Sobre el Nomos Mousikos. por Gerardo Muñoz

En lo que sigue quiero organizar algunos apuntes de lectura sobre la noción griega de nomos mousikos, y para hacerlo quiero glosar algunos movimientos del último capítulo de The Birth of the Nomos (2019) del estudioso Thanos Zartaloudis, quien ha elaborado la contribución filológica y conceptual más importante del concepto hasta el momento. La noción de nomos mousikos pudiera orientar de manera decisiva la prehistoria de una institucionalidad no necesariamente jurídica, previa a la captura del derecho, y en tanto tal capaz de iluminar la relación entre derecho y forma de vida (ethos). En efecto, Thanos Zartaloudis comienza por recordarnos que en el Fedro Sócrates refería a la filosofía como la “más alta mousikē”, y que, en este sentido, la mousikē era una forma de vida, un ethos cuya exploración experiencial se daba mediante la mousikē [1]. Pero la mousikē tiene una prehistoria o una protohistoria antes del momento platónico, que en realidad es su último momento.

En sus inicios la mousikē constaba de una dimensión experiencial mayor que la technē, pues prepara las condiciones para la realización más educada del carácter (ethos) (341). Y, por lo tanto, se entendía que antes que la polis estaba mousikē, y que no habría vida en la polis sin la necesaria condición de la mousikē. Zartaloudis no llega a relacionar la mousikē con el ideal de la ciudad bella (kalapolis), pero sí nos dice que esa “experiencia” de la mousikē garantizaba un orden; una noción de orden acústico, más ligada a la voz y a la memoria que a una sustancia medible de la vida en la polis.

La mousikē, por lo tanto, apelaba directamente a las Musas, y, por extensión, a una función de la transmisión social de la memoria. Según Zartaloudis se trataba de: “una iniciación con la divinidad, que era saber común, y también poder de la música para instituir un saber común o una comunidad mediante la mimesis” (348). La mousikē constituía una forma institucional mínima, invisible, que tampoco era reducible a la especificidad de la música, sino a la asociación con las Musas. Y con las Musas se hacía posible guardar el silencio de la palabra, que entonces se entendía como un ejercicio fundamental de la paideia del ethos.

Aquí la mousikē asume su condición protofilosófica y especulativa más importante: la mousikē es el nombre que se le da al evento originario de la experiencia lingüística de lo no-lingüístico. Zartaloudis nos dice que la memoria que transfiere la mousikē es siempre de antemano trágica; y es trágica porque en ella se registra, o se intenta registrar, la pérdida de la voz como apertura del logos en la phonē. De manera que la “Musa es, el nombre de un acontecimiento que intenta ser recordado como advenimiento de la palabra, como cosmopoesis musical” (355). La Musa es, entonces, no solo ritimicidad de la mousikē, sino la memoria de la pérdida de toda divinidad que, en última instancia, dispensa la inmortalidad mediante el recogimiento de lo mortal, como sugiere Zartaloudis glosando a Jean-Pierre Vernant.

Las Musas ejemplifican una relación entre la voz y el orden social mediante la dimensión del ritual que Zartaloudis refiere de manera directa al problema de la armonía. Y es mediante este problema que la mousikē se convierte en un tema abiertamente político, o de interés político puesto que: “Armonía no era una cuestión de darle forma al caos, en el sentido de lo medible y lo cuantificable, sino de escuchar el chaosmos y ser capaz de anunciarlo” (362). Por eso ahora se puede entender porqué mousikē eventualmente pasó a ser una forma educativa política del ethos, así como un episteme técnico de las matemáticas y de la filosofía. De manera que mousikē era la forma mediante la cual se podía activar una regeneración del kosmos desde la experiencia de la phonē en el decir. La organización de la mousikē para los griegos poseía un poder cosmopoetico. Y Zartaloudis indica que el fenómeno del kosmos no era otro que el de aletheia en la canción. Se trataría, entonces, de un ritual de la mimesis del orden de lo melódico.

Es probable entonces que el nomos mousikos haya sido el sobrevenido técnico de transponer este problema de la voz como acontecimiento a formas genéricas de la melodía y de la tonalidad (382). Y posteriormente en Platón la mousikē obtiene un carácter jurídico y social, por el cual el acontecimiento queda plasmado en el orden de la legislación estatuaria. O sea, nos encontramos ante una forma temprana de la invención del “costum” como norma escrita. He aquí uno de los misterios que Zartaloudis registra, pero que tampoco logra desentrañar del todo de manera explicita: ¿cómo entender el tránsito del orden musical previo a su dimensión estamental del derecho, y luego su confección en la sutura del nomos mousikos? Zartaloudis cita al estudioso Mittica quien argumenta que dicha transformación es de orden de la analogía, y necesariamente de un desarrollo temporal, cuya ambigüedad permaneció por mucho tiempo en la antigua Grecia.

Pero será en Las Leyes de Platón donde la analogía encuentre su mayor grado de sofisticación y perfección, puesto que las reglas mousike serán transpuestas al ordenamiento (taxin) de la polis. Y ahora el poeta aparece ‘ordenado’ para la finalidad de un ‘bien común’ de la polis, ya que el poeta compondrá en la medida en que parmanezca dentro de la ley (nomina), apele a lo bello (kala), y contribuya al bien (agatha) de la ciudad. La dimensión del kosmos-mousikos, nos dice Zartaloudis, ahora aparecía albergarse en el artificio de la palabra. Y solo de lejos era posible escuchar “el pensamiento acústico” de Heráclito. Pero entre sonoridad (nómos) y ley (nomós) algo irremediablemente se perdía: el ritmo incongruente a la forma – el orden melódico, ahora devenía un molde para el orden social. Así se edificaba el nomos mousikos como actividad cívica. Y era el filósofo quien portaría la divisa de la “más alta mousike”, cuyo mysterium era residual a la apariencia de la idea. Por lo tanto, la mousikē era una instancia profética de toda filosofía, como en su momento pensó Gianni Carchia.

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Notas 

1. Thanos Zartaloudis. The Birth of the Nomos (Edinburgh University Press, 2019).

Rechazo del realismo. por Gerardo Muñoz

Alberto Moreiras escribe en Infraphilosophy una magnífica nota que actualiza la conocida “estrategia del rechazo” de Mario Tronti mediante un uso metonímico, el único posible para un mundo en el cual ya la espera por la posibilidad de atravesar al proletariado como forma de capital humano ha sido realizado en su totalidad por la racionalidad del liberalismo autoritario. Seguimos domiciliados en la hipótesis subjetiva-social del capital ahora asumido como parcialización del valor en la propia esfera intelectual. Hoy necesitamos de un segundo rechazo de lo que ha sido, en efecto, ya realizado.

Una nueva literalización, como decía Tronti hacia 1966: “la burguesía vive eternamente en el ciclo del capital”. Y hoy, a varias décadas de Operaio e capitale, allí residen sus satélites en órbita, sus naves galácticas, sus ensueños de eterno Pan como ominosa luz de olvido de la tierra. De manera que la postura en la que hemos sido asignados se vuelve la primera tarea existencial que debemos rechazar. (La política ya ha sido evacuada al suelo antropológico: un capitalismo donativo tras el fin de la producción clásica).

Esto lo veía James Boggs hacia el final de The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (1963): “…from which there is only one way for the individual to escape to prove his or her loyalty to the police state by becoming an informer for it. […] Today in the 60’s, the struggle is much more difficult. What it requires is that people in every stratum of the population clash not only with the agents of the silent police state but with their own prejudices, their own outmoded ideas, their own fears which keep them from grappling with the new realities of our age” [1].

Dejar de ser un informante supone nada más y nada menos que abandonar la esfera de lo social para así preparar los ingredientes de una experiencia en el umbral de una retirada. Otra vez Boggs: “pero no hay a dónde ir”. Esta es la condición del negro desembreando en la larga historicidad de la reconstrucción republicana. La lucha de clase ha quedado huérfana; las aspiraciones asimiladas a los subrogados de la policy y las infraestructuras; las lenguas y los contactos a las logísticas comunicacionales; el movimiento a la intensificación (aparente) de la movilización tan evasiva del conflicto como de una posible exploración de los mundos. Esta es la realidad.

Lo sensible ha dado paso a los dispositivos refractarios de una cultura como falso principio de diferenciación. Y ahora cultura solo puede ser considerada como forma de cultivo de una nueva ciencia de los encuentros por fuera de la devastación de la virtualización, que haga posible lo irreductible que el realismo hoy sostiene como mero “power nexus”. Superar las ficciones fundamentales implica abrir un abismo. Ahí moramos como existente y de paso preparamos la posibilidad de otra cosa.

No hay balance posible en el presente sin afirmar que George Floyd es la verdad absoluta de la época. Y esta verdad consistente en el hecho de que semejante mazacote llamado Sociedad ha dejado de contenernos. Ahora somos desbordes, formas minorías, itinerantes en búsqueda de ritmos, y paseantes que en su movimiento producen la seña de lo nuevo. Algunos permanecen inquilinos del realismo porque se abonan a la fe de lo Social. Hay otros, los póstumos, que saben que su destino bajo estas condiciones objetivas solo remite a una forma de administración de la muerte. Ahora podemos ver que la guerra civil es lo impensado y lo no-estudiado de la hegemonía, y en tanto tal, el verdadero antagonismo que debe ser llevado a cabo hasta la muerte [2].

Tenemos buenas razones para rechazar el realismo: no dejar impensado, otra vez, a los muertos. Y contra la ceguera de los realistas, la desrealización de los videntes. Esto implica, en cualquier caso, una nueva astucia (metīs), ya que el mundo nos exige pensar para volver a encontrarnos. Píndaro: “La astucia (metīs) del más débil logra sorprender al más fuerte hasta llevarlo a su caída” [3]. La pulsión de la astucia de quienes buscan abre la pregunta por la cuestión de nuestras técnicas (τέχνας). Una nueva comprensión de la organización para hacerle frente al estancamiento. Efectivamente, mundo no es conclusión.

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Notas 

1. James Boggs. The American Revolution: Pages from a Negro Worker’s Notebook (Monthly Review Press, 2009), 93.

2. Frank Wilderson III. Afropessimism (Liveright, 2020), 251.

3. Pindar. Isthmian Odes (Loeb, Harvard University Press, 1997).

Nuestra descomposición. Sobre Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020). por Gerardo Muñoz.

