Pasiones de Giorgio Cesarano: introducción a un dossier. por Gerardo Muñoz

¿Es posible seguir insistiendo en la apertura del pensamiento contra el cierre de la época incrustada en la elipsis infernal de la supervivencia ventilada en las sombras del desierto nihílico y entregada a los aparatos de la reproducción social? Escribiendo en la convulsa década de los setenta – y que algunos pensadores han llamado, no sin razón, el “big bang” de la transformación geoeconómica del mundo donde la revolución queda finalmente liquidada – la apuesta de Giorgio Cesarano en Manuale di sopravvivenza (1974) -y su antecesor Apocalisse e rivoluzione (1973) co-escrito con Gianni Collu – sigue constituyendo un esfuerzo desmesurado y singular por encontrar una bifurcación por fuera de las anquilosadas formas de la antropomorfización capital que entonces ya aparecía como como el destino catastrófico de la especie humana reducido a la compulsiva maquinación de las totalidades ficticias [1]. 

En efecto, como observa Cesarano con un gran poder de síntesis: el triunfo revanchista de la fuerza de la subsunción real, en realidad, confirma que el verdadero y único objetivo del principio de equivalencia no tiene otro blanco que la usurpación de un mundo domesticado y desprovisto de acontecimientos. Un mundo hecho a la medida de las necesidades de sus inmates, tal y cómo lo había previsto John Cowper Powys en una de sus brillantes pesadillas literarias [2]. Pero este es el mundo que hemos heredado y que seguimos atravesando, aunque algunas décadas nos separen de la provocación que a la altura de 1974 Cesarano alzaba ante las herraduras dialécticas de la época. En realidad, era una provocación asumida desde la posibilidad de la afirmación de una gnosis – algo que, como sabemos había aprendido gracias al diálogo sostenido con algunos representantes de la corriente bordiguista de la cultura radical del pensamiento italiano y de su estrato poético, como lo confirma en La casa di Arimane (1979) de Domenico Ferla – aunque sin abandonar la posibilidad de un movimiento en retroceso de éxodo, capaz de integrar un nuevo programa de emancipación de la comunidad real de la especie (Gemeinwesen) contra todas las celdas de la objetualidad y sus satisfacciones reguladas.  

Un arduo primer paso: la retracción como rechazo de la hostilidad generalizada contra la presencia. Así, en un momento de Manual Cesarano podía escribía: “Ahora tener origen como fin es un programa perfectamente realista” [3]. Un realismo que optaba por abandonar el produccionismo apocalíptico al interior de la filosofía de la historia del capital en la metástasis de sus representaciones sociales. O bien, como escribe en uno de los momentos más emblemáticos contra la reificación del sujeto del saber y de la conciencia en Manual de supervivencia: “…el decrépito-infante Yo se tambalea….Se desvanecerá, morirá finalmente, lo mataremos cualquiera sea la máscara que lleve en ese instante. Porque el fin es el origen, el nacimiento de una comunidad-especie realizada, el nacimiento continuo de la presencia coherencia, la afirmación del ser inobjetivo….El fin del Yo marcará el principio de la presencia” [4]. Volver a la prehistoria, entonces, para desembotar el dominio cibernético de la optimización biopolítica administrativa de la vida que domicilia a la especie humana en el armazón de la producción de lo ficticio. Así, el vaciamiento paulatino de la vida tendrá en cada ápice de la simbolización el sol irradiante de la justificación y de la expansión del verosímil retórico de una comunidad abstracta. Por lo tanto, para Cesarano, la embestida contra la reificación del “Yo” debe su destitución a la intempestividad de la pasión del pensamiento como contraofensiva ante el ascenso depredador de la fuerza de la objetivación. Justo en este umbral Cesarano inscribe la partida para la época del agotamiento del reino de las formas y de la crisis de la legitimación política: “No es una clase de lo social, entonces, la que realizará la abolición de las clases emancipándose, sino que la negación de lo “social” y de sus clases, efectuada por el cuerpo proletarizado de la especie, emancipará a la especie de la “sociedad” como comunidad ficticia, prehumana” [5]. Apostar por particiones de valor social (el infinito juego de la hegemonía without end) solo podía perpetuar el espesor de la más rampante agonía.

