Acaba de aparecer en inglés el volumen Religion, Law, and Democracy (2022) de Ernst Böckenförde que recoge sus ensayos sobre religión, política y derecho escrito a lo largo de tres décadas, pero solo me gustaría limitar este comentario a solo uno de estos ensayos. Me refiero al bastante celebrado “El ascenso del estado como proceso de la secularización” (1967), que marca un punto de inflexión central en el debate sobre la teología política y la secularización de cara al agotamiento de la legitimidad moderna. La fuerza de la intervención Böckenförde – y que la sigue teniendo, a mi parecer – es que además de interesarse por el proceso histórico de los poderes de la génesis de la secularización, propone tomar la pregunta de fundamento de cara al eclipse de la modernidad política tras el reconocimiento universal del derecho y la acumulación de la libertad individual; un proceso que en nombre de “liberar” a los hombres de la potestas indirecta del cristianismo, anuncia la crisis de la autoridad política del estado que garantizaba homogeneidad y unidad de toda comunidad política concreta (para Böckenförde, la noción de homogeneidad es autonomía civil, y no aplanamiento del hecho del pluralista).
Ahora bien, el triunfo de la secularización implicaría una re-teologización absoluta en la medida en que lleva al límite y liquida la separación entre poder espiritual y poder temporal, estado y sociedad civil, forma del derecho y valores; la seperación que dio lugar el proceso de secularización queda borrada. La sombra oscura de la secularización infinita es que, en nombre de la acumulación de libertad, solo puede producir un escenario de crisis de guerra civil, desintegración, o administración “objetiva” de valores que termina por mimetizar los conflictos del estado confesional previo al ordenamiento del estado moderno. De ahí que el diagnóstico de Böckenförde sea tajante hacia el final del ensayo, que intento traducir del inglés:
“La pregunta sobre las fuerzas que cohesionan [a la sociedad] por lo tanto dan lugar al ascenso de su verdadera esencia: el estado liberal secularizado vive de las condiciones que el mismo no puede garantizar. Esta es la gran apuesta que ha efectuado en nombre de la libertad. Por un lado, el estado liberal puede sobrevivir si la libertad que le otorga a sus ciudadanos es regular la sustancia moral interna y la homogeneidad social. Por otro, ya no puede garantizar estas fuerzas regulatorias mediante sus propuestos – esto es, solo con los instrumentos de la coerción legal o de mandatos autoritativos – sin al mismo tiempo abandonar su dimensión liberal, retrocediendo, aunque de forma secularizada, a una forma totalitaria que en su momento había tomado distancia durante las guerras civiles confesionales.” [1].
La crisis del principio de separación de la génesis política de la secularización implica, de este modo, formas que solo pueden apelar al “orden” como único mecanismo de gobierno. En efecto, podríamos traducir la tesis de Böckenförde en términos más enfáticos: el estado liberal no puede asegurar las condiciones que promete hace que su única finalidad sea la de una forma de administración del gobierno. Por eso la autonomía civil colapsa en su co-extensión con la forma estado. Y no es menor que la administración gubernamental sea la forma teológica de la oikonomia como filtro de la potestas indirecta, que, en su eficacia flexible y mutante, solo puede ofrecer un efecto de verosimilitud de homogeneidad mediante la lógica del valor como intercambiabilidad de la autorregulación de los fenómenos (para estos efectos, basta pensar en el paradigma de costes y beneficios en la jurisprudencia tecnocrática contemporánea). Como tampoco es menor que, ante la crisis epocal de la separación del estado, el derecho público haya terminado implosionando internamente en la motorización del derecho administrativo, y su comedido en el balance jurisprudencial de principios.
La pregunta medular para Böckenförde en 1967 dado el diagnóstico era la siguiente: ¿hasta qué punto puede seguir existiendo una comunidad política ordenada bajo una autoridad (forma estado) sin una fuente sólida de garantías y libertades? Creo que la respuesta que busca Böckenförde no era simplemente normativa, desde la perspectiva externa de los poderes públicos, sino de alguna manera también deontológica: pues no se limita a cómo podrá el estado ejercer obligaciones mediante sus mecanismos de fuerza, sino dónde encontrar el principio de separación ante la totalización comandada por el gobierno. A más de cinco décadas del ensayo de Böckenförde, creo que estamos en condiciones de decir que el estado administrativo (como “caso concreto más fuerte” del gobierno en Occidente) ha tomado las riendas en la tarea de ofrecer unificación, homogenización, y reproducción del ordenamiento, aunque a expensas de la liquidación de la separación. La ironía es que el concepto mismo de “liquidación”, alguna vez bisagra del cambio constitucional, ahora se expresa como déficit institucional en la extensión de la fuerza administrativa y constitucionalista [2].
Esto podría explicar porqué hoy la función de la política – la unidad de la demanda política que en la teoría de la hegemonía se expresó como sutura sobre el vacío de fundamento – ahora pocas veces suele entenderse como una unidad de separación, mas como una unidad de “integración” entre moral y obediencia (el conflicto ‘populista’ es secundario a ambas condiciones). Hablar desde ideologías hoy explica menos de lo que oscurece, por lo que esta estructura radica en la unidad de trono y altar, imperium y sacerdotium que el mismo Böckenförde explica en un ensayo sobre los usos substantivos de las formas católicas militantes durante la República de Weimar [3]. Y la ‘integración’ mediante un concepto activo de lo político asciende como nexo en la crisis de la tesis de la secularización [4].
Aquí llegamos al concepto de lo político de Schmitt que reluce en el fondo en el ensayo de Böckenförde, que hoy pondríamos a prueba (o más bien, es la realidad la que lo pone a prueba). Pero vale la pena recordar que el propio Carl Schmitt en su monografía sobre Hobbes, escrita como panfleto contra el movimientismo nacionalsocialista en 1938, le crítica a Hobbes que su pensamiento político se agote en un pensamiento de la neutralización del estado y de las “razones para actuar” de los ciudadanos de la sociedad civil [5]. Eso era insuficiente para una crisis de emergencia, puesto que una teoría de la acción (y ni hablar de la fuente del derecho natural) no puede apelar a la concreción del concepto de lo político. Aunque tal vez el propio Schmitt en el prólogo a la edición italiana de El concepto de lo político también fue consciente ante la debilidad de la unidad de lo político ante la fuerza policial de una revolución legal que invitaba a una auténtica ius civile bellum.
