Carl Schmitt: ¿una teología política católica tenue? por Gerardo Muñoz

En una reciente presentación en el marco del Seminario de derecho, política y sociedad (Universidad del Salvador), el profesor Sebastián Abad reabrió el caso de la leyenda católica de Carl Schmitt, ciertamente un tema irresuelto a la luz de las transformaciones (epocales, aunque no solo) en las esferas del derecho, la política, y las instancias intra-soberanas del orden mundial. Es un trabajo que me permite desarrollar algunas variantes, aunque tal vez no las mismas que propone o le interesan a Abad. Glosando la crítica de Wolfgang Palaver que sostiene que el concepto de lo político de Schmitt reintroduce una concepción pagana o precristiana, se deriva que el pensamiento político de Schmitt es incompatible con los presupuestos de la teología cristiana. En realidad, esta crítica no es nueva, ya que el mismo Erik Peterson habría sostenido en su momento que la defensa de la unidad de lo político y el desprecio por la potestas indirecta “solo tiene sentido si renunciamos a ser cristiano y optamos por el paganismo” [1]. Los teólogos no han dejado de ‘falsificar’ a Schmitt, incluso los teólogos secularizados.

Recuerdo que hace algunos años atrás el gran estudioso de la obra eclesiástica de Eusebio de Cesarea, Michael Hollerich, apuntaba a la gama de “catolicismos” que se barajearon en la Weimar, algunos críticos acérrimos del liberalismo, aunque también otros que intentaron reconciliar el liberalismo con las doctrinas sociales de la Iglesia Católica [2]. Desde luego, este fue el contexto en el que tuvo lugar la primera escena de la polémica Peterson-Schmitt, y también en el que se escribe el largo poema Epimeteo Cristiano (1933) de Konrad Weiß, cuya figura Schmitt adoptará para su propia condición existencial después de la guerra. Si tomamos como punto de partida este contexto, creo que se puede ver con claridad el catolicismo sui generis de Carl Schmitt: pues en su caso no se trata de extraer y actualizar “doctrinas sociales” de la Iglesia (ni de la tradición pública), ni tampoco generar una política teológica equipada con las herramientas para justificar la revelación cristiana para una crisis de institucionalidad política. La supuesta “modernidad” de Schmitt supone una toma de distancia de la palabra de los teólogos como figura central o relevante en la vida publica europea, esto es, en el derecho.

Parte de la confusión – presente en diferentes elaboraciones en las críticas, de Palaver (paganismo) a Hugo Ball (representante romano), de Heinrich Meier (teólogo de la revelación), a Erik Peterson (defensor del imperio sin Trinidad) – en torno a la leyenda del catolicismo de Schmitt radica en que se reduce a una búsqueda de doctrinas substantivas que pierde de vista, o quizás que nunca llega a ver, que para Schmitt el catolicismo como problema en la secularización solo pretendía ser un presupuesto tenue (un mínimo enérgico, no un máximo de doctrina) capaz de generar autoreforma interna capaz de garantizar el orden. De alguna forma, la mirada de Schmitt ante las “reformas” al interior de la evaluación del cristianismo occidental es consistente con estudios tan autorizados como los de Gehart B. Lander, aunque con una mínima diferencia: la novedad de Schmitt consintió en complementar el inevitable espíritu de la reforma (ius reformandi) con la capacidad de garantizar un principio de orden concreto en el que cual solo el derecho podía tener la última palabra. De ahí que no es menor que Schmitt repita en varios lugares que su pensamiento se sitúe bajo el lema de Alberico Gentili contra los teólogos (“Silete theologi in munere alieno!”), o que repita en numerosas ocasiones que él solo podía hablar como jurista (y no como teólogo o canonista, y mucho menos como historiador del cristianismo, algo que intentó el propio Hugo Ball con su libro Cristianismo Bizantino sobre los Padres del Desierto y a quién Schmitt consideraba un extremista). Como le dice a Fulco Lanchester: “Me considero jurista al cien por ciento y nada más que eso. No deseo ser algo distinto. Soy jurista, en ello persevero y moriré como tal, con toda la desdicha que comporta” [3]. Tengo para mi que para poder “sostener” el catolicismo sui generis de Schmitt hay que partir de su práctica como jurista, y por lo tanto encargado del ámbito de las “cosas públicas”. Se trata, en todo caso, de la perseverancia del orden y del principio de autoridad del derecho.

