Ulpiano y Pablo: el problema de la fuente superior. por Gerardo Muñoz

Uno de los problemas fundamentales del principialismo – tal vez “el problema” fundamental que subsume a otros – radica en la ardua tarea por justificar la legitimidad de una fuente superior de la supremacía del ius. Esta justificación debe hacerse tanto contra la tesis de un principio compensatorio, en el umbral del derecho positivismo (cuando este toca un límite en casos difíciles), pero también contra la justificación que suministra razones prácticas para el actuar y obedecer, y así generar validez autoritativa. Cuando se apela a una fuente superior y final, en realidad, se quiere establecer un ideal de justificación (desde una postura contra la injusticia), que es, siempre en cada caso, la instancia de una omnipresencia externa. Como vio en su momento Edward Corwin, se trata de establecer, de una vez por todas, quién tiene la última palabra sobre la decisión del derecho, aunque con una salvedad: lo importante es prescindir de la lógica interna de la autoridad, favoreciendo un principio co-extensivo con una fuente superior.

El problema es que la manera de estabilizar externamente una fuente superior es que inmediatamente evacua garantías comunes sobre una ‘zona de construcción’, por decirlo en términos modernos, sobre cuales materiales o cánones constituyen dicha fuente. ¿O acaso no sería la propia fuente superior también objeto de escrutinio o desacuerdo? Por ejemplo, para los defensores de una “Higher Law”, o fuente superior, la respuesta es el derecho romano y su derivas en los cánones de la Iglesia. Por tomar solo un ejemplo paradigmático, algunos han notado la divergencia entre Ulpiano y Pablo de Tarso en cuanto al canon de uno no ser testigo de uno mismo en un proceso penal [2]. La fuente de ‘Ulpiano’, más cercana a la teoría penal moderna, descreía que uno podía constituirse como testigo de su “caso”, mientras que Pablo sugería que un incriminado podía servirse de su testimonio.

Y, como sabemos, Ulpiano y Pablo tenían visiones irreductibles sobre los fines de la ley. Sabemos que el interés de Pablo era disolverla en la justicia mediante la figura de nomos pisteos (Romanos 3:27), mientras que para Ulpiano la ley aspira a la equidad y a otorgar “a cada uno lo que es suyo”, lo que implicaba una connotación que no podía poseer una dimensión “mistérica” sino pública y en acorde con un standard de la ius prudentia [3]. Aunque a prima facie tanto Pablo como Ulpiano son principialistas y defensores de la “Justicia “contra toda norma acotada no hay nada más distante para Pablo que el sentido de la ley como derecho público, ya que su objetivo es la “ley de la fe” y la disolución efectiva del derecho en el umbral de la Justicia. Por decirlo de otra manera, mientras que Ulpiano se interesa por coordinar la iustitia mediante principios y reglas, para Pablo la Justicia disuelve el derecho en la pistis.

En cualquier caso, los casos de Ulpiano y Pablo demuestran paradigmáticamente (no hablo de una exégesis) que incluso una fuente superior no se exime del problema del desacuerdo sobre el suelo del derecho (“grounds of law”), sino que más bien lo exacerba [4]. Al apelar a un principio externo e inmanente en el derecho, la función de una fuente superior en lugar de estabilizar la “integridad interna” y la coordinación, en realidad, agiliza la función el principio deshaciendo el control de la mediación institucional. En realidad, este es el mismo problema de la unificación, mediante un principio escatológico, de la separabilidad que se establece entre ekklesia e imperium, en pro de un providencialismo integral. De forma paradójica, entonces, la apelación e instrumentalización externa de la fuente superior, en realidad, es el motor moral para efectuar resultados ya siempre previstos de antemano. Así, la fuente superior no es otra cosa que la disputa por la optimización de los efectos.

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Notas 

1. Edward Corwin. The Higher Law Background of American Constitutional Law (Liberty Fund, 2008). 21.

2. Bernard H. Stolte. “Did Paul and Ulpian Disagree?”, Mnemosyne, 1984, 152-153.

3. Una observación de Honoré. Ver, Tony Honoré. Ulpian: Pioneer of Human Rights (Oxford U Press, 2002). 84.

4. Ronald Dworkin. Law’s Empire (Harvard U Press, 1986). 113.

El constitucionalismo del bien común a debate. Intervención en el Seminario de Derecho y Sociedad, Universidad del Salvador. por Gerardo Muñoz

Antes que todo, debo debe extender mis agradecimientos a los profesores Guillermo Jensen, Juan Bautista Saborido y Andrés Rosler por invitarme a conversar en esta serie del Seminario de Derecho Política y Sociedad de la Universidad del Salvador. Es una serie que he venido siguiendo con atención durante el último año y que contribuye enormemente a los debates contemporáneos sobre la filosofía del derecho. No tengo la suerte de ser un jurista ni abogado, aunque por algunas razones del destino, parte de mi investigación teórica-política me ha llevado a interesarme por la filosofía del derecho en el contexto de cierto agotamiento del liberalismo político y su gramática moderna. Hago este disclaimer inicial para desmarcar al menos dos cuestiones: en primer lugar, que aunque no soy jurista me parece que es importante leer y pensar la obra de Adrian Vermeule desde su especificidad jurídica (no es siempre así en los Estados Unidos; en efecto, casi nunca es así, fuera de los circuitos oficiales de los Law School journals); y en segundo lugar, porque no podré decir mucho sobre los “case studies”, un área que excede mis competencias y me llevaría a meter la pata o hasta hundirse en la compleja madeja del “sistema federal” norteamericano.

Dicho esto, me gustaría organizar para la discusión de hoy un esquema bastante simple: primero, comentaré algunos rasgos generales de la obra jurídica de Adrian Vermeule previa al más reciente libro que nos convoca, luego pasaré a comentar algunos elementos que propone Common Good Constitutionalism (2022), y terminaré ofreciendo algunas críticas sobre la “eficacia” (o “futilidad”) de la propuesta de un “constitucionalismo del bien común” tal y como se propone en el libro. En esta última parte – y ya que me parece importante recoger el hilo de las conversaciones previas de esta serie – dejaré algunas pinceladas sobre la incompatible relación entre Carl Schmitt y Adrian Vermeule, a pesar de que incluso voces autorizadas de la filosofía del derecho han intentado ligar ambos autores, algo que a mi me parece escandaloso e infundado [1].