Por eso lo político se expresa incluso en los espacios menos visibles, o supuestamente nuestros, secuestrados por la fuerza de la potestas indirecta, sin capacidad de contestación. Por eso asciende el pretor romano, cuya militancia pública se demuestra como consecuencia directa de la homogenización administrativa. Ya no son necesarios partisanos o militantes ‘políticos’. Y su lógica expresa la fragmentación del orden concreto hacia la elevación de una bona particularia como bonum commune en la axiomática del orden [4]. Así, la guerra civil ya no es un fenómeno externo a la forma política, sino que emplea lo político como excepción alojada en las formas subsidiarias del ordenamiento pública. Esto hace imposible distinguir nítidamente entre amigo-enemigo, o bien dar respuesta a una crisis de integridad sistémica. Esta es la novedad de los discursos principialistas o biencomunistas en el presente.
Leyendo la dificultad a la que apuntaba Böckenförde en 1967, hoy nos quedan dudas si la política (en primera o última instancia, como acción o reacción) puede ofrecer una posible garantía de separación ante la dominación; o si, más bien, se requiere de una separación de lo político como matriz de integración entre moral y politica. Pero ya lo sabemos, separar también implica delimitar un nuevo territorio. Para Böckenförde en 1967 el residuo de la astucia hegeliana lo impulsaba a un retorno de las fuerzas religiosas hacia una esfera pública “post-secular”, que luego regresaría en el intercambio Habermas-Ratzinger de 2005. Allí Habermas saludaba la dificultad de Böckenförde como admisible en el proceso cognitivo de la racionalización postsecular [6]. Pero el paradigma comunicacional “integra” la religión como forma cultural, aunque tampoco avanza en la dirección de la dificultad de la crisis de secularización a la cual alertaba Böckenförde. Sin embargo, si ponemos el énfasis en la crisis del concepto de lo político – o su incorporación “integral” en la administración sobre lo civil – es difícil creer que lo teológico pueda ser otra cosa que un principio de promoción de valores en el terreno abierto de la guerra civil en curso. Y esta dificultad sigue siendo la nuestra.
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Notas
1. Ernst W. Böckenförde. “The Rise of the State as a Process of Secularization”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022). 167.
3. Ernst W. Böckenförde. “German Catholicism in 1933: A Critical Examination”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022). 77-105.
4. Carl Schmitt. The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes (Greenwood Press, 1996). 85.
5. Ernst W. Böckenförde. “German Catholicism in 1933: A Critical Examination”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022)., 98.
6. Jürgen Habermas & Joseph Ratzinger. The Dialectics of Secularization (Ignatius Press, 2006).
Antes que todo, debo debe extender mis agradecimientos a los profesores Guillermo Jensen, Juan Bautista Saborido y Andrés Rosler por invitarme a conversar en esta serie del Seminario de Derecho Política y Sociedad de la Universidad del Salvador. Es una serie que he venido siguiendo con atención durante el último año y que contribuye enormemente a los debates contemporáneos sobre la filosofía del derecho. No tengo la suerte de ser un jurista ni abogado, aunque por algunas razones del destino, parte de mi investigación teórica-política me ha llevado a interesarme por la filosofía del derecho en el contexto de cierto agotamiento del liberalismo político y su gramática moderna. Hago este disclaimer inicial para desmarcar al menos dos cuestiones: en primer lugar, que aunque no soy jurista me parece que es importante leer y pensar la obra de Adrian Vermeule desde su especificidad jurídica (no es siempre así en los Estados Unidos; en efecto, casi nunca es así, fuera de los circuitos oficiales de los Law School journals); y en segundo lugar, porque no podré decir mucho sobre los “case studies”, un área que excede mis competencias y me llevaría a meter la pata o hasta hundirse en la compleja madeja del “sistema federal” norteamericano.
Dicho esto, me gustaría organizar para la discusión de hoy un esquema bastante simple: primero, comentaré algunos rasgos generales de la obra jurídica de Adrian Vermeule previa al más reciente libro que nos convoca, luego pasaré a comentar algunos elementos que propone Common Good Constitutionalism (2022), y terminaré ofreciendo algunas críticas sobre la “eficacia” (o “futilidad”) de la propuesta de un “constitucionalismo del bien común” tal y como se propone en el libro. En esta última parte – y ya que me parece importante recoger el hilo de las conversaciones previas de esta serie – dejaré algunas pinceladas sobre la incompatible relación entre Carl Schmitt y Adrian Vermeule, a pesar de que incluso voces autorizadas de la filosofía del derecho han intentado ligar ambos autores, algo que a mi me parece escandaloso e infundado [1].
I. ¿Un caballero del apocalipsis? Hasta el momento no existe una monografía sobre la filosofía del derecho de Adrian Vermeule (Harvard Law), de manera que no me corresponde hacer un recorrido ni “grand tour” sistemático de su obra, sino más bien demarcar tres nudos problemáticos que nos pueden elucidar zonas claves de su pensamiento. Creo que fue Samuel Moyn a quién alguna vez le escuché decir que Vermeule era uno de los “cuatro caballeros del apocalipsis” (junto a Eric Posner, Jack Goldsmith, y John Yoo), ya que estos cuatro profesores de derecho, que comenzaban a “despuntar” en la escena académica norteamericana a comienzos de los 2000, tras la invasión de Irak, articularon, en sus diferentes estilos, una defensa teórica del poder ejecutivo, que incluía, aunque no se limitaba a poner en sospecha la ineficacia del derecho internacional y de los “derechos humanos”; a defender la excepcionalidad securitaria del uso de la tortura para territoristas (John Yoo, como sabemos, fue autor de los ‘Torture Memos’ de la OLC de la Presidencia de George W. Bush); y en demostrar la caducidad de los principios del republicanismo madisioniano [2]. Primer elemento, entonces: una visión fuerte de ejecutivo capaz de comandar el estado administrativo como verdadero nexo gubernamental del orden constitucional. La tesis del libro The Executive Unbound (2011), coescrito con Eric Posner, anunciaba el agotamiento de la separación clásica de poderes tripartitos y, recogiendo la hipótesis del Federalist 70, proponía que solo un ejecutivo enérgico en control de amplios poderes discrecionales estaba en condiciones de garantizar orden, establecer bienestar, y responder a emergencias de primer orden. En efecto, aquel libro fue escrito contra la tesis “tiranofóbica” – que en su desesperado intento por constreñir la fuerza ejecutiva terminaban por reproducir patologías tiránicas e inestabilidad institucional – a favor de una analítica no necesariamente “tiranofílica”, aunque sí tecnocrática en su concepción de un nuevo centro del gobierno: un presidencialismo administrativo (una noción que por estos años la propia Jueza de la Corte Suprema Elena Kegan, entonces abogada en la Casa Blanca durante la presidencia de Bill Clinton había defendido en un importante artículo publicado en Harvard Law Review) [3].