La edición y selección de Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020), eds. Arturo Leyte y Helena Cortés, es una insuperable condensación de los momentos estelares de la extensa producción epistolar del poeta alemán ya anteriormente recogida en Correspondencia completa (Hiperión, 1990) desde hace mucho tiempo agotada. En primer lugar, entonces, se agradece que se ponga a disposición del lector una selección de las cartas de Hölderlin desde las cuales podemos adentrarnos a la intimidad de un pensamiento en el que poesía y amistad se dan cita bajo la textura misma de la vida. En efecto, las cartas de Hölderlin respiran intimidad y calor de cercanía; todas ellas dirigidas a la familia (madre, hermano), colegas intelectuales (Schelling, Hegel, Schiller), o amigos (Ebel, Sinclair, Böhlendorff). La gradación de los destinatarios marca el ritmo de la coincidencia entre el hábito de pensamiento de Hölderlin y su pulsión de una interlocución marcada por la confidencia de la lengua. No es menor que sea desde la correspondencia – y no desde el ensayo, el tratado, o la extensa conversación del gran autor de genio que deja un registro enciclopédico sobre cuanto tema haya bajo el sol, como es el caso del Goethe de Eckermann – sea la forma en donde el brillo del pensamiento de Hölderlin asuma su forma más nítida. Aunque tampoco se trata de una correspondencia propiamente filosófica; esto es, entregada a los claroscuros de la abstracción y de la sistematización del sistema idealista. Hölderlin sorprende – y nos sigue sorprendiendo – justamente porque rompe contra este esquematismo, contra su tiempo.

Esta pasión de comunicación (que es también pasión por lo común de la palabra que jamás tendrá destinatario) conoce la vinculación heterogénea solo desde el fragmento. Esta pulsión genera sorpresa no tanto por la escritura o los caldos de confesión, sino por la irrupción de la idea. Tal vez esto es lo que Giorgio Agamben ha querido ver al mostrar cómo Hölderlin asumió de manera existencial una vida habitante en la que pensamiento y vida, hábitos y palabra encuentran una sutura soluble en un poeta que veía de manera secreta, sin pathos ni compensaciones extenuantes, el despegue de la consumación del nihilismo de lo moderno [1]. La forma epistolar es, en este sentido, como la forma autográfica: desfigura al autor. Y en ella aparecen clinámenes que sustraen a la vida de la metafísica de la apariencia. Este movimiento claramente exílico, sin embargo, gravita sobre las estelas del amor y la amistad, dos nombres de la intensificación del afuera. La epístola confirma que la supuesta locura de Hölderlin no es otra cosa que esta forma de deserción existencial entramada desde la potencia de un habla que pronto se vería acechada por lo que, tras Michelstaeader, pudiéramos llamar la ciencia de la retórica.

En este sentido, lleva razón Arturo Leyte al decirnos que Hölderlin fue un filósofo que no deseaba serlo, puesto que lo importante era atender a la poesía como “la búsqueda de lo vivo”; o lo que es lo mismo: la parte común y vulgar de la vida real y práctica [2]. La tragedia de Hölderlin es, por este camino entreverado de sustituciones y guiños, el doble movimiento de la incepción poética en la filosofía, y de la suspensión de la obra poética como realización de toda idealia. Por eso Hölderlin es la forma destituyente tanto de la sistematización absoluta de Hegel como del monumentalismo poético de Goethe. La “mala repetición” del genio de las varias mascaras (Scardanelli, Scaliger Rosa, Salvator, etc.) consistía de la sustracción de toda ficción de las credencias de “autor” para así morar en el paréntesis que devela la khora en todo decir poético. En otras palabras, la existencia ahora aparecía como el lugar de la poesis retirada de la abstracción normativa moderna. Por otro lado, la poética parecía alejarse de la experiencia y de la configuración de los géneros clásicos para convertirse en una forma de la abstracción a la sombra de un mundo puesto en obra. Esta sería la metafísica de la producción. Por eso en las notas sobre Edipo Hölderlin diría que la tragedia de la poesía moderna era su máxima alienación de la experiencia, “con todo sentido de precisión en la práctica” [3]. La mirada oblicua de Hölderlin ante el gigantismo moderno se movía así en una vacilación de dos puntos excéntricos: el extravío de los géneros poéticos como experiencia de ser, y la devastación de la tragedia como “alma viva” que en la antigüedad entregaba los elementos para la configuración de todo destino. En cambio, la modernidad de Hölderlin es no haber visto con nostalgia la pérdida (o el olvido fundamental y final) de lo que supuso el origen griego, sino la posibilidad de morar allí donde las mediaciones entre el ser y lo aórgico aparecían disyuntas. Esto explica el paso naturalista o panteísta de Hölderlin al interior del idealismo alemán: sólo una percepción de lo invisible, mediante el arte, podría transfigurar la condición nihílica moderna. Como apunta Arturo Leyte en su estudio, se trata de pensar una “imagen sagrada que puede guardar la relación con la naturaleza poética” (8). Es una imagen sagrada que triunfa por sobre la ficcionalización de la prosa del mundo tras la fuga de los dioses.

De ahí, entonces, la dependencia en una teología transfigurada, de un theos sin dioses ni sacramentos; sin plegarias o mandatos; y también sin burocracia eclesiástica y sin encarnación mesiánica. Esta teología transfigurada apunta, mucho antes que lo tematizara Iván Illich, al fin del eón de los profetas como antesala para “un mundo externo sensible para tiempos mejores” (93) Pero la filosofía no puede llevar a cabo esta tarea, lo sabemos. Tampoco lo puede hacer una nueva mitopoética imbricada en las representaciones residuales de la antigüedad y de la época pindárica de los géneros. Como le escribe Hölderlin a Niethammer en una carta de 1796: “La filosofía es una tirara y, más que someterme voluntariamente a ella, lo que hago es sufrir su yugo” (108). Ese yugo es síntoma de la pulsión del intelecto en tiempos que no están dados para poetas fundadores de nuevas épocas. Y quienes se atreven a fundarlo de esta manera – como Goethe con su nemo contra deum nisi deus ipse – recaen en una compensación favorable a la realidad contra el mito. En las antípodas del principio de realidad emergente de lo moderno, Hölderlin busca un consuelo en la disolución, una transferencia destituyente que prescinde de ontologías substitutas para la acomodación genérica del “Hombre”. De ahí la radical extrañeza de Hölderlin ante la génesis política de lo moderno: un pensamiento destructivo que, mediante la poética de la vida, renueva la pregunta por la revolución efectiva del actual estado de las cosas. O dicho muy brevemente: es probable que Hölderlin haya sido el pensador de la descomposición de un mundo en el ocaso de la experiencia. La falsa tragedia propia de la tecnificación abolía todo destino.

En uno de los momentos más bellos de toda la correspondencia, Hölderlin le dice a su amigo Ebel (1797): “…tengo un consuelo, y es que toda efervescencia y disolución tienen que conducir necesariamente o a la aniquilación o a nueva organización. Pero puesto que no veo aniquilación, pienso que lo tanto de humus de nuestra descomposición tendrá que resurgir la juventud del mundo…” (117). La modernidad política definiría de manera incorrecta la organización de esas fuerzas: a saber, intensificar la errancia de la especie en su entregada sumisa y total a la mistificación del discurso del capital. En cambio, el devenir de las condiciones actuales del mundo le ha dado la razón a Hölderlin: una nueva organización para una “futura revolución de las ideas y los modos” solo puede llevarse a cabo desde una poética del pensamiento en la vida. Esta organización – que por momentos coincide con lo que Hölderlin llama una “iglesia estética” o iglesia invisible – es condición de posibilidad para proliferación de las fuerzas que hacen posible la transformación de lo nuevo en el mundo. Contra la aparición frívola del constructo de lo Social (traslación de la polis), la insistencia en el alma avisaba de un movimiento, sin lugar a duda “el más difícil”, para despejar la dimensión de una vida inesperable de sus formas. Esta era, acaso, “la excelencia griega”, como le aclara a Böhlendorf en la conocida epístola de 1801 sobre el uso de lo nacional. La excentricidad, entonces, no sería antropológica ni política, sino poética y sensible.

Este desplazamiento prepararía el verdadero reino de una descomposición en retirada de lo moderno: contra el principio de igualdad (cuyo precio es siempre la liquidación de lo irreductible), Hölderlin apuesta con la mirada en el origen griego a “no tener nada igual a ellos” (191). Contra la igualdad, una irreductibilidad de las almas. Por supuesto, “el libre uso de lo propio es lo más difícil”, porque nos fuerza al ejercicio de una morada extática para reinventarnos a partir de los accidentes de su devenir. Nunca dicho de manera explícita, leyendo las Cartas filosóficas de Hölderlin, podemos sospechar que esta búsqueda no es una forma solitaria y aislada de una condición de locura, sino más bien la afirmación de la amistad para quienes han transitado al reino de esos amigos que no se conforman con las técnicas que legitiman la “realidad”. Nunca mejor dicho: “Porque eso sí que es lo trágico entre nosotros, que nos vayamos calladamente del reino de los vivos metidos dentro de una caja cualquiera y no que, destrozados por las llamas, paguemos por el fuego que no supimos dominar” (191). Y “usar” las cosas de este mundo desde una postura forastera es la tarea de toda vida que se resiste a la domesticación diseñada en las carpinterías especializada en las cajas del sujeto. No es menos cierto que se volvía imposible regresar al fulgor de las llamaradas de un mundo, el griego, tan lejano como perdido. A cambio, ahora la vida se asumía como errancia, pero también como portadora del acontecimiento de cada cosa dicha por la voz del viviente.

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Notas 

1. Giorgio Agamben. La follia di Hölderlin. Cronaca di una vita abitante (Einaudi editore, 2021).

2. Arturo Leyte. “El filósofo que no quería serlo”, en Cartas filosóficas de Hölderlin (La Oficina, 2020), 15-60.

3. Friedrich Hölderlin. “Notas sobre Edipo”, Friedrich Hölderlin, Ensayos (Editorial Ayuso, 1976), ed. F. Martinez Marzoa, 133.