I. ¿Un caballero del apocalipsis? Hasta el momento no existe una monografía sobre la filosofía del derecho de Adrian Vermeule (Harvard Law), de manera que no me corresponde hacer un recorrido ni “grand tour” sistemático de su obra, sino más bien demarcar tres nudos problemáticos que nos pueden elucidar zonas claves de su pensamiento. Creo que fue Samuel Moyn a quién alguna vez le escuché decir que Vermeule era uno de los “cuatro caballeros del apocalipsis” (junto a Eric Posner, Jack Goldsmith, y John Yoo), ya que estos cuatro profesores de derecho, que comenzaban a “despuntar” en la escena académica norteamericana a comienzos de los 2000, tras la invasión de Irak, articularon, en sus diferentes estilos, una defensa teórica del poder ejecutivo, que incluía, aunque no se limitaba a poner en sospecha la ineficacia del derecho internacional y de los “derechos humanos”; a defender la excepcionalidad securitaria del uso de la tortura para territoristas (John Yoo, como sabemos, fue autor de los ‘Torture Memos’ de la OLC de la Presidencia de George W. Bush); y en demostrar la caducidad de los principios del republicanismo madisioniano [2]. Primer elemento, entonces: una visión fuerte de ejecutivo capaz de comandar el estado administrativo como verdadero nexo gubernamental del orden constitucional. La tesis del libro The Executive Unbound (2011), coescrito con Eric Posner, anunciaba el agotamiento de la separación clásica de poderes tripartitos y, recogiendo la hipótesis del Federalist 70, proponía que solo un ejecutivo enérgico en control de amplios poderes discrecionales estaba en condiciones de garantizar orden, establecer bienestar, y responder a emergencias de primer orden. En efecto, aquel libro fue escrito contra la tesis “tiranofóbica” – que en su desesperado intento por constreñir la fuerza ejecutiva terminaban por reproducir patologías tiránicas e inestabilidad institucional – a favor de una analítica no necesariamente “tiranofílica”, aunque sí tecnocrática en su concepción de un nuevo centro del gobierno: un presidencialismo administrativo (una noción que por estos años la propia Jueza de la Corte Suprema Elena Kegan, entonces abogada en la Casa Blanca durante la presidencia de Bill Clinton había defendido en un importante artículo publicado en Harvard Law Review) [3].

El siguiente paso de la dimensión “presidencialista” del ejecutivo proponía que, dado que los poderes públicos del ejecutivo residían en la capacidad de autorizar y comandar a las agencias federales el estado administrativo, esa misma co-extensión genera límites y contención. En otra parte, Vermeule le ha llamado a esto la “paradoja de Publius” – algo también elaborado en el sistema constitucional en su libro The Constitution of Risk – en el que se argumenta que una institucionalidad débil del poder ejecutivo constituía una preocupación para los Founders; y, por lo tanto, el “ejecutivo enérgico” hamiltoniano habría sido una invención que respondía a la debilidad parlamentaria en pro de la decisión unitaria. En efecto, los Founders de la convención de Filadelfia habían llevado a cabo una revolución contra el parlamento inglés, y no tanto contra George IV como ha mostrado recientemente Eric Nelson [4]. Este primer elemento nos lleva al segundo: el estado administrativo. Creo que es importante partir del hecho de que el ámbito jurídico de Adrian Vermeule es el derecho administrativo. O al menos esta ha sido una de mis hipótesis de análisis en algunos trabajos previos sobre su obra [5]. Desplegar con lujo de detalles el argumento de Vermeule sobre el estado administrativo nos llevaría por una tangente, de manera que me limito, por cuestiones de espacio, a resaltar dos contornos: en primer lugar, el derecho administrativo para Vermeule no es solamente una rama del derecho público norteamericano, sino que en realidad constituye el arco genérico de la transformación de la totalidad del derecho publico. Esto nos debe sonar familiar porque aparece como adagio en Common Good Constitutionalism (2022): “El derecho administrativo es the Living Voice of the Law” [6]. El derecho administrativo es proceso de irreversibilidad en la transformación del derecho público norteamericano que destituye la eficacia del Common Law, del positivismo como filosofía del derecho, e incluso la forma clásica de la separación de poderes. Aunque el derecho administrativo suele ser descartado o menospreciado, incluso por especialistas, creo que aquí es donde la propuesta de Vermeule pudiera generar su eficacia material para desplegar efectos transformadores en la comprensión del derecho. Y, finalmente, el tercer elemento: Vermeule es un reciente converso al catolicismo que en su trabajo de divulgación (no académico) ha tendido a restituir el “integralismo” católico, aprovechando la crisis de la representación liberal para organizar lo que él mismo ha llamado una “integración desde dentro”; esto es, ocupar la instituciones del estado y su burocracia, para redirigir los valores, las determinaciones, y un orden social concreto desde una visión ya no solo cristiana, sino en coherencia con el ideal de la Iglesia (una ekklesia que no se sabe muy bien donde está o a qué época corresponde) [7]. Creo que este mini-grand tour sobre la obra de Vermeule no desentona con la ocasión que nos convoca, pues estos tres elementos (poder ejecutivo, derecho administrativo, y moral cristiana) constituyente la insignia del estandarte que Vermeule alza como caballero armado del bien común iusnaturalista. En una caricatura reciente del Catholic Herald, el jurista aparece como caballero de Roma con bastón, pero sin espada. Desde luego, aquí podemos visualizar el vacío de la autoridad política y la apelación al principio trascedente de lo teológico [8].

2. Un bien-común substantivo. El libro Common Good Constitutionalism (2022), publicado a comienzos de este año, se presenta como una síntesis de los tres elementos previamente explicitados. Aunque como decía Sánchez Ferlosio, toda aspiración a la “unidad” requiere de un adhesivo fuerte para ensamblar las partes y así dotarlos de verosimilitud y novedad. En Common Good Constitucionalism el adhesivo es la apelación a la “tradición clásica” ( “classical tradition”), en la que se encuentran no tanto los pensadores clásicos de la fundación de la política moderna y su dimensión atlántica (Hobbes, Locke, Hamilton, o el republicanismo romano, los referentes de los Founders); sino más, bien una mezcla entre Justiniano, Ulpiano, la tradición de ragio di stato italiana, la jurisprudencia de Bartolo de Sassoferrato, la teorización de la doctrina cristiana de John Henry Newman, y por supuesto no podrían faltar Santo Tomas de Aquino y el tomista Charles de Koninck [9]. El libro se presenta como un programa de transformación de raíz del constitucionalismo norteamericano, y su piedra de toque es una tradición clásica basada en el derecho romano, así como en el legado del derecho natural. Creo que Baude & Sachs (2022) tienen razón al decir que Common Good Constitutionalism tiene un tono de “manifiesto”, de llamado a armas, de toma de posición; inclusive, si el profesor Andrés Rosler me permite el oxímoron, algo de jurisprudencia revolucionaria [10]. Incluso, no es del todo equivocado que el gran estudioso del derecho natural en los Estados Unidos, R.H. Helmholz, en su reseña sobre el libro, lo describa como un clarín que anuncia un “marching order”, algo tampoco inmerecido, puesto que en las páginas del libro damos con el lema “atrévete a comandar” (imperare aude) ([11]. Y como todo buen revolucionario, se necesita derrocar a todo lo anterior. De ahí el desprecio absoluto y furibundo contra el originalismo y el positivismo (le llama todo tipo de nombres, pero todo está basado en el presupuesto de una “neutralidad” ilusionara y engañosa, e inoperante para con la realización de sus fines).

Pero contra el ‘constitucionalismo viviente’ (Living Constitutionalism), el bien-común también quiere desmarcarse por su relativismo moral, idolatría de la autonomía de la persona, y al final del día, constituir un reservo político del liberacionismo economicista. Aunque del activismo liberal, Vermeule pone de cabeza y hace suyo lo que hace algunos años atrás Mark Tushnet denominó como “against defense crouch liberalism”, solo que ahora se muestra como una apuesta “against defense crouch conservatism” del originalismo. De manera similar – y siguiendo el ethos militante de las ordenes pretorianas romanas – Vermeule quiere persuadir a sus pares del movimiento conservador que dejen a un lado el positivismo y que actúen desde un bien-común imponente, enérgico, y sin escrúpulos [12]. Así, contra el originalismo constitucional del movimiento conservador de las última décadas (solo hay que ver la composición de la Corte Suprema de y los circuitos de las Cortes Federales), Vermeule propone un marco iusnaturalista que interprete en cada caso y a la luz de la tradición clásica ya no el endpoint del derecho positivismo – ¿qué hacer cuando damos con un dead end en un estatuto o en una enmienda – sino desde el principio orientador (ius) que siempre debe guiar la aplicación positiva del lex. Por esta razón, el CGC de Vermeule no es simplemente una teoría expresa de “casos difíciles”, ni tampoco se interesa por combinación entre iusnaturalismo y positivismo para la razón práctica, tal y como lo elaboró en su momento John Finnis. En cambio, lo que emerge es la primacía de la autoridad objetiva a partir de un marco jurídico substantivo, y por lo tanto, nunca fijado a la autoridad del lex positivo.

