Amy Coney Barrett contra el bien común constitucionalista. por Gerardo Muñoz

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Cuando la jueza y entonces profesora de Notre Dame Law School, Amy Coney Barrett, fue nominada para la Corte Suprema intentamos sugerir algunas hipótesis sobre su jurisprudencia al hilo de sus convicciones religiosas en disyuntiva con la naciente apuesta teológica-administrativa del “constitutionalismo bien común” [1]. Pero esta semana ha salido una declaración de la jueza que anima a redactar esta apostilla en relación con algunos de los textos que he escrito sobre el cuadrante de estos debates (sobre Common Good Constitutionalism aquí, y sobre Coney Barrett aquí). Ha sido en una reciente conversación con David Lat, donde Barrett declaró su escepticismo abierto ante la teoría del bien común constitucionalista, a propósito de la muerte del juez federal Laurence Silberman: “No soy un fan del constitucionalismo de bien-común [en principio porque le otorga demasiada libertad a los jueces a traficar sus preferencias políticas en la ley]. El juez, por el contrario, debe ir hacia donde sea que lo lleve la ley, incluso si nos desagradan los resultados” [2].

El rechazo ante el constitucionalismo del bien común aparece con claridad como una defensa abierta del positivismo jurídico asumiendo la fuente de la autoridad del derecho (siempre y cuando su procedencia sea un cuerpo legislativo), en lugar de asumir la práctica de ‘balancear’, remitir a principios (ius) de subsunción de estatutos (lex), o proceder en términos de una matriz de equidad (epikeia) derivados de una fuente superior en la que en nombre de superar todos los desacuerdos se abriría la legitimidad a todas las interpretaciones y ajustes posibles. Ahora, quienes en su momento estimaron un posible acoplamiento entre el catolicismo de Barrett con el ascenso del constitucionalismo del bien común, perdieron de vista que por encima de las filiaciones teológicas (o más allá de sus supuestas divergencias, donde sea que las haya), en realidad la diferencia fundamental radica en su divergencia jurídica: la fuerza de interpretación moral de un lado, y la consolidación del originalismo como un marco positivista de control judicial.

De ahí que tenga razón William Baude al señalar que, ante el movimientismo político de turno (hoy marcado por el trumpismo, aunque mañana no se sabe qué podría ser), no sería difícil de imaginar que la postura originalista se naturalice ante la amenaza de la aceleración de un movimiento político, aunque con claras pretensiones legalistas [3]. La paradoja de todo esto sería que, al final del día, el originalismo ahora aparece asumir una dimensión de katejon en el estado de derecho, pero ante una realidad desbordada por la liquidación de la unidad de lo político que abre una guerra civil al interior de todo formalismo legal. Así, el originalismo puede ser visto como un método ‘interpretativo’ entre otros y no como la aplicación y juicio de una forma estatuaria.

Del otro lado, el bonum commune principialista, ajustado a la constitución excepcional y regulada por el dominio administrativo del ejecutivo, consta de una elasticidad superior, así como de una impronta realista más eficaz, cuya atracción no termina de influir en los jueces de la Corte Suprema, mas sí en una nueva generación de abogados, estudiosos, y think-tanks orgánicos en la nueva fase de la revolución legal conservadora. Sabemos que jóvenes “empoderados” casi siempre buscan superar, y si es posible hasta asesinar a los padres, lo cual explicaría el entusiasmo por la nueva teoría en la Federalist Society (como en su momento me dijo el mismo Vermeule) luego de varias décadas de sedimentación como revolución pasiva intelectual [4]. El originalista a partir de ahora vive en casa de San Casciano.

La ambivalencia del originalismo puede que traicione sus orígenes ideológicos propios de una ‘teoría judicial’ diluida en un ‘second-best’ positivista del ordenamiento jurídico concreto (¿no es esto lo que critica el bien común dworkiniano?). Y de esta manera se hace visible la dimensión infernal tanto de las teorías realistas así como del interpretativismo moral, dos polos de un mismo constitucionalismo absoluto de los valores, que solo permite “devolver mal por mal y de est e modo convertir nuestra tierra en un infierno; al infierno, empero, en un paraíso de valores” [5]. El infierno del valor acelera los jueces de la voluntad política directa, o indirecta en roles de superheroes salvíficos. Fiel al espíritu agustianiano de la separación temporal del saeculum, rechazo del bien común de Coney Barrett se asoma como la promesa de un freno estratégico ante la escalada de sacerdotes e ideólogos en vilo que comparten un mismo modelo: un constitucionalismo integral que asumiendo la crisis epocal del concepto de lo político, aspiran a efectuar una servidumbre total.

