Uno de los problemas fundamentales del principialismo – tal vez “el problema” fundamental que subsume a otros – radica en la ardua tarea por justificar la legitimidad de una fuente superior de la supremacía del ius. Esta justificación debe hacerse tanto contra la tesis de un principio compensatorio, en el umbral del derecho positivismo (cuando este toca un límite en casos difíciles), pero también contra la justificación que suministra razones prácticas para el actuar y obedecer, y así generar validez autoritativa. Cuando se apela a una fuente superior y final, en realidad, se quiere establecer un ideal de justificación (desde una postura contra la injusticia), que es, siempre en cada caso, la instancia de una omnipresencia externa. Como vio en su momento Edward Corwin, se trata de establecer, de una vez por todas, quién tiene la última palabra sobre la decisión del derecho, aunque con una salvedad: lo importante es prescindir de la lógica interna de la autoridad, favoreciendo un principio co-extensivo con una fuente superior.
El problema es que la manera de estabilizar externamente una fuente superior es que inmediatamente evacua garantías comunes sobre una ‘zona de construcción’, por decirlo en términos modernos, sobre cuales materiales o cánones constituyen dicha fuente. ¿O acaso no sería la propia fuente superior también objeto de escrutinio o desacuerdo? Por ejemplo, para los defensores de una “Higher Law”, o fuente superior, la respuesta es el derecho romano y su derivas en los cánones de la Iglesia. Por tomar solo un ejemplo paradigmático, algunos han notado la divergencia entre Ulpiano y Pablo de Tarso en cuanto al canon de uno no ser testigo de uno mismo en un proceso penal [2]. La fuente de ‘Ulpiano’, más cercana a la teoría penal moderna, descreía que uno podía constituirse como testigo de su “caso”, mientras que Pablo sugería que un incriminado podía servirse de su testimonio.
Y, como sabemos, Ulpiano y Pablo tenían visiones irreductibles sobre los fines de la ley. Sabemos que el interés de Pablo era disolverla en la justicia mediante la figura de nomos pisteos (Romanos 3:27), mientras que para Ulpiano la ley aspira a la equidad y a otorgar “a cada uno lo que es suyo”, lo que implicaba una connotación que no podía poseer una dimensión “mistérica” sino pública y en acorde con un standard de la iusprudentia [3]. Aunque a prima facie tanto Pablo como Ulpiano son principialistas y defensores de la “Justicia “contra toda norma acotada no hay nada más distante para Pablo que el sentido de la ley como derecho público, ya que su objetivo es la “ley de la fe” y la disolución efectiva del derecho en el umbral de la Justicia. Por decirlo de otra manera, mientras que Ulpiano se interesa por coordinar la iustitia mediante principios y reglas, para Pablo la Justicia disuelve el derecho en la pistis.
En cualquier caso, los casos de Ulpiano y Pablo demuestran paradigmáticamente (no hablo de una exégesis) que incluso una fuente superior no se exime del problema del desacuerdo sobre el suelo del derecho (“grounds of law”), sino que más bien lo exacerba [4]. Al apelar a un principio externo e inmanente en el derecho, la función de una fuente superior en lugar de estabilizar la “integridad interna” y la coordinación, en realidad, agiliza la función el principio deshaciendo el control de la mediación institucional. En realidad, este es el mismo problema de la unificación, mediante un principio escatológico, de la separabilidad que se establece entre ekklesia e imperium, en pro de un providencialismo integral. De forma paradójica, entonces, la apelación e instrumentalización externa de la fuente superior, en realidad, es el motor moral para efectuar resultados ya siempre previstos de antemano. Así, la fuente superior no es otra cosa que la disputa por la optimización de los efectos.
