En la presentación sobre Filosofía de la apariencia física (Taugenit, 2021), de Ángel O. Álvarez Solís, y que ya puede ser vista en diferido, José Miguel Burgos Mazas se refirió a la noción de “espectáculo” como “feliz omisión” a lo largo del libro. Desde luego, no se trata de una omisión que pone en crisis la arquitectura de este fabuloso tratado sobre los modos técnicos de la apariencia, sino que introducirla permitiría explicitar la circulación misma de las imágenes como normatividad renovadora de las miradas. Ahora sabemos que, tras la crisis del Hombre, solo contamos con la potencia de ver y de ser visto, incluso cuando se trata del allanamiento de los cuerpos como en Crash de Cronenberg. Y esto sólo se ha intensificado en la fase pandémica. Pero lo importante – en mi lectura de la tesis de Burgos Mazas, ya que no quiero hablar por él – es que el espectáculo permitiría una exteriorización en condiciones de entregarnos otra noción de realismo (en el pasado hemos discutido algunas hebras relativa a este tema) [1]. Un realismo más allá de lo político y del tiempo, pero nunca como fuga del mundo.
Al menos para mi, quien dice realismo quiere apuntar a la desrealización efectiva de un espectáculo glorioso, del “espectáculo integrado”, como le llamó Guy Debord en su última etapa [2]. En el espectáculo integrado de la vida queda comprimida a una imagen extensa sin fisuras ni relieves. El espectáculo integrado anuncia futuro, pues su orden es la temporalidad de todos los entes del mundo, clausurando el abismo entre existencia y su afuera. En cambio, le podemos dar la vuelta al problema y llamar “espectáculo menor” a la proliferación de imágenes excéntricas que abren posibilidades aberrantes que ahora pueden medir su verdad gracias a la individuación que establecen en el mundo.
En este sentido, me parece que no es que ‘nunca ha habido espectáculo’, sino que para la época que nos convoca lo único que hay es espectáculo. Y esto es así, porque la mirada está fuera del hombre, y porque el juego entre forma y acontecimiento desutura el espectáculo glorioso que, en la tradición onto-teológica cristiana, siempre estuvo ligada a la liturgia de la comunidad (por eso integraba y era integral). El temor fundamental de la Gloria no era otra cosa que la dimensión superflua y “fleeting” (pasajera) de los modos, esto es, el movimiento interno de la stasis en la estructura trinitaria [3]. El espectáculo menor, en cambio, abriría la turbulencia de esta stasis, la cual ya no es producción de presencia, sino apariencia como acontecimiento de una verdad singular. Una verdad que es, siempre en cada caso, decisión de existencia (‘como es que yo aparezco como aparezco’). Este es el espíritu especular, transfigurado, que aborda filosofía de la apariencia para una época que ya no se encuentra dominada por la representación, sino por la fuerza de la expresión.
Y mientras que la gloria integral es manifiestamente unificadora; el espectáculo menor nos permite atenernos al misterio de la apariencia misma sin el peso de una compensación nocturna propia de los poderes gnósticos o mitológicos del poema. Así, el espectáculo menor es la forma de stasis aparente para una época después de los poetas, aunque abierta a la poetización común de la existencia en el afuera. El misterio reside en el recorte de lo inaparente en los propios modos en que aparecemos más allá de la asignación que la disponibilidad que la integración demanda del mundo de la vida. Otro nombre para esto es biopolítica.
La naturaleza del espectáculo sería una fuerza de des-integración, siempre fuera del sujeto y de sus asignaciones retóricas, porque su modalidad es ex vitro. En ese afuera nos aproximamos a la posibilidad de recortarnos a los modos de las cosas que encontramos, asumiendo que el mundo es, ante que un concepto civil o de legitimidad, un campo de fuerzas para ir y venir. El resto teológico ha sido transfigurado ex vitro. Como ha visto Pacôme Thiellement con lucidez:
“Se entra en el interior de su misterio en forma progresiva. Y es también una imagen de este mundo: no se trata de ver más allá de este, sino de ver que este mundo es, en el interior de si mismo, un campo de fuerzas en el cual uno está siempre inscrito…que nos conducen al descubrimiento de las fuerzas de la Luz y de las Tinieblas presentes en absolutamente cada detalle de nuestras vidas” [4].