Un panfleto impolítico: sobre La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar Editor, 2021), de P.P. Portinaro. por Gerardo Muñoz

El libro La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar editor, 2021) de Pier Paolo Portinero, que acaba de aparecer en excelente traducción de José Miguel Burgos Mazas y Carlos Otero Álvarez, se autopresenta como un panfleto político. En su forma ejemplar, el panfleto se remonta a la tradición de los pamphlets (cuya incidencia en la revolución norteamericana sería decisiva, como lo ha estudiado Bernard Bailyn), aunque el libro de Portinaro tiene la particularidad de no abrirse camino al interior del estancamiento de la realidad, sino en un ejercicio particular: desplegar una enmienda a la constelación de pensamiento contemporáneo proveniente de Italia rubricado en antologías y discurso académico como “Italian theory”. Para ser un libro con abiertas intenciones de “pamphlet, La apropiación de Maquiavelo asume una posición en el registro de la historia de las ideas. Esta diferencia, aunque menor, no debe pasarse por alto, pero ya volveremos sobre ella hacia el final de esta nota. En realidad, el libro de Portinaro tiene algunos visos de impugnación contra todo aquello que huela a “teoría” – de momentos recuerda el libro de François Cusset contra la French theory y su impronta en las universidades norteamericanas – a la que Portinaro entiende como una fiesta atroz de disfraces que combina un plusvalor político propio de las viejas utopías revolucionarias con un apego realista en su crítica de la tradición liberal ordenada.

Según Portinaro se trataría de un monstruo de dos cabezas cuya eficacia política no sería anecdótica: “La irrupción de un anómalo populismo don dos cabezas – esta sí, una peculiaridad italiana – no puede considerarse como un epifenómeno sin relación con la pretensión de combinar una sobre abundancia de utopía y una sobreabundancia de realismo, una plusvalía de representación y una plusvalía de conflicto” [1]. ¿Qué esconde este movimiento pendular, según Portinaro? Un pensamiento localizado y localizable (“italiano”, una suerte de reserva nacional para tiempos globales) que no es otra cosa que “promoción de versiones extremas, de las teorías de otros” [2]. Entendemos que Portinaro hace referencia aquí – en efecto, lo despliega a lo largo de su panfleto – al horizonte de la biopolítica en la línea de las investigaciones de Michel Foucault, y la crítica a la metafísica y al nihilismo en el horizonte heideggeriano de la filosofía alemana.

Portinaro no les concede mucho más a los exponentes de la Italian theory. Y, sin embargo, el panfleto de Portinaro se concibe como un libro justo y necesario. ¿Es suficiente? En ningún momento Portinaro se hace cargo de que la introducción de esa “plusvalía política” por parte de la Italian theory, en realidad, viene acompañada de un esfuerzo sistemático, heterogéneo, e imaginativo de poner en suspenso los presupuestos de la organización ontológica de lo político. Como ha visto Alberto Moreiras en su comentario al libro, el pensamiento de Massimo Cacciari, Carlo Galli, Giorgio Agamben, o Roberto Esposito en lo absoluto pueden ser traducidos a una estructura genérica de politización revolucionaria, pues en cada caso estas obras llevan a cabo una exploración efectiva de las condiciones de politicidad [3]. Desde luego, podríamos prever que el rechazo por parte de Portinaro de confrontar los momentos de mayor lucidez especulativa de la IT se justifican a partir de una matriz realista en ambos casos (tanto para la mentada ‘plusvalía política’ de la IT, como para el propio Portinaro cuya dependencia en el principio político de realidad es absoluto). Pero es aquí donde entran a relucir las contradicciones, pues la IT en modo alguno se agota en un realismo político al servicio de los proyectos de la anarquía de los fenómenos políticos mundiales. En efecto, lo que un “realista” como Portinaro debió haber hecho (pero no hizo) es ver qué pasa con la estructuración de la realidad política para que fenómenos iliberales florezcan por doquier, y para que ahora el orden internacional se vea acechado por el nuevo ascenso imperial de la China.

El acto de magia “irreal”, en cualquier caso, es del propio Portinaro al notar las antinomias de revolución y realismo en el marxismo residual de Antonio Negri sin poder responder apropiadamente a los déficits de la propia tradición liberal que ahora han sido liquidados en la propia génesis de su desarrollo histórico (pensemos en el interpretativismo en el derecho como abdicación del positivismo, o en el paradigma de la optimización de la ingobernabilidad como sutura a la crisis de la legitimidad) [4]. Estos procesos de pudrición histórica-conceptual tienen poco que ver con las audacias especulativas de una constelación de pensamiento atenta a la crisis de las mediaciones entre estado, sociedad civil y subjetividad. Pero es cierto que a Portinaro no le interesa polemizar con el registro especulativo del pensamiento teórico italiano, cuyo momento más alto no estaría en la política sino en la dimensión poética e imaginal a través de la herencia de Vico y de Averroes y del regreso de la teología (el debate sobre la secularización que ha tenido una productiva continuación en Italia tras sus inicios germánicos).

A Portinaro le preocupa la anfibología desde la cual el “pensamiento revolucionario” (¿es lo mismo que la IT?) queda atrapado entre la economía y la política; esto es, entre Marx como suplemento de Maquiavelo, y Maquiavelo como suplemento que se convierte en “estratégicamente ineludible” en el post-marxismo [5]. Dicho en otras palabras, el fracaso del pensamiento del paradigma de la economía política de Marx rápidamente se compensa mediante el paradigma de un realismo político de un Maquiavelo radical para así echar a andar el motor de la conflictividad. El Maquiavelo de la IT dejaría de ser el gran pensador florentino del realismo para devenir un nuevo “visionario revolucionario” capaz que llevar adelante un horizonte histórico de liberación. Pero la sobrevalorada importancia de Maquiavelo en el libro de Portinaro es, a todas luces, estratégica y manierista. Pues Maquiavelo viene a confirmar inmutabilidad del “realismo” en la esfera de la política. Sin embargo, ¿no sería, como vio en su momento Carl Schmitt, que Maquiavelo es el pensador menos realista de la política, pues ningún consejero lo suficientemente “maquiavélico” escribiría los libros que escribió el autor de los Discursos?

Sin embargo, el problema en torno a Maquiavelo es sintomático. Pues lo importante aquí es que aquello que pasa por “realismo” en la época (sociedad civil, estado, instituciones, positivismo, mediaciones) ha dejado de tener un sentido concreto ante la abdicación integral de la organización de la arquitectónica política moderna y la crisis de autoridad. En cualquier caso esto es a lo que viene a alertarnos la Italian Theory. Esto supone que, incluso si hemos de aceptar la centralidad de un “maquiavelismo” exotérico en la IT, tanto Portinaro como los representantes de la constelación que se critica quedarían encerrados en un mismo horizonte de irrealidad; o lo que es lo mismo, presos en un encuadre retórico que les permite compensar la disyunción entre hermenéutica conceptual y realidad política, pero a cambio de abandonar toda imaginación capacitada para una transformación realista. La posibilidad de morar en este abismo entre realidad y concepto, entre el agotamiento de la política y la dimensión insondable de la existencia responde a lo que hemos venido llamando una región infrapolítica. Y atender a esta región es el único modo de hacernos cargo de la realitas en un mundo entregado a la devastación sin acontecimiento.

En los momentos más estelares de la IT (lo impolítico y la munus de Esposito; la destitución y la forma de vida de Agamben; el pensamiento en torno al nihilismo de Cacciari, Vitiello, y Severino) se confirma concretamente la pulsión de lo real; si por real entendemos una posibilidad de proximidad en torno a una crisis conceptual de los fenómenos que no puede trascenderse ni mucho menos suturarse con la gramática de los conceptos políticos modernos. Al final, como alguna vez apuntó Román Jakobson, todos somos instrumentos del realismo, y solo varían los modos de efectuar un principio de realidad. En otras palabras, lo importante no es ser realista como siempre lo hemos sido, sino desde una mirada que se encuentre en condiciones de poder atender a la dimensión concreta de los fenómenos en curso. La diferencia entre los primeros y los segundos hoy se instala entre nosotros como dos visiones ante la época: aquellos que en nombre de la realidad mantienen el mundo en el estado perenne de estancamiento; los segundos que, sin certezas ni principios fijos, arriesgan una posibilidad de pensamiento sin abonar las adecuaciones que ya no pueden despejar una ius reformandi interna.

No deja de sorprender la metafórica con la que cierra el libro de Portinaro, pues en ella se destapa la latencia que reprime la pulsión realista. Escribe al final del libro citando a Rousseau: “el filósofo ginebrino menciona en clave antipolítica la práctica de aquellos “charlatanes japoneses” que cortan en pedazos a un niño bajo la mirada de los espectadores; después, lanzando al aire sus miembros uno tras otros, hacen caer al niño vivo y recompuesto. [6]. Las diversas misiones de la IT le recuerdan a Portinaro estas charlatanerías bárbaras e impúdicas (y podemos imaginar que es también toda la teoría de corte más o menos destructiva o radical). Y, sin embargo, ese mismo cuerpo descompuesto, en pedazos, desarticulado, y abandonado a su propia suerte es la imagen perfecta de la fragmentación del mundo luego del agotamiento de lo político. Ese cuerpo en mil pedazos es el mundo sublime y anárquico que el Liberalismo solo puede atribuirles a terceros para limpiar (de la manera más irreal posible) su participación de la catástrofe. 

Pero mucho peor que imaginar el acto de magia negra de recomponer al niño luego de desmembrarlo en mil pedazos, es seguir pensando de que el niño (lo Social) sigue intacto y civilizado, inmune y a la vez en peligro de los nuevos bárbaros irresponsables. Pero sabemos que esto ya no es así, y pretender que lo es, tan solo puede asumirse desde el grado más alto de irrealismo posible: un idealismo categorial sin eficacia en la realidad. De ahí que, paradójicamente, entonces, el panfleto de Portinaro sea al final de cuentas un texto impolítico, en la medida en que a diferencia de los political pamphlets – que como nos dice Bailyn buscaban persuadir, demostrar, y avanzar concretamente una lucha política reformista – el libro de Portinaro busca aterrorizar contra el único bálsamo de aquellos que buscan: la posibilidad de pensamiento e imaginación [7]. La IT no es otra cosa que una invitación a errar en esta dirección ante una realidad que ya no nos devuelve elementos para una transformación del estancamiento. O lo que es lo mismo: la renovación de volver a preguntar por la revolución.

