The regime of adaptation. by Gerardo Muñoz


The collapse of the categorial and formal mediations proper to the foundations of modern politics open up a regime of adaptation as optimized administration. In a concrete sense the well-known Böckenförde formula comes to a closure as it is realized: the liberal secularized state draws its life from preconditions it can no longer guarantee. The fulfillment of secularization entails, paradoxically, a re-theologization of the separation between the species and the experience of the world already leaving behind the temporality of the saeculum. It is no coincidence that three excellent new books recently published and discussed – Conspiracionist Manifiesto (2022), The Politics of Immortality (2022) by Marten Björk, and Adapt! A New Political Imperative (2022) by Barbara Stiegler – share a common thread: the emergence of the regulatory system of adaptation in the wake of the end of political liberalism.

In other words, the marginalization of the logic of representation, the erasure of institutional mediations, and the depolitization of life (which also entails that everything becomes measurable to the value of the political) entails the intensification of a process of abstraction that is deployed on the surround of the human species itself, increasingly optimized given the contingent transformations and irruptions. The Conspiracionist Manifiesto goes as far as to claim that the current articulation of domination should be understood as a full restitution of the nineteenth century project of positivism as the integration of science and life. Comte and his followers, in fact, thought of positivism as a world religion concerning the reproduction of life whose aim was the general crafting of society as an plastic integral organism.

The acceleration of adaptation presupposes the triumph of immanence that was already exerting its force as an indirect power in the nineteenth century drift by romantic subjectivism and expansion of conditions for action in civil society. In the regime of adaptation, the realization of action, devoid of institutional justified reasons, becomes allocated in the processes of production fitted to the incessant demand for adaptation. It is obvious that the acceleration of immanence – first expressed in the subject’s will to power and now folded into the willing slave of adaptation – has intensified in the last years or so, coinciding with the pandemic event and the generic systematization of health understood as a set of coping techniques of behavior.

Already in the 1990s, in an unpublished lecture in Hannover, Ivan Illich described adaptation as an systematization of health: “Adaptation to the misanthropic genetic, climatic, chemical and cultural consequences of growth is now described as health. Neither the Galenic-Hippocratic representations of a humoral balance, nor the Enlightenment utopia of a right to “health and happiness”, nor any Vedic or Chinese concepts of well-being have anything to do with survival in a technical system” [1].

Insofar as it is concerned with the captive reproduction of life, the regime of adaptation puts to rest any believe in positive biopolitics or the community as exception to the social. Yes, this includes even the “community of friends” that Carlo Michelsteader, in his Il dialogo della salute thought as too much of a rhetorical illusion predicated on the exclusion of suffering and death: “In the friendly communities that emerge in light of common vanity, every one lives thanks to the death of those outside the community” [2]. In short, the regime of adaptation solicits nothing else than the task of coming to terms with the principle of the civil (truly the condition of state’s authority), which in even as far as in Roman law made possible the extraneous movement of the subjectum iuris as total equivalence. The predicament of the regime of adaptation – and its irreversible apparatus of administrative law – obliges us to imagine something other than civility (the principle from the Roman Empire to the modern to put it in Cooper Francis’ terms) but without sidestepping into the barbarism of ergonomic processes that are now at the center of what is understood as life. Barbarism and civility’s straight line now bends towards adaptation.

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Notes 

1. Ivan Illich. “Health as one’s own responsibility. No, thank you!”, Speech given in Hannover, Germany, September, 1990.

2. Carlo Michelstaedter. Il dialogo della salute e altri dialoghi (Adelphi, 1988).

Reino e imperio. por Gerardo Muñoz

El catolicismo sui generis de Ivan Illich indagó en lo que ciertamente era el “ground zero” de la polémica de la secularización: el pecado. Pues, solo con el pecado es que emerge un fuero interno del cual se vuelve necesaria y activa la gracia divina. La oposición a esto es la herejía naturalista de Pelagio que, en la medida en que daba respuesta al problema, diluía la obediencia a Dios. El pecado es, entonces, el dispositivo mediante el cual emerge la conciencia al interior de la universalidad del Espíritu. Al final, como veía Hegel en Filosofía de la Historia, el Espíritu era la esencia del cristianismo en la medida en que podía estabilizar una reconciliación absoluta entre conciencia e historia. Pero para poder desarrollar este principio en el tiempo histórico, decía Hegel, había que formalizar una asociación de los “amigos cristianos en una Sociedad – la Iglesia” [1]. La visibilidad de la Iglesia tenía como principio aquel motto que recordaba Carl Schmitt: ningun hombre está solo en el mundo; y el hombre lleva el mal por su pecado y el mundo es bueno.

Para Hegel la iglesia era la “vida presente del Espíritu de Cristo” y la única vía que patentizaba “la esencia del Espíritu de la libertad humana” [2]. La teología católica de Illich, desentendida de la misión pastoral luego del abandono de su sacerdocio, disputó esta dimensión absoluta de la Iglesia, tal y como lo había anunciado Hegel en la aurora de la secularización. Al final, en las páginas de Filosofía de la historia Hegel abreviaba el “fuero interno del sujeto” (“inner shrine of man”) para garantizar la compenetración del movimiento de la historia cristiana con las posibilidades de libertad individual. Hegel lleva el fuero interno de la ekklesia hacia el plano efectivo de la abstracción histórica moderna en nombre de la perdurabilidad de un orden moral absoluto.