El alma está en los detalles, y los detalles son los medios. Se pudiera decir que el alcance político de asumir el espectáculo ex vitro no es menor, aunque exige que tengamos presente que la revolución hoy depende de una modificación óptica. Una óptica fragmentaria desde la cual las cosas nos devuelven la mirada y nos transforman.
2. Debord define el “espectáculo integrado” de esta manera: “The society whose modernization has reached the stage of integrated spectacle is characterized by the combined effect of five principal features: incessant technlogical renewal; integration of state and economy; generalized secrecy; unasnwerable lies; an eternal present”, en Comments on the Society of the Spectacle (Verso, 1990), 11-12.
3. Dietrich von Hildebrand. Liturgy and Personality (Hildebrand Project, 2016), 96.
4. Pacôme Thiellement. Tres Ensayos sobre Twin Peaks (Alpha Decay, 2020), 159.
Alberto Moreiras escribe en Infraphilosophy una magnífica nota que actualiza la conocida “estrategia del rechazo” de Mario Tronti mediante un uso metonímico, el único posible para un mundo en el cual ya la espera por la posibilidad de atravesar al proletariado como forma de capital humano ha sido realizado en su totalidad por la racionalidad del liberalismo autoritario. Seguimos domiciliados en la hipótesis subjetiva-social del capital ahora asumido como parcialización del valor en la propia esfera intelectual. Hoy necesitamos de un segundo rechazo de lo que ha sido, en efecto, ya realizado.
Una nueva literalización, como decía Tronti hacia 1966: “la burguesía vive eternamente en el ciclo del capital”. Y hoy, a varias décadas de Operaio e capitale, allí residen sus satélites en órbita, sus naves galácticas, sus ensueños de eterno Pan como ominosa luz de olvido de la tierra. De manera que la postura en la que hemos sido asignados se vuelve la primera tarea existencial que debemos rechazar. (La política ya ha sido evacuada al suelo antropológico: un capitalismo donativo tras el fin de la producción clásica).
Esto lo veía James Boggs hacia el final de The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963): “…from which there is only one way for the individual to escape to prove his or her loyalty to the police state by becoming an informer for it. […] Today in the 60’s, the struggle is much more difficult. What it requires is that people in every stratum of the population clash not only with the agents of the silent police state but with their own prejudices, their own outmoded ideas, their own fears which keep them from grappling with the new realities of our age” [1].
Dejar de ser un informante supone nada más y nada menos que abandonar la esfera de lo social para así preparar los ingredientes de una experiencia en el umbral de una retirada. Otra vez Boggs: “pero no hay a dónde ir”. Esta es la condición del negro desembreando en la larga historicidad de la reconstrucción republicana. La lucha de clase ha quedado huérfana; las aspiraciones asimiladas a los subrogados de la policy y las infraestructuras; las lenguas y los contactos a las logísticas comunicacionales; el movimiento a la intensificación (aparente) de la movilización tan evasiva del conflicto como de una posible exploración de los mundos. Esta es la realidad.
Lo sensible ha dado paso a los dispositivos refractarios de una cultura como falso principio de diferenciación. Y ahora cultura solo puede ser considerada como forma de cultivo de una nueva ciencia de los encuentros por fuera de la devastación de la virtualización, que haga posible lo irreductible que el realismo hoy sostiene como mero “power nexus”. Superar las ficciones fundamentales implica abrir un abismo. Ahí moramos como existente y de paso preparamos la posibilidad de otra cosa.