De la misma manera que la crisis histórica validada por la astucia negativa del proceso infinito de acumulación apela a nuevas artes de estabilización y optimización de la abstracción Social (el paradigma de la unificación cibernética que Cesarano logra identificar en un momento de reestructuración de los propios mecanismos de la gobernabilidad del liberalismo tardío y de la consumación de la mediatización de los entes) de su propia incesante reproducción; para Cesarano toda “critica radicale” – que debe ser asumida como crítica en suspenso, más allá de todo sujeto posicional y posicionado en la estructura del movimiento humanista de la negatividad dialéctica – ya no se caracteriza por funcionamientos programáticos preelaborados mediante el rigor epistémico de la vanguardia militante o justificados en la divisa de la objetividad metodológica; se trata, en última instancia, de constituir espacios sensibles que despejen la desficcionalización absoluta de un movimiento existencial y de estilo cuyo único programa histórico se constataba mediante la inalienabilidad de la comunidad de la especie humana: la irreductibilidad de la pasión [6].

Si la modernidad consistió en la domesticación de las pasiones con el fin de impulsar el rendimiento objetivo y alienado de la diversificación de los intereses diagramados en el valor, ahora se trata de afirmar la liberación del yo como fractal de la no-objetualidad de mis pasiones sin que ésta sea entendida como una mera compensación traducida a la autonomía postromántica del arte [7]. La pasión del pensamiento en Cesarano es condición hiperbólica de una erótica que desoculta la chôra de lo inconmensurable; esto es, la distancia que marca el encuentro entre los restos del mundo natural y el uso vocativo de la lengua: “….ese paso de acercamiento, es abrazo de amor y de lucha, parece tanto más absurdo cuanto más lo cotidiano parece desierto. Es en este movimiento que cada uno podrá, encontrándose en la persistencia del deseo resistente a la aniquilación objetual, descubrir en sí mismo la presencia de ese programa histórico que es la pasión y sentirse listo” [8]. La autoafirmación de la génesis inconclusa de la pasión descentra el nudo gordiano de el terror de una vida sometida al proceso de adaptación en el que la máquina y la humanidad se cierran sobre si mismas.

Pero la pasión es el recurso que valida el recorrido ético de la apropiación de mi existencia; esto es, no es ni condición antropológica ni forma en la que puedo orientar mi relación con lo inefable del mundo. Y dado que nunca sabemos realmente qué constituye el objeto de la pasión – al menos que este dispuestos a abdicar la pasión a la matriz recursiva de lo objetual – la existencia sólo puede darse en la disponibilidad de la vida misma cuando ésta coexiste con la laguna de la pasión y del asombro en el mundo. Dicho en otras palabras, de nada vale “vivir por una pasión” como suele decir el automatismo retórico del contrabando de las pasiones y de la propaganda de agitación social; el valor absoluto radica allí donde la pasión se deja vivir en el movimiento finito de una vida que no puede ser otra, y que solo se mide con respeto a las propias conquistas o encuentros que marcan el ritmo de un destino. En este sentido, como escribe Cesarano en la glosa “Erotismo y Barbarie” (1974) que incluimos en este dossier: “La pasión es el sentido de lo sagrado que se demuestra como tal” [9]. La tonalidad sagrada de la pasión es aquello que no puede ser verbalizado como imperativo o veneración externa para la promoción servil de los hombres-masas orientados a la infinita idolatría sacrificial que, en el curso de la secularización cristiana, implicó el triunfo ficticio del ordenamiento del principio civil [10]. Para Cesarano, las pasiones de la especie es el no-lugar – de ahí que sea una chôra, un lugar de contacto imaginal con la expresión que solicita siempre en cada caso el umbral del afuera – mediante el cual la vida encuentra formas contra la supervivencia y la agobiante auto-aniquilación que el logos descarga sobre cada exigencia vital. 