El iusnaturalismo de Hegel queda desplegado cuando aparece la tesis de la secularización a todas luces: “La libertad en el Estado es preservada y estabilizada por la Religión, ya que la rectitud moral en el Estado solo se entiende como complimiento de lo que ya constituía un principio fundamental de la Religión” [3]. La religión cristiana había hecho posible el proceso de realización absoluto velado, que quedaría legitimado por la forma estatal en la medida en que ésta participara de los presupuestos naturales del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo tenía una clara dimensión “imperial” sobre la moral; una moral contra la que Illich luchó toda su vida desde un concepto opuesto: el reino.

Aunque el propio Hegel se refiere al “reino” de los fieles en las páginas de Filosofía de la Historia, el reino de Illich no se encontraba en una temporalidad histórica, sino más bien en la inconmensurabilidad de una distancia entre los seres. El reino eran los medios disponibles por fuera de los sacramentos. Ya en los escritos teológicos tempranos Illich escribía que: “El Reino ya existe entre nosotros en un sentido social…a fe se manifiesta en el ritual de la celebración de los misterios del reino, así como en los símbolos de su presencia. Y digo celebración, no afirmación o contemplación. La fe sólo se adquiere en una concelebración, en la convivialidad de un acto gratuito, como ilustra la cena del pan y vino, donde hay comida, pero una comida ritual. [4].

Mientras que la noción de “reino” había sido temporalizada como “reino milenario” y obra redentora (Heilswerk) en teólogos como Thomas Michels – cuyas conferencias Illich habría asistido en los 30s – para Illich el reino en su “celebración del misterio” se oponía a toda finalidad de una obra (de una opus dei), ya que su presencia, aquí y ahora, afirmaba la propia dimensión desobrada de la fe. Por eso, Illich podía decir en “Reflexión sobre los límites de la estética” (1966) que la fe no era definida a partir de una moral objetiva ni de un normativismo institucional, sino como un proceso inmanente de vinculados: “Lo que distingue a los creyentes de los no-creyentes es el hecho de que aquellos «celebran» toda su vida, de la misma manera en que celebran esta comida o aquella reunión”. Esto explica porqué Illich definía la “fe” fuera de toda predicación dogmática en manos de clérigos: “Faith inevitably implies a certain foolishness in worldly terms” [5]. Una “tontería mundana” que no deja de llamarse a la sorpresa. En otras palabras, si para la filosofía de la historia cristiana basada la Trinidad la fe solo puede ser una apuesta hacia el futuro de la salvación; en el catolicismo sui generis de Illich, la fe es la partición en tiempo presente del misterio común ante la revelación.

Solo un catolicismo imperial podía hacer de la fe una institutio absoluto para el orden. En otras palabras, el “misterio de la fe” y su “celebración” se reducía en un juego entre Katechon y escathon como un drama invariante de la Historia. En este punto, la corrupción indicaba, ciertamente, la liquidación del misterio hacia el plano jurídico del orden. Por eso, es que Carl Schmitt en Glossarium celebra la formación trinitaria de Hegel cuya aspiración es mantener a raya a la stasis. Escribía Schmitt: “Hegel ha sido desde hace 400 años el único teólogo cristiano; no Kierkegaard, porque en Kierkegaard no existe una teología de la Trinidad. Hegel, en cambio, es el teólogo de la Trinidad. Tiemblan los mentirosos à la Peterson que nos ha echado en cara que la doctrina de la Trinidad no permite una teología politica, y los convertidos de las últimas décadas que buscan nuevas difamaciones con nuevas listas negras” [6].

Y la Trinidad era la estructura de la res publica christiana, un Katechon que frena el fin de los tiempos a la vez que dota de orden las relaciones humanas. Illich, a diferencia de Peterson, no intentó negar una dimensión política del catolicismo asumida desde una reductio theologiae, sino que insistió en el misterio del reino separado de toda teología política subjetiva. Si Illich escribía en el umbral del fin del eón cristiano, entonces tiene sentido que su arcano no estuviese en el Katechon institucional de la Iglesia (esto era lo que permanecía en crisis), sino el reino mistérico de los vivientes. Para Hegel, el cristianismo se volvía imperium con la consagración del estado en el objetivismo moral [7]; para Illich, en cambio, el tiempo de interregnum revelaba el misterio de un regnum que siempre ha estado ahí, retraído de la imperialidad teológica-política.

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Notas 

1. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 328.

2. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 333.

3. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 335.

4. Ivan Illich. “Concerning Aesthetic and Religious Experience”, en The Powerless Church and Other Selected Writings, 1955–1985 (Penn State University Press, 2019), 69-82.

5. David Cayley. Ivan Illich: An intelectual Journal (Penn State University Press, 2021), 359.

6. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021), 486-487.

7. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 336.

Pecado y Conspiratio. Un comentario sobre Los ríos al norte del futuro de Ivan Illich. por Gerardo Muñoz

Como lo cuenta el propio David Cayley, el testimonio de Ivan Illich en Los ríos al norte del futuro (2005) fue concebido por el exsacerdote de Cuernavaca como una “mera hipótesis de trabajo”, una especie de candelabro que no tenía otra pretensión que arrojar luz a la oscuridad de un presente que transitaba al interior del mysterium iniquitatis [1]. Como no podría haber sido de otra forma, Los ríos al norte del futuro es también un recorrido autobiográfico por la vida de un peregrino espiritual cuya confrontación existencial estuvo atravesada por la pasión del laberinto teológico de Occidente. Si Los ríos al norte del futuro puede ser considerado un “testimonio existencial” esto se debe, en parte, a que en ese último libro Illich vuelve a las raíces y a los arcanos del cristianismo, algo que ciertamente no había hecho de manera “polémica” desde su renuncia a la misión pastoral de la Iglesia en América Latina.