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Notas
1. Edward Corwin. The Higher Law Background of American Constitutional Law (Liberty Fund, 2008). 21.
2. Bernard H. Stolte. “Did Paul and Ulpian Disagree?”, Mnemosyne, 1984, 152-153.
3. Una observación de Honoré. Ver, Tony Honoré. Ulpian: Pioneer of Human Rights (Oxford U Press, 2002). 84.
4. Ronald Dworkin. Law’s Empire (Harvard U Press, 1986). 113.
El pensamiento del exsacerdote y arqueólogo de los sedimentos teológicos de Occidente hubiera permanecido inconcluso si no fuese gracias a su amigo e interlocutor David Cayley, quien hizo posible The Rivers North of the future: the testament of Ivan Illich (2005) póstumamente. Si bien desde comienzos de los sesenta Illich —luego de la experiencia catastrófica de generar una ius reformandi dentro del paradigma misionero en Washington Heights y Puerto Rico— había avanzado en una serie de críticas a los dispositivos de la vida contemporánea, no fue hasta el final de su vida cuando tuvo la valentía de esbozar lo que él mismo llamó su testimonio sobre el destino de Occidente. Este testimonio buscaba el desaprendizaje de las raíces proféticas cristianas para “dar comienzo a una teología de nuevo tipo”.
Como en múltiples ocasiones Illich no se cansó de repetir, la signatura de su pensamiento (la “idea única” a la que es fiel todo pensador, según Cayley) residía en la comprensión de la caída de la Modernidad hacia la corruptio optimi quae est pessima (“la corrupción de lo mejor es lo peor”). La peor de las corrupciones había tenido lugar con el advenimiento de la profecía universal cristiana, cuya economía de la salvación terminó administrando los hábitos y los modos sensibles de la vida de los hombres. La idea de “reino” como espacio de apertura a la “sorpresa”, ahora pasaba a estar en manos de la institucionalización de la Iglesia; de la misma manera que la conspiratio convertía el pecado en administración de la comunidad de los vivos en un tiempo sin redención. Así, las páginas de la Historia vencían el misterio de las relaciones entre hombres que ya no podían elegir sus maneras libres de inclinación y afección.
En un trabajo, complementario a su última conversación, Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University Press, 2021), David Cayley da forma a una especie de testimonio que recorre las estelas del pensamiento de su viejo amigo. Como sabemos, escribir sobre la clandestinidad de la amistad es siempre una misión imposible. Por esa razón el libro evita la biografía convencional del “sujeto que supone saber”, optando por la indeterminación entre vida y pensamiento, constelando fragmentos que siguen generando la “extrañeza” ante el pensamiento vivo de un testigo de su época. Por esta razón, la escritura de Cayley es también un ejercicio autográfico sobre la potencia de un pensamiento cuya vitalidad, ante y contra la muerte, se coloca en el umbral del testimonio. Todo esto implica, como ha señalado Giorgio Agamben recientemente, generar una verdad en el mundo que solo puede comunicar lo que es absolutamente incomunicable.[1] El libro de Cayley erra en esta dirección, sin abonar modelos o ideas aplicables para un mundo caído al mysterium iniquitatis. El misterio del mal desborda la tarea de las instituciones que alguna vez dotaron a los hombres de las certezas del mundo de la vida y de sus técnicas de sobrevivencia. El testimonio da cuenta de la humillación del hombre ante este declive antropológico que hoy multiplica las compensaciones. Y, sin embargo, no es menos cierto que los hombres en la medida en que “hablan”, no pueden dejar de ser testigos de una verdad, como un vagabundo en la noche que tropieza con ella.
En uno de los momentos más hermosos del libro —hermosos en la medida en que la belleza es también la complicidad secreta de toda amistad— Illich le confiere el secreto abierto de su pensamiento a Cayley de esta manera: “Yo dejo en tus manos lo que yo quiero hacer con mis intenciones… decirte esto en gratitud y fidelidad detrás de este candelabro que está prendido mientras te hablo de mi testamento verdadero que no es reducible a una traición, sino que ha sido elegido en mi propia vida”.[2] Como en pocos otros momentos de la conversación Illich-Cayley, encontramos aquí una instancia del brillo de la proximidad entre el carácter singular y el desasosiego histórico de Occidente. Desde luego, podemos pensar en la etapa paratáctica de Hölderlin, en la que el poeta alemán pudo dar testimonio destruyendo la gramática del poema y la razón, para así dejar ver el abismo entre el mundo moderno de las maquinaciones y la pulsión aórgica de la vieja Grecia. Tras la luz de la vela, Illich abría una instancia que, más allá de la profecía, pudiera orientar otro camino: por eso la figura del amigo ya no era un profeta, sino simplemente como una existencia que, mediante la experiencia, recordaba que las “percepciones vitales ahora eran ajenas a todos en el mundo”.[3] De ahí que Illich diga que “solo una vez que borramos la predictibilidad del rostro del otro podemos ralamente ser sorprendido por él”.