Sin muchos más rodeos podemos decir que el programa de la pasión sigue abierto en una época, la nuestra, cuyo régimen cibernético-administrativo sobre todos los ámbitos del viviente ha conseguido intensificarse con mayor ferocidad en el punto más álgido de nuestra civilización. Como si se tratase de un don fortuito, la excelente y cuidada traducción en castellano del mítico libro de Giorgio Cesarano por Emilio Sadier publicada en La Cebra y Kaxilda finalmente nos facilita una conversación que, a pesar de haber sido postergada durante tanto tiempo, regresa con la intensidad y el brillo de una voz entonada desde las catacumbas para confirmarnos que no todo ha quedado obliterado. Sobre esos restos se arremolina la ascesis singular de la pasión común de los hombres póstumos tras un mundo que se eclipsa. Y de este modo regresa la conquista singular de los encuentros, la despotencialización del ego, y el recogimiento de una morada en la insondable piel de las estrías del mundo. El dossier que presentamos a continuación sobre el pensamiento y la poética de Cesarano no pretende constituir otro gesto que aquel que contribuye, a su manera, a la continua “comunicación entre almas” al interior de una época que continúa encandilada en la fuerza de la objetivación y la producción de la impaciencia [11]. Y cómo intuía Cesarano en unos versos de su temprano L’erba bianca (1959): “…la buena canción tardó demasiado, pero había que esperar en el vacío para dejar resonar al corazón. Ahora lo sabes, hoy toda fortuna se ha disipado” [12]. ¿Nos hemos disipado también nosotros? Allí donde las pasiones toman la palabra y los tintes del alma dilatan su expresión las dudas para semejante interrogación disminuye y se disipa. Así, atravesados por el timbre de la pasión, moramos en la inesencia, pero sin realmente pertenecer a ella.  

*Esta es la introducción al dossier sobre el pensamiento de Giorgio Cesarano que preparé a raiz se la publicación en castellano de Manual de supervivencia (Kaxilda, La Cebra 2024), y de próxima aparición en la revista chilena Escrituras americana en la primavera de 2025.

Notas 

1. Willy Thayer. ‘”Fin del trabajo intelectual y fin idealista/capitalista de la historia en la ‘era de la subsunción real del capital’”, en El fragmento repetido: escritos en estado de excepción (ediciones metales pesados, 2008).

2. John Cowper Powys. The Inmates (Macdonald, 1952).

3. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (La Cebra, Kaxilda 2023), 112.

4. Ibid., 49-50.

5. Ibid., 130.

6. Furio di Paola. “Dopo la dialettica”, Aut Aut, N.165-166, 1978, 63-103.

7. Para la elaboración de este argumento, ver el ensayo de Gianni Carchia, “Modernità anti-romantica”, en Pharmakos: Il mito trasfigurato (Ernani Stampatore, 1984), 9-13.

8. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (La Cebra, Kaxilda 2023), 75.

9. Giorgio Cesarano. “Erotismo o Barbarie (1974)”, incluido en traducción al castellano en este dossier. 

10. Carlo Levi. Paura della libertà (Neri Pozza, 2018), 120.

11. Gianni Carchia. “Tragedia y persuasion: nota sobre Carlo Michelstaedter”, en Retórica de lo sublime (Editorial Tecnos, 1994), 35.

12. Giorgio Cesarano. “A un amico”: “So che per te di troppo tardarono / il bacio dell’amata e la buona canzone / ma bisognava saper asperttare / e lungamente e a vuoto lasciar risuonare il cuore. / Ora lo sai, chiusa ogni ventura.”, en L’erba bianca (Schwarz Editore, 1959), 39.

Una negación de la legitimidad desde Hölderlin. por Gerardo Muñoz

Decíamos anteriormente que el problema de la vuelta al origen de la legitimidad es una regresión fútil, pues queda destinada a reproducir las mismas condiciones que la llevaron a su ruina. En la medida en que la modernidad es la génesis de su proceso de legitimación, también podemos dentificar allí su momento abismal o clivaje fundamental en el despliegue de su historicidad. En realidad, este es el problema que identifica Hölderlin al interior de los debates del idealismo alemán, aunque no nos interesa aquí esa discusión dentro de los límites de esa tradición filosófica en esta exploración. En todo caso, lo que nos concierna es lo que pudiéramos llamar el gesto de negación de la primacía de la legitimidad por parte de Hölderlin. Leyendo Hölderlin y la lógica hegeliana (1995), Felipe Martínez Marzoa concluye su libro con una disgregación que nos ayuda a elucidar este problema de manera nítida. Escribe Martínez Marzoa, a propósito de la vuelta de Hölderlin a Grecia:

