes del Veredicto: la demasiada humanidad del Padre Varela (Exodus, 2020), 92. 

2. Erik Peterson. “The Church”, en Theological Tractates (Stanford U Press, 2011), 32.