Por eso tiene razón Andrés Rosler al decir que las afinidades de Schmitt con Weber no son accidentales sino paralelas: lo que Weber hizo para la predestinación protestante y la ética del trabajo, Schmitt lo hace con el catolicismo y el derecho público [4]. O dicho en otros términos: lo que Weber hace con la dimensión “reformista” interna de la deificatio comunitaria y sus condiciones comerciales; Schmitt lo hace con el institucionalismo, la decisión política existencial ante sus enemigos internos, y la forma estado. De ahí que a Schmitt no le interesaba si todos los conceptos teológicos católicos habrían sido secularizados, sino más bien cuáles conceptos de la tradición política podrían entenderse al interior de la secularización que inicia y preserva al estado moderno y el derecho público europeo. En este sentido no es que la teología política dependa de un concepto de lo político para reproducir enemigos; más bien, es el concepto de lo político el que presupone un resto teológico-político institucional que puede garantizar la posibilidad de un orden concreto. Esto es lo que Schmitt encuentra en los contrarrevolucionarios franceses o en los discursos de Donoso Cortés. En ambas instancias el énfasis no se encuentra tanto en la sustancia o en las doctrinas de un pensamiento ultramontano, sino más bien en la respuesta a la crisis de autoridad que ya comenzaba a despuntar en el siglo diecinueve con la impronta del liberalismo y del socialismo, dos formas de voluntad de poder. Por eso Schmitt tenía que identificar la decisión con la excepción (irreductible a la norma básica o a la regla de reconocimiento legal), aunque homologarlo al milagro se preste a más de un equívoco (i.e. ocasionalismo o ‘personalismo’).

En otras palabras, solo una teoría del derecho capaz de localizar las fuentes en la autoridad podía estar en condiciones de responderle a la anti-teología teológica de Bakunin, quién además había escrito la “teología política” de Mazzini. Visto así, el “concepto del enemigo” no es en modo alguno derivado de un resto pagano, sino más bien la capacidad regulativa de frenar la guerra civil o la autodisolución de una comunidad política desde su interior. Así , el concepto de lo político no opera en función taxativa de la revelación, sino como razón secundaria, pues es un sobrevenido de toda teología política cuya finalidad es evitar un mal mayor (razón primaria): la desintegración y el enemigo absoluto, sea en nombre de Dios o de la Humanidad. Por lo tanto, creo que si algo podemos decir con certeza del catolicismo “tenue” de Schmitt es que podía evitar tanto el dominio de los sacerdotes como el de los humanistas y los técnicos modernos. Ni la apelación de la potestas indirecta de la Iglesia ni la unificación del mundo bajo la técnica podían dar una respuesta adecuada al problema latente de la inestabilidad y de la guerra civil. Como bien le recuerda Schmitt a Peterson en Teología Política II sobre la centralidad de poder político eclesiástico (uso la edición inglesa del libro):

“Was the Augustinian peace in the Civitas Dei able to accomplish this [putting an end to wars and civil wars]? The millennium of Christian popes and emperors who recognized the Augustinian theology of peace was also a millennium of wars and civil wars. The doctrine of the two swords – one of which is a spiritual sword – is still beyond the horizon. The confessional civil wars during the Reformation, in the Christian sixteenth and seventeenth centuries, were about the ius reformandi (right to reform) of the Christian Church; they were conferred with the inner theological and even dinner Christological disputes. Thomas Hobbes’s Leviathan is the fruit of a particular theological-political era. An epoch of ius revolutionalis and total secularization followed.” [5].