El siguiente paso de la dimensión “presidencialista” del ejecutivo proponía que, dado que los poderes públicos del ejecutivo residían en la capacidad de autorizar y comandar a las agencias federales el estado administrativo, esa misma co-extensión genera límites y contención. En otra parte, Vermeule le ha llamado a esto la “paradoja de Publius” – algo también elaborado en el sistema constitucional en su libro The Constitution of Risk – en el que se argumenta que una institucionalidad débil del poder ejecutivo constituía una preocupación para los Founders; y, por lo tanto, el “ejecutivo enérgico” hamiltoniano habría sido una invención que respondía a la debilidad parlamentaria en pro de la decisión unitaria. En efecto, los Founders de la convención de Filadelfia habían llevado a cabo una revolución contra el parlamento inglés, y no tanto contra George IV como ha mostrado recientemente Eric Nelson [4]. Este primer elemento nos lleva al segundo: el estado administrativo. Creo que es importante partir del hecho de que el ámbito jurídico de Adrian Vermeule es el derecho administrativo. O al menos esta ha sido una de mis hipótesis de análisis en algunos trabajos previos sobre su obra [5]. Desplegar con lujo de detalles el argumento de Vermeule sobre el estado administrativo nos llevaría por una tangente, de manera que me limito, por cuestiones de espacio, a resaltar dos contornos: en primer lugar, el derecho administrativo para Vermeule no es solamente una rama del derecho público norteamericano, sino que en realidad constituye el arco genérico de la transformación de la totalidad del derecho publico. Esto nos debe sonar familiar porque aparece como adagio en Common Good Constitutionalism (2022): “El derecho administrativo es the Living Voice of the Law” [6]. El derecho administrativo es proceso de irreversibilidad en la transformación del derecho público norteamericano que destituye la eficacia del Common Law, del positivismo como filosofía del derecho, e incluso la forma clásica de la separación de poderes. Aunque el derecho administrativo suele ser descartado o menospreciado, incluso por especialistas, creo que aquí es donde la propuesta de Vermeule pudiera generar su eficacia material para desplegar efectos transformadores en la comprensión del derecho. Y, finalmente, el tercer elemento: Vermeule es un reciente converso al catolicismo que en su trabajo de divulgación (no académico) ha tendido a restituir el “integralismo” católico, aprovechando la crisis de la representación liberal para organizar lo que él mismo ha llamado una “integración desde dentro”; esto es, ocupar la instituciones del estado y su burocracia, para redirigir los valores, las determinaciones, y un orden social concreto desde una visión ya no solo cristiana, sino en coherencia con el ideal de la Iglesia (una ekklesia que no se sabe muy bien donde está o a qué época corresponde) [7]. Creo que este mini-grand tour sobre la obra de Vermeule no desentona con la ocasión que nos convoca, pues estos tres elementos (poder ejecutivo, derecho administrativo, y moral cristiana) constituyente la insignia del estandarte que Vermeule alza como caballero armado del bien común iusnaturalista. En una caricatura reciente del Catholic Herald, el jurista aparece como caballero de Roma con bastón, pero sin espada. Desde luego, aquí podemos visualizar el vacío de la autoridad política y la apelación al principio trascedente de lo teológico [8].
2. Un bien-común substantivo. El libro Common Good Constitutionalism (2022), publicado a comienzos de este año, se presenta como una síntesis de los tres elementos previamente explicitados. Aunque como decía Sánchez Ferlosio, toda aspiración a la “unidad” requiere de un adhesivo fuerte para ensamblar las partes y así dotarlos de verosimilitud y novedad. En Common Good Constitucionalism el adhesivo es la apelación a la “tradición clásica” ( “classical tradition”), en la que se encuentran no tanto los pensadores clásicos de la fundación de la política moderna y su dimensión atlántica (Hobbes, Locke, Hamilton, o el republicanismo romano, los referentes de los Founders); sino más, bien una mezcla entre Justiniano, Ulpiano, la tradición de ragio di stato italiana, la jurisprudencia de Bartolo de Sassoferrato, la teorización de la doctrina cristiana de John Henry Newman, y por supuesto no podrían faltar Santo Tomas de Aquino y el tomista Charles de Koninck [9]. El libro se presenta como un programa de transformación de raíz del constitucionalismo norteamericano, y su piedra de toque es una tradición clásica basada en el derecho romano, así como en el legado del derecho natural. Creo que Baude & Sachs (2022) tienen razón al decir que Common Good Constitutionalism tiene un tono de “manifiesto”, de llamado a armas, de toma de posición; inclusive, si el profesor Andrés Rosler me permite el oxímoron, algo de jurisprudencia revolucionaria [10]. Incluso, no es del todo equivocado que el gran estudioso del derecho natural en los Estados Unidos, R.H. Helmholz, en su reseña sobre el libro, lo describa como un clarín que anuncia un “marching order”, algo tampoco inmerecido, puesto que en las páginas del libro damos con el lema “atrévete a comandar” (imperare aude) ([11]. Y como todo buen revolucionario, se necesita derrocar a todo lo anterior. De ahí el desprecio absoluto y furibundo contra el originalismo y el positivismo (le llama todo tipo de nombres, pero todo está basado en el presupuesto de una “neutralidad” ilusionara y engañosa, e inoperante para con la realización de sus fines).
Pero contra el ‘constitucionalismo viviente’ (Living Constitutionalism), el bien-común también quiere desmarcarse por su relativismo moral, idolatría de la autonomía de la persona, y al final del día, constituir un reservo político del liberacionismo economicista. Aunque del activismo liberal, Vermeule pone de cabeza y hace suyo lo que hace algunos años atrás Mark Tushnet denominó como “against defense crouch liberalism”, solo que ahora se muestra como una apuesta “against defense crouch conservatism” del originalismo. De manera similar – y siguiendo el ethos militante de las ordenes pretorianas romanas – Vermeule quiere persuadir a sus pares del movimiento conservador que dejen a un lado el positivismo y que actúen desde un bien-común imponente, enérgico, y sin escrúpulos [12]. Así, contra el originalismo constitucional del movimiento conservador de las última décadas (solo hay que ver la composición de la Corte Suprema de y los circuitos de las Cortes Federales), Vermeule propone un marco iusnaturalista que interprete en cada caso y a la luz de la tradición clásica ya no el endpoint del derecho positivismo – ¿qué hacer cuando damos con un dead end en un estatuto o en una enmienda – sino desde el principio orientador (ius) que siempre debe guiar la aplicación positiva del lex. Por esta razón, el CGC de Vermeule no es simplemente una teoría expresa de “casos difíciles”, ni tampoco se interesa por combinación entre iusnaturalismo y positivismo para la razón práctica, tal y como lo elaboró en su momento John Finnis. En cambio, lo que emerge es la primacía de la autoridad objetiva a partir de un marco jurídico substantivo, y por lo tanto, nunca fijado a la autoridad del lex positivo.