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Notas 

1. P. P. Portinaro. La apropiación de Maquiavelo: una crítica de la Italian Theory (Guillermo Escolar editor, 2021). 38.

2. Ibíd., 39.

3. Alberto Moreiras. “Comentario a «Apropiación de Maquiavelo. Una crítica de la Italian Theory», de Pier Paolo Portinaro”, Editorial 17: https://diecisiete.org/nuncios/comentario-a-apropiacion/

4. Grégoire Chamayou. The Ungobernable Society: A Geneology of Authoritarian Liberalism (Polity, 2021). 

5. Ibíd., 115.

6. Ibíd., 201-202.

7. Bernard Bailyn. The Ideological Origins of the American Revolution (Belknap Press, 2017). 18-19. 

Homo Lupus Felix: Against Civilization. Notes for a presentation in the Eckhardt S. Program, Lehigh University. by Gerardo Muñoz

There is no question that Alice Rohrwacher’s Lazzaro felice (2018) is a marvelous cinematic work insofar as it measures up against the epoch by radically questioning the principles that have upheld what we know as civilization. This slight adjustment is critical given that ideology, political economy, or subject oriented frameworks of analysis have become insufficient to deal with the crisis of civilization. As a matter of fact, they have become functional (mere deployments of technique, to put it in Willy Thayer’s vocabulary) to the infrastructure, and its specific philosophy of History that promotes the maintenance of Order after the liquidation of its legitimacy. I would like to clarify that I am understanding civilization in a twofold register: as a genetic process of human anthropology based on the matrix of “appropriation, distribution, and production” of the world (a techno-political grid popularized by Carl Schmitt); but also as the total realization of an economic or political theology, which we can directly link to the function of “credit” (and the process of abstract dialectic between credit and debt, as a ground of a new “faith”) that is deployed as the medium of the total sum of social relations that commands beings in the world. Civilization is the general matrix of a process of optimal rationalization of the events that take place in the world, making us potential reactionary agents of the time of its phenomenality.

Aside from all the Christian and religious imaginary, Lazzaro felice is a theological film, but only insofar as it takes the irruption of the mythical remnant very seriously. There is something to be said here – and I think the film stresses this in several parts of the story – between religion and theology, dogma and the spiritual (anima), and the sacred and the commandment solicited by faith (pistis). In other words, Lazzaro felice enacts a destruction of a political theology by insisting on the civilizatory decline towards reproduction of as mere life of survival; a life that is delegated to the abstract faith of credit. In this sense, it is no mistake that Lazzaro’s homicide takes place in a bank and executed by the community of believers (capital, in the end, has already been incarnated; it is the Subject). The laboratory where this takes place is the metropolis, which as I have argued elsewhere is the site of devastation and optimization life in our epoch, which unifies world and life putting distance into crisis, in a suspense of the experiential [1]. The consumption of the new political theology of unreserved equivalence between humans and objects is what Rohrwacher interrupts through the fable of the beatitude of Lazzaro as a life to come in the threshold of the highest phase of the metropolitan stagnation. I will limit my commentary here to three nodes that allow the Lazzaro felice to expand this critique of civilization and the principle of the “civil society”, a notion that we will return to.

First, there is the fable, a capsule of an ancient gnostic wisdom. The fable is what can radically alter evil by tipping its objective realism into a real of the imagination against the grammar of order. Avoiding the order of narration based to account for the history of progress and developmentalism from the rural to the civilization of the metropolis, Rohrwacher’s strategy resorts to the ancient craft of the fable. This is fundamental for a number of reasons. First of all, because the fable allows to withdrawal from pure counter-narrative of historical development and its justifications that allow for the interruption of the time of development, while offering a possibility of an otherwise transformation of the world. This is the gnostic texture of the fable that Hans Blumenberg identified in this form, since obscuring of the distinction between humans and animals relaxes the burden of proof of the absolutism of reality as predicated in the matter of facts [2]. It through fables that something escapes, because there is always an image that escapes the narration of the events of this world. But the fable also offered something else: the beginning of myth as the site of legitimation for foundations of social relations. This is why, as T.J. Clark has reminded recently, Hegel associated the fable with the origin of master and slave dialectic, as a new form of domination of world once the world’s enchantment and mystery was dissolved: “In the slave, prose begins” [3].

The end of a paractical poetics? Perhaps. This means that the price to be paid to enter into the prose of “civilization” is to assimilate the unfathomable and invisible contours of the world into the polemos of storytelling; to be a subject of a story, and as a result, of historical transition. This is what civilization mobilizes through the fable as its posited legitimacy. It is in the fable where the abyss that separates us from the world becomes animated, ordered, and narrated in order for the apparatus of production to commence. It seems to me that Alice Rohrwacher goes to arcanum of civilization when she treats the fable of the wolf, which has functioned to legitimize the passage from the state of nature to the modern concept of the civil in Hobbes’s theory of the state. We should remember the brief fable in Lazzaro felice:

“Let me tell you the story of the wolf. A very old wolf had become decrepit, he could hunt wild animals anymore. So, he was excluded from the pack…and the old wolf went to houses, to steal animals, checks and sheep. He was hungry. The villagers tried to kill him in every way possible, but they didn’t succeed…as if he were invisible.”

It is a remarkable fable that inverts the political fiction of the wolf in Hobbes; mainly: a man is an arrant wolf to another man (homo homini lupus), which justifies the exodus from the state of nature as the “miserable condition of civil war” between men. The stakes are clear: by repressing civil war (stasis), civil society emerges as a divided but unified body under a sovereign principle of authority [2]. The wolf is first established as creature of fear and depredation in order to allow for the principle of civilization to emergence as uncontested and necessary. The fable of the wolf is the protofigure that guards the history of perimeters of civilization as a way to pacify and repress the latency of civil war. Rohrwacher, against the Hobbes political fable, gives us a fable of the wolf that not only is uncapable of waging life as war, but that it enacts full refusal and desertion to be hunted; that is, to be invisible, which ultimately entails a life not outside of a politics of hunting and the secondary pacification by which the end of hunting mutates to the enclosure of domestication [4]. 

If the wolf stands for the invisible it is because it occupies the excess of total legibility of a new civil order, that is, of a world administered by technique of order. The wolf is a prefiguration of the invisible that is improper to every life (and thus to all biopolitical domestication proper to civilization) in the passage from the organic community of the living to the civilizatory topos of the metropolis. The wolf condenses the instructive character in every life; that is, what cannot be reduced to the fiction or the depredatory total war of the civilization nor the fiction of the community lacking an open relation to the world.  This fable, then, is not just what unveils the fictional grounds of the legitimacy of civilization (its “black magic” under the light of rationality and control) but also what reprepares another community. A community in which what we have in common is not an attribute, a substance, or an identity, but an irreducible ethical relation in which civil war cannot equate total hostility and what establishes an absolute difference between life and the “principle of the civil” that formalized the aspiration of isonomic equality:

“The immemorial bad reputation of the wolf (wolf bashing) informs us about one of the oldest tricks of civilization. This consists of bearing the weight of predation on what is heterogeneous to it. To be able to say that man is a wolf of man, the wolf must first have been disguised as a “predator.” We do not mean that the wolf is gardener of daisy flowers, we mean that he behaves neither as a tyrant nor as a bloodthirsty animal, and even less as an individualist (the famous “lone wolf”). In fact, the wolf may have taught communism to humans. The cub that opens its eyes among humans recognizes them as part of its clan. Two lessons: 1) friendship ignores categories; 2) the common is the place where we open our eyes to the world. What the human, for his part, has “taught” to the wolf – like an angry father yelling at his son “I’ll teach you!” – is the servility of the good puppy and the good cop”. [5]. 

               The end of the film comes full circle with the only condition of finding a way out, producing a break in the infrastructure of the domestication, opening a path within and against the metropolis. It is almost as if the film, like in life, was a preparation for the moment of exodus and retreat. In fact, the wolf deserts the metropolis passing through and beyond the highway in plain rush hour. According to Alice Rohrwacher, the wolf leaving the city and not being seen was a reinforcement of the invisible ethical dimension that is proper to every life (an ethos, which in the old Pindaric sense that refers not only our character, but also, and more fundamentally to our abode and habits that are world-forming), and that is devastated by the anthropological crisis of the species in the wake of the process of civilization [6]. However, the wolf exit from the metropolis is not an abandonment of the world in the manner of a monastic communitarian retreat; but rather the pursuit of liberating an encounter with the events of the world foreclosed by topological circulation of credit that amounts to borrowed life without destiny. 

Now to the question that signals an instance of construens in what follows the desertion: what about happiness? It is here, it seems to me, where the beatitude of Lazzaro could be thought as an ethical form of life – as preparation to learn to how live a life against the abstract processes of domestication – that exceeds the two hegemonic paradigms of happiness offered by Western civilization: on the one hand, happiness understood as an equilibrium operative to virtue (aretē); or, on the other, the community of salvation as a compensatory effect for the structural gap of the fallen subject, original sin (felix culpa). One could clearly see that politics at the level of civilization could now be defined as the instrument that manages the production of happiness as a temporal exception in life, but never a defining form of our character.

The wolf that is Lazzaro’s form of life – at a posthistorical threshold that dissolves the anthropological divide man and animal – offers us a third possibility: happiness understood as the refusal to partake in the promises of civilization in order to attune oneself to an errancy of life that allows itself to be hunted by an experiential imbuing of the world. Happy Lazzaro? Yes, but never a Sisyphus who is incapable of experiencing the vanishing horizon between earth and sky in infinite divisibility of the world. The wolf unleashed traverses a geography against domestication, revoking the phantasy of home (the oikos). I will let the last words be made by some fellow-travelers contemporary American thinkers: “Civilisation, or more precisely civil society, with all its transformative hostility was mobilized in the service of extinction, of disappearance. Fuck a home in this world, if you think you have one.” [7].

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Notes

1. Gerardo Muñoz. “Dix thèses sur Lazzaro felice” en tant que forme de vie”, Lundi Matin, May 2019: https://lundi.am/Dix-theses-sur-Lazzaro-felice-en-tant-que-forme-de-vie

2. Hans Blumenberg. “Of Nonunderstanding: Glosses on Three Fables” (1984), in History, Metaphors, Fables (Cornell University Press, 2020), 562-566.