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Notas 

1. Gerardo Muñoz. “Amy Coney Barrett: la revolución legal conservadora y el reino”, El estornudo, octubre 2020: https://revistaelestornudo.com/amy-coney-barrett-la-revolucion-legal-conservadora-y-el-reino/

2. David Lat. “In Memoriam: Judge Laurence H. Silberman (1935-2022)”, Original Jurisdiction, octubre 2022: https://davidlat.substack.com/p/in-memoriam-judge-laurence-h-silberman

3. William Baude. “On the Supreme Court After Dobbs”, Conversations With Bill Kristol, septiembre 2022: https://podcasts.apple.com/us/podcast/conversations-with-bill-kristol/id925428680?i=1000581052509

4. Gerardo Muñoz. “Common-Good Constitutionalism Interview With Adrian Vermeule (English Translation)”, Mirror of Justice (Notre Dame Law School), abril 2020: https://mirrorofjustice.blogs.com/mirrorofjustice/2020/04/common-good-constitutionalism-interview-english-translation.html

5. Carl Schmitt. La tiranía de los valores (Hydra, 2012), 143.

La dificultad de la tesis de la secularización hoy. Sobre Religion, Law, and Democracy (2022) de Ernst Böckenförde. por Gerardo Muñoz

Acaba de aparecer en inglés el volumen Religion, Law, and Democracy (2022) de Ernst Böckenförde que recoge sus ensayos sobre religión, política y derecho escrito a lo largo de tres décadas, pero solo me gustaría limitar este comentario a solo uno de estos ensayos. Me refiero al bastante celebrado “El ascenso del estado como proceso de la secularización” (1967), que marca un punto de inflexión central en el debate sobre la teología política y la secularización de cara al agotamiento de la legitimidad moderna. La fuerza de la intervención Böckenförde – y que la sigue teniendo, a mi parecer – es que además de interesarse por el proceso histórico de los poderes de la génesis de la secularización, propone tomar la pregunta de fundamento de cara al eclipse de la modernidad política tras el reconocimiento universal del derecho y la acumulación de la libertad individual; un proceso que en nombre de “liberar” a los hombres de la potestas indirecta del cristianismo, anuncia la crisis de la autoridad política del estado que garantizaba homogeneidad y unidad de toda comunidad política concreta (para Böckenförde, la noción de homogeneidad es autonomía civil, y no aplanamiento del hecho del pluralista).

Ahora bien, el triunfo de la secularización implicaría una re-teologización absoluta en la medida en que lleva al límite y liquida la separación entre poder espiritual y poder temporal, estado y sociedad civil, forma del derecho y valores; la seperación que dio lugar el proceso de secularización queda borrada. La sombra oscura de la secularización infinita es que, en nombre de la acumulación de libertad, solo puede producir un escenario de crisis de guerra civil, desintegración, o administración “objetiva” de valores que termina por mimetizar los conflictos del estado confesional previo al ordenamiento del estado moderno. De ahí que el diagnóstico de Böckenförde sea tajante hacia el final del ensayo, que intento traducir del inglés:

“La pregunta sobre las fuerzas que cohesionan [a la sociedad] por lo tanto dan lugar al ascenso de su verdadera esencia: el estado liberal secularizado vive de las condiciones que el mismo no puede garantizar. Esta es la gran apuesta que ha efectuado en nombre de la libertad. Por un lado, el estado liberal puede sobrevivir si la libertad que le otorga a sus ciudadanos es regular la sustancia moral interna y la homogeneidad social. Por otro, ya no puede garantizar estas fuerzas regulatorias mediante sus propuestos – esto es, solo con los instrumentos de la coerción legal o de mandatos autoritativos – sin al mismo tiempo abandonar su dimensión liberal, retrocediendo, aunque de forma secularizada, a una forma totalitaria que en su momento había tomado distancia durante las guerras civiles confesionales.” [1].

La crisis del principio de separación de la génesis política de la secularización implica, de este modo, formas que solo pueden apelar al “orden” como único mecanismo de gobierno. En efecto, podríamos traducir la tesis de Böckenförde en términos más enfáticos: el estado liberal no puede asegurar las condiciones que promete hace que su única finalidad sea la de una forma de administración del gobierno. Por eso la autonomía civil colapsa en su co-extensión con la forma estado. Y no es menor que la administración gubernamental sea la forma teológica de la oikonomia como filtro de la potestas indirecta, que, en su eficacia flexible y mutante, solo puede ofrecer un efecto de verosimilitud de homogeneidad mediante la lógica del valor como intercambiabilidad de la autorregulación de los fenómenos (para estos efectos, basta pensar en el paradigma de costes y beneficios en la jurisprudencia tecnocrática contemporánea). Como tampoco es menor que, ante la crisis epocal de la separación del estado, el derecho público haya terminado implosionando internamente en la motorización del derecho administrativo, y su comedido en el balance jurisprudencial de principios.