“….Grecia es aquello que solo tiene lugar perdiéndose y cuyo en-cada-caso-hacerse-ya-perdido es Hesperia o la modernidad o “nosotros”; de algunas de las expresiones que esto tiene dentro de la propia obra de Hölderlin nos hemos ocupado ya en otros lugares; aquí, en el contexto de la relación de Hölderlin con la lógica hegeliana, tiene sentido que también a propósito de la cuestión “legitimidad del enunciado” hayamos recordado cómo la modernidad es el ponerse como principio aquel en-cada-caso-ya-haberse-perdido inherente a Grecia.” [1]. 

La difícil tematización “griega” de Hölderlin – que concierna la traducción fragmentaria e imposible de Píndaro, luego de atravesar la ruina del poeta trágico ante lo aórgico del drama de Empédocles – es otra manera de negar la legitimidad en cuento a principio elaborado como del enunciado del sujeto. En efecto, en el segundo capítulo “Reflexión y sujeto” Martínez Marzoa define el sentido moderno en función de la “legitimidad del enunciado”, que se establece a partir de su auto-consistencia con las condiciones de predicación, y en tanto tal como hypokeímenon; esto es, como sujeto con “capacidad de significar independiente de todo análisis de estructuras lógicas” que alcanza condición de “algo de algo” (ti katá tinos) [2]. Esta es la legitimidad que Hölderlin pone en cuestión (y también su diferencia infra-mínima con todo hegelianismo), y que hace posible un viraje que Martínez Marzoa llama “mediatez estricta”. Esta mediatez en su determinación pindárica es una sustracción de toda sujeción y mediación para así designar algo que no cesa de llevarse a cabo. 

El nomoi griego insustituible es suelo sin suelo que, en virtud de ser insustituible, abre la ruina de toda representación y no se abona en la capacidad de mímesis. De aquí se deriva el sentido de que Grecia es la posibilidad de sustracción, pero también de nominación de lo que pertenece irreductible al nosotros. Esa medites no es negación, sino indiferencia ante una región abismal e inconceptual. Esta dimensión intersticial – del “entre” o en la “apertura de la luz” – lleva al suelo de la legitimidad a su límite, porque ya no está condicionada hiperbólicamente por un sujeto, sino por una poética entreverada por la distancia. Aquí podemos ver también la máxima proximidad de Hölderlin con la revolución francesa, pero también su mayor salto fuera de ella, puesto que “los derechos universales del Hombre” sería un enunciado de legitimidad ilegitima, caída, incapaz de recoger la “mediatez estricta” del abismo griego como nomōs sin restitución. En otras palabras, se trataría de una legitimidad acotada y reducido al sujeto político como abstracción.

Desde luego, podemos decir que la única legitimidad posible para Hölderlin solo era posible tematizando la relación con la mediatez de las cosas en su irreductibilidad. Y solo esto alcanzaba a constituir un “saber superior que se concretará entre la persistencia del espíritu entre la cosa y su ser” [3]. Esta persistencia que asiste al abismo es, desde luego, “persistencia en la escisión” en la cosa, pero también marca de una relación disyuntiva entre Grecia y la génesis de lo moderno. Esta persistencia en la escisión – por usar el término de Blay – es de la luz negra del no-saber que hace apertura del acontecimiento en el umbral de toda adecuación del enunciado y de la determinación genérica del concepto. Píndaro en todo caso supone ese movimiento entreverado que le devuelve a la realidad la dimensión acontecimental, no-sujetada, en el desborde con cada una de las casas para preparar otra realidad. Grecia era entonces opacidad inmedible; en efecto, la condición anómica del principio de legitimidad, porque ya siempre la invalida.