3. T. J. Clark. “Masters and Fools”, LRB, vol.43, No.18, September 2021. 

4. Thomas Hobbes. Man and Citizen (De Homine and De Cive) (Hackett, 1991), 11.

5. “Éléments de descivilisation” (part 2), Lundi Matin, april 2019:  https://lundi.am/Elements-de-decivilisation-Partie-2

6. Jerónimo Aterhortúa Arteaga. “Creer en las imágenes: entrevista a Alice Rohrwacher.”, Correspondencias, May 2021: http://correspondenciascine.com/2021/03/creer-en-las-imagenes-entrevista-a-alice-rohrwacher/

7. Stefano Harney & Fred Moten. The Undercommons: Fugitive Planning & Black Study (Minor Compositions, 2013), 132.

Una negación de la legitimidad desde Hölderlin. por Gerardo Muñoz

Decíamos anteriormente que el problema de la vuelta al origen de la legitimidad es una regresión fútil, pues queda destinada a reproducir las mismas condiciones que la llevaron a su ruina. En la medida en que la modernidad es la génesis de su proceso de legitimación, también podemos dentificar allí su momento abismal o clivaje fundamental en el despliegue de su historicidad. En realidad, este es el problema que identifica Hölderlin al interior de los debates del idealismo alemán, aunque no nos interesa aquí esa discusión dentro de los límites de esa tradición filosófica en esta exploración. En todo caso, lo que nos concierna es lo que pudiéramos llamar el gesto de negación de la primacía de la legitimidad por parte de Hölderlin. Leyendo Hölderlin y la lógica hegeliana (1995), Felipe Martínez Marzoa concluye su libro con una disgregación que nos ayuda a elucidar este problema de manera nítida. Escribe Martínez Marzoa, a propósito de la vuelta de Hölderlin a Grecia:

“….Grecia es aquello que solo tiene lugar perdiéndose y cuyo en-cada-caso-hacerse-ya-perdido es Hesperia o la modernidad o “nosotros”; de algunas de las expresiones que esto tiene dentro de la propia obra de Hölderlin nos hemos ocupado ya en otros lugares; aquí, en el contexto de la relación de Hölderlin con la lógica hegeliana, tiene sentido que también a propósito de la cuestión “legitimidad del enunciado” hayamos recordado cómo la modernidad es el ponerse como principio aquel en-cada-caso-ya-haberse-perdido inherente a Grecia.” [1]. 

La difícil tematización “griega” de Hölderlin – que concierna la traducción fragmentaria e imposible de Píndaro, luego de atravesar la ruina del poeta trágico ante lo aórgico del drama de Empédocles – es otra manera de negar la legitimidad en cuento a principio elaborado como del enunciado del sujeto. En efecto, en el segundo capítulo “Reflexión y sujeto” Martínez Marzoa define el sentido moderno en función de la “legitimidad del enunciado”, que se establece a partir de su auto-consistencia con las condiciones de predicación, y en tanto tal como hypokeímenon; esto es, como sujeto con “capacidad de significar independiente de todo análisis de estructuras lógicas” que alcanza condición de “algo de algo” (ti katá tinos) [2]. Esta es la legitimidad que Hölderlin pone en cuestión (y también su diferencia infra-mínima con todo hegelianismo), y que hace posible un viraje que Martínez Marzoa llama “mediatez estricta”. Esta mediatez en su determinación pindárica es una sustracción de toda sujeción y mediación para así designar algo que no cesa de llevarse a cabo. 

El nomoi griego insustituible es suelo sin suelo que, en virtud de ser insustituible, abre la ruina de toda representación y no se abona en la capacidad de mímesis. De aquí se deriva el sentido de que Grecia es la posibilidad de sustracción, pero también de nominación de lo que pertenece irreductible al nosotros. Esa medites no es negación, sino indiferencia ante una región abismal e inconceptual. Esta dimensión intersticial – del “entre” o en la “apertura de la luz” – lleva al suelo de la legitimidad a su límite, porque ya no está condicionada hiperbólicamente por un sujeto, sino por una poética entreverada por la distancia. Aquí podemos ver también la máxima proximidad de Hölderlin con la revolución francesa, pero también su mayor salto fuera de ella, puesto que “los derechos universales del Hombre” sería un enunciado de legitimidad ilegitima, caída, incapaz de recoger la “mediatez estricta” del abismo griego como nomōs sin restitución. En otras palabras, se trataría de una legitimidad acotada y reducido al sujeto político como abstracción.

Desde luego, podemos decir que la única legitimidad posible para Hölderlin solo era posible tematizando la relación con la mediatez de las cosas en su irreductibilidad. Y solo esto alcanzaba a constituir un “saber superior que se concretará entre la persistencia del espíritu entre la cosa y su ser” [3]. Esta persistencia que asiste al abismo es, desde luego, “persistencia en la escisión” en la cosa, pero también marca de una relación disyuntiva entre Grecia y la génesis de lo moderno. Esta persistencia en la escisión – por usar el término de Blay – es de la luz negra del no-saber que hace apertura del acontecimiento en el umbral de toda adecuación del enunciado y de la determinación genérica del concepto. Píndaro en todo caso supone ese movimiento entreverado que le devuelve a la realidad la dimensión acontecimental, no-sujetada, en el desborde con cada una de las casas para preparar otra realidad. Grecia era entonces opacidad inmedible; en efecto, la condición anómica del principio de legitimidad, porque ya siempre la invalida.

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Notas 

1. Felipe Martínez. Marzoa. Hölderlin y la lógica hegeliana (La balsa de la medusa, 1995). 

2. Ibíd., 24.

2. Eulalia Blay. Píndaro desde Hölderlin (La Oficina, 2018). 183-184.

Legitimidad y deseo: apunte a una conversación. por Gerardo Muñoz

En la conversación sobre cibernética y experiencia que tuve hace unos días en la red Copincha, la pregunta por la duración de las prácticas apeló en varios momentos a la noción de legitimidad. Ciertamente, el momento de mayor claridad fue cuando Elena V. Molina señaló que la evolución de las prácticas de una comunidad va “acumulando legitimidad”, y, que por lo tanto, logra minimizar el poder de los discursos abstractos. Aunque yo estoy de acuerdo con la diferenciación entre prácticas y discursos, me gustaría cuestionar la apelación a la legitimidad tanto en su acepción minimalista como maximalista. Una dimensión minimalista de la legitimidad supone condiciones mínimas de orden; mientras que la maximalista implica un tipo de diseño específico para sedimentar ese orden desde un consenso mayoritario o constituyente. La legitimidad es siempre un principio y un recurso que en última instancia busca establecer una autoridad. Pero esta autoridad es la que está en crisis hoy, y a la que solo podemos inscribir desde el lado de la dominación; esto es, como estructura específica de gobierno que ahora pasa a ser compensatoria de la ilimitación fáctica y de la crisis de las mediaciones. La tarea actual nos exige pensar una forma de espera que no remita al suelo de la legitimidad, o al menos que no se agote en ella.

Ante la solicitación de un principio de legitimidad, sea minimalista o maximalista, podríamos contraponer el deseo como disyuntiva de toda comunidad en la que se despliegan prácticas, hábitos, y lenguas en común. Sin embargo, esta dimensión común ya no participa de una substancia o cualidad genérica, ni se deja registrar en un particularismo. En realidad, el único común entre prácticas y hábitos se tramita por la irreductibilidad del deseo que es siempre singular e intraducible en otro. Lo común, entonces, es lo que solo podemos tematizar como deseo sin transferencia del goce subjetivo, esto es, sin cierre catético a un principio de organización. De ahí que el deseo no constituya un nuevo principio de legitimidad, sino que más bien es una archi-legitimidad, en la medida en que no hay otra legitimidad que la del deseo singular e irreductible (de la misma manera que “una lengua” es irreductible al discurso).

Cuando hablamos de práctica y uso (chresis) en el marco genérico del dominio técnico, en realidad se está intentando buscar una salida de la producción ficcional de legitimidad. En efecto, mientras que la legitimidad está del lado de la fantasía fundamental de toda simbolización subjetiva; el deseo se inscribe en la dimensión del no-sujeto y por lo tanto en el umbral de toda estructuración de legitimidad. Por lo tanto, es desde el deseo archilegítimo mediante el cual podemos pensar hoy otro sentido de la comunidad más allá de las teorías del orden propio de la teología política. Concederle prioridad al deseo frente a la legitimidad supone dar un paso fuera del sujeto de lo político, así como del esquematismo que ha traducido la heterogeneidad de las prácticas a los esquemas del orden (diseño) y de la hegemonía (consenso). En todo caso, la legitimidad propiamente política hoy estaría a la espera de ser nombrada. Pero solo podemos prepararla desde la distancia del deseo.

El pasado año algunos miembros del colectivo Internacional Vitalista me preguntaron sobre qué figura elegiría para un presente sin autoridad. Las opciones que me dieron fueron las siguientes: el monje o el delincuente. El moje asumiría una xeniteia interior, en retirada del mundo para anidarse en la fuerza de su alma, pero solo a condición de perderse de los acontecimientos que, como la lengua, nos vinculan a la exterioridad. El delincuente, por otro lado, trafica con la dimensión in-munda de la estructura equivalencial entre sujetos y objetos, aunque todavía depende de la ley (de la ganga o del estado) para afirmar su propia supervivencia. A la luz de la discusión sobre deseo me gustaría avanzar una tercera figura: la existencia ilegitima o bastarda que ya no participa en la adecuación de principios, sino que recorre la facticidad sin otra cosa que las verdades que van emanando de la práctica y la experiencia al interior de su entorno.

La condición ilegitima y fugitiva no reconoce paternidad alguna, salvo la irreductibilidad de sus medios. La condición ilegitima le da la espalda a la aparición de un nuevo amo como sutura en el goce que garantiza un orden. Tal vez fue esto lo que Jacques Lacan quiso llamar la atención sobre la futilidad de la vuelta al punto inicial: “Hacer la revolución…ustedes deber haber comprendido lo que eso significa, volver al punto de partida: a saber, que no hay discurso del amo más desamparado que en el lugar donde se hace la revolución”. El deseo es entonces lo que mora en el desamparo de un tiempo posthistórico para el cual no hay suelo legítimo. O al menos no todavía.

El dominio cibernético. Para una sesión en la plataforma Copincha. por Gerardo Muñoz

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I. El dominio cibernético. Antes de comenzar debo agradecerle a la plataforma Copincha (La Habana) por la generosa invitación a esta conversación en la que solo voy a abordar tres hipótesis y sustraerme de conclusiones cerradas, puesto que el problema de la cibernética sigue siendo un horizonte abierto en mutación. Mi preocupación reflexiva sobre esta temática es un sobrevenido de una interlocución de años ligada a lo que llamamos infrapolítica, sobre la cual también podemos conversar si resulta de interés o relevante a lo largo de nuestra discusión. En primer lugar, me gustaría recordar que el problema de la cibernética es, primero que todo, el problema por la pregunta la dominación contemporánea; esto es, sobre qué tipo de razón sobre la cual hemos devenimos sujetos de operación efectiva de racionalización. Hablar de racionalización es intentar hacernos cargo de una compresión concreta de la realidad. 