¿Puede el pensamiento de Illich preparar una ius reformandi política o una revolución institucional en un mundo atravesado íntegramente por el mysterium iniquitatis? Ahora hemos llegado a este punto. Cuando le he preguntado esto a Cayley como antesala a nuestra conversación, me ha contestado con una respuesta que pone el acento en la vacilación: “Axiomáticamente nunca es tarde, pero esto no quiere decir que no sea, en verdad, ya muy tarde”.[4] No caben dudas de que Illich es un pensador que toma distancia de la política, y que es ajeno a sustancializar un principio de comunidad redentora. No debemos olvidar que el común para Illich es el silencio irreductible del ejercicio de dar un testimonio. De ahí que su testamento —el de una vida ex ecclesiam, ex universitatis, y ex mundi— solo puede hacerse desde la práctica de amistad y como reparación para las condiciones de una “práctica de amor”. Este amor ya no es una inscripción universal dispensada por la profecía, sino que afirma la celebración ante las cosas que encontramos. En este punto es que es insuficiente pensar teológicamente a Ivan Illich como un pensador mesiánico ante el agotamiento de la comunidad de salvación cristiana y sus instancias de deificación. El testimonio del último Illich registra, sin programa ni determinación teórica alguna, que el reino es la separación de nuestros modos (el espacio invisible de lo vernáculo) del régimen de la escasez. La amistad libera el espacio invisible que le devuelve la subsistencia al existente.
Y hacerse cargo de la subsistencia supone, en última instancia, la afirmación del carácter ante la muerte por encima de los controles de optimización (risk management) de la Vida entendida como abstracción o como guerra contra la muerte singular.[5] Todo esto resuena en el presente pandémico en el que la nueva oikonomia del “polo médico” busca incidir, una y otra vez, sobre la vida haciendo de los seres vivos una mera reserva para la administración del “delivery of death” y de las estadísticas del “death toll”. Si en nuestro presente estamos atravesados por la pérdida absoluta de “la hora de tu propia muerte”, como me ha recordado Alberto Moreiras, entonces lo fundamental es retraerse de una “Vida” para comenzar a vivir verdaderamente.
El vórtice del pensamiento de Illich recae sobre la tarea más difícil de la existencia que, en el afuera de la vida, orienta a todo destino. Buscar una tonalidad con la verdad supone retraerse de la mala fe de los valores del dominio cibernético. Fue así como Illich abrazó la amistad y la compasión al interior de un mundo roto. Por eso, en un ensayo tardío podía decir que “la amistad, la philia, era la verdadera constancia de su enseñanza… y que para la amistad no hay un nombre, puesto que varía en cada respiro”.[6] El retiro a la amistad devenía una teología transfigurada, la única ancilla amicitiae del pensamiento y el único testamento de una experiencia en un mundo en tinieblas. Y es la proximidad del testimonio aquello que atraviesa un mundo incapaz de transmitir la música de las cosas tras el fin del eón de los profetas.
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* La presentación de Ivan Illich: An Intellectual Journey (Penn State University, 2021) de David Cayley tendrá lugar el viernes 16 de abril junto al autor, en el marco de “Conversaciones a la intemperie” organizada por 17, Instituto de Estudios Críticos.Para asistir al encuentro, abierto al público, es necesario el registro en: https://17edu.org/conversaciones-a-la-intemperie-ivan-illich-an-intellectual-journey-de-david-cayley/
Bibiliografía
[1] Giorgio Agamben, “Testimonianza e verità”, en Quando la casa brucia. Giometti & Antonello, Macerata, 2020, pp. 53-88.
[2] David Cayley. Ivan Illich: An Intellectual Journey.Penn State University Press, Pensilvania, 2021, p. 9.
[3] Ivan Illich. “The Loss of World and Flesh”, Barbara Duden y Muska Nagel (trads.), Freitag, 51, Bremen, diciembre, 2002.
[4] Correspondencia personal con David Cayley, abril de 2021.
[5] Gerardo Muñoz, “Teologías post-coronavirus”, José Luis Villacañas (ed.), Pandemia. Ideas en la encrucijada. Biblioteca Nueva, Madrid, 2021, pp. 254-265.