Me gustaría sugerir que el escándalo esotérico del silencio de Illich sobre la Iglesia Romana – la dimensión fundamental de su corruptio optimi pessima – se debe a la crítica de uno de sus núcleos centrales, desde el cual se despliega la génesis misma del eón cristiano y de su secularización: la noción del pecado. Por ello, solo confrontando cara a cara la transformación de la noción del pecado era posible explicar las aristas de la expansión apocalíptica del misterio del mal: desde la antropología a la agregación de “necesidades”; desde la crisis de legitimidad a la burocratización de la iglesia; desde la diferenciación de los géneros a la institucionalización de los aspectos sagrados de la vida (aspectos que el propio Illich había tratado en casos concretos a lo largo de su obra divulgativa). El dispositivo del pecado lo había transformado todo, a cambio de impedir cualquier tipo de autoreforma sin que estuviese hipotecada al tiempo abstracto del futuro de una religión instituida.

En diálogo con lo que luego sería Una Historia De La Justicia: De la Pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho (Katz, 2008) de su amigo Paolo Prodi, Illich identifica la nueva criminalización del pecado como el instrumento jurídico que da entrada a la forma y a las reglas de una nueva organización de relaciones humanas desde la textura más íntima de la compenetración entre singulares. La legalización de las almas entregaba la promesa, la hospitalidad, el don, o el compromiso hombre-mujer a la estructura del juramento operativa del officum eclesiástico. El pasaje del pecado como revelación mediante el perdón, ahora se desplegaba bajo el mecanismo ontológico de “poder pecar”, lo cual remitía a la voluntad del sujeto; y, por lo tanto, a su necesaria regulación mediante la confesión. La corrupción del dogma teológico había tenido lugar mediante una sutura jurídica, puesto que, si “Cristo había venido a hacernos libre de la ley, había sido el cristianismo el que permitió se instalase en el corazón mismo del amor” [2]. De esta manera el dispositivo del “pecado” funcionó como un meta-principio regulatorio de la propia yuxtaposición entre moral y derecho que nutriría de manera fundamental al iusnaturalismo, pero también al principialismo moral de nuestra época. Por eso dice Illich con mucha razón – otra vez, siguiendo de cerca el argumento de Paolo Prodi – que el fuero interno (forum internum) ahora gobierna sobre lo que es el bien y el mal, y no sobre lo que es legal o ilegal [3]. Algo importante aquí debe subrayarse: Illich no asume una postura contra el derecho; sino más bien, quiero sugerir, insiste en la inseparabilidad entre moral y derecho desde donde era posible establecer mediante una economía de la conciencia que los sacerdotes podían comandar. Esta fue la lógica de la corruptio optimi. Illich concluye el capítulo sobre la criminalización del pecado insistiendo que de esta manera se instala el miedo, una pasión que terminaría siendo funcional al gobernante de turno para gobernar sin tregua. Pues bien, creo que el problema es más profundo que un problema de esta pasión. La sutura entre moral y derecho habilitada por la conjuratio del pecado como oikonomia de las almas, conducía a una producción sin freno de la legalidad (de la criminalización de infracción de la norma) para la cual ya no existe legitimidad ni perdón alguno; o bien, si existe, queda secuestrada y subordinada a la instancia de la legalidad y de ciertos valores absolutos.

Así, la Iglesia como institución había quedado desnuda, puesto que había sido fundada bajo un procedimiento de técnico y moral, que había llevado a la desaparición de la excepción del pecado que Illich identifica como conspiratio [4]. La conspiración, nos dice Illich, no debe ser entendida como una la táctica de un grupo de rebeldes anarquistas intentando tomar o subvertir el poder; sino más bien como algo más originario, un beso boca-a-boca (osculum) que constata una dimensión somática en el mundo, pero fuera de él. La conspiratio se substrae de mandatos y de una legalidad que asume una falsa autoridad sobre el fuero interno o la conciencia. Y así, la conspiración es una unidad sui generis porque afirma un principio de separabilidad entre moral y derecho, exterioridad e interioridad que rechaza toda “medida” medible (distributiva o cualitativa) entre entes de una comunidad política. En otras palabras, pudiéramos decir que la conspiratio es lo que nunca tiene como propósito la reproducción de la garantía de un orden basado en un principio moral desde el “bien común” de la comunidad. La “corrupción de lo mejor”, entonces, había tenido lugar en la profanación de la conspiratio en nombre de una estructura burocrática legal sin resto y sin fin, salvo el de ella misma.

Desde luego, esto ya Illich lo había comprendido con nitidez y prudencia en su temprano ensayo “The Vanishing Clergyman” – y que antecede a su salida de la vida pastoral de la iglesia – en el que advierte que la Iglesia en su función ecuménica estaba más preocupada por un “performance profesionalizante” propia de la expansión administrativa que por cuestiones teológicas de la “sensus ecclesia”. Sin embargo , Illich recordaba que solo la fidelidad a su “sentido eclesiástico” podía permitir un retiro de demandas compromisos sociales que ofuscaban la presencia del “reino entre los seres humanos” [5]. Todavía en estos años, Illich contemplaba la posibilidad de una conspiratio ecclesiam, una reforma con la exterioridad del mundo, como lo demuestran las experiencias latinoamericanas en la comunidad puertorriqueña de Washington Heights (NYC), Puerto Rico, así como Bolivia, y más tarde México. Pero como vemos en la correspondencia con su amigo Paolo Prodi, ya por aquellos años, Illich preveía la expansión del dominio sacerdotal en todas las esferas de la praxis humana, incluyendo la política-administrativa. Por eso Prodi le sugería en una carta: “Nosotros debemos pensar espacios de libertad en las estructuras sociales existentes, desde luego. Y, sin embargo, debe quedar claro que nuestro destino no puede estar en la política ni tampoco en los compromisos partisanos” [6]. La tesis moderna del destino como política, a la luz de la efectividad operativa del pecado, solo podía aparecer como una cojuratio secularizada compensatoria en la que liderazgos o jueces aparecían, como en la máxima de Ulpiano, como los “verdaderos sacerdotes” de una administración intrusa en el reino humeante del humano.