La pregunta medular para Böckenförde en 1967 dado el diagnóstico era la siguiente: ¿hasta qué punto puede seguir existiendo una comunidad política ordenada bajo una autoridad (forma estado) sin una fuente sólida de garantías y libertades? Creo que la respuesta que busca Böckenförde no era simplemente normativa, desde la perspectiva externa de los poderes públicos, sino de alguna manera también deontológica: pues no se limita a cómo podrá el estado ejercer obligaciones mediante sus mecanismos de fuerza, sino dónde encontrar el principio de separación ante la totalización comandada por el gobierno. A más de cinco décadas del ensayo de Böckenförde, creo que estamos en condiciones de decir que el estado administrativo (como “caso concreto más fuerte” del gobierno en Occidente) ha tomado las riendas en la tarea de ofrecer unificación, homogenización, y reproducción del ordenamiento, aunque a expensas de la liquidación de la separación. La ironía es que el concepto mismo de “liquidación”, alguna vez bisagra del cambio constitucional, ahora se expresa como déficit institucional en la extensión de la fuerza administrativa y constitucionalista [2].

Esto podría explicar porqué hoy la función de la política – la unidad de la demanda política que en la teoría de la hegemonía se expresó como sutura sobre el vacío de fundamento – ahora pocas veces suele entenderse como una unidad de separación, mas como una unidad de “integración” entre moral y obediencia (el conflicto ‘populista’ es secundario a ambas condiciones). Hablar desde ideologías hoy explica menos de lo que oscurece, por lo que esta estructura radica en la unidad de trono y altar, imperium y sacerdotium que el mismo Böckenförde explica en un ensayo sobre los usos substantivos de las formas católicas militantes durante la República de Weimar [3]. Y la ‘integración’ mediante un concepto activo de lo político asciende como nexo en la crisis de la tesis de la secularización [4].

Aquí llegamos al concepto de lo político de Schmitt que reluce en el fondo en el ensayo de Böckenförde, que hoy pondríamos a prueba (o más bien, es la realidad la que lo pone a prueba). Pero vale la pena recordar que el propio Carl Schmitt en su monografía sobre Hobbes, escrita como panfleto contra el movimientismo nacionalsocialista en 1938, le crítica a Hobbes que su pensamiento político se agote en un pensamiento de la neutralización del estado y de las “razones para actuar” de los ciudadanos de la sociedad civil [5]. Eso era insuficiente para una crisis de emergencia, puesto que una teoría de la acción (y ni hablar de la fuente del derecho natural) no puede apelar a la concreción del concepto de lo político. Aunque tal vez el propio Schmitt en el prólogo a la edición italiana de El concepto de lo político también fue consciente ante la debilidad de la unidad de lo político ante la fuerza policial de una revolución legal que invitaba a una auténtica ius civile bellum.

Por eso lo político se expresa incluso en los espacios menos visibles, o supuestamente nuestros, secuestrados por la fuerza de la potestas indirecta, sin capacidad de contestación. Por eso asciende el pretor romano, cuya militancia pública se demuestra como consecuencia directa de la homogenización administrativa. Ya no son necesarios partisanos o militantes ‘políticos’. Y su lógica expresa la fragmentación del orden concreto hacia la elevación de una bona particularia como bonum commune en la axiomática del orden [4]. Así, la guerra civil ya no es un fenómeno externo a la forma política, sino que emplea lo político como excepción alojada en las formas subsidiarias del ordenamiento pública. Esto hace imposible distinguir nítidamente entre amigo-enemigo, o bien dar respuesta a una crisis de integridad sistémica. Esta es la novedad de los discursos principialistas o biencomunistas en el presente.

Leyendo la dificultad a la que apuntaba Böckenförde en 1967, hoy nos quedan dudas si la política (en primera o última instancia, como acción o reacción) puede ofrecer una posible garantía de separación ante la dominación; o si, más bien, se requiere de una separación de lo político como matriz de integración entre moral y politica. Pero ya lo sabemos, separar también implica delimitar un nuevo territorio. Para Böckenförde en 1967 el residuo de la astucia hegeliana lo impulsaba a un retorno de las fuerzas religiosas hacia una esfera pública “post-secular”, que luego regresaría en el intercambio Habermas-Ratzinger de 2005. Allí Habermas saludaba la dificultad de Böckenförde como admisible en el proceso cognitivo de la racionalización postsecular [6]. Pero el paradigma comunicacional “integra” la religión como forma cultural, aunque tampoco avanza en la dirección de la dificultad de la crisis de secularización a la cual alertaba Böckenförde. Sin embargo, si ponemos el énfasis en la crisis del concepto de lo político – o su incorporación “integral” en la administración sobre lo civil – es difícil creer que lo teológico pueda ser otra cosa que un principio de promoción de valores en el terreno abierto de la guerra civil en curso. Y esta dificultad sigue siendo la nuestra.