De hecho, la interpretación es la llave maestra para la aplicación de la “tradición clásica” como “respuesta correcta”, ya que el propio Vermeule reconoce lo que mucha antes también sugería autoridades como Yves Simón o Leo Strauss: esto es, que al final del día, cualquier apelación al “derecho natural” justifica una diversidad de posturas por parte de la decisión de un juez [13]. Obviamente que esto no es suficiente. Una crítica similar hace algunos años Vermeule la había desarrollado contra Fuller, cuya tesis medular en The Morality of Law, no pudo del todo dotar de sustancia a la integridad de una “moral interna”, puesto que Fuller termina por aceptar la existencia de normas positivas fundamentada en los hechos sociales [14]. Para Vermeule, entonces, el “bien común” es una forma de sustancializar (ya de antemano en posesión de una “respuesta correcta”) el principio natural (ius) para derrota normas y precedentes (Common Law) que exista en el derecho vigente. En este sentido es por lo menos paradójico que el bien común sea considerado un “constitucionalismo”, ya que de lo que se trata es de que domine por su propio peso doctrinal el ius substantivo contra toda dimensión del derecho positivo ordenado por los principios de la constitución [15]. En realidad, se trata de establecer de una vez por todas quién tiene la última palabra sobre el contenido del derecho. Esto aparta la postura de Vermeule de las teorías morales más influyentes de la jurisprudencia moderna: a) de los requisitos de la moral interna de “integridad” de Lon Fuller, o b) la tipología de bienes públicos que constituyen razones para actuar a la mano de requisitos de razonabilidad práctica de John Finnis. Por estas razones metodológicas (y no solo, pensemos, por ejemplo, en la concepción del principio de subsidiariedad en el CGC) los iusnaturalistas contemporáneos – Robert P. George, John Finnis, George Duke, entre otros – mantienen su distancia ante la impronta interpretativista del constitucionalismo del bien común [16].
Esta distancia cobra sentido no porque Vermeule sea crítico del positivismo, sino porque su apuesta teórica lo asemeja a las teorías principialistas de Ronald Dworkin o Robert Alexy [17]. Y para Vermeule el principio del bien-común es en realidad el ur-principio de todo derecho norteamericano que antecede a la constitución escrita, aunque tampoco constituya la unidad política. Aunque la verdadera tracción del bien-común no es meramente un descenso a las lejanas aguas del ius romano o del derecho canónico, sino su implementación efectiva mediante la interpretación. Ahora podemos ver con claridad la importancia del estado administrativo para Vermeule la que intentaré de condensar de esta forma: a). En la medida en que el estado administrativo gana terreno desde la deferencia y la delegación, la separación de poderes clásicos colapsa a la acción administrativa (interpretación, legislación, e implementación) de los poderes, 2. la función discrecional es tal que todo pasa a estar abierto a la interpretación discrecional amplia en contextos de incertidumbre y excepción, 3. por lo que las categorías de “justification & fit” de Ronald Dworkin cobran relevancia en el cuadro del estado administrativo, salvo que ahora lo hace marginando a las cortes y transformando a los jueces del imperio del derecho en meros árbitros impotentes municipales [18]. En efecto, para Vermeule la determinatio del ius no es una norma positiva, sino la especificidad concreta que el principio debe guiar. Esto es lo que analógicamente Vermeule ve operando en el principio de deferencia administrativa [19]. Ahora vemos con la teoría moral del derecho de Dworkin se acopla al ascenso de estado administrativo; a tal punto que, en una nueva fase de la personae jurídico, el juez del constitucionalismo del bien común ya no es ni un juez soldado ni un juez Hércules, sino un sacerdote que adapta una moral invariante como ajuste y justificación (justification and fit) desde su poder de deferencia administrativo. Y aunque no tengo tiempo para desarrollarla, mi hipótesis es que la crisis de positivismo no solo responde a una crisis externa de la democracia o del poder constituyente, sino a la a la propia transformación interna del derecho en el espíritu de la técnica y la consumación de la legalidad sobre el vacío de la legitimidad [20]. Y es aquí donde Vermeule ve una oportunidad que no es meramente una escaramuza en torno al pasado. Como escribe el propio Vermeule hacia el final del libro:
“Our administrative “law,” then, arguably amounts to law as ius, not merely as written positive lex. In this sense, what Ulpian said in majestic terms – that “the law [ius] is the art of goodness and fairness, and of that art, we jurists are deservedly called the priests” – is emphatically true of our administrative law, even or especially today. There is no inconsistency between seeing administrative law, administrative lawyers, and judges in this way and in seeing the system as one that is broadly deferential to our praetors and other magistrates.” [21]
De ahí que para Vermeule el bien común no es ni tan siquiera una apelación trascendente al ius, sino que supone una motorización perpetua por parte de un funcionario pretoriano. Al final del día, la noción clásica del bien común no proviene de la tradición iusnaturalista o de la inclusión de la moral en la filosofía del derecho, sino del derecho romano del ius honorarium, como hemos sugerido en otro momento [22]. ¿Qué significa que un juez se haya convertido en un sacerdote, un funcionario en imagen y semejanza de Ulpiano? Homo homini clericus apuntó con lucidez Carl Schmitt en Glossarium [23]. Y Ronald Semy, el gran historiador de la Roma clásica, tiene una pequeña explicación bastante atendible:
“En la definición de Ulpiano, un jurista toma la función de un sacerdote. Un paralelo cercano entre ambas profesiones no es muy difícil de encontrar, ya que el derecho romano era una teología especificada (provista con dogmas, herejías, rituales y casuística). Para el sacerdote la tarea fundamental es un estudio de los de textos con el fin de alcanzar una formulación perfecta; y en su práctica consta de una obsesión con las palabras como síntoma de su deseo por prevalecer y dominar. La superioridad sacra en cierto sentido es un “vestido” para los efectos de sus ambiciones” [24]
III. Moral revolucionaria. No deja de ser llamativa y azarosa la mención de una interpretación moral como “vestido”, ya que el propio Vermeule define en otra parte al constitucionalismo como una “pieza suelta” (loose fitting garnment) que es consistente con el ajuste y justificación de la integridad dworkiniana cuya sastrería ahora enviste al corpus burocraticum del estado administrativo. Como también vio Tony Honoré en su monografía sobre Ulpiano: “En su búsqueda del bien y la equidad…. el derecho romano tenía que ser flexible, ya que todos los principios tendían a ser interpretados a la luz de la equidad y de las circunstancias” [25]. Desde luego, en circunstancias de incertidumbre vale ‘motorizar’ la eficacia legislativa, penal, y moral hacia la realización interna de un estado legal total o lo que es lo mismo: administrar la anomia como expresión de la crisis de la autoridad del derecho. Esta motorización de la legalidad burocrática fue lo que el propio Carl Schmitt percibió como la lenta transformación del derecho positivo en una legitimidad revolucionaria que había tenido como punto de arranque el ascenso de la jurisprudencia científica de Von Savigny [26]. Vermeule se revela contra esta fobia apelando al principialismo de Dworkin al que ve como la teoría que mejor se aproxima a la transformación viviente de la adjudicación administrativa [27].