[6] Ivan Illich. “The cultivation of conspiracy”, Lectura en Villa Ichon, Bremen Archive. Bremen, Alemania, marzo, 1998.
Sobre el neoliberalismo se han dicho muchas cosas y se seguirán diciendo muchas más, puesto que todavía no podemos establecer un “epochê” ante su fenómeno. El neoliberalismo no es una determinación económica o no solo, sino un tipo específico de racionalidad cuyo principio central es el ordenamiento vital. Me gustaría sugerir que la sustancia de ese principio es la valorización absoluta. Esto exige que nos aproximemos al problema desde la racionalidad jurídica. Esto es, si el neoliberalismo es una dificultad para el “pensamiento” – y no un problema regional o meramente “crítico” – es precisamente porque en él se anida la relación entre las formas que orientaron la legitimidad y un nuevo tipo de racionalidad que objetiviza al mundo. Cuando hablamos de valorización absoluta queremos dar cuenta de un tipo de racionalidad que entra en escena tras el agotamiento de la autoridad moderna. Y por eso el “valor” es esencialmente una categoría metafísica (de medición, jerarquización, y de mando) que desborda las esferas tradicionales y la división de poderes e impone una nueva fase de la dominación. La absolutización valorativa tiene dos rasgos fundamentales: a) “jerarquizar” ónticamente mediaciones entre objetos y sujetos, y b) efectuar una forma de gobierno en la medida en que la racionalidad valoritiva opera como un mecanismo “atenuante”. Dicho de otra manera: la valorización es un proyecto de la subjetividad y del orden relativo a su autoabastecimiento (la producción de valor). De manera que hay aquí ya tres puntas de un nudo que ahora podemos desplegar: la racionalidad jurídica de la valorización, una nueva lógica de gobierno, y la necesidad de un diseño anti-institucional.
La caída de la racionalidad jurídica a la valorización ya no se limita a un problema “de juicio” de un jurista, sino que es el propio suelo de su capacidad “discrecional”. El gran constitucionalista norteamericano Cass Sunstein (Harvard Law) se ha referido a la racionalidad “cost & benefit” como “la verdadera revolución silente del liberalismo tardío”. El marco de decisión “costos y beneficios” implica, como mismo admite Sunstein, un traslado del sujeto de la soberanía: “En la historia del pensamiento democrático, muchas pensaron que el lugar central de todo el juicio es el We The People. Sin embargo, hoy nos interesa enfatizar la necesidad de un análisis más cuidado que parte de que oficiales y expertos entrenados ahora pueden ser quienes están capacitados para la toma de decisiones desde la evidencia” [1]. El nuevo guardián del orden concreto ahora se vuelve un tecnócrata quien ya no tiene autoridad de decisión; ahora le basta con intervenir desde principios discrecionales de mediación y evaluación. Por eso el físico italiano Ettore Majorana advirtió que, con el desarrollo de formas entrópicas de la experimentación científica, las nuevas formas de “gobierno” tendrán que se desarrolladas como formas de administración de los sucesos del mundo mediante valores [2].
En el derecho este principio de costos y beneficios ha coincidido con el auge del interpretativismo, que informa la filosofía del derecho jurídico. Ahora los jueces ya no deben aplicar el derecho vigente, sino “interpretarlo en su mejor luz”; esto es, interpretarlo desde la neutralidad del valor (la moral de turno). Desde luego, el dilema es que, como notó Carl Schmitt: “en tratar algo como “valor” le confiere la apariencia de la realidad efectiva, objetividad y cientificidad propias de la esfera economía y de la lógica de valor adecuada a esta última. Pero no debemos ilusionarnos: fuera de la esfera económica, el planteo tiene carácter negativo y la lógica del valor extraeconómico superior y supremo se pone en marcha a partir del no-valor” [3]. De esto pudiéramos derivar dos incisos. En primer lugar, que el problema de la valorización que subyace a la compensación neoliberal en el derecho no es económico, sino un fenómeno de moralidad indirecta (asumida desde la negación de un valor inferior). En segundo lugar, la valorización jurídica es necesariamente anti-institucional, en la medida en que ahora el orden concreto no es defendido mediante la aplicación del derecho vigente, sino que funciona para “validar” la distribución arbitraria de los valores de cada momento en el tiempo. Creo que sin entender este cambio de “racionalidad jurídica” no podríamos comprender el impasse del constitucionalismo contemporáneo, la hegemonía del derecho administrativo, o el éxito de la expansión de libertades individuales (Citzens United, Artículo 230, etc.) aunque no de protecciones y garantías institucionales (enmiendas constitucionales, por ejemplo). La valorización es una “consecuencia” de los viejos principios liberales: una stasis entre la “integridad del derecho” y la “búsqueda de la decisión correcta”.