Desde luego que hay una historiografía de la cibernetica – de Norbert Wiener y a la cibernetica biológica con Maturana y Varela, pasando por la teoría de sistemas complejos hasta el dominio actual de la programación que hoy asociamos con Silicon Valley como “nuevo espíritu mundial” – pero prefiero tematizar la cibernética en la línea señalada por Martin Heidegger que podemos organizar en dos registros: (i) un nuevo dominio sobre la vida biológica, y (ii) como una integración de las ciencias en la que realiza y se lleva a su fin las propias condiciones de la filosofía occidental. En efecto, para Heidegger la cibernética constituía una nueva “ciencia fundamental” con el fin de ordenar la producción y los modos vitales de la socialización. Dicho de otra manera, la cibernética marcaba el desborde la ontología regional de la ciencia hacia la consumación de la técnica de administración total de las mediaciones entre vida y mundo. En un importante ensayo de 1967, en su momento, una conferencia leída en Grecia, Heidegger desplegaba el dominio cibernético de esta forma: 

“La victoria del método [científico] se ha desplegado hoy en sus posibilidades más extrañas en la cibernética. La palabra griega kubernetes (χυβερνήτης) significa el que capitanea el timón. El mundo de la ciencia deviene en el mundo cibernético. Y la matriz cibernética del mundo presupone que el direccionamiento o la regulación es la característica más importante porque busca calcular en todos los acontecimientos del mundo… Y la regulación de un acontecimiento por otro es mediado por la transmisión de un mensaje, esto es, por la información. En la medida en que los eventos regulados transmiten mensajes hacia lo que lo regula y lo in-forma, la regulación tiene el rasgo fundamental del feedback-loop de la información” [1]. 

No podemos tematizar todo lo que se abre con esta definición de Heidegger, pero podemos enfatizar cómo el dominio de la cibernética no es manera figura (Gestalt) representacional de una ontología regional (la economía, la política, la sociedad civil, los instrumentos), sino que aparecía como régimen de calculabilidad de la propia dimensión acontecimental de los fenómenos en el mundo. De ahí la fuerza de la estadística y el decisionismo continuo de la física experimental – esta era la hipótesis del físico italiano Entore Majorana – irremediablemente llevaría a aumentar las capacidades de gobierno sobre la heterogeneidad de los acontecimientos. Por eso la cuestión de la cibernética como despliegue específico de la era de la técnica en la unificación de la ciencia debe ser entendido también como efecto político, a pesar de que su estructura sea auténticamente post-política en la medida en que el proceso fuerza radica en la optimización y atenuación del conflicto, transformando el orden categorial de la política moderna cuya invención presupuso, como sabemos, nociones de autoridad, contrato social, y una antropología específica (el ciudadano) para frenar las guerras civiles inter-estatales europeas. Como sabemos, la forma estatal hacia la segunda guerra mundial se mostraba incapaz de producir estabilidad y trazar nuevos límites o diques de contención ante lo que en su momento se llamó la “era de la neutralización”.

De igual forma que hemos dicho que la cibernética es la realización y cumplimiento onto-teológica de la metafísica en el quiebre de la economía entre ser y pensar; podemos decir que ella también constituye la ciencia general de una política imperial para optimizar la stasis o guerra civil que sobreviene después del fin de un principio estable de autoridad [2]. De ahí que la cibernética sea un marco general para entender la reproducción de la vida (que estrechamente se ha entendido como biopolítica) como disponibilidad continua de un régimen de seguridad para los modos de existencia en el mundo. Por eso, como ha visto bien Yuk Hui, la tecno-política no se limita a una forma de vigilancia de las conductas, sino también a la autoreproducción de un estado de seguridad en función de valores, prevenciones, y parámetros de un diagrama general que solicita de la totalidad poblacional [3]. Una vez más, me parece que Heidegger había visto esto con precisión en Camino de campo (1945): 

“El mundo estructurado (gestell) como mundo científico-técnico no es en absoluto un nuevo mundo artificial ni tampoco debe entenderse como el mundo natural; al contrario, es una configuración dispensada de la representación metafísica del mundo…El ser en la era de la devastación del mundo consiste en el continuo abandono del ser. La malicia de esta devastación llega a su punto de consumación cuando asume la apariencia de un estado de seguridad en el mundo que garantiza el “standard of living” como el objetivo más alto de la existencia que debe ser realizado.” [4]. 

Aquí aparece condensado el nudo de la cuestión: a mayor extracción de información poblacional, mayor el despliegue de la securitización del mundo de la vida y sus mediaciones; y, por consiguiente, el ascenso de un estado valorativo de la seguridad de la totalidad de los modos de vida requiere un continuo proceso de abandono de la experiencia del singular en la que podemos experimentar nuestra relación libre con el mundo y las cosas.  

III. Experiencia y crisis del afuera. Creo que hasta aquí se puede ver que, de manera sistemática, la cibernética supone una crisis de la experiencia en tanto que el mundo de la vida y de la existencia deviene co-sustancial con el proceso del organismo. De ahí que la cibernética sea también una continuación del proceso antropológico, si es que entendemos por hipótesis antropológica la relación entre prevención, estratos operacionales del organismo vivo, y optimización de sus procesos ante el principio de realidad. La crisis de la experiencia supone también que ahora los modos (hábitos, afectos, y latencias) son formalizadas por un nuevo dominio del medio. Por eso tiene razón el filósofo Rodrigo Karmy al decir que la cibernética también implica la producción autopoetica de la experiencia, lo cual nos remite al dominio del medio que hoy ha sido corroborado por la matriz del user – producer de la movilización digital [5]. Dentro de este dominio de medio de los flujos de comunicación el sujeto pasa a ser cifrado como dispositivo de la “información” y “noticias”, dos de las unidades mínimas del dominio cibernético como había señalado Heidegger [6]. El dominio sobre la experiencia es la función de una recursividad como terminación efectiva del dualismo entre sujeto y objeto, entre naturaleza y técnica.

La dificultad de la cibernética, en todo caso, residiría aquí: como liberar la “experiencia” hacia un uso heterogéneo en cada caso de sus medios contra la caída a la totalización de la imagen mundo. ¿Es posible sustraerse de ella desde una concepción de irreductibilidad, a la vez que podamos volver a retener modos, prácticas, y formas para la vida cortocircuitando el vitalismo substantivo en la clausura de la época de la metafísica? Es una pregunta que, desde luego, solo podemos rozar y morar en ella, y que tan solo puede ser tarea del pensamiento en retirada de la técnico-política; y que, por lo tanto, solo puede ser abordarse de manera infrapolítica (recogiendo el abismo entre vida y organización politica). Esta operación es también la pregunta por dotar de singularidad de una experiencia por fuera del régimen de la extracción bio- cibernética.  

III. Organización y acontecimiento. Si la cibernética es el cálculo de optimización de “todos los acontecimientos del mundo”, entonces la tarea de un corte contra la ciencia general cibernética recae en la sutura del mundo de la vida y la dimensión de los acontecimientos. Y la dimensión del evento no debe entenderse como un suceso histórico ni a la mera aparición de los fenómenos entregados a los problemas de la tecnicidad; al contrario, el acontecimiento es lo que substrae de la predicación, y lo que, en su modo intempestivo e incalculable, puede transformar nuevos usos, heterogeneidad de medios, y hábitos capaces de generar una nueva disponibilidad. Creo que aquí encontraríamos esa dimisión de una “reconfiguración de prácticas” y “usos libres” de una comunidad abierta – tal y como busca desplegar la red de Copincha en su programa – para generar formas de excentricidad con respecto a los mecanismos de subjetivación en los cuales nos arroja la armazón cibernética. Ahora bien, desde luego, naturaleza es técnica. El problema de la cibernética es que, por el contrario, fuerza una re-totalización entre ecología y maquinación, naturaleza (physis) y cultivo de los modos de vida. 

De así que lo último que me gustaría proponer aquí a modo de conclusión para abrir la conversación es que la cuestión a pensar es como organizar lo heterogéneo, esto es, la dimensión del acontecimiento que nos excede porque siempre se coloca fuera de la vida. Esta dimensión “cosmotécnica”, desde luego, tiene que ver con una nueva relación con la locación y la diversificación de usos técnicos, como ha sugerido Yuk Hui, pero solo en la medida en que pensemos la locación como recogimiento entre el acontecimiento y el territorio, entre los usos (hexis) y el mundo. Sabemos que un locacismo nominalista y substantivo puede fácilmente convivir a la sombra de la configuración imperial. Entonces, ¿podemos pensar una organización de la dimensión invisible del acontecimiento sin que ésta recaiga en la funcionalización de la herencia del estado de derecho y de la génesis de la ley (ius) occidental? ¿Una organización de lo heterogéneo capaz de multiplicar las formas que nos damos y fragmentar el acenso de las mediaciones con el mundo? Tengo para mi que esta sería, en parte, una de las tareas del pensamiento. Me permito concluir con esta cita de Julien Coupat, aunque me gustaría que tengamos en mente cibernética cuando leamos policía:   

“Los policías son ilegalistas como los otros. Viven en bandas, son brutales, sin fe ni ley. Se vengan sin comisión rogatoria de los autónomos que los “desmiembran” en sus sitios de internet. La única cosa que los distingue de las otras bandas es que están organizados en un aparato de complicidad más vasto, y que de esta manera se arrogaron la impunidad. Dicho de otra manera: no hay más que fuerzas en este mundo, que se consideran criminales de manera proporcional a su desorganización.” [7].