No hay balance posible en el presente sin afirmar que George Floyd es la verdad absoluta de la época. Y esta verdad consistente en el hecho de que semejante mazacote llamado Sociedad ha dejado de contenernos. Ahora somos desbordes, formas minorías, itinerantes en búsqueda de ritmos, y paseantes que en su movimiento producen la seña de lo nuevo. Algunos permanecen inquilinos del realismo porque se abonan a la fe de lo Social. Hay otros, los póstumos, que saben que su destino bajo estas condiciones objetivas solo remite a una forma de administración de la muerte. Ahora podemos ver que la guerra civil es lo impensado y lo no-estudiado de la hegemonía, y en tanto tal, el verdadero antagonismo que debe ser llevado a cabo hasta la muerte [2].
Tenemos buenas razones para rechazar el realismo: no dejar impensado, otra vez, a los muertos. Y contra la ceguera de los realistas, la desrealización de los videntes. Esto implica, en cualquier caso, una nueva astucia (metīs), ya que el mundo nos exige pensar para volver a encontrarnos. Píndaro: “La astucia (metīs) del más débil logra sorprender al más fuerte hasta llevarlo a su caída” [3]. La pulsión de la astucia de quienes buscan abre la pregunta por la cuestión de nuestras técnicas (τέχνας). Una nueva comprensión de la organización para hacerle frente al estancamiento. Efectivamente, mundo no es conclusión.
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Notas
1. James Boggs. The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (Monthly Review Press, 2009), 93.
2. Frank Wilderson III. Afropessimism (Liveright, 2020), 251.
3. Pindar. Isthmian Odes (Loeb, Harvard University Press, 1997).
La edición y selección de Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020), eds. Arturo Leyte y Helena Cortés, es una insuperable condensación de los momentos estelares de la extensa producción epistolar del poeta alemán ya anteriormente recogida en Correspondencia completa (Hiperión, 1990) desde hace mucho tiempo agotada. En primer lugar, entonces, se agradece que se ponga a disposición del lector una selección de las cartas de Hölderlin desde las cuales podemos adentrarnos a la intimidad de un pensamiento en el que poesía y amistad se dan cita bajo la textura misma de la vida. En efecto, las cartas de Hölderlin respiran intimidad y calor de cercanía; todas ellas dirigidas a la familia (madre, hermano), colegas intelectuales (Schelling, Hegel, Schiller), o amigos (Ebel, Sinclair, Böhlendorff). La gradación de los destinatarios marca el ritmo de la coincidencia entre el hábito de pensamiento de Hölderlin y su pulsión de una interlocución marcada por la confidencia de la lengua. No es menor que sea desde la correspondencia – y no desde el ensayo, el tratado, o la extensa conversación del gran autor de genio que deja un registro enciclopédico sobre cuanto tema haya bajo el sol, como es el caso del Goethe de Eckermann – sea la forma en donde el brillo del pensamiento de Hölderlin asuma su forma más nítida. Aunque tampoco se trata de una correspondencia propiamente filosófica; esto es, entregada a los claroscuros de la abstracción y de la sistematización del sistema idealista. Hölderlin sorprende – y nos sigue sorprendiendo – justamente porque rompe contra este esquematismo, contra su tiempo.
Esta pasión de comunicación (que es también pasión por lo común de la palabra que jamás tendrá destinatario) conoce la vinculación heterogénea solo desde el fragmento. Esta pulsión genera sorpresa no tanto por la escritura o los caldos de confesión, sino por la irrupción de la idea. Tal vez esto es lo que Giorgio Agamben ha querido ver al mostrar cómo Hölderlin asumió de manera existencial una vida habitante en la que pensamiento y vida, hábitos y palabra encuentran una sutura soluble en un poeta que veía de manera secreta, sin pathos ni compensaciones extenuantes, el despegue de la consumación del nihilismo de lo moderno [1]. La forma epistolar es, en este sentido, como la forma autográfica: desfigura al autor. Y en ella aparecen clinámenes que sustraen a la vida de la metafísica de la apariencia. Este movimiento claramente exílico, sin embargo, gravita sobre las estelas del amor y la amistad, dos nombres de la intensificación del afuera. La epístola confirma que la supuesta locura de Hölderlin no es otra cosa que esta forma de deserción existencial entramada desde la potencia de un habla que pronto se vería acechada por lo que, tras Michelstaeader, pudiéramos llamar la ciencia de la retórica.