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Notas 

1. Ernst W. Böckenförde. “The Rise of the State as a Process of Secularization”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022). 167.

2. William Baude. “Constitutional Liquidation”, Stanford Law Review, 2019: https://chicagounbound.uchicago.edu/journal_articles/9882/

3. Ernst W. Böckenförde. “German Catholicism in 1933: A Critical Examination”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022). 77-105.

4. Carl Schmitt. The Leviathan in the State Theory of Thomas Hobbes (Greenwood Press, 1996). 85.

5. Ernst W. Böckenförde. “German Catholicism in 1933: A Critical Examination”, en Religion, Law, and Democracy: Selected Writings (Oxford U Press, 2022)., 98.

6. Jürgen Habermas & Joseph Ratzinger. The Dialectics of Secularization (Ignatius Press, 2006).

¿Revival de la tradición legal clásica? Un debate en Fordham University. por Gerardo Muñoz

Hoy tuvo lugar una conversación muy interesante sobre el actual estado de la filosofía del derecho en el contexto norteamericano organizada por la facultad de religión y derecho de Fordham University, a propósito del Common Good Constitutionalism (2022) de Adrian Vermeule, aunque sin la presencia del autor. No deja de sorprender que incluso entre profesores y estudiosos del derecho constitucional norteamericano, el llamado “revival” de la tradición clásica legal de la teoría de Vermeule se tome “at face value”, cuando, en realidad, el naturalismo del “bien común”, como hemos dicho en otro momento, se diferencia sustancialmente del iusnaturalismo moderno. Esto se dijo en la conversación, aunque no se enfatizó lo suficiente.

El énfasis sería el siguiente: bajo el velo del revival de la tradicional del ius commune en realidad lo que se encumbre es una teoría moral del derecho que solo ha podido ascender tras la crisis del positivismo moderno, y gracias al éxito de la ponderación entre principios y normas, tal y como se organiza en el marco de la filosofía jurídica de Robert Alexy (aunque este autor no se mencione en todo el libro, curiosamente). Toda la propuesta del bien común constitucionalista es una manera de “motorizar” (sic) el ius en función de una organización subordinada de las normas positivas (lex). El common good como meta-ius no le dejaría chance alguno al normativismo. En todo caso, el “revival” de la tradición clásica le da “material substantivo” al principialismo jurídico una vez que la frontera entre moral y derecho ha sido eliminada, pero en modo alguno es condición de posibilidad para la organización de una tipología de bienes públicos tal y como aparece la filosofía jurídica de John Finnis.

Ahora bien, lo que le otorga validez práctica al marco de Vermeule es el hecho de que la tendencia de derecho público norteamericano se encuentra en un proceso de abnegación hacia la administración. Y la administración solo se entiende como ponderación de principios discrecionales fuera de las manos de juez Hércules hacia un funcionamiento técnico. Esto confirma la despolitización absoluta. Una despolitización no tanto de la rama judicial, sino más bien de las funciones legislativas. Esto es lo que hace que dota de “realismo” el iusmoralismo de Vermeule para el caso norteamericano, y lo que le distinguiría del miedo de Carl Schmitt hacia la producción de “decretos motorizados que llevan al derecho a una función de planificación de autoridades mediante agencias en un contexto de condiciones invariantes” [1]. La diferencia norteamericana es que ya estamos en la condición administrativa, por lo que ahora lo único que resta es motorizar sus principios hacia una finalidad moral de la “respuesta correcta”. La despolitización administrativa en otros contextos puede resultar en déficits o expansión de todo tipo de riesgos (como puede ser el caso de la legalidad durante el Franquismo, por ejemplo), pero no es así en un contexto cuya operatividad ya define un espacio crecientemente autónomo y discrecional en las instituciones.

De manera que la dimensión “clásica” del bien-común no redefine el sistema institucional ni altera los principios administrativos vigentes, sino que los “guía” mediante el cumplimiento moral de un principialismo activo. De ahí que resulte curioso que, en su reseña del libro, el historiador del derecho natural R.H. Helmholz haya notado de manera explicita que si bien el “revival” del naturalismo tras Núremberg no llegó a generar tracción, la apuesta del bien-común puede conseguirla mediante otras “órdenes de marcha” [2]. De forma muy soterrada, Helmholz admite que este bien-común no es una continuación del iusnaturalismo, sino que “receta” nuevas formas de comando (el administrador es el pretor). Podemos inferir que comandar sobre principios en la administración tiene poco de “revival clásico”; al contrario, es un hijo legitimo del iusmoralismo que ha tenido la valentía de dotarse de un nombre.

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Notas. 

1. Carl Schmitt. “The Plight of European Jurisprudence”, Telos, 83, 1990, 53.

2. R. H. Helmholz. “Marching Orders”, First Things, May 2022: https://www.firstthings.com/article/2022/05/marching-orders