De hecho, la interpretación es la llave maestra para la aplicación de la “tradición clásica” como “respuesta correcta”, ya que el propio Vermeule reconoce lo que mucha antes también sugería autoridades como Yves Simón o Leo Strauss: esto es, que al final del día, cualquier apelación al “derecho natural” justifica una diversidad de posturas por parte de la decisión de un juez [13]. Obviamente que esto no es suficiente. Una crítica similar hace algunos años Vermeule la había desarrollado contra Fuller, cuya tesis medular en The Morality of Law, no pudo del todo dotar de sustancia a la integridad de una “moral interna”, puesto que Fuller termina por aceptar la existencia de normas positivas fundamentada en los hechos sociales [14]. Para Vermeule, entonces, el “bien común” es una forma de sustancializar (ya de antemano en posesión de una “respuesta correcta”) el principio natural (ius) para derrota normas y precedentes (Common Law) que exista en el derecho vigente. En este sentido es por lo menos paradójico que el bien común sea considerado un “constitucionalismo”, ya que de lo que se trata es de que domine por su propio peso doctrinal el ius substantivo contra toda dimensión del derecho positivo ordenado por los principios de la constitución [15]. En realidad, se trata de establecer de una vez por todas quién tiene la última palabra sobre el contenido del derecho. Esto aparta la postura de Vermeule de las teorías morales más influyentes de la jurisprudencia moderna: a) de los requisitos de la moral interna de “integridad” de Lon Fuller, o b) la tipología de bienes públicos que constituyen razones para actuar a la mano de requisitos de razonabilidad práctica de John Finnis. Por estas razones metodológicas (y no solo, pensemos, por ejemplo, en la concepción del principio de subsidiariedad en el CGC) los iusnaturalistas contemporáneos – Robert P. George, John Finnis, George Duke, entre otros – mantienen su distancia ante la impronta interpretativista del constitucionalismo del bien común [16].

Esta distancia cobra sentido no porque Vermeule sea crítico del positivismo, sino porque su apuesta teórica lo asemeja a las teorías principialistas de Ronald Dworkin o Robert Alexy [17]. Y para Vermeule el principio del bien-común es en realidad el ur-principio de todo derecho norteamericano que antecede a la constitución escrita, aunque tampoco constituya la unidad política. Aunque la verdadera tracción del bien-común no es meramente un descenso a las lejanas aguas del ius romano o del derecho canónico, sino su implementación efectiva mediante la interpretación. Ahora podemos ver con claridad la importancia del estado administrativo para Vermeule la que intentaré de condensar de esta forma: a). En la medida en que el estado administrativo gana terreno desde la deferencia y la delegación, la separación de poderes clásicos colapsa a la acción administrativa (interpretación, legislación, e implementación) de los poderes, 2. la función discrecional es tal que todo pasa a estar abierto a la interpretación discrecional amplia en contextos de incertidumbre y excepción, 3. por lo que las categorías de “justification & fit” de Ronald Dworkin cobran relevancia en el cuadro del estado administrativo, salvo que ahora lo hace marginando a las cortes y transformando a los jueces del imperio del derecho en meros árbitros impotentes municipales [18]. En efecto, para Vermeule la determinatio del ius no es una norma positiva, sino la especificidad concreta que el principio debe guiar. Esto es lo que analógicamente Vermeule ve operando en el principio de deferencia administrativa [19]. Ahora vemos con la teoría moral del derecho de Dworkin se acopla al ascenso de estado administrativo; a tal punto que, en una nueva fase de la personae jurídico, el juez del constitucionalismo del bien común ya no es ni un juez soldado ni un juez Hércules, sino un sacerdote que adapta una moral invariante como ajuste y justificación (justification and fit) desde su poder de deferencia administrativo. Y aunque no tengo tiempo para desarrollarla, mi hipótesis es que la crisis de positivismo no solo responde a una crisis externa de la democracia o del poder constituyente, sino a la a la propia transformación interna del derecho en el espíritu de la técnica y la consumación de la legalidad sobre el vacío de la legitimidad [20]. Y es aquí donde Vermeule ve una oportunidad que no es meramente una escaramuza en torno al pasado. Como escribe el propio Vermeule hacia el final del libro:

“Our administrative “law,” then, arguably amounts to law as ius, not merely as written positive lex. In this sense, what Ulpian said in majestic terms – that “the law [ius] is the art of goodness and fairness, and of that art, we jurists are deservedly called the priests” – is emphatically true of our administrative law, even or especially today. There is no inconsistency between seeing administrative law, administrative lawyers, and judges in this way and in seeing the system as one that is broadly deferential to our praetors and other magistrates.” [21]

De ahí que para Vermeule el bien común no es ni tan siquiera una apelación trascendente al ius, sino que supone una motorización perpetua por parte de un funcionario pretoriano. Al final del día, la noción clásica del bien común no proviene de la tradición iusnaturalista o de la inclusión de la moral en la filosofía del derecho, sino del derecho romano del ius honorarium, como hemos sugerido en otro momento [22]. ¿Qué significa que un juez se haya convertido en un sacerdote, un funcionario en imagen y semejanza de Ulpiano? Homo homini clericus apuntó con lucidez Carl Schmitt en Glossarium [23]. Y Ronald Semy, el gran historiador de la Roma clásica, tiene una pequeña explicación bastante atendible:

“En la definición de Ulpiano, un jurista toma la función de un sacerdote. Un paralelo cercano entre ambas profesiones no es muy difícil de encontrar, ya que el derecho romano era una teología especificada (provista con dogmas, herejías, rituales y casuística). Para el sacerdote la tarea fundamental es un estudio de los de textos con el fin de alcanzar una formulación perfecta; y en su práctica consta de una obsesión con las palabras como síntoma de su deseo por prevalecer y dominar. La superioridad sacra en cierto sentido es un “vestido” para los efectos de sus ambiciones” [24]

III. Moral revolucionaria. No deja de ser llamativa y azarosa la mención de una interpretación moral como “vestido”, ya que el propio Vermeule define en otra parte al constitucionalismo como una “pieza suelta” (loose fitting garnment) que es consistente con el ajuste y justificación de la integridad dworkiniana cuya sastrería ahora enviste al corpus burocraticum del estado administrativo. Como también vio Tony Honoré en su monografía sobre Ulpiano: “En su búsqueda del bien y la equidad…. el derecho romano tenía que ser flexible, ya que todos los principios tendían a ser interpretados a la luz de la equidad y de las circunstancias” [25]. Desde luego, en circunstancias de incertidumbre vale ‘motorizar’ la eficacia legislativa, penal, y moral hacia la realización interna de un estado legal total o lo que es lo mismo: administrar la anomia como expresión de la crisis de la autoridad del derecho. Esta motorización de la legalidad burocrática fue lo que el propio Carl Schmitt percibió como la lenta transformación del derecho positivo en una legitimidad revolucionaria que había tenido como punto de arranque el ascenso de la jurisprudencia científica de Von Savigny [26]. Vermeule se revela contra esta fobia apelando al principialismo de Dworkin al que ve como la teoría que mejor se aproxima a la transformación viviente de la adjudicación administrativa [27].