En este sentido, lleva razón Arturo Leyte al decirnos que Hölderlin fue un filósofo que no deseaba serlo, puesto que lo importante era atender a la poesía como “la búsqueda de lo vivo”; o lo que es lo mismo: la parte común y vulgar de la vida real y práctica [2]. La tragedia de Hölderlin es, por este camino entreverado de sustituciones y guiños, el doble movimiento de la incepción poética en la filosofía, y de la suspensión de la obra poética como realización de toda idealia. Por eso Hölderlin es la forma destituyente tanto de la sistematización absoluta de Hegel como del monumentalismo poético de Goethe. La “mala repetición” del genio de las varias mascaras (Scardanelli, Scaliger Rosa, Salvator, etc.) consistía de la sustracción de toda ficción de las credencias de “autor” para así morar en el paréntesis que devela la khora en todo decir poético. En otras palabras, la existencia ahora aparecía como el lugar de la poesis retirada de la abstracción normativa moderna. Por otro lado, la poética parecía alejarse de la experiencia y de la configuración de los géneros clásicos para convertirse en una forma de la abstracción a la sombra de un mundo puesto en obra. Esta sería la metafísica de la producción. Por eso en las notas sobre Edipo Hölderlin diría que la tragedia de la poesía moderna era su máxima alienación de la experiencia, “con todo sentido de precisión en la práctica” [3]. La mirada oblicua de Hölderlin ante el gigantismo moderno se movía así en una vacilación de dos puntos excéntricos: el extravío de los géneros poéticos como experiencia de ser, y la devastación de la tragedia como “alma viva” que en la antigüedad entregaba los elementos para la configuración de todo destino. En cambio, la modernidad de Hölderlin es no haber visto con nostalgia la pérdida (o el olvido fundamental y final) de lo que supuso el origen griego, sino la posibilidad de morar allí donde las mediaciones entre el ser y lo aórgico aparecían disyuntas. Esto explica el paso naturalista o panteísta de Hölderlin al interior del idealismo alemán: sólo una percepción de lo invisible, mediante el arte, podría transfigurar la condición nihílica moderna. Como apunta Arturo Leyte en su estudio, se trata de pensar una “imagen sagrada que puede guardar la relación con la naturaleza poética” (8). Es una imagen sagrada que triunfa por sobre la ficcionalización de la prosa del mundo tras la fuga de los dioses.
De ahí, entonces, la dependencia en una teología transfigurada, de un theos sin dioses ni sacramentos; sin plegarias o mandatos; y también sin burocracia eclesiástica y sin encarnación mesiánica. Esta teología transfigurada apunta, mucho antes que lo tematizara Iván Illich, al fin del eón de los profetas como antesala para “un mundo externo sensible para tiempos mejores” (93) Pero la filosofía no puede llevar a cabo esta tarea, lo sabemos. Tampoco lo puede hacer una nueva mitopoética imbricada en las representaciones residuales de la antigüedad y de la época pindárica de los géneros. Como le escribe Hölderlin a Niethammer en una carta de 1796: “La filosofía es una tirara y, más que someterme voluntariamente a ella, lo que hago es sufrir su yugo” (108). Ese yugo es síntoma de la pulsión del intelecto en tiempos que no están dados para poetas fundadores de nuevas épocas. Y quienes se atreven a fundarlo de esta manera – como Goethe con su nemo contra deum nisi deus ipse – recaen en una compensación favorable a la realidad contra el mito. En las antípodas del principio de realidad emergente de lo moderno, Hölderlin busca un consuelo en la disolución, una transferencia destituyente que prescinde de ontologías substitutas para la acomodación genérica del “Hombre”. De ahí la radical extrañeza de Hölderlin ante la génesis política de lo moderno: un pensamiento destructivo que, mediante la poética de la vida, renueva la pregunta por la revolución efectiva del actual estado de las cosas. O dicho muy brevemente: es probable que Hölderlin haya sido el pensador de la descomposición de un mundo en el ocaso de la experiencia. La falsa tragedia propia de la tecnificación abolía todo destino.