Vemos con claridad que para Schmitt la ius formandi (algo que también había confirmado Weber) no podía ofrecer una respuesta al ius revolutionis, puesto que la reforma trabajaba la experiencia monástica intra-cristiana, mas no la aceleración revolucionaria de la cosa pública con aspiración a la dominación del mundo. Precisamente por esta razón es que Hobbes pudo introducir la autoridad soberana como neutralización de la guerra civil. ¿Pero de dónde bebe esa ‘ancient Wisdom’, como le llama Schmitt hacia el final de su monografía de 193&? El pasaje a la autoridad moderna necesita de la primacía de una potestas directa que solo dejara la potestas indirecta en el campo de lo privado, o bien en el registro de los conceptos teológicos secularizados operativos para la nueva fase histórica de la modernidad. De ahí que la figura central del catolicismo de Schmitt – lejos de las formas y doctrinas de la tradición del derecho natural y del tomismo que criticó como insuficientes formas de moralización (Homo homini Radbruch)– es el Katechon que emerge en San Pablo, Tesalonicenses 2: 6-7 [6]. Este es el arcano del catolicismo tenue. ¿Pero en qué sentido?

A mi parecer esta es la figura que ofrece un mínimo “litmus test” del catolicismo de Schmitt, o de lo que Schmitt entendía como el principio de una teología política católica: ¿Quién o qué puede frenar una guerra civil? ¿Quién tiene la última palabra? En efecto, para Schmitt en la medida en que vivamos en la estructuración de los dos reinos de la doctrina de San Agustín, la pregunta Quis iudicabit? Quis interpretabitur? es la única pregunta concreta que hace emerger una y otra vez la fuente de la teología política, y para la cual solo el jurista podía responder como representante existencial del ordo. Es así como puede entenderse sin misterios, su autodefinición como Epimeteo cristiano tomada de la poética de Weiß: “Cumple lo que debes cumplir, ya está desde siempre complicado tú no puedes más que responder” [7l. De ahí que a Schmitt no le interesara la aceleración inmanente de la historia cristiana. Es la esfera del derecho la que responde sobre la base de una teología politica del Katechon. Siempre atento a la realidad y al principio existencial concreto que solicita el concepto de lo político, nos preguntaríamos qué pensaría Schmitt hoy del pasaje una stasis que ligada a la propia capacidad de responder del derecho positivo. ¿A dónde ha ido a parar el κατέχων si el derecho público ha quedado liquidado en manos de sacerdotes (Ulpiano) y de jueces Hércules? Ius civile bellum. ¿Es este el límite de Schmitt, y la crisis interna del catolicismo tenue para darnos respuestas en el colapso categorial del derecho? ¿Puede acaso el κατέχων responde a una crisis que ya no es externa sino interna?

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Notas 

1. Carta de Erik Peterson a Carl Schmitt, en Nichtweiß, 734-735, citada en Hollerich (2012), 41. Y de Wolfgang Palaver, “A Girardian Reading of Schmitt’s Political TheologyTelos, N.93, 1992, 43-68.

2. Michael Hollerich. “Catholic Anti-Liberalism in Weimar: Political Theology and its Critics”, en The Weimar Moment: Liberalism, Political Theology and Law (Lexington Books, 2012),

3. Carl Schmitt. “Un jurista frente a sí mismo: entrevista de Fulco Lanchester a Carl Schmitt”, Carl-Schmitt-Studien, 1, 2017, 223.

4. Respuesta de Andrés Rosler al ensayo de Sebastián Abad, ensayo inédito, agosto de 2022. 

5.Carl Schmitt. Political Theology II (Polity Press, 2008), 101.

6. Ver mi comentario sobre las críticas de Schmitt en Glossarium, “Carl Schmitt y el derecho natural” (2022): https://infrapoliticalreflections.org/2022/04/04/carl-schmitt-y-el-derecho-natural-por-gerardo-munoz/

7. Carl Schmitt. Ex captivate salus: experiences 1945-1947 (Polity Press, 2017), 88.

Ancilla amicitiae: amistad y testimonio de Iván Illich. por Gerardo Muñoz

El pensamiento del exsacerdote y arqueólogo de los sedimentos teológicos de Occidente hubiera permanecido inconcluso si no fuese gracias a su amigo e interlocutor David Cayley, quien hizo posible The Rivers North of the future: the testament of Ivan Illich (2005) póstumamente. Si bien desde comienzos de los sesenta Illich —luego de la experiencia catastrófica de generar una ius reformandi dentro del paradigma misionero en Washington Heights y Puerto Rico— había avanzado en una serie de críticas a los dispositivos de la vida contemporánea, no fue hasta el final de su vida cuando tuvo la valentía de esbozar lo que él mismo llamó su testimonio sobre el destino de Occidente. Este testimonio buscaba el desaprendizaje de las raíces proféticas cristianas para “dar comienzo a una teología de nuevo tipo”. 