El concepto de lo político queda superado por una legalidad moral que pareciera tener atractivo al interior de la crisis institucional de los poderes públicos: el ascenso de un Leviatán administrativo [28]. Por lo tanto, la apelación del iusnaturalismo por parte del constitucionalismo del bien común es tan solo un traje de baño (para aquellos bautizados, o con lentes de sol para los milagros) – un derecho natural que habría cedido por buenas razones al constitucionalismo y al positivismo, según Stuart Banner – que encubre algo más urgente aún: la conversión del derecho en estrategia de des-secularización de los conceptos jurídicos, y que ya poco tiene que ver con una teología política externa, sino con un paradigma cristiano estratégico, cuya fuerza busca la activación de todos los poderes administrativos [29]. Aunque cabe preguntar llegados a este punto: ¿tiene algo de conservador este movimiento avasallador de administración puesta al servicio de obligaciones morales? ¿Es consistente esta postura con los ideales institucionales de la tradición conservadora? En su réplica a Lord Devlin, H.L.A. Hart escribo algo que nos hace dudar que fuese así:

“It is worth observing that great social theorists like Burke…one of the most anxious to defend the value of the positive morality and customs of particular societies against utilitarian and rationalist critics, never regarded the simple assertion that these were things of value as adequate. Instead, they deployed theories of human nature and of history in support of their position. Burke’s principal argument, expressed in terms of the “wisdom of the ages” and the “finger of providence,” is in essence an evolutionary one: the social institutions which have slowly been developed in the course of any society’s history represent an accommodation to the needs of that society which is always likely to be more satisfactory to the mass of its members than any ideal scheme of social life which individuals could invent, or any legislator could impose.” [30].

Si la finalidad del bien común consiste en “revolucionar” la tradición clásica e inmanentizar la autoridad del ‘Higher law’ como fuente del derecho, Hart nos recuerda que el juez sacerdote más que una figura de conservación es un producto de la aceleración y de la época de los movimientos y de la tecnificación de los valores [31]. Y creo que sobra decirlo, pero nada es más ajeno a los arcanos del conservadurismo que la aceleración de una “revolución moral” [32].

.Notas

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Notas

1.Ver de David Dyzenhaus, “Schmitten in the US”, Verfassungsblog, abril de 2020: https://verfassungsblog.de/schmitten-in-the-usa/, y el apéndice “John Finnis and Schmittean logic” en libro The Long Arc of Legality: Hobbes, Kelsen, Hart (Cambridge U Press, 2022), 435-445.

2. Samuel Moyn. “Conversation With Jack Goldsmith”, The Legal Theory Podcast, 2020: https://podcasts.apple.com/us/podcast/jack-goldsmith/id1534217240?i=1000493267724

3. Adrian Vermeule & Eric Posner. The Executive Unbound: After the Madisonian Republic (Oxford U Press, 2011).

4. Adrian Vermeule. “The Publius Paradox”. Modern Law Review, Vol.82, Issue 1, 2019. 1-16..

5. Ver mi “La jurisprudencia postliberal norteamericana: orden y gobierno del bien-común”, Pensamiento al margen, N.16, 2022, 8-20. 

6. Adrian Vermeule. Common Good Constitutionalism (Polity, 2022), 136.

7. Adrian Vermeule. “Integration from within”, American Affairs, N.1, 2018: https://americanaffairsjournal.org/2018/02/integration-from-within/

8. Michael Warren Davis. “The Times of Tribes”, Catholic Herald, noviembre de 2018: https://catholicherald.co.uk/the-time-of-the-tribes/

9. Thomas E. Ricks. First Principles: What America’s Founders Learned from the Greeks and Romans (Harpers, 2020). También, ver Baude & Sachs (2022). 

10. Sobre la relación entre revolución y proceso jurídico, ver de Andrés Rosler, “Legalidad, legitimidad, y crimen universal durante el juicio a Louis XVI”, en Si quiere una garantía, compre una tostadora (Editores del Sur, 2022), 161-234.

11. R. H. Helmholz. “Marching Orders”, First Things, May 2022: https://www.firstthings.com/article/2022/05/marching-orders

12. Mark Tushnet. “Abandoning Defensive Crouch Liberal Constitutionalism”, Balkinization, May 6, 2016: https://balkin.blogspot.com/2016/05/abandoning-defensive-crouch-liberal.html?m=1

13. Adrian Vermeule. Common Good Constitutionalism (Polity, 2022). 9.

14. Adrian Vermeule dice sobre Fuller hacia el final del curso sobre The Morality of Law: “Al final en el debate Hart-Fuller ambos tienen razón: el derecho para Hart es management, mientras que para Fuller es integridad. Por eso el ganador al final no es otro que Tomas de Aquino”, Thomistic Institute, Agosto de 2018: https://soundcloud.com/thomisticinstitute/the-relationship-of-positive-law-and-natural-law-pt-3-prof-adrian-vermeule

15. William Baude & Stephen E. Sachs. “The “Common Good” Manifesto”, Harvard Law Review, 2022, SSRN: https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=4190445

16. Ver mi “¿Por qué el iusnaturalismo no se alinea al bien común constitucionalista?”, Abril de 2022: https://infrapoliticalreflections.org/2022/04/08/por-que-el-iusnaturalismo-no-se-alinea-al-bien-comun-constitucionalista-por-gerardo-munoz/

17. De hecho, Finnis es bastante crítico de la dimensión “ideal” y de la etiqueta de “anti-positivismo” de Robert Alexy. Ver, “Law as Fact and as Reason for Action: A response to Robert Alexy on Law’s Ideal Dimension”, The American Journal of Jurisprudence, Vol. 59, N.1, 2014, 85-109.

18. Adrian Vermeule. Law’s Empire: From Law’s Empire to the Administrative State (Harvard U Press, 2016). 

19. Adrian Vermeule. “Deference and Determination”, lus & Iustitium, December 2020: https://iusetiustitium.com/deference-and-determination/

20. Según Cass Sunstein, la jurisprudencia de Vermeule expresa el paradigma del juez-soldado en su capacidad de deferencia administrativa, en Constitutional Personae (Oxford U Press, 2015), 13. 