En uno de los momentos más bellos de toda la correspondencia, Hölderlin le dice a su amigo Ebel (1797): “…tengo un consuelo, y es que toda efervescencia y disolución tienen que conducir necesariamente o a la aniquilación o a nueva organización. Pero puesto que no veo aniquilación, pienso que lo tanto de humus de nuestra descomposición tendrá que resurgir la juventud del mundo…” (117). La modernidad política definiría de manera incorrecta la organización de esas fuerzas: a saber, intensificar la errancia de la especie en su entregada sumisa y total a la mistificación del discurso del capital. En cambio, el devenir de las condiciones actuales del mundo le ha dado la razón a Hölderlin: una nueva organización para una “futura revolución de las ideas y los modos” solo puede llevarse a cabo desde una poética del pensamiento en la vida. Esta organización – que por momentos coincide con lo que Hölderlin llama una “iglesia estética” o iglesia invisible – es condición de posibilidad para proliferación de las fuerzas que hacen posible la transformación de lo nuevo en el mundo. Contra la aparición frívola del constructo de lo Social (traslación de la polis), la insistencia en el alma avisaba de un movimiento, sin lugar a duda “el más difícil”, para despejar la dimensión de una vida inesperable de sus formas. Esta era, acaso, “la excelencia griega”, como le aclara a Böhlendorf en la conocida epístola de 1801 sobre el uso de lo nacional. La excentricidad, entonces, no sería antropológica ni política, sino poética y sensible.
Este desplazamiento prepararía el verdadero reino de una descomposición en retirada de lo moderno: contra el principio de igualdad (cuyo precio es siempre la liquidación de lo irreductible), Hölderlin apuesta con la mirada en el origen griego a “no tener nada igual a ellos” (191). Contra la igualdad, una irreductibilidad de las almas. Por supuesto, “el libre uso de lo propio es lo más difícil”, porque nos fuerza al ejercicio de una morada extática para reinventarnos a partir de los accidentes de su devenir. Nunca dicho de manera explícita, leyendo las Cartas filosóficasde Hölderlin, podemos sospechar que esta búsqueda no es una forma solitaria y aislada de una condición de locura, sino más bien la afirmación de la amistad para quienes han transitado al reino de esos amigos que no se conforman con las técnicas que legitiman la “realidad”. Nunca mejor dicho: “Porque eso sí que es lo trágico entre nosotros, que nos vayamos calladamente del reino de los vivos metidos dentro de una caja cualquiera y no que, destrozados por las llamas, paguemos por el fuego que no supimos dominar” (191). Y “usar” las cosas de este mundo desde una postura forastera es la tarea de toda vida que se resiste a la domesticación diseñada en las carpinterías especializada en las cajas del sujeto. No es menos cierto que se volvía imposible regresar al fulgor de las llamaradas de un mundo, el griego, tan lejano como perdido. A cambio, ahora la vida se asumía como errancia, pero también como portadora del acontecimiento de cada cosa dicha por la voz del viviente.
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Notas
1. Giorgio Agamben. La follia di Hölderlin. Cronaca di una vita abitante (Einaudi editore, 2021).
2. Arturo Leyte. “El filósofo que no quería serlo”, en Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020), 15-60.
3. Friedrich Hölderlin. “Notas sobre Edipo”, Friedrich Hölderlin, Ensayos (Editorial Ayuso, 1976), ed. F. Martinez Marzoa, 133.