Como en múltiples ocasiones Illich no se cansó de repetir, la signatura de su pensamiento (la “idea única” a la que es fiel todo pensador, según Cayley) residía en la comprensión de la caída de la Modernidad hacia la corruptio optimi quae est pessima (“la corrupción de lo mejor es lo peor”). La peor de las corrupciones había tenido lugar con el advenimiento de la profecía universal cristiana, cuya economía de la salvación terminó administrando los hábitos y los modos sensibles de la vida de los hombres. La idea de “reino” como espacio de apertura a la “sorpresa”, ahora pasaba a estar en manos de la institucionalización de la Iglesia; de la misma manera que la conspiratio convertía el pecado en administración de la comunidad de los vivos en un tiempo sin redención. Así, las páginas de la Historia vencían el misterio de las relaciones entre hombres que ya no podían elegir sus maneras libres de inclinación y afección. 

En un trabajo, complementario a su última conversación, Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University Press, 2021), David Cayley da forma a una especie de testimonio que recorre las estelas del pensamiento de su viejo amigo. Como sabemos, escribir sobre la clandestinidad de la amistad es siempre una misión imposible. Por esa razón el libro evita la biografía convencional del “sujeto que supone saber”, optando por la indeterminación entre vida y pensamiento, constelando fragmentos que siguen generando la “extrañeza” ante el pensamiento vivo de un testigo de su época. Por esta razón, la escritura de Cayley es también un ejercicio autográfico sobre la potencia de un pensamiento cuya vitalidad, ante y contra la muerte, se coloca en el umbral del testimonio. Todo esto implica, como ha señalado Giorgio Agamben recientemente, generar una verdad en el mundo que solo puede comunicar lo que es absolutamente incomunicable.[1] El libro de Cayley erra en esta dirección, sin abonar modelos o ideas aplicables para un mundo caído al mysterium iniquitatis. El misterio del mal desborda la tarea de las instituciones que alguna vez dotaron a los hombres de las certezas del mundo de la vida y de sus técnicas de sobrevivencia. El testimonio da cuenta de la humillación del hombre ante este declive antropológico que hoy multiplica las compensaciones. Y, sin embargo, no es menos cierto que los hombres en la medida en que “hablan”, no pueden dejar de ser testigos de una verdad, como un vagabundo en la noche que tropieza con ella.

En uno de los momentos más hermosos del libro —hermosos en la medida en que la belleza es también la complicidad secreta de toda amistad— Illich le confiere el secreto abierto de su pensamiento a Cayley de esta manera: “Yo dejo en tus manos lo que yo quiero hacer con mis intenciones… decirte esto en gratitud y fidelidad detrás de este candelabro que está prendido mientras te hablo de mi testamento verdadero que no es reducible a una traición, sino que ha sido elegido en mi propia vida”.[2] Como en pocos otros momentos de la conversación Illich-Cayley, encontramos aquí una instancia del brillo de la proximidad entre el carácter singular y el desasosiego histórico de Occidente. Desde luego, podemos pensar en la etapa paratáctica de Hölderlin, en la que el poeta alemán pudo dar testimonio destruyendo la gramática del poema y la razón, para así dejar ver el abismo entre el mundo moderno de las maquinaciones y la pulsión aórgica de la vieja Grecia. Tras la luz de la vela, Illich abría una instancia que, más allá de la profecía, pudiera orientar otro camino: por eso la figura del amigo ya no era un profeta, sino simplemente como una existencia que, mediante la experiencia, recordaba que las “percepciones vitales ahora eran ajenas a todos en el mundo”.[3] De ahí que Illich diga que “solo una vez que borramos la predictibilidad del rostro del otro podemos ralamente ser sorprendido por él”. 