21. Adrian Vermeule, Common Good Constitutionalism (Polity, 2022). 136.

22. Ronald Syme. “Lawyers in Government: The Case of Ulpian”, Proceedings of the American Philosophical Society, Vol.116, 1972, 409

23. Carl Schmitt escribe en Glossarium (El Paseo Editorial, 2021): “Un anticlerical me dice: Cuídese de los sacerdotes: todo sacerdote está ansioso de poder y de dominar y dispone de viejos trucos para someter a las personas. Yo: Muy bien, ¿pero por qué me lo dice? Hace tiempo que lo sé. Solo percibo, cuando le oigo decirlo así, que toda persona es un sacerdote. Quizá sea el resultado del sacerdocio universal. Homo homini clericus”. 492

24. Ver mi “El pretor romano y el ius honorarium”, abril de 2022: https://infrapoliticalreflections.org/2022/04/24/el-pretor-romano-y-el-ius-honorarium-por-gerardo-munoz/

25. Tony Honoré. Ulpian: Pioneer of Human Rights (Oxford U Press, 2002). 103.

26. Carl Schmitt. “The Plight of European Jurisprudence”, Telos, 83, 1990. 54.

27. Contra Schmitt, Vermeule escribe en Common Good Constitutionalism (2022): “Dworkin, however, suggested that both sides of the debate (with Pound on one side, and Schmitt and Hayek on the other) were mistaken about their joint prediction. In Dworkin’s view, under conditions of increasing social and economic complexity, law would come to rely more, not less, on jurisprudential principles, as opposed to positive sources such as either general rules or ad ho commands. I will argue that Dworkin’s basic view has been vindicated – after a fashion, anyway. The scale, complexity, and rapidity of lawmaking in the modern state grew to such a point that neither general rules nor ad hoc commands could keep up. Rather, actors in the system, particularly judges, turned to general principles of lawmaking to maintain a supervisory role for legality. Administrative law, particularlythe jurisprudence of judicial review of administrative action, turns out to be pervaded by principles of what used to be called “general” law, unwritten jurisprudence. Today’s administrative law, then, is is at least as much as it is lex.” 130.

28. Adrian Vermeule & Cass Sunstein. Law and Leviathan: Redeeming the Administrative State (Harvard U Press, 2020).

29. Stuart Banner. The Decline of Natural Law: How American Lawyers Once Used Natural Law and Why They Stopped (Oxford University Press, 2021), 71-137.

30. H.L.A. Hart. Law, Liberty, and Morality (Stanford University Press, 1973). 73-74.

31. El propio hecho de que se apele al “Higher Law” de la “tradición clásica” implica que Vermeule, como antes Ronald Dworkin, disputa que haya un consenso sobre cual es la fuente del derecho, y por lo tanto siempre hay desacuerdo. Ver, “Disagreement about Law”, en Law’s Empire (1987). 3-6.

32. En efecto, podríamos ubicar a Vermeule como el jurista de un grupo de intelectuales norteamericanos (algunos afiliados con un proyecto “postliberal”) que intentan “revivir” la tradición clásica mediante una “revolución en la moral”, tal y como lo propone abiertamente el historiador medieval de Harvard James Hankins. Ver, “The Case for an American Revolution in Morals”, Wall Street Journal, Agosto de 2022: https://www.wsj.com/articles/the-case-for-an-american-moral-revolution-history-judgement-virtue-politics-regime-constitution-humanists-petrarch-11660919176

Derecho a la carta: sobre The Authority of the Court and the Peril of Politics (2021) de Stephen Breyer. por Gerardo Muñoz

El breve opúsculo The Authority of the Court and the Peril of Politics (Harvard U Press, 2021) del juez de la Corte Suprema Stephen Breyer merece atención tan solo por el hecho de que se trata del último libro de un juez antes de su retiro de la institución más importante del país. Pero si acaso esto no fuese suficiente, también diríamos que el opúsculo de Breyer busca ser leído como un testimonio en tiempos de “peligro”, o bien de entrada a zonas peligrosas en la deslegitimación de la autoridad del derecho y del sistema judicial norteamericano. La latencia que recorre el libro de Breyer es el síntoma de nuestros tiempos: “todo es político”. Claro, si todo es político, entonces la Corte debe responder a la política de turno, cualquiera que esta sea. De esto se deriva que la supremacía de la política debe subordinar la función adjudicativa del derecho, incluso desobedecer su autoridad. Esto es un reto para la esfera del derecho simplemente porque como veía el jurista Alexander Bickel, la función estructural de la Corte Suprema tiene una función de limitación contra-mayoritaria, esto es, debe poner límites a la expresión legislativa y representativa de una mayoría que ha ganado elecciones. Pero una vez que se nos dice que todo es política la llamada “countermajoritaran difficulty” cesa de tener sentido, puesto que ahora el terreno de la jurisprudencia también deviene terreno político, al punto de que sus límites se van dilatando en conveniencia de las causas. Esta estructura propia de una legalidad tecnificada hace que la Corte pierda todo ápice de confianza en la opinión pública. Y también su reverso: que el juez comience a pensar demasiado en el “qué dirá” del público.

Breyer recuerda que durante la historia de los doscientos años de democracia norteamericana (y tras la consolidación de Madbury sobre la revisión judicial), las otras ramas del poder han obedecido la última palabra de la Corte Suprema. Tras las décadas esta obediencia tácita se ha comprobado en disputas como Bush vs. Gore, pero también con la integración racial en Arkansas, o las disputas de las tierras de los Cheroke durante la presidencia de Jackson. Aunque Breyer no mencione explícitamente la pugna por los resultados de la elección del 2020 y la desobediencia del ejecutivo ante la negativa de la Corte de tomar el caso, es ciertamente esto lo que merodea la crisis autoritativa que crece con intentos de “court-packing”, o bien expandir la nómina de jueces en la corte. Ante los ojos del jurista, la desobediencia de su principio de revisión judicial solo puede implicar la “motorización” del derecho por el lado de la política, puesto que su objetivo es brindar “derecho a la carta”, como dice Breyer. Y desde luego, si de menú se trata, es muy fácil que una decisión autoritativa se rechace de la misma forma que podemos rechazar un plato fuerte o un postre en nuestro restaurante favorito. Desde luego, la diferencia radica en que si en un restaurante podemos devolver un plato que no fue de nuestro agrado, cuando hacemos lo mismo en el derecho, entonces estamos favoreciendo la “ley del más fuerte”; o lo que es lo mismo, una moralización de la política que nos revierte de vuelta a un estado de guerra civil legal, pues ya no necesitamos al derecho.

Breyer insiste que la Corte o los jueces no son ajenos a la política ni al sistema político. En todo caso son guardianes de la constitución que poseen una “doctrina sobre la pregunta política” que establece límites entre legislación y adjudicación. Breyer recuerda que Felix Frankfurter recomendó tomar distancia del “political thicket” para evitar que una corte se transforme en un espacio de legislación litigante [1]. Desde luego, en muchos sentidos en Estados Unidos ya hemos cruzado este Rubicón, para no hablar de otros países que cuando un colectivo quiere facturar o frenar una ley ya ni se molestan en ir a “sus representantes” sino que apelan directamente al sistema judiciario. Esta es la consumación integral de lo que Carl Schmitt llamara revolución legal mundial solo que ahora se encuentra al interior de los sistemas democráticos de Occidente, y más específicamente, en la propia valorización de las filosofías judiciales contemporáneas.

Como juez de la Corte Suprema Norteamericana, Breyer puede decir con comodidad que una “filosofía judicial no debe ser entendida como un código político”, pero esto es demasiado vague, por lo que requiere especificación. Lo cierto es que gracias a que un estado administrativo regula y delega las determinaciones judiciales en los Estados Unidos, la descarga de los principios contra las normas no pesa tanto como en contextos en los que un estado administrativo es inexistente, y los principios lo pueden todo contra la organización de un sistema normativo. Ciertamente, donde esto pasa, la filosofía del derecho post-positivista es un arma de la supremacía del valor contra la autoridad del derecho. En el contexto norteamericano las contiendas entre originalistas y activistas judiciales encuentran un espacio de neutralización en el estado administrativo, cuya transformación del derecho público Stephen Breyer guarda silencio en el libro. Y este silencio probablemente se deba al hecho de que la hegemonía del aparato administrativo requiere de una nueva teorización de la autoridad que Breyer no está en condiciones de asumir; o que un juez que todavía asume el law’s empire de los juristas no está dispuesto a conceder. Pero este proceso interno en el tejido del funcionamiento efectivo del derecho público pudiera arrojar luz a la crisis de autoridad que preocupa a Breyer.