Ahora bien, una nueva legalidad basada en la valorización absoluta pone patas arribas toda la genealogía de las formas de la modernidad política. Sólo hay que mirar la crisis de la financiación del voto en los Estados Unidos a partir del caso Citizens United vs. FEC (2010), la porosidad de los partidos políticos que ahora se muestran incapaces de llevar a cabo la mediación entre representación y poder constituyente; o el propio dispositivo de “movimiento” (el motor del We The People) ahora en manos de una “minoría intensa” que busca hacer coincidir movimiento-estado para soterrar a otros sin ni siquiera pasar por la discriminación del “enemigo”. Ciertamente no es una “unintended consequence” que la valorización neoliberal promueva la intensificación de la movilización total; pues la movilización es tanto el índice anti-institucional, así como la máxima evidencia de la crisis de autoridad política, en la que cada sujeto y cada causa se elevan a la “oquedad que camina por el borde de la ilegalidad, con traspiés, pero sin caída en ella” [4]. En realidad, esta es la ratio gubernamental del neoliberalismo: liberar flujos de intensificación para lugar optimizar sus efectos. Aunque en muchas ocasiones la optimización no se presente como una fase secundaria ad hoc, sino como una formalización constitutiva de la propia inminencia de lo social.
Ahora creo que vemos con mayor nitidez la dimensión del programa del neoliberalismo como dispensación de la objetivación del mundo que lleva a la representación política a su fin: la jurisprudencia en el orden concreto, las formas de representación (el partido, el ciudadano, la nación, el ciudadano, etc.), y el poder constituyente (el movimiento). Si alguna vez Norberto Bobbio dijo que el positivismo era tanto una forma de organización del derecho como ideología política (liberalismo), hoy podemos decir lo mismo del neoliberalismo: es una teoría de racionalidad económica, una filosofía del derecho, pero también una liquidación de la autoridad (ahora sustentada desde la cibernética como administración de los flujos). La cuestión es si esta racionalidad es irreversible (o si, en efecto, se puede mitigar como problema al interior de la “racionalidad”); o si, por el contrario, la fragmentación en curso ante el desierto del valor puede orientar otras salidas para registrar la separación entre experiencia y mundo.
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Notas
1. Cass R. Sunstein. The Cost-Benefit Revolution (MIT, 2018).
2. Ettero Majorana. “The value of statistical laws in physics and social sciences”, Scientific Papers (SIF, 2007), 250-59.
3. Carl Schmitt. La tiranía de los valores (Hydra, 2012).
4. Jorge Dotti. “Incursus teológico-político”, en En las vetas del texto (La Cuarenta, 2011), 275-300.
*Notas para la intervención “Neoliberalismo Hoy”, conversación con Lucía Cobos y Rodrigo Karmy en el marco de “Diálogos Pertinentes”,Instar. Enero 11 de 2021.
Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), de José Luis Villacañas, es el resultado de un esfuerzo de pensamiento histórico por sistematizar la ontología del presente. No está mal recordar que este ensayo no es una intervención puntual sobre el momento político y el mundo de la vida, sino que es otro ‘building block’ en el horizonte conceptual que Villacañas ha venido desplegando en libros como Res Publica (1999), Los latidos de la poli (2012), Teología Política Imperial (2016), o los más recientes volúmenes sobre modernidad y reforma. A nadie se le escapa que estamos ante un esfuerzo mayor en lengua castellana que busca la reinvención de nuevas formas de regeneración de estilos capaces de impulsar una ius reformandi para las sociedades occidentales. Neoliberalismo como teología política (NED Ediciones, 2020), nos ofrece una condensación, o bien, una especie de “aleph” de un cruce particular: una fenomenología de las formas históricas junto a la reflexion en torno a la normatividad propia del principio de realidad. En este apunte no deseo desglosar todos los movimientos del libro, sino más bien detenerme en tres momentos constitutivos del argumento central. Como aviso diré que los dos primeros problemas serán meramente descriptivo, mientras que en el tercero intentaré avanzar un suplemento que conecta con un problema del libro (la cuestión institucional), si bien no es tematizado directamente (la cuestión del derecho).