Voy a ir terminando este comentario con una última observación. No deja de sorprender que entre los años en que Illich percibe la ruina institucional de la Iglesia y cuando finalmente publica Los ríos al norte del futuro, la renovación teórica-política más influyente de la segunda mitad de siglo veinte – el “redistribucionismo social” derivado de A Theory of Justice (1971) de John Rawls – tenía como presupuesto teológico el dispositivo del pecado para rechazar “el egoísmo individualista” (al que tempranamente, en su tesis de grado en Princeton, asoció con la amenaza del Pelagianismo) de suturar de una vez por todas, la rebeldía del pecado a la imagen y semejanza de Dios en comunidad [7]. Desde luego, ya por aquellos años no se hablaba de comunidad de salvación, de pecado, o Dios; pero sí de velo de ignorancia, justicia como equidad, o equilibrio distributivo. En la más influyente y regeneradora teoría liberal-progresista en un momento de crisis de la legitimidad, lo político emergía desde los presupuestos teológicos del pecado con la finalidad de poner un freno (Katechon) al egoísmo y a la destrucción de una comunidad, a cambio de garantizar la gracia de valores y necesidades de la racionalidad de un estado administrativo. Ciertamente, esto fue lo Illich pudo alertarnos con candidez en Los ríos al norte del futuro para evitar salidas moralistas, tecnificadas, y desatendidas de la separabilidad a la que nos invita el reino de la teología.

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Notas

1. David Cayley. Ivan Illich: An Intellectual Journey (The Pennsylvania State University Press, 2021).

2. Ivan Illich. The Rivers North of the Future: The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley (Anansi, 2005).

3. Ibid., 182.

4. Ibid., 390.

5. Ivan Illich. “The Vanishing Clergyman”, en The Church, Change & Development (Seabury Press, 1977), 81.

6. Paolo Prodi. “Cuernavaca, Estate 1966″, Revista di Storia de Cristianesimo, Vol, 10, 2013, 471-494.

7. John Rawls. A Brief Inquiry into the Meaning of Sin and Faith (Harvard University Press, 2009), 206.

Universidad, Humanidades, Cibernética. Para una conversación con Rodrigo Karmy en la Universidad de Chile. Por Gerardo Muñoz

I. Universidad – El agotamiento epocal de la universidad contemporánea exige una mínima arqueología que no coincida con la historia de la institución. Urge una arqueología de los paradigmas de la crisis no moderna de la universidad. Podemos programáticamente apuntar a tres momentos que guían el devenir de su crisis civilizacional: a) un primer momento de la universidad ilustrada del proyecto de Humboldt, en la que predominó la subjetivación y domesticación de los saberes para la construcción de la autoridad. A escala civilizatoria no habría diferencia alguna entre el proyecto de Sarmiento o el de Simón Rodríguez, o en la campaña de alfabetización total de la Revolución Cubana. La universidad quedaba puesta disposición de un sujeto para la Historia. b) Un segundo momento es la transformación que aparece con el ascenso de la universidad corporativa a raíz del neoliberalismo y de la crisis de legitimación del proyecto ilustrado. En efecto, pudiéramos decir que la universidad neoliberal es parte de la nueva racionalidad que ofreció una salida al estancamiento del fordismo y de la de-contención de la economía en la nueva valorización total. El único lastre de la civilización ilustrada ahora quedaba reducido al dispositivo del contrato entre transmisión de saber y subjetivación del estudiante en consumidor. c) El tercer momento es el que atravesamos ahora y que me gustaría llamar de metástasis cibernética, en el que se busca la destrucción subjetiva de la figura de estudiante con respecto a los procesos contractuales previos. Aquí es muy importante la propuesta programática de Eric Schmidt – escrita en el Wall Street Journal muy tempranamente al comienzo de la pandemia – en la que sugirió que lo importante de este momento era desplegar una verdadera revolución de la infraestructura digital en la que el “estudiante” aparecía como la figura de la mutación. Aunque es demasiado temprano para saberlo, ahora podemos ver que la crisis de la universidad no es meramente relativa a los modos económicos de la organización de la vida, sino que es el sobrevenido de la crisis de la dispensación del logos tras la clausura de la época del Hombre en un nuevo horizonte de la domesticación de la especie. 

II. Humanidades – Para Rodrigo Karmy las Humanidades son el resultado del experimento de la res publica. Desde luego, esto es consistente con el momento ilustrado y sus misiones civilizatorias que hoy ya no avanzan sino a un proceso de abstracción genérico bajo el dominio de la tiranía de los valores. Ahora la funcionalidad efectiva de las “Humanides” es compensatoria en el reino del valor: la única diferencia es que el libertarianismo neoliberal busca limar el polo del valor-negativo (pensemos banalmente en el no-valor que puede tener un curso sobre la pintura de Ticiano o sobre la poesía provenzal); mientras que el progresismo ‘humanista’ defiende un régimen valorativo en la cultura que va mutando, dependiendo de la declinación flexible integra al registro del valor. Por eso es por lo que, como ya en su momento vio con lucidez Gianni Carchia en “Glosa sobre el humanismo” (1977), el debate sobre el humanismo y el anti-humanismo es insuficiente para pensar un verdadero éxodo con respecto al imperii del intercambio, pues en ambos extremos hay un proceso de atenuación de la valorización en curso. En el momento de la impronta cibernética, las humanidades no solo son “residuales” (diagramadas desde la identidad y la intensificación de discursos de la agresión subjetivista), sino que operan como el reducto de la producción técnica del saber. En otras palabras, las Humanidades da un semblante al hecho de que ya no hay una época del Hombre, sino fragmentos que se constelan y que producen encuentros en el mundo.