Si hasta ahora la escritura de Diego Valeriano nos ha entregado un mosaico de los modos en que la energía vital atraviesa las vidas runflas en la periferia urbana, la novedad a la que invita en La no sufras (Milena Caserola, 2021) radica en el retrato invisible de una vida ejemplar. ¿Por qué invisible? Pues, sencillamente porque esta vida ejemplar carece de la lógica de los nombres clasificados y clasificables; habita por fuera del mundo de las profesiones y de la división del trabajo; y se autodefine mediante el brillo singular en retirada del tono apocalíptico de la época. Los ingredientes del retrato de la vida ejemplar nos sitúan ante los gestos y la voz, la amistad y la errancia, el movimiento y la atención, la escucha y el segundeo. La no sufras es una vida ejemplar en virtud de ser la vida de un cualsea cuya exigencia solo responde a encontrar la música de cómo se viene a ser lo que uno es. Valeriano elige una transfiguración teológica para tematizar el éxodo con respecto al sufrimiento a pesar de todo, porque solo en ese despeje puede sobrevenir una vida feliz. Como lo aclara muy temprano en el libro: “No Sufras no es el Pare de Sufrir de los pastores de la Iglesia Universal, es bien otra cosa, aunque podríamos haber sido sus más fieles seguidores y ella nuestro Edir Macedo. No Sufras suena a consigna de vida, pero no lo es. Tampoco consejo en el momento justo o palabra de aliento, aunque a veces sí. A veces trompada al mentón, a veces abrazo”. La No Sufras es absolutamente todo menos lo que ordena un mundo, pues es lo que consigue desbordar la situación de sus medios.
Pero la vida ejemplar no es una Idea entregada a las pedagogías de la mimesis, sino que es lo irreductible de una forma de vida en relación con las cosas que los encuentros han facilitado para una textura de experiencia. Y cuando generamos una experiencia abrimos un fragmento en el mundo, pues lo hemos madrugado. De ahí que la vida ejemplar se encamina en lo que Valeriano denomina lo “genuino”, que no es más que el proceso inmanente de la verdad ante un mundo caído en la “mala fe” que organiza la tensión entre valores para el actuar. La religión de nuestro tiempo no radica en el hecho de que nadie crea en un dios, sino en que todos los hombres asuman la creencia absoluta de que mediante el valor finalmente pueden ser “algo” o “alguien”. La vida ejemplar se retira del valor, quiere morar en el valor negativo, en una nueva zona que es previa a las infraestructuras de la subsistencia. Por eso la vida ejemplar, al estilo de No Sufras, gana terreno en su inmersión en la entropía experiencial: “Genuina es cierta alegría de descubrir una cosa. No cartela lo que busca, ni bandera, ni posteo, ni chamuyo. Desobedece toda regla, pero sin transgresión, solo como un juego. No acepta el lugar asignado, ninguno.” Lo genuino de una vida ejemplar es textura de existencia, que renuncia de la propia ficción en la que el objeto del deseo ha quedado designado como único destino. La vida ejemplar continuamente rechaza una vida delegada en la que somos meramente figurantes y actores de grandes guiones compuestos durante nuestras vigilias. En este sentido la vida ejemplar es música: experimentación tonal sobre una partitura asimétrica cuyas formas se autodefinen con el afuera.
Si la No Sufras es una vida ejemplar es porque irradia felicidad en los modos en que define sus encuentros. Y esto hace que su estar en el mundo sea inclasificable. Ninguna locación agota sus medios, como ninguna identidad puede colmar sus pasiones. La No Sufra vive atópicamente, lo cual quiere decir que vive contra los modos en que la metrópoli organiza los modos de desear, consumir, sentir, y juntarse entre los vivos. El “permanente movimiento” de la No Sufras es la intuición originaria de que solo hay vida estando afuera; o mejor, en el tránsito de la interioridad a la exterioridad. Ese movimiento perpetuo en la fase alta de la civilización metropolitana aparece como una tercera figura del movimiento contra el dispositivo de la unificación de vida y la política: mientras que el movimiento político busca subjetivar y unificar las existencias para evitar “desviaciones”; el movimiento de la técnica de la metrópoli busca suturar la vida en la superficie que nos asigna un lugar, una función, y un proceso de extracción en los flujos de la infraestructura.