Legitimidad. Los comienzos o beginnings son entradas a la época. Y no es menor que Villacañas opte por poner el dedo en la crisis de legitimidad que Jürgen Habermas ya entreveía en 1973. Esta crisis de legitimidad suponía un desequilibrio de los valores y de la autoridad entre gobernados y el sistema político en la fase de la subsunción real del capital. El mundo post-1968, anómico y atravesado por nuevas formas de partisanismo territorial, anunciaba no sólo el fin de la era del eón del estado como forma de contención soberana, sino más importante aun, un proyecto de reconfiguración del psiquismo que ponía en jaque a las formas y mediaciones entre estado y sociedad civil. Habermas detectó el problema, pero no vio una salida. Villacañas nos recuerda que el autor de Crisis de legitimación insistió en un suplemento de socialización compensatorio arraigado en la comunicación, la deliberación, y la razón; aunque, al hacerlo, obviaba que el nuevo capitalismo ilimitado operaba con pulsiones, energías, y “evidencias prereflexivas propias” (29). Habermas no alcanzó a ver, dado sus presupuestos de la sistematización total, algo que Hans Blumenberg sí podía recoger: la emergencia de la composición “técnica” previa a la socialización que, posteriormente, se presentaría como el campo fértil de la biopolítica. La nueva racionalidad biopolítica, ante la crisis civilizatoria de la legitimidad, ponía en marcha un nuevo “ordo” que operaba mediante la energía de libertad y goce. En este sentido, el neoliberalismo era un sobrevenido gubernamental tras la abdicación de la autoridad política moderna. El nuevo ‘discurso del capital’ suponía el ascenso de un nuevo amo que garantizaba libertad infinita a cambio de una subjetiva que coincidía con el rendimiento del Homo Economicus (fue también por estos años que el filósofo bordigista Jacques Camatte elaboró, dentro y contra el marxismo, la controvertida tesis de la antropormofización del capital) (72). Si la “Libertad” es el arcano de la nueva organización neoliberal como respuesta a la crisis de legitimidad, quedaría todavía por discutir hasta qué punto su realización histórica efectiva es consistente con los propios principios del liberalismo clásico (minimización del gobierno, y maximización de los intereses) que, como ha mostrado Eric Nelson, puede pensarse como un complexio oppositorum que reúne una doctrina palegiana (liberalismo clásico) con un ideal redistributivo (la teoría del estado social de Rawls) [1]. No es improbable que los subrogados de la nueva metástasis neoliberal fueran, más que un proceso de abdicación, la consecuencia directa de una teodicea propia del liberalismo. Tampoco hay que elevar el problema a la historia conceptual y sus estratificaciones. La concreción libidinal puede ser verificada en estos meses de confinamiento, puesto que el psiquismo ha logrado mantenerse dentro de los límites del medio del goce que no se reconoce en la pulsión de muerte. Esto muestra la absoluta debilidad de una ‘economía del actuar’ en el presente; al menos en los Estados Unidos donde las revueltas han sido, mayormente, episodios contenidos en la metrópoli. De ahí que el arcano de la ratio neoliberal no se limite a la policía, sino que su textura es la de un nuevo amo que unifica goce y voluntad. Esto ahora se ha intensificado con el dominio cibernético de Silicon Valley (Eric Schmidt).