Si la organización siempre se ha entendido como instrumentalización para un fin, la conquista de la hegemonía, o la unificación de la heterogeneidad en un principio (archeîn), entonces otra organización tendría que ser aquella en la que el desorden desde los usos vernáculos que ya no aspiran a la fundación de una nueva legitimidad de lo social, sino a la instancia de la expropiación con el mundo [8]. En este punto emerge la cuestión de un nuevo sentido de institucionalidad de lo irreductible (synousia) capaz de hacerse cargo de una perdurabilidad del deseo sin remitir a los principios del orden que habilitaron la cibernética y la absolutización productiva [9]. (Hago un paréntesis aquí: no es casual que en las apuestas posliberales contemporáneas – el neo-integralismo tomista como el postneoliberalismo financiero del mundo de la criptomoneda – hayan terminado apaleando a formulaciones de un principio de legitimidad. Y esto debe hacernos sospechar de la forma comunidad) [10]. La pregunta por la organización de las prácticas en el tiempo atiende a la dimensión del acontecimiento para una relación práctica con el mundo. “Nada está permitido afuera, puesto que la sola idea del ‘afuera’ es la fuente real del miedo”, nos advertían críticos del proceso absoluto de la ilustración [11]. Una nueva relación disyuntiva con el afuera rechazaría la subsunción a la estructuración de la Técnica y sus dispositivos de la equivalencia de una imagen en la que todo ha sido realizado a cambio de que nada acontezca. 

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Notas

1. Martin Heidegger. “La proveniencia del arte y la destinación del pensamiento” (1967).

2. Tiqqun. La hipótesis cibernética (Acuarela Libros, 2015). Trad. Raúl Suárez. 73-74.

3. Yuk Hui. “Machine and Ecology”, Angelaki, Vol.25, N.4, 2020. 61.

4. Martin Heidegger. Camino de campo (1945), 126-138. 

5. Martin Heidegger. “The End of Philosophy and the Task of Thinking”, en On Time and Being ( University of Chicago Press, 2002). 58.

6. Gerardo Muñoz. “Cibernética, optimización y experiencia”, Infrapolitical Reflections, mayo de 2021: https://infrapoliticalreflections.org/2021/05/16/cibernetica-optimizacion-y-experiencia-por-gerardo-munoz/

7. Julien Coupat. “Engrenages, ficción policial”, Ficción de la razón (julio de 2021): https://ficciondelarazon.org/2021/07/22/julien-coupat-engrenages-ficcion-policial/

8. Jacques Camatte & Gianni Collu. “On Organization” (1973), en This World We Must Leave (Autonomedia, 1995). 19-39.

9. Gerardo Muñoz. “La sinousia de Platón”, Infrapolitical Deconstruction, mayo de 2018: https://infrapolitica.com/2018/05/03/la-sinousia-de-platon-por-gerardo-munoz/

10. Tanto la postura del neo-integralismo católico como la nueva configuración técnica-financiera comparten un mismo objetivo: reanudar un nuevo principio de legitimidad para un orden concreto. Y la finalidad crítico-metafísica atraviesa a ambas posturas: detener a todas cosas la revolución o la guerra civil, el miedo al fragmento (el integralismo católico apela a una nueva trascendencia administrativa; el poder financiero a una inminencia del empoderamiento subjetivo). Ver, “What Legitimacy Crisis?” (Cato, 2016) y “Bureaucracy and Distrust: Landis, Jaffe, and Kagan on the Administrative State” (Harvard Law Review, 2017) de Adrian Vermeule; y, del mundo de las finanzas, “The Most Important Scarce Resource is Legitimacy” (2021), de Vitalik Buterin.

11. Max Horkheimer & Theodor Adorno. Dialectic of Enlightenment: Philosophical Fragments (Stanford U Press, 2002). 11.

*Estos apuntes fueron escritos para el marco de la conversación “Experiencia, organización, y el dominio cibernético” de la comunidad Copincha (La Habana), y que tendrá lugar el 13 de agosto aquí: https://t.me/cafesorpresa?voicechat

Revolutionary becoming and infrapolitical distance: on Marcello Tarì’s There is no unhappy revolution: the communism of destitution (2021) by Gerardo Muñoz

Marcello Tarì’s book There is no unhappy revolution: the communism of destitution (Common Notions, 2021), finally translated into English, is an important contribution in the ongoing discussions about politics and existence. It is also an exercise that pushes against the limits of contemporary political thought in the wake of the ruin of the grammars and vocabularies of the modern politics and the rise of the techno-biopolitics of governmentality. More importantly, the operation of Tarì’s book escapes the frame of “critique”, abandoning any false exits to regain the legacy of the Enlightenment and of “judgement” in hopes to reinstate the principles of thought and action in the genesis of the legitimation of the modern social contract. But the radicality of the horizon of destitution – which we have come to understand vis-à-vis the work of Giorgio Agamben, and the Invisible Committee – is first and foremost a thematization of the proximity between thinking and politics against the historical stagnation of a historical subsumed by the total technification of value (the principle of general equivalence). Since Tarì’s book is composed of a series of very heterogenous folds and intersections (literally a toolbox in the best sense of the term), in what follows I would like to sketch out a minor cartography to push the conditions forward that the book so elegantly proposes in three registers: the question of “revolutionary becoming” (the kernel of Tarì’s destituent gesture), the hermeneutics of contemporary domination, and the limits of political militancy.

Revolutionary becoming. Marcello Tarì correctly identifies the problem the epoch as fundamentally being about the problem of revolution. However, the notion of revolution must be understood outside the continuation of the modern horizon of the Leninist technique of the revolutionary vanguard nor party, the “revolution within the revolution”, and any appropriation of the “General Intellectual”. At the end of the day, these were all forms of scaling the desire as cathexis for the matrix of production. On the contrary, the problem of revolution is now understood in the true Copernican sense; mainly, how to inscribe an excentric apositionality within any field of totalization. When this is done, we no longer participate in History, but rather we are “freeing a line that will ultimately go down in History, but never coming from it”. Tarì argues that the field of confrontation today is no longer between different principles of organizing revolutionary strategies and even less about ideological critique; nor is communism an “Idea” (as it was thought just a decade ago in discussion that were philological rather than about thinking communism and life); the new epochal exigency is how to put “an end to the poverty of existence” (3). The potentiality of this transformation at the level of factical life, is what Tarì situates under the invariant of “communism”: “…not as an idea of the world, but the unraveling of a praxis within the world” (35). This communism requires a breakthrough in both temporal and spatial determinations, which prepares a dwelling in absolute relation with the outside (49). This revolutionary tonality is one closer to messianic interruption of historical time capable of destituting “actual state of things” governed the metaphysical apparatus of production and objetivation of the world, which depends on the production of the political subject. In an important moment of the book, Tarì writes: “…. only the revolutionary proletarian dimension can grasp the political as such, the true break from the current state of things. The real alternative to modern politics is thus not to be ground in what we usual can an “anti-politics”, which is merely a variation of the same there, but instead in a revolutionary becoming” (50).

The revolutionary becoming is a transformative intensity of singularization, which ceases to become a subject in virtue of becoming a “non-subject” of the political (67), which about a decade ago Alberto Moreiras announced to escape the dead end of the hegemony-subalternity controversy (one should note here that the fact that the Left today has fully subscribed the horizon of hegemony is something that I think it explains many of the deficits of the different experiments in a realization of a progressive political strategy). And this becoming revolutionary, in virtue of ceasing to be a subject (person, vanguard, multitude, worker) entails a new shift from action to use, and from technico-rationality to an opening of the sensible and singular means (metaxy). Again, Tarì’s continues as follows: “Becoming revolutionary…. means utilizing fantasy, freeing the imagination, and living all of this with the enthusiasm of a child” (75). The notion of “happiness” at stake in the book it is played out against the determination of the subject and the processes of incarnations (Karmy) that have haunted the modern revolutionary paradigm as always-already integrated into the metaphysics of the philosophy of history. 

 Metropolitan domination. Secondly, Tarì’s book locates the metastasis of domination at the level of a new spatial organization of the world in the apparatus of the metropolis. As we know the metropolis is not just an urban transformation of the Western form of the urbs and the polis, but rather the force of appropriation of the world into interconnectivity and surface in order to optimize, administer, and reproduce flows of the total fictionalization of life. The gesture towards the outside that crosses over Tarì’s book entails an exodus from the metropolitan structure that makes uninhabitable experience. This takes place by a process of domesticating its possibilities into the order of sameness (crisis of appearance) and translating our proximity with things into the regime of objects. What is stake in the metropolis – if we think of the most recent revolts in Santiago de Chile, Paris with the to the hinterlands of United States and Italy – if not precisely a response against the metropolitan machination “aiming at the destruction of every possibility of having any experience of the world and existence itself” (84). This why the intensity of any contemporary revolt today is proportional to the experiential texture of its composition and modes of evasion. Of course, Tarì correctly identifies the metropolis as an expanded field of cybernetic inter-connectivity, which, as I would argue is not merely the production of “bad substance” (to use Tiqqun’s Bloomian lexicon), but also a recursive dominion over the medium (metaxy) in which experience and the singular autopoiesis labors for the optimization and hylomorphic regimes that administer civil war. In this sense, destitution names an exodus from the metropolitan technical order and the sensible reproduction of the medium. It is in the outside the metropolis that the ongoing process of communization can free an infinite process of communization and forms of life.

Residual militancy and infrapolitics. But does not the exodus or the destitution of the metropolis – opening to singular experience, love, friendship, and the use of one’s disposable means and inclination – presuppose also a step back from a political determination, in other words, a fundamental separation from coterminous between existence and politics? At the end of the book, Tarì claims that “whenever anything reaches a certain level of intensity it becomes political” (117). But is the intensification of thinking or love or friendship always necessarily political? Tarì writes a few pages later that: “love is continually traversed by a line of extreme intensify, which makes it an exquisitely political affect” (126). But does not the politization of love depends on a certain commitment (a “faith”) to a residual militancy, even if it is a militancy posited as the principle of anarchy? But perhaps this is the difficulty at stake: since anarchy is only entails the “anarchy of phenomena” in reality, postulating a political principle as counter-exposition, however tenuous, might not be enough. For this reason, the crisis of appearance today needs a step back from the heliopoliticity of exposition. In an essay written a couple of years ago, Alberto Moreiras thematized this difficulty vis-à-vis Scürmann’s principle of anarchy, which I think is worth quoting: “The Schürmannian principle of anarchy could then be thought to be still the subjective reaction to the epochal dismantling of ontology (as metaphysics). But, if so, the principle of anarchy emerges, plainly, as principle, and principle of consciousness. Anarchy runs the risk of becoming yet another form of mastery, or rather: anarchy, as principle, is the last form of mastery.  At the transitional time, posited as such by the hypothesis of metaphysical closure, metaphysics still runs the show as consolation and consolidation” [1]. 