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Notas 

1. Felipe Martínez. Marzoa. Hölderlin y la lógica hegeliana (La balsa de la medusa, 1995). 

2. Ibíd., 24.

2. Eulalia Blay. Píndaro desde Hölderlin (La Oficina, 2018). 183-184.

Legitimidad y deseo: apunte a una conversación. por Gerardo Muñoz

En la conversación sobre cibernética y experiencia que tuve hace unos días en la red Copincha, la pregunta por la duración de las prácticas apeló en varios momentos a la noción de legitimidad. Ciertamente, el momento de mayor claridad fue cuando Elena V. Molina señaló que la evolución de las prácticas de una comunidad va “acumulando legitimidad”, y, que por lo tanto, logra minimizar el poder de los discursos abstractos. Aunque yo estoy de acuerdo con la diferenciación entre prácticas y discursos, me gustaría cuestionar la apelación a la legitimidad tanto en su acepción minimalista como maximalista. Una dimensión minimalista de la legitimidad supone condiciones mínimas de orden; mientras que la maximalista implica un tipo de diseño específico para sedimentar ese orden desde un consenso mayoritario o constituyente. La legitimidad es siempre un principio y un recurso que en última instancia busca establecer una autoridad. Pero esta autoridad es la que está en crisis hoy, y a la que solo podemos inscribir desde el lado de la dominación; esto es, como estructura específica de gobierno que ahora pasa a ser compensatoria de la ilimitación fáctica y de la crisis de las mediaciones. La tarea actual nos exige pensar una forma de espera que no remita al suelo de la legitimidad, o al menos que no se agote en ella.

Ante la solicitación de un principio de legitimidad, sea minimalista o maximalista, podríamos contraponer el deseo como disyuntiva de toda comunidad en la que se despliegan prácticas, hábitos, y lenguas en común. Sin embargo, esta dimensión común ya no participa de una substancia o cualidad genérica, ni se deja registrar en un particularismo. En realidad, el único común entre prácticas y hábitos se tramita por la irreductibilidad del deseo que es siempre singular e intraducible en otro. Lo común, entonces, es lo que solo podemos tematizar como deseo sin transferencia del goce subjetivo, esto es, sin cierre catético a un principio de organización. De ahí que el deseo no constituya un nuevo principio de legitimidad, sino que más bien es una archi-legitimidad, en la medida en que no hay otra legitimidad que la del deseo singular e irreductible (de la misma manera que “una lengua” es irreductible al discurso).

Cuando hablamos de práctica y uso (chresis) en el marco genérico del dominio técnico, en realidad se está intentando buscar una salida de la producción ficcional de legitimidad. En efecto, mientras que la legitimidad está del lado de la fantasía fundamental de toda simbolización subjetiva; el deseo se inscribe en la dimensión del no-sujeto y por lo tanto en el umbral de toda estructuración de legitimidad. Por lo tanto, es desde el deseo archilegítimo mediante el cual podemos pensar hoy otro sentido de la comunidad más allá de las teorías del orden propio de la teología política. Concederle prioridad al deseo frente a la legitimidad supone dar un paso fuera del sujeto de lo político, así como del esquematismo que ha traducido la heterogeneidad de las prácticas a los esquemas del orden (diseño) y de la hegemonía (consenso). En todo caso, la legitimidad propiamente política hoy estaría a la espera de ser nombrada. Pero solo podemos prepararla desde la distancia del deseo.

El pasado año algunos miembros del colectivo Internacional Vitalista me preguntaron sobre qué figura elegiría para un presente sin autoridad. Las opciones que me dieron fueron las siguientes: el monje o el delincuente. El moje asumiría una xeniteia interior, en retirada del mundo para anidarse en la fuerza de su alma, pero solo a condición de perderse de los acontecimientos que, como la lengua, nos vinculan a la exterioridad. El delincuente, por otro lado, trafica con la dimensión in-munda de la estructura equivalencial entre sujetos y objetos, aunque todavía depende de la ley (de la ganga o del estado) para afirmar su propia supervivencia. A la luz de la discusión sobre deseo me gustaría avanzar una tercera figura: la existencia ilegitima o bastarda que ya no participa en la adecuación de principios, sino que recorre la facticidad sin otra cosa que las verdades que van emanando de la práctica y la experiencia al interior de su entorno.