Teología política. Desde luego, hablar de arcano supone desplazar la mirada a la teología política. Una teología política que es siempre imperial en un sentido muy preciso: busca impugnar la cesura de la división de poderes mediante una reunificación de los tiempos del gobierno pastoral (85). La operación de Villacañas aquí es importante justamente por su inversión: el monoteísmo integral que Carl Schmitt veía en el complexio oppositorum de la Iglesia imperial (Eusebio), entonces fue realizable mediante el principio ilimitado de la razón neoliberal (91). Ciertamente, no podemos decir que Schmitt ignoraba esta deriva. Al final y al cabo, fue él también quien, en “Estado fuerte y economía sana” (1932), notó que, solo aislando la esfera económica del estado, podría activarse el orden concreto, y de esta manera salir de la crisis de legitimidad del poder constituyente. Pero Villacañas nos explica de que la astucia del neoliberalismo hoy va más allá, pues no se trata de un proceso “que no es económico” (92). Villacañas escribe en un momento importante del libro: “En el fondo, solo podemos comprender el neoliberalismo como la previsión de incorporar al viejo enemigo, la aspiración de superar ese resto liberal que impedía de facto, la gubernamental total, aunque ara ello la obediencia no se tuviera que entregar tal Estado” (92). ¿Dónde yace ahora la autoridad de obediencia? En la aspiración teológica-política de un gobierno fundado en el principio de omnes et singulatim. ¿Y no es esta la aspiración de toda hegemonía en tanto que traducción del imperium sobre la vida? Villacañas también pareciera admitirlo: “[el neoliberalismo] encarna la pretensión hegemónica de construir un régimen de verdad y de naturaleza que, como tal, puede presentar como portador de valor de universalidad” (96). Una Humanidad total y sin fisuras y carente de enemigos, como también supo elucidar el último Schmitt. Sobre este punto me gustaría avanzar la discusión con Villacañas. Una páginas después, y glosando al Foucault de los cursos sobre biopolítica, Villacañas recuerda que “donde hay verdad, el poder no está allí, y por lo tanto no hay hegemonía” (103). El dilema de este razonamiento es que, al menos en política, la hegemonía siempre se presenta justamente como una administración de un vacío cuya justificación de corte moral contribuye al proceso de neutralización o de objetivación de la aleturgia. Dada la crítica de Villacañas a la tecnificación de la política como “débil capacidad de producir verdad de las cadenas equivalencias” (en efecto, es la forma del dinero), tal vez podríamos decir que la formalización institucional capaz de producir reversibilidad y flexibilidad jamás puede tomarse como ‘hegemónica’. Esta operación de procedimientos de verdad en el diseño institucional “define ámbitos en los que es posible la variabilidad” (108). Yo mismo, en otras ocasiones, he asociado esta postura con una concepción de un tipo de constitucionalismo cuya optimización del conflicto es posible gracias a su diseño como “una pieza suelta” [2].
Un principio hegemónico fuerte – cerrado en la autoridad política de antemano en nombre de la ‘totalidad’ o en un formalismo integral – provocaría un asalto a la condición de deificatio, puesto que la matriz de ‘pueblo orgánico’ (o de administración de la contingencia) subordinaría “la experiencia sentida y vivida de aumento de potencia propia” en una catexis de líder-movimiento (150) [3]. En otras palabras, la deificatio, central en el pensamiento republicano institucional de Villacañas, no tiene vida en la articulación de la hegemonía política contemporánea. Esto Villacañas lo ve con lucidez me parece: “…entre neoliberalismo y populismo hay una relación que debe ser investigación con atención y cuidado” (198). Esta es la tensión que queda diagramada en su Populismo (2016) [4]. Y lo importante aquí no es la diferenciación ideológica, sino formal: todo populismo hegemónico es un atentado contra la potencia de la deificatio necesaria para la producción de un orden concreto dotado de legitimidad y abierto al conflicto. Si la ratio neoliberal es el terror interiorizado; pudiéramos decir que la hegemonía lo encubre en su mecanismo de persuasión política [5].