Por decirlo con otras palabras, tal vez la crisis de la autoridad judicial se conecta con la creciente de despolitización una vez que la praxis política deviene un proceso administrativo supremo. De ahí que Breyer se encuentre en una paradoja que trenza su libro y que deja irresuelta: por un lado, la Corte no está en divorcio con la política (solo que no es una primera instancia); pero por otro, para Breyer hay una desconexión de las tareas de la “vida pública” y de los asuntos políticos de buena parte de la sociedad. La despolitización de la sociedad se encuentra diametralmente opuesta a la aceleración de una politización extrema del espacio autoritativo del derecho. Pero esta polaridad es propia de una crisis de legitimidad en la que pueden acelerarse ambos movimientos: politización del derecho, y despolitización de la autonomía en las formas en que las comunidades deciden vivir su entorno. De ahí que, a mayor hegemonía de la administración, también mayor aceleración del activismo judicial y de sus filosofías interpretativas desde el valor. En este contexto, claro está, solo quedan ejércitos de jueces que siguen “órdenes de marcha” (la frase es del jurista de derecho canónico y iusnaturalismo, R.H. Helmholz) que abona la guerra civil en el umbral de la crisis de autoridad. Y en un contexto de valorización absoluta de principios, las ordenes o los deberes ya no se obedecen, sino que se imponen desde la ratio última de la coerción legalista.

En este sentido, el optimismo de Stephen Breyer es demasiado idealista si tomamos en serio el escenario actual. Cuando al final del libro pide recuperar la “confianza” (trust) del público ante la autoridad de la Corte, creo que pasa por alto que nociones como “confianza” o “fe” solo pueden ser revividas dentro de un sistema institucional concreto que favorezca sus razones como coordinación de un sistema de mediaciones. Pero allí donde el sistema institucional es cada vez más débil y su ratio pasa de ser autoriativa a convertirse en valorativa (económica), entonces las razones para obedecer y confiar a la autoridad no encuentran su chance. Y no encuentran su chance porque el “trust” recae ya no sobre la mediación de las razones adjucativas, sino más bien en las “causas” ad hoc que se tienden a defender valores. Esta contracción llega a su punto máximo cuando el mismo Breyer dice hacia el final que “el estado de derecho depende de la confianza, guiado por principios legales, y no por la política” [2]. Pero una legalidad basada en principios y valores termina armando al juez en un sacerdote, al decir de Ulpiano, que reintroduce la moralización de la política por la ventana. De ahí que el descredito por la confianza del estado de derecho sea proporcional al fideísmo de las causas patentizadas en principios. En este escenario, la transmisión de una fidelidad ante el peso justificatorio de la autoridad – construida como mediación institucional para la esfera de las razones, como sugiere Joseph Raz – se disuelve en un derecho a la carta en cuyo menú siempre están servidos nuevos principios.

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Notas 

1. Stephen Breyer. The Authority of the Court and the Peril of Politics (Harvard U Press, 2021), 39.

2. Ibíd., 100. 

3. Joseph Raz. “Authority and Justification”, en Authority (NYU Press, 1990), 138. 

El pretor romano y el ius honorarium. por Gerardo Muñoz

¿Por qué emerge la restitución de la figura romana del “pretor” en el pensamiento jurídico contemporáneo tras la crisis del positivismo? Como ya hemos visto desde el Glossarium, Carl Schmitt consideraba con bastante estupor la figura del pretor romano al estilo de Pilato ante Jesús en Judea. Creo que es obvio que el pretor, dada su operatividad dentro de la concepción del derecho (ius), se diferencia drásticamente de la manera en que el iusnaturalismo concibió su tipología de bienes públicos como principios de fondo con respecto a un reinforcement de las normas positivas (lex). A diferencia del iusnaturalismo formal, el pretor pone el énfasis en una mediación regulatoria; esto es, en una fuente dogmática en la que no hay diferenciación alguna entre la esfera religiosa y la esfera pública, ya que ahora aparece suturada en la extensión misma del ejercicio del código.

Veamos como se crea el nexo entre una categoría como ‘bien común’ con una figura burocrática del derecho romano. En un artículo programático sobre la figura de pretor, y que no ha pasado por desapercibido, el sacerdote y filósofo del derecho Longchamps de Bérier argumenta que el pretor fue el gran garante del “bien común” mediante la eficacia de la utilitas como práctica administrativa concreta. Longchamps de Bérier nos recuerda que el pretor no es una figura pasiva de ponderación adjudicativa, sino que provenía de las filas militares. Así, su imperium estaba dotado de auspicia, la cual le permitía comandar edictos y decretos en correspondencia con la misión de sus deberes [1]. De manera que, si la misión del pretor romano consistía en la promoción del “bien común”, no era precisamente en función de principios y reglas tal y como lo entendemos en la época moderna, sino más bien como performances de “officium” que “no se define como administración de una iuristictio, sino más bien como necesidades políticas y militares que pudieran emerger en la expansión del imperio romano” [2]. Esto implica, desde luego, una flexibilidad siempre conveniente que tenía al dogma como marca de cierta forma de lo que podemos llamar arbitrariedad (desconozco si algo así existía en el derecho romano).

Cabe preguntar, entonces: si la figura del pretor se define como mediador para alcanzar la finalidad del “bien común”, ¿en qué consiste esta praxis que no se vincula ni a un principio, ni una regla, ni un tipo ideal, ni tampoco a un “proceso jurídico”? El mismo Longchamps de Bérier nos da la respuesta hacia el final de su ensayo: “el pretor es mejor entendido [hoy] como una función regulatoria” [3]. La función regulatoria implica una condición previa al “bien común”, como quiera que esta se defina. De ahí que esta praxis haya sido definida en el derecho romano como ius honorarium que, a diferencia del derecho civil normativo, implica un cuerpo estatuario flexible y continuamente abierto [4]. Esto es lo central. Y si el pretor se ocupa de una función “regulatoria” era precisamente porque podía ofrecer la mediación entre lo que no está escrito en el código y lo que emerge como necesidad del orden social. En este esquema, la función del “bien común” era secundaria, y ciertamente hoy reaparece como un “velo” (o pieza suelta, como hemos notado en otra parte) para ocultar su nexo operativo: el ius honorarium. Ciertamente lo “honorarium” proviene del “honos” (oficio), cuya atea real era “honrar” la dimensión interpretativa de los pretores. Esto explica – y arroja una nueva luz, en mi opinión – porqué Ulpiano habría dicho que los “juristas merecen ser llamados sacerdotes”, con el matiz de que el jurista en este contexto define la función concreta del ius honorarium del pretor.

Obviamente la autoridad del “ius honorarium” que autorizaba al pretor no era lo que entendieron los modernos como autoridad de separación entre moral y el norma jurídica; al contrario, como argumentó con lucidez Ronald Syme sobre el legalismo del Ulpiano, el ascenso de esta nueva clase burocrática militar unía el derecho con dogma, la esfera de la ley con la esfera de la religión, generando una verdadera “obsesión con las palabras con el único deseo de dominar” [5]. El pretor, entonces, más que un juez o un abogado, era una figura cuya necesidad última era la de una “emulación continua” (en el código). En efecto, el ius honorarium no era preminentemente una forma o un diseño institucional, sino la práctica escritural de una dogmática abierta. No debe sorprender – pero sí resulta muy llamativo – que justamente Marciano definiera el “derecho pretoriano como la voz viva del derecho civil”. Esa voz viva se escucha hoy bajo el ecualizador del “bonum comune”, tal vez porque ha olvidado (o le conviene olvidar) la procedencia de su verdadera y única naturaleza: el ius honorarium.