El concepto de lo político queda superado por una legalidad moral que pareciera tener atractivo al interior de la crisis institucional de los poderes públicos: el ascenso de un Leviatán administrativo [28]. Por lo tanto, la apelación del iusnaturalismo por parte del constitucionalismo del bien común es tan solo un traje de baño (para aquellos bautizados, o con lentes de sol para los milagros) – un derecho natural que habría cedido por buenas razones al constitucionalismo y al positivismo, según Stuart Banner – que encubre algo más urgente aún: la conversión del derecho en estrategia de des-secularización de los conceptos jurídicos, y que ya poco tiene que ver con una teología política externa, sino con un paradigma cristiano estratégico, cuya fuerza busca la activación de todos los poderes administrativos [29]. Aunque cabe preguntar llegados a este punto: ¿tiene algo de conservador este movimiento avasallador de administración puesta al servicio de obligaciones morales? ¿Es consistente esta postura con los ideales institucionales de la tradición conservadora? En su réplica a Lord Devlin, H.L.A. Hart escribo algo que nos hace dudar que fuese así:
“It is worth observing that great social theorists like Burke…one of the most anxious to defend the value of the positive morality and customs of particular societies against utilitarian and rationalist critics, never regarded the simple assertion that these were things of value as adequate. Instead, they deployed theories of human nature and of history in support of their position. Burke’s principal argument, expressed in terms of the “wisdom of the ages” and the “finger of providence,” is in essence an evolutionary one: the social institutions which have slowly been developed in the course of any society’s history represent an accommodation to the needs of that society which is always likely to be more satisfactory to the mass of its members than any ideal scheme of social life which individuals could invent, or any legislator could impose.” [30].
Si la finalidaddel bien común consiste en “revolucionar” la tradición clásica e inmanentizar la autoridad del ‘Higher law’ como fuente del derecho, Hart nos recuerda que el juez sacerdote más que una figura de conservación es un producto de la aceleración y de la época de los movimientos y de la tecnificación de los valores [31]. Y creo que sobra decirlo, pero nada es más ajeno a los arcanos del conservadurismo que la aceleración de una “revolución moral” [32].
.Notas
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Notas
1.Ver de David Dyzenhaus, “Schmitten in the US”, Verfassungsblog, abril de 2020: https://verfassungsblog.de/schmitten-in-the-usa/, y el apéndice “John Finnis and Schmittean logic” en libro The Long Arc of Legality: Hobbes, Kelsen, Hart (Cambridge U Press, 2022), 435-445.
9. Thomas E. Ricks. First Principles: What America’s Founders Learned from the Greeks and Romans(Harpers, 2020). También, ver Baude & Sachs (2022).
10. Sobre la relación entre revolución y proceso jurídico, ver de Andrés Rosler, “Legalidad, legitimidad, y crimen universal durante el juicio a Louis XVI”, en Si quiere una garantía, compre una tostadora (Editores del Sur, 2022), 161-234.
17. De hecho, Finnis es bastante crítico de la dimensión “ideal” y de la etiqueta de “anti-positivismo” de Robert Alexy. Ver, “Law as Fact and as Reason for Action: A response to Robert Alexy on Law’s Ideal Dimension”, The American Journal of Jurisprudence, Vol. 59, N.1, 2014, 85-109.
18. Adrian Vermeule. Law’s Empire: From Law’s Empire to the Administrative State (Harvard U Press, 2016).
20. Según Cass Sunstein, la jurisprudencia de Vermeule expresa el paradigma del juez-soldado en su capacidad de deferencia administrativa, en Constitutional Personae (Oxford U Press, 2015), 13.
21. Adrian Vermeule, Common Good Constitutionalism (Polity, 2022). 136.
22. Ronald Syme. “Lawyers in Government: The Case of Ulpian”, Proceedings of the American Philosophical Society, Vol.116, 1972, 409
23. Carl Schmitt escribe en Glossarium (El Paseo Editorial, 2021): “Un anticlerical me dice: Cuídese de los sacerdotes: todo sacerdote está ansioso de poder y de dominar y dispone de viejos trucos para someter a las personas. Yo: Muy bien, ¿pero por qué me lo dice? Hace tiempo que lo sé. Solo percibo, cuando le oigo decirlo así, que toda persona es un sacerdote. Quizá sea el resultado del sacerdocio universal. Homo homini clericus”. 492
25. Tony Honoré. Ulpian: Pioneer of Human Rights (Oxford U Press, 2002). 103.
26. Carl Schmitt. “The Plight of European Jurisprudence”, Telos, 83, 1990. 54.
27. Contra Schmitt, Vermeule escribe en Common Good Constitutionalism (2022): “Dworkin, however, suggested that both sides of the debate (with Pound on one side, and Schmitt and Hayek on the other) were mistaken about their joint prediction. In Dworkin’s view, under conditions of increasing social and economic complexity, law would come to rely more, not less, on jurisprudential principles, as opposed to positive sources such as either general rules or ad ho commands. I will argue that Dworkin’s basic view has been vindicated – after a fashion, anyway. The scale, complexity, and rapidity of lawmaking in the modern state grew to such a point that neither general rules nor ad hoc commands could keep up. Rather, actors in the system, particularly judges, turned to general principles of lawmaking to maintain a supervisory role for legality. Administrative law, particularlythe jurisprudence of judicial review of administrative action, turns out to be pervaded by principles of what used to be called “general” law, unwritten jurisprudence. Today’s administrative law, then, is is at least as much as it is lex.” 130.