Las humanidades ahora ejercen la función de domesticar y unificar la an-arquía en curso en las propias mediaciones. Esto genera una mutación en las élites: por eso ya la empresa no es producir “civil servants” de la Humanidad como en la vieja aspiración kantiana; sino más bien en una nueva estructuración medial que domestica la propia potencia experiencial del saber. En un importante ensayo escrito en la última fase de su vida, “Texto y Universidad” (1991), Ivan Illich habló de la pérdida de los contactos sensibles y experienciales con la lectura y las páginas del libro en el experimento del saber. Pero todavía Illich hacia la clausura del mileno, podía pensar que la universidad podía preparar una reforma en línea de la ecclesia sempeter reformanda, capaz de extirpar lo peor de lo mejor de su misión (la corruptio optimi) para renovar el reino de las sensaciones y del gusto en el estudio. Pero ¿es tal cosa posible hoy? En cualquier caso, la fractura de las humanidades nos confronta con la incapacidad de tan siquiera imaginar la forma de otra institución capaz de albergar las condiciones del pensamiento. 

III. Cibernética – El presente pandémico ha mostrado con claridad el ascenso de la cibernética en su eficacia de organizar el mundo de los vivos. Obviamente que esto no es una invención reciente de Silicon Valley; aunque, desde luego, Silicon Valley sea la metonimia de la nueva espiritualización técnica del mundo. En una importante conferencia “La proveniencia del arte y la determinación del pensar” (1967) sobre la relación del arte y el destino de Occidente, Martin Heidegger se refirió la cibernética como la unificación de las ciencias y la hegemonía de la “información” como nueva forma de organizar el mundo de la vida de los existentes. En realidad, la cibernética no es un dispositivo más; sino que llega a suturar la relación entre experiencia y vida, inmiscuyéndose en la noción misma de “distancia”. Por eso es por lo que la cibernética es siempre enemiga de la forma de vida, y es incapaz de crear un destino en el singular. A su vez, la cibernética ya no es un proceso de subjetivación, sino que, mediante su “recursividad”, ahora puede constituir la espectralidad de los vivientes a través de la colonización de la medialidad de los vivos. En este sentido, no hay una oposición entre experiencia y cibernética, sino que la concreción de la cibernética es una organización de las descargas experienciales del mundo psíquico.  

De ahí que en un mundo ya desprovisto de los viejos principios (archein), ahora aparece como la superficie que debe ser optimizada desde la mediación absoluta de la información. La cibernética no es reducible a la tecnología ni a la invención de aparatos, sino a la infraestructura subrogada de la optimización de los fragmentos. Ahora las bases ontológicas de la economía de la acción quedan fisuras ante la crisis de la distancia y la sustitución de la virtualidad por la crisis de la apariencia. Y, sin embargo, la cibernética es incapaz de integrar la irreductibilidad de la existencia. La existencia busca un afuera, desertar de la equivalencia contingente de lo Social, separase asintóticamente con el mundo. Todo pensamiento hoy solo puede acontecer ex universitatis: en otras palabras, el pensamiento es la fuga del vitalismo de una experiencia cuya estrechez política tiende a la negación de la apertura de sus modalidad inexistentes o posibles. En este punto es que podríamos comenzar a pensar una defensa del entorno (Moten) fuera de la vida, que es también una detención de la cibernética que hoy se impone como nueva configuración de un poder en el que experiencia y vida comienzan a constituir la zona invisible que debe ser recogida por la tarea del pensamiento. 

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* Estas notas fueron escritas para preparar la conversación sobre universidad y la crisis de las humanidades en la serie de “Diálogos Permanentes” organizada por Rodrigo Karmy en la Universidad de Chile y que podrá ser vista el viernes 30 de Abril en la página de la Facultad: https://filosofia.uchile.cl/agenda/174490/dialogos-permanentes-humanidades-universidad-contemporaneidad

Ancilla amicitiae: amistad y testimonio de Iván Illich. por Gerardo Muñoz

El pensamiento del exsacerdote y arqueólogo de los sedimentos teológicos de Occidente hubiera permanecido inconcluso si no fuese gracias a su amigo e interlocutor David Cayley, quien hizo posible The Rivers North of the future: the testament of Ivan Illich (2005) póstumamente. Si bien desde comienzos de los sesenta Illich —luego de la experiencia catastrófica de generar una ius reformandi dentro del paradigma misionero en Washington Heights y Puerto Rico— había avanzado en una serie de críticas a los dispositivos de la vida contemporánea, no fue hasta el final de su vida cuando tuvo la valentía de esbozar lo que él mismo llamó su testimonio sobre el destino de Occidente. Este testimonio buscaba el desaprendizaje de las raíces proféticas cristianas para “dar comienzo a una teología de nuevo tipo”. 