La abdicación del derecho concreto. Discutir el neoliberalismo desde los problemas de déficit de legitimidad, el ascenso de una teología política imperial, o la liturgia de una nueva encarnación subjetiva, remiten al problema del ordenamiento concreto. En este último punto quisiera acercarme a una zona que Villacañas no trata en su libro, pero que creo que complementa su discusión. O tal vez la complica. No paso por alto que la cuestión del orden jurídico ha sido objeto de reflexión de Villacañas; en particular, en su programática lectura de Carl Schmitt como último representante de ius publicum europeum después de la guerra [6]. Y las últimas páginas de Neoliberalismo como teología política (2020) también remiten directamente a este problema. Por ejemplo, Villacañas escribe el problema fundamental hoy es “como imaginar una constitución nueva que de lugar al conflicto su camino hacia la propia construcción” (233). Y desde luego, el problema de la “crisis epocal” también tiene su concreción en el derecho, porque coincide con la lenta erosión del positivismo hacia nuevas tendencias como el constitucionalismo, el interpretativismo, o más recientemente “constitucionalismo de bien común” (neotomismo). Desplegar una génesis de cómo el “liberalismo constitucional positivista” abdicó hacia la interpretación es una tarea que requeriría un libro por sí sola. Pero lo que me gustaría señalar aquí es que lo que quiero llamar la abdicación del derecho positivo a la racionalidad interpretativista o neo-constitucionalista (Dworkin o Sunstein) probablemente sea una consecuencia interna a la racionalidad jurídica. (Al menos en el derecho anglosajón, pero esto no es menor, puesto que el mundo anglosajón es el espacio epocal del Fordismo). En otras palabras, mirar hacia el derecho complica la crítica del armazón económico-político del neoliberalismo. O sea, puede haber crítica a la racionalidad neoliberal mientras que el ordenamiento jurídico en vigor queda intacto. El problema del abandono del positivismo jurídico es justamente el síntoma de la abdicación de la frontera entre derecho y política (o teoría del derecho, como ha explicado Andrés Rosler); de esta manera erosionando la institucionalidad como motor de la reversibilidad de la división de poderes. De la misma forma que el populismo hegemónico es débil en su concatenación de demandas equivalenciales; el interprentativismo jurídico es la intromisión de la moral que debilita la institucionalidad. En otras palabras, el interpretativismo es un freno que no permite trabajo institucional, pues ahora queda sometido a la tiranía de valores.
Esta intuición ya la tenía el último Schmitt en La revolución legal mundial (1979), donde detecta cómo el fin de la política y la erosión de orden concreto (mixtura de positivismo con formalismo y decisionismo) terminaría en la conversión del Derecho en mera aplicación de legalidad [7]. Schmitt llegó a hablar de policía universal, que es mucho más siniestra que el cuerpo de custodios del estado, puesto que su poder yace en la arbitrariedad de la “interpretación en su mejor luz” dependiendo de la moral. Como ha señalado Jorge Dotti, esta nueva sutura jurídica introduce la guerra civil por otros ya que la “sed de justicia” convoca a una “lucha interpretativa abierta” [8]. Aunque a veces entendemos la excepción permanente como suspensión de derechos fundamentales o producción de homo sacer; lo que está en juego aquí es la excepcionalidad de la razón jurídica a tal punto que justifica la disolución de la legitimidad del estado. En esta empresa, como ha dicho un eminente constitucionalista progresista se trata de alcanzar: “un reconocimiento recíproco universal, lo que implica que comunidad política y común humanidad devienen términos coextensivos” [9]. Del lado de la aplicación formal del derecho, se pudiera decir que el “imperio de los jueces” (Dworkin) ha cedido su ‘hegemonía’ a una nueva racionalidad discrecional (y “cost-benefit” en su estela neoliberal) de técnicos, burócratas, agencias, y guardianes del aparato administrativo que ahora asume el principio de realidad, pero a cambio de prescindir de la mediación del polo concreto (pueblo o institución) [10].
Al final de Neoliberalismo como teología política (2020), Villacañas se pregunta por el vigor de las estructuras propias del mundo de la vida (230). Es realmente lo importante. Sin embargo, pareciera que las formas modernistas de la época Fordista (el produccionismo al que apostaba Gramsci, por ejemplo) ya no tiene nada que decir a uno ordenamiento jurídico caído a la racionalidad interpretativista. Al menos que entendamos en la definición de la política de Gramsci una “moral substantiva” donde no es posible el desacuerdo o la enemistad, porque lo fundamental sería unificar política y moral [11]. Pero esto también lo vio Schmitt: la superlegalidad o la irrupción de la moral en el derecho es índice de la disolución de la política, funcional a la ‘deconstrucción infinita’ del imperio y policial contra las formas de vidas [12]. Otro nombre para lo que Villacañas llama heterodoxias, en donde se jugaría la muy necesaria disyunción entre derecho, política, y moral.
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Notas
1. Eric Nelson. The Theology of Liberalism: Polítical Philosophy and the Justice of God (Harvard U Press, 2019).