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Notas

1. Franciszek Longchamps de Bérier. “The praetor as a promoter of bonum commune”, Legal Roots: The International Journal of Roman Law, 2014, 219.

2. Ibíd., 225.

3. Ibíd., 229.

4. Oliver M. Brupbacher. “A King of Judges? An Essay in Reconstruction of Tasks and Functions of the Republican Praetor as Jurisdictional Authority”, Ancilla Iuris, 2006, 150.

5. Ronald Syme. “Lawyers in Government: The Case of Ulpian”, Proceedings of the American Philosophical Society, Vol.116, 1972, 409.

¿Por qué el iusnaturalismo no se alinea al bien común constitucionalista? por Gerardo Muñoz

En una reciente reseña crítica sobre Common Good Constitutionalism (Polity, 2022) de Adrian Vermeule, el historiador James Chappel admite en un momento que “uno de los puntos más importantes del libro de Vermeule es el hecho de que todo sistema de derecho siempre expresa algún tipo de postura moral” [1]. Es un comentario de brocha gorda, pero qué nos permite indagar un poco más en el problema en torno a la relación más acotada entre moral y derecho. Pues, en realidad, lo que afirma Chappel (y que asume como “sentido común”) cobra fuerza solo en la medida en que entendamos que por décadas la crisis del positivismo como fuente de autoridad del derecho ha abdicado a lo que el profesor Juan Antonio García Amado ha llamado iusmoralismo, una forma de amplificación “interpretavista” que se “ajusta” y “justifica” principios generales desde una integridad moral. El auge del interpretativismo ha hecho que la moral y el derecho converjan, lo cual legitima lo que Chappel reconoce como el punto “persuasivo” de la apuesta teórica de Vermeule. En realidad, diríamos que es todo lo contrario: es decir, lo que no parece persuasivo de la teoría del bien común constitucional es que es eminentemente una teoría interpretativista y no necesariamente una teoría iusnaturalista. Veamos un poco mejor este diferendo.

La divergencia entre el “constitucionalismo del bien” y el iusnuralismo explicaría – al menos de momento hasta donde tengo noticias – porqué filósofos del derecho natural como John Finnis o Robert P. George – no se han alineado con esta forma de revolución constitucional. ¿Por qué? En primer lugar, porque el bien común desarrollado por Vermeule favorece la instancia interpretativista por encima de la iusnaturalista, que el trabajo clásico de Finnis intentó aproximar la tradición iusnaturalista con la noción autoritativa del positivismo moderno. En segundo lugar, porque la cuestión de la “moral” en el derecho no es simplemente un enunciado abstracto más, sino que depende de cómo lo “ajustemos” en el diseño de una filosofía jurídica. Esto lo podemos comprobar con claridad en la reseña ensayo que el propio Finnis hiciera de Law’s Empire de Ronald Dworkin cuando aparecía el libro por primera vez [2]. Repasemos brevemente lo que Finnis dice en ella.

Hay al menos tres elementos que son atendibles en el contexto del diferendo entre iusnaturalismo e interpretación: el problema de la interpretación “creativa”, el riesgo de una yuxtaposición entre derecho y ley (ius y lex), y la minimización autoritativa por parte del imperio del derecho. En primer lugar, Finnis cuestiona el hecho de que el principio de interpretación creativa se postule como poesis y factio, en lugar de como guía y praxis, tal y como funciona en el pensamiento de Aristóteles y del mismo Santo Tomas de Aquino. En segundo término, Finnis advierte que Dworkin hace coincidir las normas de la ley con una concepción de principios del derecho, algo que “tanto el positivismo como el derecho natural mantuvieron separadas para poder identificar la ley en manos de jueces y abogados en una comunidad concreta” [3]. Y, en tercer lugar, el cierre de la “conmensurabilidad” entre ius y lex, entre derecho y ley, termina por debilitar gravemente la concepción de la autoridad del derecho para el interpretrativismo. El principialismo genérico del interpretativismo, entonces, termina por desempeñar una función “neutral” con respecto a la autoridad vigente de un sistema concreto de derecho. Finnis define el pensamiento de Dworkin como el de un “liberalismo de justificación política”, y que por lo tanto termina por entregarle “municiones” (weapons) a un relativismo jurídico [4]. Podemos decir que quizás Dworkin podía permitirse un relativismo interpretativista, ¿pero acaso lo puede hacer Vermeule sin traicionar las “lealtades” teológicas de su pensamiento? Esta sigue siendo la contradicción central de la apuesta de un constitucionalismo del bien común, que es más heredero (dada su aceptación realista) de cierta irreversibilidad interpretativa de valores que de una teoría institucional iusnaturalista.

De manera que a diferencia de lo que expresa Chappel en su reseña, Vermeule no tiene mucho que ver con Carl Schmitt – Chappel dice, otra vez con brocha gorda, “que se trata de un jurista de derechos que redefine sus ideas para justificar un régimen autoritario” – puesto que, como sabemos, el autor de Teología Política era más bien crítico de toda conflation entre moral y derecho como principio de justificación, además de que veía en Thomas Hobbes al creador del positivismo moderno que dio fin a la guerra civil. El bien común no podía llevarse al plano de una “justificación” de “integridad” para neutralizar la guerra civil, ya que la fragilidad de su reglamento autoritativo era el único camino que podía promover aquello que se quiere eliminar. Y al final, el problema del constitucionalismo del bien común no es que introduzca la moral en la discusión del derecho (esto es algo contemplado por todas las teorías jurídicas), sino que instrumentalice cierta idealidad iusnaturalista de fondo para fines claramente interpretativos. Esta anfibología entre una apelación de fondo al ius y una “motorización del lex” (Vermeule dixit) no crea forma política ni da espacio para una necesaria inconmensurabilidad.

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Notas 

1. James Chappel. “Inside the Postliberal Mind: A Review of Adrian Vermeule’s Common Good Constitutionalism”, The Bias Magazine, abril de 2022: https://christiansocialism.com/adrian-vermeule-common-good-constitutionalism-postliberalism-authoritarianism-christianity-left-politics/

2. John Finnis. “On Reason and Authority in Law’s Empire, Law and Legal Philosophy, 6, 1987, 357-380.

3. Ibíd., 368.

4. Ibíd., 366. 

Carl Schmitt y el derecho natural. por Gerardo Muñoz

Uno de los tantos elementos que salen a relucir en Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021) es la relación crítica de Carl Schmitt en torno al derecho natural y la tradición del iusnaturalismo. Como sabemos, el silencio de Schmitt sobre el derecho natural abarca toda su obra (también los estudios más importantes sobre el jurista), salvo algunos momentos de su tesis de habilitación El valor del estado y el significado del individuo (1914) en la que ofrece un análisis sobre la relación del derecho con el estado. Pero incluso en esa tesina, como argumentan los profesores Samuel Zeitlin & Lars Vinx con buenas razones, el joven Schmitt no se adscribe al iusnaturalismo sino que desarrolla una teoría del derecho (Recht) que termina siendo algo así como una teoría de “derecho natural sin naturalismo” (sic) [1]. En aquel texto, Schmitt admitía que el derecho antecede al estado, pero a su vez el estado es la garantía de una forma autoritativa que puede separar nítidamente moral y derecho. Sobra decir, entonces, que aquí Schmitt está mucho más cerca del positivismo jurídico de lo que convencionalmente se le impugna; un positivismo que no abandonó a lo largo de obra y que puede entenderse como una tercera vía ante el iuspositivismo normativo y el moralismo iusnaturalista. Todo esto es consistente con el “hobbesianismo” de Schmitt, verdadero artífice del positivismo moderno, y padre de la formalización del derecho natural en un principio generador de la fuerza de autoridad.