Como en múltiples ocasiones Illich no se cansó de repetir, la signatura de su pensamiento (la “idea única” a la que es fiel todo pensador, según Cayley) residía en la comprensión de la caída de la Modernidad hacia la corruptio optimi quae est pessima (“la corrupción de lo mejor es lo peor”). La peor de las corrupciones había tenido lugar con el advenimiento de la profecía universal cristiana, cuya economía de la salvación terminó administrando los hábitos y los modos sensibles de la vida de los hombres. La idea de “reino” como espacio de apertura a la “sorpresa”, ahora pasaba a estar en manos de la institucionalización de la Iglesia; de la misma manera que la conspiratio convertía el pecado en administración de la comunidad de los vivos en un tiempo sin redención. Así, las páginas de la Historia vencían el misterio de las relaciones entre hombres que ya no podían elegir sus maneras libres de inclinación y afección. 

En un trabajo, complementario a su última conversación, Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University Press, 2021), David Cayley da forma a una especie de testimonio que recorre las estelas del pensamiento de su viejo amigo. Como sabemos, escribir sobre la clandestinidad de la amistad es siempre una misión imposible. Por esa razón el libro evita la biografía convencional del “sujeto que supone saber”, optando por la indeterminación entre vida y pensamiento, constelando fragmentos que siguen generando la “extrañeza” ante el pensamiento vivo de un testigo de su época. Por esta razón, la escritura de Cayley es también un ejercicio autográfico sobre la potencia de un pensamiento cuya vitalidad, ante y contra la muerte, se coloca en el umbral del testimonio. Todo esto implica, como ha señalado Giorgio Agamben recientemente, generar una verdad en el mundo que solo puede comunicar lo que es absolutamente incomunicable.[1] El libro de Cayley erra en esta dirección, sin abonar modelos o ideas aplicables para un mundo caído al mysterium iniquitatis. El misterio del mal desborda la tarea de las instituciones que alguna vez dotaron a los hombres de las certezas del mundo de la vida y de sus técnicas de sobrevivencia. El testimonio da cuenta de la humillación del hombre ante este declive antropológico que hoy multiplica las compensaciones. Y, sin embargo, no es menos cierto que los hombres en la medida en que “hablan”, no pueden dejar de ser testigos de una verdad, como un vagabundo en la noche que tropieza con ella.

En uno de los momentos más hermosos del libro —hermosos en la medida en que la belleza es también la complicidad secreta de toda amistad— Illich le confiere el secreto abierto de su pensamiento a Cayley de esta manera: “Yo dejo en tus manos lo que yo quiero hacer con mis intenciones… decirte esto en gratitud y fidelidad detrás de este candelabro que está prendido mientras te hablo de mi testamento verdadero que no es reducible a una traición, sino que ha sido elegido en mi propia vida”.[2] Como en pocos otros momentos de la conversación Illich-Cayley, encontramos aquí una instancia del brillo de la proximidad entre el carácter singular y el desasosiego histórico de Occidente. Desde luego, podemos pensar en la etapa paratáctica de Hölderlin, en la que el poeta alemán pudo dar testimonio destruyendo la gramática del poema y la razón, para así dejar ver el abismo entre el mundo moderno de las maquinaciones y la pulsión aórgica de la vieja Grecia. Tras la luz de la vela, Illich abría una instancia que, más allá de la profecía, pudiera orientar otro camino: por eso la figura del amigo ya no era un profeta, sino simplemente como una existencia que, mediante la experiencia, recordaba que las “percepciones vitales ahora eran ajenas a todos en el mundo”.[3] De ahí que Illich diga que “solo una vez que borramos la predictibilidad del rostro del otro podemos ralamente ser sorprendido por él”. 

¿Puede el pensamiento de Illich preparar una ius reformandi política o una revolución institucional en un mundo atravesado íntegramente por el mysterium iniquitatis? Ahora hemos llegado a este punto. Cuando le he preguntado esto a Cayley como antesala a nuestra conversación, me ha contestado con una respuesta que pone el acento en la vacilación: “Axiomáticamente nunca es tarde, pero esto no quiere decir que no sea, en verdad, ya muy tarde”.[4] No caben dudas de que Illich es un pensador que toma distancia de la política, y que es ajeno a sustancializar un principio de comunidad redentora. No debemos olvidar que el común para Illich es el silencio irreductible del ejercicio de dar un testimonio. De ahí que su testamento —el de una vida ex ecclesiamex universitatis, y ex mundi— solo puede hacerse desde la práctica de amistad y como reparación para las condiciones de una “práctica de amor”. Este amor ya no es una inscripción universal dispensada por la profecía, sino que afirma la celebración ante las cosas que encontramos. En este punto es que es insuficiente pensar teológicamente a Ivan Illich como un pensador mesiánico ante el agotamiento de la comunidad de salvación cristiana y sus instancias de deificación. El testimonio del último Illich registra, sin programa ni determinación teórica alguna, que el reino es la separación de nuestros modos (el espacio invisible de lo vernáculo) del régimen de la escasez. La amistad libera el espacio invisible que le devuelve la subsistencia al existente. 

Y hacerse cargo de la subsistencia supone, en última instancia, la afirmación del carácter ante la muerte por encima de los controles de optimización (risk management) de la Vida entendida como abstracción o como guerra contra la muerte singular.[5] Todo esto resuena en el presente pandémico en el que la nueva oikonomia del “polo médico” busca incidir, una y otra vez, sobre la vida haciendo de los seres vivos una mera reserva para la administración del “delivery of death” y de las estadísticas del “death toll”. Si en nuestro presente estamos atravesados por la pérdida absoluta de “la hora de tu propia muerte”, como me ha recordado Alberto Moreiras, entonces lo fundamental es retraerse de una “Vida” para comenzar a vivir verdaderamente. 