La condición ilegitima y fugitiva no reconoce paternidad alguna, salvo la irreductibilidad de sus medios. La condición ilegitima le da la espalda a la aparición de un nuevo amo como sutura en el goce que garantiza un orden. Tal vez fue esto lo que Jacques Lacan quiso llamar la atención sobre la futilidad de la vuelta al punto inicial: “Hacer la revolución…ustedes deber haber comprendido lo que eso significa, volver al punto de partida: a saber, que no hay discurso del amo más desamparado que en el lugar donde se hace la revolución”. El deseo es entonces lo que mora en el desamparo de un tiempo posthistórico para el cual no hay suelo legítimo. O al menos no todavía.

Comentario a la primera sesión de “¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia?” en diálogo con Jorge Alemán y Alberto Moreiras en el 17/Instituto. por Gerardo Muñoz

No tengo porqué repetir aquí la introducción del marco de la serie ¿Separación del mundo: pensamiento y pandemia” que ha comenzado hoy en el 17/Instituto de México, esa formidable plataforma post-universitaria que coordina con pasión Benjamin Mayer Foulkes. El 17/ Instituto es una de las pocas instituciones en lengua castellana que se interesa por el ejercicio de un pensamiento nuevo (sin tabiques internos), algo que la universidad contemporánea ya no puede dar a pesar de sus buenas intenciones. La apuesta general de esta serie puede leerse aquí. Resumiendo muy esquemáticamente diría que por “pensamiento nuevo” la serie intenta tantear despejar tres condiciones para el actual momento de crisis:

  1. Primero, que es posible un pensamiento que no esté ligado a la determinación de la biopolítica; al contrario, apostamos por una irreductibilidad entre biopolítica y pensamiento. Si esto es así, como sugería recientemente mi colega Ángel Octavio Álvarez Solís, entonces, cualquier estilo de pensamiento hoy es necesariamente pensamiento contra-biopolítico en la medida en que busca su afuera.
  2. En segundo término, pienso que es posible pensar más allá de la categoría del sujeto, porque, el lugar del sujeto ya no puede ofrecer una política deseable, esto es, democrática o igualitaria. Y porque cuando se dice sujeto, se olvida que lo más esencial en el singular es lo que está del lado del no-sujeto.  Justo allí están sus condiciones de verdad. No hay nada abstracto aquí: no hay un sujeto del paisaje, como no hay un sujeto del amor, ni un sujeto del encuentro, ni un sujeto del mundo o de la amistad.
  3. Y en tercer lugar, interesa pensar cómo sería una política más allá del cierre tético de la técnica, entendida como la exposición transparente de cada cosa. Alemán lo explicito de manera nítida: “En esta época estamos tendencialmente caídos a ser una cosa para el goce del otro”. Una cosa que es, desde luego, cualquier cosa. Si la técnica hoy ha entrado en una fase civilizacional de la “cibernética”, entonces esto supone que pensar lo político tiene como condición una separación de todos los dispositivos cibernéticos que constituyen el ordenamiento de la realidad.

Pero tampoco tengo interés por resumir las inflexiones de todo lo discutido y debatido en las dos horas de la sesión, por lo que tan solo quiero dejar una mínima nota sobre algo que apuntó Jorge Alemán y que quisiera retomar en algún otro momento. Es mi manera de continuar el diálogo con Jorge, Alberto, y los todos los demás amigos e inscritos. En un momento de la discusión, Alemán dijo algo que sin duda alguna sorprendió a más de uno: “Esta fase de la pandemia mente va a llevarse por medio la lógica de las cadenas equivalenciales”. Es una afirmación fuerte, yo diría que lapidaria. Y obviamente que Alemán en el curso de este intercambio nos podría iluminar un poco más sobre cómo él entiende esta “destitución” de la equivalencia en el actual momento. Hay varias posibles formas de interpretarlas. En efecto, yo diría que habría una forma “débil” de interpretación y otra forma “fuerte”. La débil sería la que entiende que el aplazamiento de la lógica equivalencial por la pandemia nos conduce a un momento frío del populismo, en el cual el repliegue institucional del poder asume prioridad sobre el clamor de la demanda popular. Este sería un momento de desmovilización de las energías populares ante la incertidumbre del nuevo contrato social que se abre en nuestras sociedades y ya parece que no va a ir por el mejor camino. La interpretación fuerte, por otro lado, sería la que entiende la afirmación de Jorge no como momento “frío”, sino como agotamiento efectivo de la lógica identificatoria de la política en tanto que política hegemónica. Obviamente, yo me inclino más por la lectura fuerte que por la débil. E intentaré explicar brevemente por qué.