28. Adrian Vermeule & Cass Sunstein. Law and Leviathan: Redeeming the Administrative State (Harvard U Press, 2020).
29. Stuart Banner. The Decline of Natural Law: How American Lawyers Once Used Natural Law and Why They Stopped (Oxford University Press, 2021), 71-137.
30. H.L.A. Hart. Law, Liberty, and Morality (Stanford University Press, 1973). 73-74.
31. El propio hecho de que se apele al “Higher Law” de la “tradición clásica” implica que Vermeule, como antes Ronald Dworkin, disputa que haya un consenso sobre cual es la fuente del derecho, y por lo tanto siempre hay desacuerdo. Ver, “Disagreement about Law”, en Law’s Empire (1987). 3-6.
Cuando hace algún tiempo escribí un texto sobre la metáfora del vestido en el constitucionalismo de Adrian Vermeule, tal vez no extraje las últimas consecuencias de su especificidad. Pero con la publicación de Common-Good Constitucionalism (Polity, 2022) ya puede verse con claridad que la procedencia de esa pieza suelta está hecha en los talleres del derecho romano, pues el ascenso del derecho administrativo coincide con el ius, haciendo de su carácter una “moralidad interna” que supera y desplaza la autoridad del positivismo moderno: “Nuestro ámbito del derecho administrativo, entonces, es ius, y no meramente la forma positiva del lex” [1]. Así lo dice Vermeule.
Se hace legible que el fin del law’s empire dworkiniano da entrada a una nueva imperialidad del ius cuya decisión efectiva tiene una clara orientación en el bien-común. Si la capacidad administrativa es un el nuevo “vestido” del derecho constitucional, entonces esto quiere decir que la función del lex es su costura, siempre alterable, aunque decisiva en la modelación del cuerpo de la politeia (un cuerpo que se asume total en la medida en que el cuerpo específico desaparece en las aspiraciones del common-good). En un primer momento observé que la metáfora del vestido proviene del diseño hamiltoniano de la consticionalismo norteamericano, pero Vermeule vuelve a ella para sentar una plasticidad a su concepción de la subsidiaridad positiva. Ahora el “loose-fitting garment” aparece en esta luz en su ensayo:
“…excessive constitutional constraint can be as dangerous as insufficient constitutional constraint. The Constitution, emphatically including the vertical distribution between among subsidiarity jurisdictions and the highest levels authority should be a loose-fitting garment that leaves room for flexibility and adjustment over time as circumstances change. The alternative is not some fantasy of perfect legality, but rather an overly brittle framework that cracks because it cannot bend”. [2]
Ahora vemos con claridad que la “pieza suelta ya no solo encumbre el cuerpo de la politeia, sino que la organiza y la “cose” de un cierto modo. Pudiéramos denominar ese “modo” como la ontología específica del bien común desde la axiomática del officum gubernamental. Si para Erik Peterson el estrato de la “teología del vestido” constituía una prótesis técnica para con el mundo; el nuevo vestido de la subsidiaridad positiva hace coincidir las aspiraciones del gobierno con el espíritu de la técnica en un nexo sin resto. Otra manera de decirlo es que la re-aparición ordenada del Leviatán tras la crisis del principio de autoridad moderno ya no es una ilusión de agregación de omnes et singulatim en el corpus soberano: más bien ahora es un vestido invisible y all-encompassing (ius) que carece de un cuerpo concreto, porque ahora su extensión es la corporalidad integral de la sociedad que debe ser surcida hacia el bien-común.
El vestido enviste, en última instancia, a la autopoesisis de la función excepcional del vínculo administrativo [3]. Y es en este sentido que el derecho administrativo en toda su pragmática no es un cuerpo místico, sino un vestido sin cuerpo que hace posible la coincidencia de la ratio administrativa y delegación con una gobernabilidad sobre la vida. Es por esta razón también que el tomismo del bien-común administrativo no es, en modo alguno, el tomismo impulsado por el derecho natural moderno de John Finnis en su influyente Natural Law and Natural Rights (1986).
Sin embargo, ¿es posible una coincidencia entre la teología del vestido y el dispositivo del gobierno? En este sentido podría ser iluminador algo que anota Carl Schmitt en Glossarium sobre “Teología del vestido” de Peterson: “La patria es la casa. Lo que dice Peterson del vestido sirve también para el paisaje, tejido de los recuerdos, el revestimiento psíquico, investiduras institucionales, vías de sentimientos y reservas que allí se acumulan.” [4]. El vestido, por lo tanto, no puede constituir una forma política como ordenamiento jurídico, sino que debe entenderse como aquello que permite una separación irreductible entre el dominio del derecho y la vida. Por eso es por lo que Peterson escribía, de manera decisiva que la vestimenta es un intento por “redescubrir la pieza perdida” [del Paraíso] que es la única que puede expresar y develar nuestra dignidad” [4]. Pero esta dignitas ya no es ni un bien-común impersonalizado en un vestido sin cuerpo, pero tampoco la de un personalismo encarnado (postura común al pensamiento liberal tras el Concilio Vaticano II): se trata de una dignidad que jamás puede agotarse en el excepcionalismo comunitario que parece haber abdicado hacia una tecnificación sin afuera.
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Notas
1. Adrian Vermeule. Common-Good Constitutionalism (Polity, 2022), 138.
2. Ibíd., 160.
3. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (Editorial El Paseo, 2021). La traducción al castellano ha tomado “kleides” por “hábito”, lo cual se presta a más de un equivoco, por eso lo hemos modificado a vestido que es más fiel a la intención original de Peterson. Esta nota la debe mucho a intercambios recientes con José Miguel Burgos Mazas.
4. Erik Peterson. “Theologie des Kleides”, Benediktinische Monatsschrift, N.16 (1934), 347-356.
El artículo de Adrian Vermeule “Common Good Constitutionalism”, publicado en The Atlantic el pasado marzo, señala un giro copernicano en el debate acerca del derecho público norteamericano. En los últimos meses, teólogos, historiadores y abogados constitucionales prominentes han tenido algo que decir sobre el llamado de Vermeule por un constitucionalismo sustantivo del bien común. No es necesario aquí traer a colación todos los desvíos y desacuerdos que se encuentran en estos argumentos. Lo que encuentro curioso es que una consideración concreta del derecho administrativo ha estado ausente en este debate, y precisamente la postura de Vermeule como jurista es una clave central. En esta nota me gustaría desarrollar algunas de las formas en las que creo que el área del derecho administrativo, en específico estadounidense, constituye el vórtice del pensamiento de Vermeule contra las abstracciones teológicas, políticas e historiográficas.