El vórtice del pensamiento de Illich recae sobre la tarea más difícil de la existencia que, en el afuera de la vida, orienta a todo destino. Buscar una tonalidad con la verdad supone retraerse de la mala fe de los valores del dominio cibernético. Fue así como Illich abrazó la amistad y la compasión al interior de un mundo roto. Por eso, en un ensayo tardío podía decir que “la amistad, la philia, era la verdadera constancia de su enseñanza… y que para la amistad no hay un nombre, puesto que varía en cada respiro”.[6] El retiro a la amistad devenía una teología transfigurada, la única ancilla amicitiae del pensamiento y el único testamento de una experiencia en un mundo en tinieblas. Y es la proximidad del testimonio aquello que atraviesa un mundo incapaz de transmitir la música de las cosas tras el fin del eón de los profetas.  

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* La presentación de Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University, 2021) de David Cayley tendrá lugar el viernes 16 de abril junto al autor, en el marco de “Conversaciones a la intemperie” organizada por 17, Instituto de Estudios Críticos.Para asistir al encuentro, abierto al público, es necesario el registro en: https://17edu.org/conversaciones-a-la-intemperie-ivan-illich-an-intellectual-journey-de-david-cayley/

Bibiliografía


[1] Giorgio Agamben, “Testimonianza e verità”, en Quando la casa brucia. Giometti & Antonello, Macerata, 2020, pp. 53-88.

[2] David Cayley. Ivan Illich: An Intellectual Journey. Penn State University Press, Pensilvania, 2021, p. 9.

[3] Ivan Illich. “The Loss of World and Flesh”, Barbara Duden y Muska Nagel (trads.), Freitag, 51, Bremen, diciembre, 2002.

[4] Correspondencia personal con David Cayley, abril de 2021.

[5] Gerardo Muñoz, “Teologías post-coronavirus”, José Luis Villacañas (ed.), Pandemia. Ideas en la encrucijada. Biblioteca Nueva, Madrid, 2021, pp. 254-265.

[6] Ivan Illich. “The cultivation of conspiracy”, Lectura en Villa Ichon, Bremen Archive. Bremen, Alemania, marzo, 1998. 

Going nowhere: on Jason E. Smith’s Smart Machines and Service Work (2020). by Gerardo Muñoz

Jason Smith’s Smart Machines and Service Work (Reaktion Books, 2020) provides us with a renewed cartography of the labor transformations in the wake of automation and the cybernetic revolution, which has ultimately created a “vast service sector” (9). Although at first sight Smith’s book seems to be preoccupied with questions of technology innovation in the post-fordist epoch, the central vortex of the book sheds light on the notion of “servant economy” that has become the fast-evolving segment of today’s job-market. Smith notes that the expansion of the servant economy propelled by automation “poses special obstacles to organization and action in a fragmented workforce. The rise of the “servant economy”, increasingly forces workers into smaller, spatially dispersed workplaces, where they carry out labor-intensified production processes…. deemed low-skill occupations and therefore poorly paid” (14). The new region of the service economy is an effect of the exceptionality of capital form self-abdication where unemployment becomes an existential problem for the social fabric. 

The nuanced analysis undertaken by Smith shows how the fragmented spatialization of labor has become the byproduct of the automation in which control, optimization, and feedback ensemble a new regime of total calculation. Already in 1956, Friedrich Pollock warned of a potential “totalitarian government” that could lead to mass unemployment. Pollock’s Cold War predicament was not off target: the fear of totalitarian unemployment (Habermas would call it crisis of legitimation) was answered with a total (service) economy that compensated for the paradox of stagnation of profit growth. The encompassing force of real subsumption through compartmentalization of services rendered effective James Boggs’ “nowhere to go” in the final dispensation of historical capitalism.

The phase of stagnation announces the “productivity paradox”. Smith writes glossing Mason: “If ours is an age defined by monopolies, cheap credit, rent-seeking and asset bubbles, it is not due to the concerted efforts of elites keen to forestall or smother in the cradle a new, sustained period of productivity gains….despite claims to the contrary, the weather of stagnation and drift that has settle over the advanced capitalist economies since the 1970s, and special since the turn of the century is attributable in no small part technological inertia” (41). The boom of “diversionary gadgets” are on the side of unproductiveness; and, as Ure argues, “do nothing towards the supply of the physical necessities of society” (43). But perhaps diversion usage accounts for the mobilization of the medium of the new phase of automated capitalism. In other words, precisely because traditional form of political legitimacy has crumbled, zero value technology becomes the compensatory psychic equilibrium within the process of abstraction of profit. The subjective dimension of the “medium” in the new phase of automation operates to drive dynamism in the “historic low” of labor productivity growth and the disjointed structural relation between economic growth and rise in wages (64, 69).

One of the conclusions that one can derive from Smith’s rich political economy empirical analysis is that the expansion of the service economy is fundamentally an anti-institutional phenomenon, both at the level of social forms (unions, movements, legal grounds for disputes) as well as in terms of mediations of exchange (intellectual labor, shadow-work, spatial relations to urban centers, etc.). In this sense, the absolutization of the regional “service economy” is the reallocation of reduced labor. In the same way that all ‘originary accumulation’ is an ‘onging accumulation’; the “crisis” of the economy is always already the recurrent stagnation of growth. But Smith notes with precision: “services therefore appear to obscure more than it clarifies” (80). This new process of rationalization mobilizes the valorization of the outside, that is, of every non-market sphere. This process draws a specific ordo rationality: “The true “advances” such as they are, have been in the domination of the labor process by employers: their ability to coerce more labor out of a given hour by means of refinement in supervision, oversight, and workplace discipline” (112). 