¿Puede el pensamiento de Illich preparar una ius reformandi política o una revolución institucional en un mundo atravesado íntegramente por el mysterium iniquitatis? Ahora hemos llegado a este punto. Cuando le he preguntado esto a Cayley como antesala a nuestra conversación, me ha contestado con una respuesta que pone el acento en la vacilación: “Axiomáticamente nunca es tarde, pero esto no quiere decir que no sea, en verdad, ya muy tarde”.[4] No caben dudas de que Illich es un pensador que toma distancia de la política, y que es ajeno a sustancializar un principio de comunidad redentora. No debemos olvidar que el común para Illich es el silencio irreductible del ejercicio de dar un testimonio. De ahí que su testamento —el de una vida ex ecclesiamex universitatis, y ex mundi— solo puede hacerse desde la práctica de amistad y como reparación para las condiciones de una “práctica de amor”. Este amor ya no es una inscripción universal dispensada por la profecía, sino que afirma la celebración ante las cosas que encontramos. En este punto es que es insuficiente pensar teológicamente a Ivan Illich como un pensador mesiánico ante el agotamiento de la comunidad de salvación cristiana y sus instancias de deificación. El testimonio del último Illich registra, sin programa ni determinación teórica alguna, que el reino es la separación de nuestros modos (el espacio invisible de lo vernáculo) del régimen de la escasez. La amistad libera el espacio invisible que le devuelve la subsistencia al existente. 

Y hacerse cargo de la subsistencia supone, en última instancia, la afirmación del carácter ante la muerte por encima de los controles de optimización (risk management) de la Vida entendida como abstracción o como guerra contra la muerte singular.[5] Todo esto resuena en el presente pandémico en el que la nueva oikonomia del “polo médico” busca incidir, una y otra vez, sobre la vida haciendo de los seres vivos una mera reserva para la administración del “delivery of death” y de las estadísticas del “death toll”. Si en nuestro presente estamos atravesados por la pérdida absoluta de “la hora de tu propia muerte”, como me ha recordado Alberto Moreiras, entonces lo fundamental es retraerse de una “Vida” para comenzar a vivir verdaderamente. 

El vórtice del pensamiento de Illich recae sobre la tarea más difícil de la existencia que, en el afuera de la vida, orienta a todo destino. Buscar una tonalidad con la verdad supone retraerse de la mala fe de los valores del dominio cibernético. Fue así como Illich abrazó la amistad y la compasión al interior de un mundo roto. Por eso, en un ensayo tardío podía decir que “la amistad, la philia, era la verdadera constancia de su enseñanza… y que para la amistad no hay un nombre, puesto que varía en cada respiro”.[6] El retiro a la amistad devenía una teología transfigurada, la única ancilla amicitiae del pensamiento y el único testamento de una experiencia en un mundo en tinieblas. Y es la proximidad del testimonio aquello que atraviesa un mundo incapaz de transmitir la música de las cosas tras el fin del eón de los profetas.  

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* La presentación de Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University, 2021) de David Cayley tendrá lugar el viernes 16 de abril junto al autor, en el marco de “Conversaciones a la intemperie” organizada por 17, Instituto de Estudios Críticos.Para asistir al encuentro, abierto al público, es necesario el registro en: https://17edu.org/conversaciones-a-la-intemperie-ivan-illich-an-intellectual-journey-de-david-cayley/

Bibiliografía


[1] Giorgio Agamben, “Testimonianza e verità”, en Quando la casa brucia. Giometti & Antonello, Macerata, 2020, pp. 53-88.

[2] David Cayley. Ivan Illich: An Intellectual Journey. Penn State University Press, Pensilvania, 2021, p. 9.

[3] Ivan Illich. “The Loss of World and Flesh”, Barbara Duden y Muska Nagel (trads.), Freitag, 51, Bremen, diciembre, 2002.

[4] Correspondencia personal con David Cayley, abril de 2021.

[5] Gerardo Muñoz, “Teologías post-coronavirus”, José Luis Villacañas (ed.), Pandemia. Ideas en la encrucijada. Biblioteca Nueva, Madrid, 2021, pp. 254-265.

[6] Ivan Illich. “The cultivation of conspiracy”, Lectura en Villa Ichon, Bremen Archive. Bremen, Alemania, marzo, 1998.