Mi premisa es que Vermeule habla ante todo como jurista, mientras que otros compromisos (teológicos, políticos o hermenéuticos) son secundarios en su práctica concreta. Ahora bien, no voy a reconstruir los argumentos de Adrian Vermeule acerca del paso del imperio de la ley a la legitimidad del estado administrativo, algo que argumenta magistralmente en Law’s Abnegation: from Law’s Empire to the administrative state (Harvard U Press, 2016). He escrito sobre eso en otra parte [1]. Para empezar, debo decir que no escribo como constitucionalista o abogado, sino como estudioso del agotamiento cierta herencia moderna de las formas políticas y de las teorías del contrato social. La tesis acerca del fin de las categorías efectivas de la política moderna (soberanía, forma-Estado, el Pueblo, “momentos constitucionales”, derechos, libertad individual, sociedad civil) no es solo una especulación de altura teórica, sino un marcador histórico de esta época. Este sentido de clausura fue incluso captado por el mismo Bruce Ackerman en el último capítulo del tercer volumen de su We the People III: The Civil Rights Revolution (2014) cuando hacía notar el agotamiento de un “legado constitucional popular” ligado a la fuerza de la movilización ciudadana [2]. El fin del activismo legal coincide con la renuncia, propia de esta época, de los tribunales y de los abogados, con el ascenso del Estado administrativo como un proceso interno del derecho estadounidense. Como observa Vermeule en su Law’s abnegation (Harvard U Press, 2016), el silencio de Ronald Dworkin acerca del estado administrativo ofrece una mirada realista de la eficacia material de la ley pública en la tradición angloamericana [3].
Este realismo no es de importancia menor, dado que todo el proyecto de la legitimidad moderna giraba en torno a mantener un “principio de realidad” capaz de producir condiciones para una autorreforma interna [4]. El liberalismo ha auto-renunciado a esto en su liturgia autopoiética, transformándose así en una teología oscura, fundada sobre un sistema de justificaciones arbitrarias y jerarquizaciones morales en disputa, dentro de un sistema indeterminado de valores. Por esto, la “flecha pártica” de los historiadores profesionales contra una “descripción perversa del liberalismo” es una reacción fútil, ya que el agotamiento del liberalismo no es una cuestión de la “historia intelectual interna y plural”, sino más bien de su efectiva legal en el presente. Huelga decir que esta dimensión concreta del liberalismo es algo que los guardianes del orden liberal deben compensar con posiciones suplementarias acerca de la “política”, la “ideología”, o la “pluralidad historiográfica” para justificar la intención [5]. Pero estas estrategias destilan un problema mayor. Ciertamente, esta es la tragedia del “federalismo progresivo”, que por décadas instrumentalizó, con orgullo, una especie de “activismo de retaguardia” a nivel estatal, solo para descubrir ahora, a la luz de la crisis del coronavirus, que la dimensión concreta del poder ejecutivo y del Estado administrativo es la energía de toda gran política. Esto me lleva a mi segundo punto acerca del Estado administrativo [6].
La teorización de Vermeule sobre la legitimidad del derecho administrativo se nutre de una comprensión completamente nueva del poder presidencial, más allá del descarte usual de las teorías de la “presidencia imperial”. En el libro The Executive Unbound (Oxford U Press, 2010), se nos presenta una descripción precisa del ascenso del poder ejecutivo en la tradición estadounidense como una narrativa de necesidad y equilibrio, y no una de traición o excepcionalismo. Es cierto, Vermeule es schmittiano, pero solo de manera contraria a la que describen sus críticos. En otras palabras, si para Carl Schmitt, escribiendo en los años 30, la crisis jurídica alemana era una consecuencia de un Estado administrativo técnico separado del poder constituyente, para Vermeule el mismo diseño de la fabricación constitucional en The Federalist (Publius) es el principio (arché) que provee de un ejecutivo fuerte dentro del diseño general de la constitución como una “pieza suelta”; esto es, un facilitador tanto de orden como de la energía política [7]. Esto es también consistente con los estudios historiográficos sobre el lugar de la “monarquía” en la realización de la revolución estadounidense [8].
Una vez más, el argumento acerca del poder ejecutivo es realista tanto en términos de diseño como de situación concreta: dirige la mirada al desarrollo histórico general del derecho estadounidense, por una parte; y, por otra parte, atiende a la toma de decisiones políticas con un sentido de realidad, y no con “fundamentos normativos” de cómo uno desearía que fueran para una res publica ideal. En discusiones académicas recientes, algunos colegas de teoría política comparativa han rechazado la tesis de Vermeule acerca del poder ejecutivo sobre la base de su insuficiente universalidad (“pero esto no funcionaría aquí, ¡podría llevar a una tiranía!”). Sin embargo, creo que, precisamente, ese es su mérito, ya que el sentido de la situación concreta siempre está por sobre la tarea de un poder político abstracto y universalizable. La centralidad del poder presidencial dentro del marco del Estado administrativo asigna una “energía de lo político” que aleja al pensamiento jurídico de Vermeule de cualquier clausura de la “tecnocracia” [9]. Como ha mostrado recientemente el filósofo político italiano Carlo Galli, solo la tecno-administración acéfala contribuye a la profunda despolitización de la Unión Europea, en un momento de decadencia de la soberanía [10]. Aquí uno podría decir perfectamente que Vermeule lleva las intuiciones de Schmitt al hilo del presente. Recordemos cómo, en su diario de prisión Ex captivitate salus, Carl Schmitt bosqueja un pequeño relato del declive del ius publicum Europaeum y escribe lo siguiente:
“En su comienzo hay una consigna contra los teólogos, una llamada al silencio que un fundador del moderno derecho internacional digirió a los teólogos: Silente, theologi, in manure alieno!” Así les gritó Albertico Gentili con ocasión de la controversia sobre la guerra justa…ella evidenció con lógica inexorable donde está la ciencia jurídica como ciencia, es decir, entre teología y técnica, y sitúo a los juristas ante una dura elección, al envolverlos en la nueva objetividad de la pura tecnicidad. Ahora son los juristas quienes reciben una llamada al silencio. Los técnicos de los monopolizadores del poder y del Derecho – si se supiera aun tanto latín – podrían gritarles ahora: Silente jurisconsulti!” [11].