If politics remains the central condition of existence, then it follows that it depends on a second-degree militancy that can govern over the dispersion of the events and this ultimately transfers the force of steering (kubernates) to mitigate the crisis of thought and action in the sea of “absolute immanence”. But immense is also a contemporary fundamental fantasy [2]. Against all “faith” in absolute immanence we need to cut through in its letting be (poein kata phusin) of the abyssal relation between existence and politics. This originary separation is an infrapolitical step back that solicits a distance an irreducible distance between life, events, and community form. The commune would be a secondary condition of political organization, but the existential breakthrough never coincides with community, except as a “common solitude”. Secondly, the infrapolitical irreducibility between politics and existence wants to reject any compensatory temporal politico-theological substitution, which also includes the messianic as a paradigm still constitutive of the age of Christian community of salvation and the efficacy of deificatio. The existential time of attunement of appropriation with the improper escapes the doble-pole paradigm of political theology, which has been at the arcana of both philosophy of history as well as the messianic inversion. A communism of thought needs to produce a leap outside the politico-theological machine which has fueled History as narrativization and waged against happiness [3]. Attuning oneself to the encounter or the event against the closure of the principle of reality might be a way out from the “hegemonic phantasm” of the political, which sacrifices our infinite possibilities to the logistics of a central conflict. If civil war is the side of the repressed in Western politics, then in the epoch of the ruin of authority it opens an opportunity to undue the measurement (meson) proper to the “Social”, which is now broken at the fault lines as Idris Robinson has put it [4]. It is only in this way that we can move outside and beyond the originary positionality of the polis whose “essence never coincides with politics” [5]. The saving of this irreducible and invisible distance prepares a new absolute proximity between use and the world. 

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Notes 

1. Alberto Moreiras. “A Negation of the Anarchy Principle, Política Comun, Vol. 2017: https://quod.lib.umich.edu/p/pc/12322227.0011.003?view=text;rgn=main

2. Lundi Matin. “Éléments de decivilisation” (3): “It is also about the creed of the dominant religion: absolute immanence. Doing itself, designed to obey the modes of proceeding from production, is in advance conforming and consecrated. On this sense, no matter what you do, you bend the spine in front of the cult dominant. If all things count, none has a price, and everything is sacrificeable.”. https://lundi.am/Elements-de-decivilisation-Partie-3

3. This is why Hegel claims in his lectures on the Philosophy of History that: “History is not the soil in which happiness grows. The periods of happiness in it are the blank pages of history”. The revolutionary overflow of happiness is only possible as an exodus from the theological political structure of historical production. Here the question of style is emerges as our defining element. 

4. Gerardo Muñoz. “The revolt eclipses whatever the world has to offer”: a conversation with Idris Robinson”, Tillfällighetsskrivande, May 2021: https://www.tillfallighet.org/tillfallighetsskrivande/the-revolt-eclipses-whatever-the-world-has-to-offernbsp-idris-robinson

5. Gerardo Muñoz. “Some Notes Regarding Hölderlin’s “Search for the Free Use of One’s Own”, January 2019: https://infrapoliticalreflections.org/2019/01/14/some-notes-regarding-holderlins-search-for-the-free-use-of-ones-own-by-gerardo-munoz/

Cibernética, optimización y experiencia. por Gerardo Muñoz

En una conversación reciente con el filósofo Rodrigo Karmy se deslizó una hipótesis que no deberíamos dejar a un lado. En especifico, Karmy dijo lo siguiente: “La cibernética hoy también es productora de experiencia.” Es una hipótesis fuerte en la medida en que algunos de nosotros en los últimos tiempos hemos venido insistiendo en la dimensión experiencial no solo del campo político, sino de la divergencia entre existencia y mundo. No quisiera poner el énfasis en la “producción” (productora de –), sino pensar qué tipo de experiencia es la que regula la sistematización cibernética ahora entendida como última dispensación del fin de la filosofía entregada a la calculabilidad de los acontecimientos [1]. En cierto sentido, hablar de la expansión del segundo momento de la cibernética como matriz de experiencia asume que la cibernética es autopoética y expresiva más que organizativa de códigos y reglas de un sistema. En otras palabras, la cibernética (y sus dispositivos de recursividad) no busca simplemente ordenar un cierto patrón del actuar del mundo de la vida, sino generar modos efectivos de la producción de efectos en cada situación.

En ensayo científico titulado “Cybernetical Actions – Constrains and Orderliness in Biological Populations” (1977), Teodorescu lo sintetiza con nitidez el programa que se ha actualizado en nuestras sociedades: “las acciones cibernéticas demuestran que no hay medios matemáticos para expresarlas en su adecuación total. Por lo tanto, los medios para investigar una población desde el punto de vista cibernética deben seguir las siguientes pautas: tomar el estado conocido de las poblaciones biológicas para encontrar las probables de sus compartimientos a lo largo de extensos períodos de tiempo. […] En realidad, nos interesan formas dinámicas en las que una población biológica pudiera aportar información sobre el manteniendo de una estructura ordenada. Nos interesaría preguntar: ¿cuáles son las formas específicas mediante las cuales una población biológica alcanza un nuevo estado ordenado sujeto a límites claros para nuestro objetivo?” [2]. 

La efectividad cibernética de segundo grado, por lo tanto, consiste en dos vectores divergentes: por un lado, es consciente de la irreductibilidad de una situación a la cual solo puede accederse desde cálculos específicos y localizados. Por otro lado, el alcance debe ser total, pues necesita de una duración en el tiempo para optimizar las frecuencias de adaptación dentro de la observación [3]. De ahí que la cibernética sea tanto un proceso específico (biológico, de la especie, en el caso de la cibernética de segundo grado), como también holístico en función de una optimización para el orden general. Es en este sentido que, como lo previó Ettore Majorana a comienzo de siglo, la inserción de las estadísticas y los modelos probabilísticos en las observaciones de sistemas complejos requiere de un decisionismo continuo que remite a nuevas formas de gobierno. 

De ahí la insistencia en el “orden” en la matriz cibernética. Y orden aquí supone una nueva racionalidad de optimización de la situación (la facticidad misma que en la experiencia siempre escapa a los códigos o la normatividad de un contexto) al interior del sistema. No es coincidencia que la modelación basada en la “optimización de los riesgos posibles” haya terminado intercalada en la propia disciplina jurídica para renovar las fuentes de una nueva legitimidad. En efecto, este es el proyecto del constitucionalismo del riesgo de Adrian Vermeuele en The Constitution of risk (2013), quien afirma que el diseño constitucional debe ser mejor entendido como la producción de condiciones óptimas para administrar los riegos de segundo orden en lo social. Si el objetivo de la cibernética es el orden, entonces la instrumentalización de un contexto no puede dar sobre la variable de lo que es fácilmente reducible a los parámetros epistémicos de lo calculable, sino también en torno a una región de indeterminación, de la metaxy, que ya no es meramente traducción de las reglas y obediencia (Turing), sino también modulación de lo que escapa a cada situación en su composición nominal. El dispositivo de la optimización puede presdincider de una determinación epistémica a cambio de atenuar compensaciones mediales que equilibran la indeterminación de la experiencia en cada caso. 

En el seminario sobre Heráclito de 1966, Heidegger muestra que la eficacia de la cibernética modula radica en su forma no-coercitiva del dominio de la conducción. Y esto es, como sabemos, la propia esencia de la hegemonía como atenuante para flexibilizar los viejos mecanismos de una violencia directa y contraproducente. La eficacia de la no-coerción propia de la cibernética se despliega una vez que separa e interviene a partir de dos unidades mínimas de su procedimiento: por un lado, la producción de información, y por otro, una técnica de comunicación [4]. Heidegger recuerda que la información es una forma de imponer una forma (un esquema expresivo al interior de la maquinación. A esto le podemos llamar proceso de subjetivación). Entonces, pudiéramos decir que la información es el polo mediante el cual el singular pasa a ocupar el lugar del sujeto para ser ordenado, extraído, y localizado. En cambio, la comunicación es la manera en que podemos conectar la información al interior del sistema, y por lo tanto optimizar las reacciones o las desviaciones de los efectos. Si la información busca situar y dotar de legibilidad; la comunicación busca poner en circulación y suturar las propias pulsiones de singularización. 

La cibernética es totalitaria no en virtud de una uniformidad virtual ni sistematizada a solo eje de centralización, sino justamente a partir de estos dos vectores que, como concluye Heidegger, ahora confirman que “la libertad es una libertad planificada” constitutiva del orden. Si el principio de conducción o de hegemonía pone-en-reserva para comunicar [in die Gewalt-Bringen], esto implica que el movimiento de la esencia de cibernética radica en la producción movimiento sobre las cosas, pero a condición de que cosa suspenda el movimiento que le es propio. Esto tiene consecuencias políticas de primer orden: la eficacia de la cibernética es un proceso integral de la pacificación de las cosas: contener expresión, conducir desvíos, generar formas y ‘autogestionar’ los medios en la apariencia (en los fenómenos). De ahí que el dominio de la cibernética vuelve a situar la pregunta por la violencia; ahora entendida, ya no como los modernos bajo los presupuestos de la subjetividad y del actio sacrificial, sino como liberación de la zona inapropiable en la que podemos darle forma a la situación que se le escapa a la cibernética en sus modos de optimización. Una anti-filosofía que corte nuestras formas y las cosas del mundo es ya un primer paso hacia el afuera de la sistematización, heterogénea a la cartografía genérica del vínculo social. Y es sólo aquí que la experiencia recobra sus colores por fuera de una planificación atenuada que, atrapada en los medios especulares, nada conoce del recogimiento de cada destino. 

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Notas 

1. Martin Heidegger dice en “The Provenance of Art and the Destination of Thought” (1967): “The cybernetic blueprint of the world presupposes that steering or regulating is the most fundamental characteristic of all calculate world-events.” La información es el dispositivo de la apropiación equivalencial de cada acontecimiento, y por lo tanto, la pauperización misma de la experiencia.

2. D. Teodorescu. “Cybernetical Actions – Constrains and Orderliness in Biological Populations”, Biological Cybernetics, 26, 63-72, 1977. 

3.Hubert L. Dreyfus. “Cybernetics as the Last Stage of Metaphysics”, Akten des XIV Internationalen Kongresses für Philosophie, (Vienna, 1968). 

4. Martin Heidegger. Heraclitus Seminar 1966/67 (University of Alabama Press, 1979). 12-14.