Mirroring the optimal logistics of cybernetic and automation processes, one could claim that the expansion of the service economy initiates a regime of governmentality that allows for the attenuation and cost-benefit management of flows. Now I think one can clearly see that “service” is not just an avatar to formal processes of value, but also, as Ivan Illich showed, a secularized theological concept of the Christian notion of hospitality. According to Illich, hospitality was transformed into a use of power and money to provide services and needs [1]. For the ex-Catholic priest, this meant nothing less than the corruption of human freedom, which became tied to the logistics of equivalence. This is why, more than an economic theory, neoliberalism needs to defend an ever-expanding freedom of the subject. In the context of deep social atomization, the service economy self-legitimizes itself as absolute freedom in the social (141). 

At the end of the book, Smith notes that in the wake of automation the relation between political struggles and the new economic composition begin to diverge. There is on one side the model of the teachers and that of the expendables (146-147). In a sense, the “nowhere land” registered by Boggs in the 60s has only intensified, as modern politics forms no longer seem up to the task in the face of total extraction and exclusion. If we think of arguably the most successful leftist political strategy in the last decade or so (the strongest cases have been in Latin America and Spain), the left populism rooted in the theory of hegemony; it becomes clear that after the empirical analysis of Smart Machines, any set of ‘equivalential demands’ is already a demand for exploitation within the regime of the service economy. During this months of pandemic the right has been calling for the immediate reintegration into the economy, bring to bear the internal production at the heart of the project of hegemony. Rather than thinking about a new multitude or unified subject of class, the expendables that Smith situates at the outskirts of the metropolis (the ‘hinterland’), constitute perhaps a new experiential texture of life that is no longer moved by representation but rather expression; it is no longer defined by class, but consumption; it is not interested in negation, but rather in “discovery” (148). Indeed, the new marginalized surplus population does not constitute a new “subject”, but an energy that seeks an exodus from the ruins of the political given the collapse of the whole framework of leftist hegemony [2]. It seem reasonable to think that it is precisely in the threshold of Boggs’ call for a “discovery” (a movement of anabasis), devoid of place and time, where the unfathomable stagnation of our epoch is defied.

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Notes

1. Ivan Illich. The Rivers North of the Future (Anansis, 2005). 

2. “Onwards Barbarians”, Endnotes, December 2020: https://endnotes.org.uk/other_texts/en/endnotes-onward-barbarians

Fratribus nostris absentibus: sobre la discreción. por Gerardo Muñoz

En una epístola póstuma que consulté hace algunos años en los fondos de Penn State University, fechada en 1989 y dirigida a una comunidad de monjas benedictinas de la abadía de Regina Laudis, el ex-sacerdote Iván Illich avisa de la pérdida del sentido de la caritas ya no solo ante los vivos sino también ante los muertos. Illich le recordaba a la Madre Jerónima que su carta no pretendía establecer un “secreto”, sino un sentido de discreción (discretio); una virtud que la Iglesia había irremediablemente abandonado en su caída al mal.

La discretio – decía Illich siguiendo las recomendaciones de San Benedicto – era la madre de las virtudes, ya que nos hace distinguir la singularidad de cada situación sin que esto suponga una obediencia ciega ante lo predecible. Obviamente, desde la discretio se introducía el problema de la muerte, siempre singular y pasiva, e imposible de homologar a ninguna otra. En realidad, Illich llevaba este procedimiento a un plano experiencial, ya que hablaba de una amiga y de su “final” al que describe como un estado de “inusitada serenidad”.

Illich le decía a las monjas benedictinas: “Lo que quiero compartir con ustedes no es una opinión, sino una angustia que conmemora a los muertos que se escapa del alcance de la forma ordinaria de la caridad”. ¿Pero qué puede significar atender a ese momento oscuro que es sombra de la vida fuera de la vida? Para Illich este era el único momento de una fidelium animae que tanto la medicina como el sistema productivo del Welfare state ya no podían recoger. Desde la experiencia inasible de la muerte de su amiga (quien permanecía innombrable, como toda amistad verdadera), Illich extraía lo que llamó la sistemática “guerra contra la muerte” en Occidente, carente de sentido de “lugar” o de “tierra”. Por eso Illich la describía como una caída hacia la atopia, desentendida del atrium mortis.

Illich se encomendaba al fragmento benedictino: Fratribus nostris absentibus. Pero esa máxima monástica aparecía en un sentido transfigurado; a saber, lo “divino” (como también supo ver Erik Peterson sobre los modos de vestir) es el umbral donde la vida y la muerte se dan en un recorrido ex-corpore. Escribía Illich: “La fe termina cuando la visión de lo eterno está por llegar”. No hay transcendencia ni redención ni salvación compensatoria, solo un sentido especular por lo velado.

¿Por qué recordar todo esto hoy? Porque la crisis pandémica ha puesto de relieve que ninguna de las metrópolis en Occidente y sus guardianes de la “vida” han estado en condiciones de recoger el sentido de Fratribus nostris absentibus. Una década antes, en una serie de conferencias en el Seminario Teológico de Princeton, Illich notó la oscura transformación médica en los Estados Unidos en cuanto al pasaje del “asistir a la muerte” a la administración del “delivery of death“. La “guerra contra la muerte” continua en nuestros días ya sea desde la retórica de la protección de la vida o bien en defensa de la economía. Por eso, hoy más que nunca, la tarea del pensar exige la destitución de lo que llamamos metrópoli.

 

 

*Imagen: retrato de Iván Illich de niño en Austria, 1936. Del film “Three Boys House” (1936).