Glossarium hace posible ver los reparos de Schmitt en torno al derecho natural, al que por los años 48-49 lee bajo la rúbrica de la humanización del derecho internacional y por lo tanto como una “salida falsa” ante la crisis de la jurisprudencia europea. En una primera entrada sobre el tema fechada 6.8.48 leemos: “¿Cómo podría ser si no que el “derecho natural” no encuentro siempre de nuevo apasionados prosélitos? El derecho neutral, es decir docenas de postulados completamente opuestos, un monto de vagas clausulas generales cuyos supuestos conceptos permanecen indefinidos y ofrecen una imagen de ciento distintos rostros con cien distintas narices. ¿No debería ello encontrar el aplauso general?” (235).

Schmitt detecta en el derecho natural la primacía de los principios (ius) cuya ampliación indefinida conducen a la celebración litúrgica (pública) de los fallos de un juez. Esto hoy se ha intensificado con la impronta del iusmoralismo, como le suele llamar Juan Antonio García Amado. Por lo tanto, en la manera en que no se distingue de la moral, puede tomar mil mascaras en el acto jurídico, ya que todo es funcional a su producción justificatoria. De ahí que luego, en la entrada 5.11.48, Schmitt escriba que: “Actualmente, el “derecho natural” es solamente el producto fosforescente por descomposición de un embrollo que dura dos mil años” (257). Aunque se presta a varias interpretaciones, es probable que Schmitt viera en el revival del iusnaturalismo de su momento una compensación por la crisis de la forma jurídica en Occidente, y por lo tanto un intento desesperado por mantenerse a flote a toda costa ante el nuevo ascenso de la guerra civil internacional.

Sin embargo, también leemos en Glossarium otras críticas contra el derecho natural por parte de Schmitt mucho más severas, puesto que combinan el plano formalista con el plano teológico. En efecto, en una de las entradas más interesantes de todo el Glossarium leemos lo siguiente sobre el “proceso” a Jesucristo: “Cristo tuvo la muerte de un marginado sin derechos, la muerte del esclavo. [La crucifixión de Cristo fue un acto hors la loi…Pilato no era juez con respecto a Cristo; él no lo condeno a muerte, solamente lo entrego a la medida administrativa de la crucificaron, Peterson, 21.12.48]. No veo a ningún tenor de una sentencia a muerte en el texto del Evangelio. Pilato no era un juez” (260). En otras palabras, la función jurídica del pretor romano para Schmitt (una figura que hoy se busca “restituir” para los fines de un iusnaturalismo del bien común) correspondía a un magistrado sin legitimidad en el derecho que antecedía a la funcionalización del “enemigo total” de la crisis del positivismo moderno. Para Schmitt la romanitas del pretor se sentía de “tal grandeza” que en realidad podía prescindir de un proceso dentro del derecho público, un hecho que Erik Peterson también le confirmaba (284) [2].

Aquí la lección de Schmitt contra el derecho romano es clara y devastadora: se puede estar a favor de un naturalismo sin forma, pero recordando que esta fue la forma “criminilizante” contra el propio Cristo. De manera que un naturalismo puro corre el riesgo de contradecir sus propias “lealtades” teológicas, si las tiene. O bien, como señala Schmitt unas entradas posteriores (25.4.49), el derecho natural puro, en la medida en que expulsa las formas normativas concretas, potencialmente se declina hacia un absolutismo de la enemistad. Por eso el derecho natural solo podía ser “derecho natural relativo”; esto es, desde la falta inscrita en el pecado original (292). La falta genera forma de diferenciación primaria entre moral y derecho en todo orden político. Por eso para Schmitt no hay que echar mano de “principios generales” ni de sustancia del ius, puesto que el derecho es estrictamente forma, como escribe en un momento crucial en la misma entrada anterior:

“La forma es la esencia del derecho. ¿No es la forma la esencia de todo? ¿Qué, por tanto, significa en el derecho? El es el derecho en sí mismo, su visibilidad, su apariencia, su presencia publica. Lo más forma les la substancia del derecho, mejor aún: su vigencia. EL derecho no tiene ninguna ora sustancia especifica. Solo hay derecho vigente. Eso es lo que se quiere decir con derecho “positivo”. Lo indigente de las ordenes secretas de Hitler era la carencia de forma, visibilidad y presencia pública…” (294). 

Esta afirmación confirma la esencia positivista de Schmitt y su distancia absoluta con respecto del iusnaturalismo. En realidad, Schmitt veía hacia 1949 el derecho natural como una forma de “humanismo”, de esencia moralista y relativista ante la crisis de la jurisprudencia europea. Esta crisis veía con “preocupación los últimos restos de la naturaleza aun no destruida y sustituida por la técnica” (306). Pero tanto el humanismo abstracto como la restitución de un iusnaturalismo en la filosofía del derecho aparecía cuando “ese hombre tan implorado hacía tiempo que desapareció”. Volver a introducir un naturalismo en el derecho era la receta perfecta para la arbitrariedad del poder al estilo de las que se formulaban durante la “etapa oscura” del nazismo, tal y como puede verse en el artículo de Schmitt “Delegaciones legislativas” de 1936 en el cual la ejecución estatuaria (lex) buscar orientar y gobernar desde principios asumidos para el “bien de la perfección de la comunidad” [3]. Si Glossarium debe ser leído como una “autocrítica” de su aventurismo político en el nacionalsocialismo, entonces la crítica al derecho natural hace legible su postura de enduring positivism para la cual hablar de “bien común” o de “humanidad” solo podía venir de una voluntad empeñada en engañar.

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Notas 

1. Lars Vinx & Samuel G. Zeitlin. Carl Schmitt’s Early Legal-Theoretical Writings: Statute and Judgment and The Value of the State and the Significance of the Individual (Cambridge University Press, 2021), 19.

2. En una carta de junio de 1939, Erik Peterson le escribe a Schmitt a propósito del “proceso” romano a Jesús: “Herr Schmitt…yo creo que usted está totalmente en lo correcto cuando dice que Pilato no condenó a Jesús como juez, aunque yo no estoy versado en asuntos jurídicos. Desconozco si Jesús fue sujeto a la acusación de perduellio [máxima traición] y si algún tipo de juicio era necesario para ello. También creo que uno puede hablar de una interrelación entre ocupación del poder, colaboracionista y grupos judíos. Pero no tengo las competencias en estas cuestiones”. 

3. Carl Schmitt, “Legislative Delegationen”, Gesammelte Schriften 1933-1936 (Duncker & Humblot, 2021), 386-403. Allí Schmitt citando a Aquino define una “ratio gubernativa” en la aproximación de un estatuto (lex) cuya finalidad es el “dictamen de la razón como principio que gobierna a cualquier comunidad perfecta.” Le agradezco al profesor Samuel Zeitlin que me haya facilitado este pasaje de Carl Schmitt.