Caminar, andar, deambular, o perderse son modos errantes que “invitan a una deserción” del aparato de la reproducción social. Esta dimensión cinética de la vida es una forma de aprendizaje infinito, en la medida en que no hay lógica de la experiencia que pueda extraer una lección de las cosas que vemos en el encuentro con las cosas en nuestro camino. En realidad, ser un itinerante o errante al interior del desierto no significa perderse de casa para no volver, sino mantener el extravío en la que podamos habitar sin perder de vista la condición exílica del ser (Rafanell i Orra). Y la vida ejemplar no es la que se autodefine por las acciones, las substancias, o las inscripciones en una historia narrada y fechada, sino la que mantiene abierta la posibilidad de “vivir varias vidas, multiplicar lo que siente, seguir vagando…andar todos los días y conseguir esas cosas que son indispensables”. A la vida ejemplar no le falta nada, porque ella es el resto o desprendimiento mismo de la Historia. Como en el conocido fragmento de Parménides que exigía atravesar todas las cosas para poder alcanzar una vida verdadera; la ejemplaridad consiste en ser infinitamente transformado por las cosas concreta que nos determinan finitamente. Y esto es lo que Valeriano nos dice en La no sufras: “una especie de existencia nueva”, capaz de liberar “otras formas de contar el mundo, tan mezquinas, humanistas, docentes, burocráticas, militantes”.
Hemos dejado atrás la época de las ilusiones cuando abandonamos la crítica (¡critica pero obedece!) y comenzamos a asumir la valentía de existir en el camino. Afirmamos la existencia cuando damos un paso al lado de la mala sustancialidad propia de la alineación antropológica dominante. La valentía se registra en dos niveles: asumir que atravesamos en el desierto; despertarnos al hecho de que hay amigos en el transcurso. Esto exige una mirada bizca ante la realidad, pero es solo de esta manera que podemos disolverla (una diagonal ética, “el segundeo” se intersecta con la diagonal de la soledad). Valeriano insiste en el registro teológico transfigurado: “un devenir combatiente como ejercicio espiritual concreto”. Esto es también secretamente una profanación del ejercicio de la militancia (heredada de la ascesis del jesuitismo), ya siempre arraigada en la subjetivación en nombre del Rey, de la Idea, del Atributo, o de la Causa. La vida ejemplar es una ascesis de la existencia que suspende las mediaciones compensatorias de la comunidad y de la politicidad como referentes centrales de la vida. La vida ejemplar, en pocas palabras, es vida infrapolítica porque se separa de la subsunción de lo político.
Así, nos ponemos en movimiento para combatir el aburrimiento que irradia la nueva eficacia de los dispositivos del poder contemporáneo que asociamos con la fase topológica de la metrópoli. Ese aburrimiento no es otra cosa que la eficacia de una geometría sobre la realidad: limitar la potencia cinética de la vida con el afuera; controlar el contacto con la exterioridad a partir de una optimización del riesgo, y subjetivar un terror interno al sujeto para legitimar la necesidad de una gobernabilidad. De ahí que el combate epocal ya no sea entre ideologías ni entre herramientas políticas ni conceptos de la herencia revolucionaria; el nuevo combate ahora aparece como la dispersión de las texturas de la vida ante el tono apocalíptico del mundo en el que la historia decide la caducidad de nuestro encuentro con las cosas. La No Sufras mira de costado y sigue a toda velocidad en su bicicleta. Solo podemos definir una nueva cultura de la violencia sensible cuando medimos nuestros movimientos contra la extática de la metrópoli. Así, hablar del entorno no es asumir la vida como reducción biológica; es una forma de vida en la manera en que habita en el mundo.