Podemos dejar de lado la cuestión de si Vermeule se ve a sí mismo en este umbral que Schmitt describe como “entre la teología y la técnica”. Pero lo que es más interesante es el hecho de que la razón política hoy -que es razón política de una voluntad de poder desnuda, de una hegemonía y un mandato en nombre del consenso comunitario- genera un nuevo grito: Silete technichae [¡Cállense, técnicos!], ya sea en nombre de una vuelta de los jueces o como una defensa de la sacralización mercantil, que en última instancia requiere del “sacrificio personal” sin mediación institucional. Yo considero que tal actitud surge de una mala comprensión del Estado administrativo y sus mecanismos intra-agenciales, que lleva una confusión acerca de la “forma-Estado” o la “tecnocracia” o un “nuevo Leviatán teocrático”. En un paradójico giro de los acontecimientos, el liberalismo (y aquí incluyo al “liberalismo moral progresista” y al “libertarianismo económico conservador”) se ha vuelto la fuerza que busca marginalizar la eficacia del Estado administrativo y su autoridad deferencial. Sin embargo, no me sorprende que, dentro de la única gramática hoy legible, en una época fascinada con la “política”, los desarrollos internos del derecho sean secundarios respecto a la voluntad política. El Estado administrativo pone todo en su lugar, y muestra la verdadera naturaleza de la racionalidad absoluta del liberalismo tardío.
Podría terminar perfectamente aquí y no decir nada acerca de los compromisos teológicos de Vermeule, que corren de forma paralela a su obra acerca del derecho administrativo. ¿Cómo es consistente el derecho administrativo con la teología política? Si Erik Peterson tiene razón, la interpretación católica de las instituciones mundanas (esto es, el Estado administrativo) clausura toda teología política [12]. En este sentido, Vermeule es (inconscientemente) más cercano al espíritu de Peterson que al de Schmitt. También estoy de acuerdo con Fr. Taylor Fulkerson en que el “constitucionalismo del bien común” más programático puede abrir un camino renovador frente al nihilismo político y la desigualdad económica dentro del contrato social roto [13]. Por otra parte, ¿es consistente con la filosofía jurídica tomista? También es interesante que el tomismo legal de Vermeule es bastante distinto de otras concepciones en jurisprudencia; principalmente, de la de Jaime Guzmán, el constitucionalista de la constitución pinochetista y piadoso enemigo de la legitimidad pública del Estado administrativo [14]. Ciertamente, para Guzmán el mecanismo subsidiario era un “katejon economicista” diseñado como una forma de neutralización del Estado para desplegar un ordoliberalismo doctrinal [15]. Aunque podemos estar en desacuerdo hasta qué punto el “integrismo católico” es hoy una forma posible de organización de la vida social en occidente, yo suscribiría a una posición tenuemente teológica (como he sugerido recientemente), para argumentar que, en un mundo integrado en la “cibernética”, la vuelta de la religión es más o menos inmanente [16]. La cuestión aquí, por supuesto, es ¿qué tipo de religión estamos intentando pensar dentro del ámbito del derecho público? ¿Repetiría este espíritu teológico las mismas condiciones que condujeron al declive que tanto Iván Illich como Benedicto XVI llamaron, en el sentido de San Pablo, el mysterium iniquitatis dentro de los mecanismos de la institucionalidad occidental? [17]. Esta cuestión es urgente en tiempos apocalípticos como los nuestros. Quizá se requiere un nuevo pensamiento acerca del “tiempo del fin” donde la cesura de los “dos reinos” vuelve a ser necesaria.
Pero el remanente teológico sobrevive a la fuerza de la maquinación y la tecnificación. En un ensayo temprano acerca del poeta alemán Theodor Däubler, Carl Schmitt captó esta deriva hacia la tecnicidad: la Tierra se vuelve una máquina de goteo y formas religiosas de pacificación organizada, en las que la guerra no termina porque han tomado la forma de la guerra civil [18]. La interminable cháchara de lo “político” hoy está completamente integrada dentro de esta imagen oblicua que el jurista alemán presenció en la noche polar de la República de Weimar. Pero la hipótesis teológica, en la tradición de los escritos de San Agustín, vuelve con la tonalidad misteriosa a dar sentido telúrico y concreto al mundo. En esta coyuntura, uno podría decir que el pensamiento jurídico de Vermeule ha tenido la habilidad de pensar la institucionalidad a contrapelo del liberalismo moral, que incesantemente busca hablar en nombre de la abstracción de la “Humanidad”.
2. Bruce Ackerman. We The People III: The Civil Rights Revolution. Cambridge: Harvard University Press, 2014. 330.
3. Adrian Vermeule escribe en Law’s abnegation (Harvard U Press, 2016): “To situate and frame them, let me begin with a puzzle about Ronald Dworkin, one of the great legal theorists of the age. The puzzle is that Dworkin essentially ignored the administrative state, so thoroughly that one suspects it had to be a case of willful blindness. Reading Dworkin’s corpus one would hardly know that the administrative state existed.” 3
4. Hans Blumenberg. The Legitimacy of the Modern Age (MIT Press, 1985).
6. He analizado la crisis del federalismo progresista “Posthegemony and the crisis of constitutionalism”, in Interregnum: Between Biopolitics and Posthegemony (Mimesis Edizioni, 2020), ed. Giacomo Marramao.
7. Adrian Vermeule. “The Publius Paradox” (2019). Es llamativo que Vermeule utilice el tropo de la vestimenta aproximándose a lo que Erik Peterson, en su conocido ensayo “La teología del vestir”, analiza en torno al pecado original. Hasta cierto punto, la ‘pieza suelta’ de la constitución es el vórtice genético de una deficiencia en la condición del hombre, que, por consecuencia, se abre al conflicto político y a la irreductibilidad entre hombre y mundo.
8. Eric Nelson. “Publius on Monarchy”, in The Cambridge Companion to The Federalist (2020), ed. Jack Rakove, 426-464
18. Carl Schmitt. Aurora boreale: tre studi sugli elementi, lo spirito e l’attualità dell’opera di Theodor Däubler (Edizione scientifiche italiane, 1995).
*Imagen: Adrian Vermeule en el marco de la conferencia “Christianity and Liberalism” en Harvard University, marzo de 2018. Fotografía de mi archivo personal.