No quiero que mi explicación avance sobre terreno desconocido ni por elaboraciones abstractas. Quiero atenerme al propio trabajo de Alemán y a la conversación. Como le decía en respuesta al comentario de Alemán – que en ese momento no conecté con esta tesis suya, pero que ahora sí me atrevo a hacerlo – tengo para mi que una modificación en el diseño de la teoría de la hegemonía, y por extensión de la “equivalencia” como principio vertebrador, puede llevar a un mínimo desplazamiento del impasse. Pensemos en casos concretos, como el de Alberto Fernández en La Argentina. Una lectura ultra-política o hegemónica fuerte ve en el mando de Fernández a un presidencialismo técnico o débil, y sin embargo, es todo lo contrario. En realidad, el carisma y la conducción de Fernández marcan un desfasaje mínimo del cierre hegemónico desde la lógica identificatoria y su point de capiton en el liderazgo irremplazable. No digo que Fernández prescinda de una “transversalidad” en su lógica de construcción política; digo lo opuesto, que es una transversalidad que, en la medida en que favorece lo transversal, termina por garantizar un tipo de “flexibilidad” y “disenso” interno al diseño político que ya no puede cerrarse a sí mismo sobre la transferencia verticalista entre conducción y demandas. Esa transferencia sin relieves ni fisuras debe ser llamada por lo que es: técnica-política.

Hace unos días le escuchaba decir con lucidez al profesor José Luis Villacañas que, en verdad, Lenin era el mayor exponente laico del absolutismo de la técnica-política en el siglo veinte. Es cierto. Pero si retiramos la posición nominal de Lenin, ¿no tendríamos que decir también que la hegemonía es el último dispositivo de la técnica política? El caso de Alberto Fernández nos ayuda a romper contra esa ilusión desde dos prácticas políticas muy convergentes en las que él “inspira” su carácter: comunicación y carisma. Ni la comunicación puede pretender a la abstracción conceptual / formal de una equivalencia; ni la energía del carisma puede ser la esponja que absorbe la totalidad de las demandas del campo popular como lógica finalmente entre amigo-enemigo.

Esto tampoco nos tiene que llevar a un liberalismo ilustrado que hoy, ante el estado administrativo y la crisis del federalismo, es mero legalismo de los procedimientos y la jerarquización de valores. Tanto la comunicación como el carisma preparan un diseño flexible, que yo llamo posthegemónico, que desea despuntar en una transformación de la política que no se subordina a la técnica. Esto no significa que no haya “técnica”; al contrario, lo que quiero sugerir es la tecnificación de la política termina por producir efectos o consecuencias perversas de todo aquello que busca evitar o contener. O bien, en estas mismas palabras: solo puede “contener”. Por eso es por lo que la técnico-política es una teología política, lo que hace de la hegemonía un katechon.

Ante una política basada en la tecnificación de las identidades (equivalencia), ¿podríamos pensar la destrucción de la equivalencia a partir de este momento como la apertura a una política de la separación? Una política no solo carente de las medicaciones télicas (de la vanguardia, el partido, la voluntad, la ocupación), sino también de lo que Giorgio Cesarano, ya en la década del setenta (Critica Dell’Utopia Capitale, 1979) refirió como el pensamiento de la alienación originaria de la especie. Curiosamente en otro momento Jorge dijo que “la política siempre pasa por la alienación”. Es justa esta la inflexión disyunta la que merece ser pensada contra el sujeto de la equivalencia.