Valeriano no instala en su escena al concepto, sino al cuerpo; tampoco se interesa por la literatura, sino por la escritura como proceso incesante de desficcionalización y destrucción de metáforas, un artilugio propio de la alegoría metropolitana (“todos aquí tenemos una vida”). Ya no se trata de “contar quien es el Yo”; en realidad lo importante es cómoes que aparezco en el mundo. Y es desde ahí puedo definir mi proceso de verdad: “El final del Yo será la génesis de la presencia”, afirmaba hace décadas Giorgio Cesarano. Y esto significa que la disolución de la ficción del sujeto nos expone al acontecimiento que reorganiza los modos de nuestra singularidad. Ahí es que podemos hablar de un proceso de verdad, como fuerza que atraviesa en La No Sufras por fuera de la mimesis y de sus excepciones al régimen de legibilidad. Pero ¿qué supone un procedimiento de verdad? Obviamente ya nada tiene que ver con un orden objetivo ni constatable con los residuos de la historia; la verdad es la manera en que aparecemos en el mundo suspendiendo el principio legislativo del juicio. En este sentido, “aparecer” es una revelación asintótica con lo que encontramos. Y esto termina por dibujar la ritmicidad impropia de la existencia. Si la obra de arte se define como una verdad develada; la ética del segundo es la desobra la obra de la vida: “Vida sin forma, sin ganas de tener forma, sin ganas de tener razón…vida errante, imprescindible, gede a su manera, es inatrapable”. La vida en desobra nos prepara para habitar en un mundo por fuera de la idealia y de la prisión del concepto, para transitar por la vocación musical que enmudece al ruido del mundo. Escribe Valeriano: “El lenguaje, lejos de servirle para nombrar las cosas de este mundo, la empuja a construir uno nuevo”.
Acaso ese mundo es el mundo inenarrable de la amistad, que es forma clandestina, espacio sonoro de pormenores insensatos, aunque ineludibles. La no sufras es fundamentalmente el intento imposible, quizás el gesto, de un trazo de la voz sobre el mundo contra las pulsiones de una ficcionalización del yo (Yagüe). La voz de la No Sufra, recorre sus gestos: cuando se lleva un cigarrillo a la boca, en sus silencios, cuando fija la mirada sus amigos que constantemente se desvanecen. Pero la voz es también el modo en que la lengua irrumpe en el mundo, escapando del orden discurso y de los mandatos que hoy se multiplican como última dispensación del psiquismo del poder. La voz es el vehículo para encontrar la proximidad inconmensurable entre los cuerpos de una comunidad de amigos cuya única invariante es el proceso de armar un carácter desde la intuición y la descreación del mundo al que hemos sido arrojados. De ahí la exigencia ética de la ejemplaridad de la No Sufras: asumir esta tarea requiere del ritmo de una deserción de todo aquello que, en perpendicular, nos sitúa sobre la ficción de lo meramente intercambiable. La amistad nos garantiza una derealiazación aquí y ahora: “los amigos y amigas son aquellos con quienes reunimos los ánimos necesarios para huir de nuestro tiempo”.
Esa “pura deserción que recorre el inframundo plagado de planes” al que alude Valeriano al final de La no sufras es también una huida para volver a aparecer: una vida de constates reinvenciones, gradaciones, y sombras; una vida que ha disuelto los polos de la comedia y de la tragedia de nuestra herencia mitológica; una vida en escape del dominio de la hegemonía y de las alianzas políticas. Cuando aparecemos la marca de la finitud ya deja de ser una trampa de la negatividad para convertirse en una región inapropiable que nos abre los caminos entreverados de la felicidad contra el malestar de la domesticación civilizatoria. Cuidar esta zona de lo invisible es ya el movimiento imperceptible de que estamos viviendo a contracorriente de un mundo que jamás es conclusión.