En apertura. Respuesta a comentarios sobre La fisura (2025) en Ñuñoa. Por Gerardo Muñoz

Lo que sigue a continuación es una síntesis escrita de mi réplica en la presentación de La fisura posthegemónica (Doblea Editores, 2025), en la que intervinieron Mauricio Amar, Ángel Octavio Álvarez, Miguel Ángel Hermosilla, y Lieta Vivaldi el 3 de octubre en Ñuñoa, Santiago de Chile. Esos comentarios aparecerán en el próximo número de la revista Escrituras Americanas.

Agradezco enormemente las intervenciones de mis amigos Ángel, Miguel Ángel, Lieta, Mauricio, porque en última instancia un libro no es nada sin la posibilidad de ser encarado y llevado fuera de sus límites. Mauricio Amar preguntaba por la apuesta general del libro, y quizás pueda decir algo sobre esto. Este libro se inspira en lo que me gustaría llamar la escritura del adiós o del farewell. Siempre me ha llamado la atención que, al comienzo de este siglo, dos pensadores que admiro profundamente escribieron por separado dos libros de farewell: me refiero a Farewell to an Idea (Yale U Press, 1999) de T.J. Clark, y The Exhaustion of Difference (Duke U Press, 2000) de Alberto Moreiras. Respectivamente, adiós al modernismo pictórico, y a la suma metareflexiva sobre América Latina. Al menos para mi La fisura es una forma de decirle adiós a cierta reflexión política contemporánea. Y decir adiós supone atravesar el problema; por eso mismo, el hilo del libro es un problema de hegemonía que ha dominado el horizonte reflexivo y práctico del pensamiento teórico.

Ya aludimos al colapso de las formas de mediación, y se nos suele olvidar que forma es política, y la política es sólo posible mediante una forma. Si queremos pensar contra la dominación, a espaldas del vector retórico de la hegemonía, debemos tomar muy en serio cómo la forma hoy solo cumple la tarea de la dominación sobre la existencia y la palabra. La insistencia compulsiva que las formas ofrecen desembocan en su cierre letal (en la jerga de Alex Karp) sobre cada uno de nosotros. Ángel Octavio veía que el problema se nos presentaba como salida a otra parte. ¿Pero, qué salida? 

Toda salida remite a una trascendencia menor: podemos salir al cielo como interioridad espiritualizada; o bien, podemos salir a un espacio demónico nocturno, un hacer noche, como versa el título del nuevo libro de Constanza Michelson. No deja de ser un síntoma de época que algunos hoy insistan en el vector de la espiritualización como vuelta a la tierra, aunque ésta sea el desierto en free fall que produce el declive (stagnation). El último Tronti, con el que tuve la suerte de intercambiar, lo recogía: el único combate hoy pasa por la interioridad (xeniteia). Pero el problema aquí es que el mundo no coincide con la Tierra. Y lo que interesa, entonces, ese justamente esa no-coincidencia, esa fisura, con respecto al mundo del viviente que hoy aparece como búsqueda de región. Y la región está en su acontecer fuera del mundo más que en el fuero interno. 

O podríamos decir que está en la apertura del paisaje. No hay salida a un lugar sometido a la viabilidad ecológica. O no puede terminar ahí. Al final de cuentas, como vio un pensador en su momento, la revolución industrial fue la segunda revolución, puesto que la primera había sido la relativa a la agricultura entendida como asentamiento en el terreno. En apertura entronizamos con el cielo; o, en la bellísima definición de Kurt Badt comentando la obra pictórica de Constable: “el cielo es el órgano de los sentimientos”. El cielo aquí no es el espejo mítico que habilita la autoafirmación que conduce al humanismo catastrófico; más bien, es el punto de fuga que no se dirime en las particiones del suelo. Es curioso que la dominación en curso ya está operando como el diseño geoespacial del cielo. Esto es lo que comparte la figura del palantir de la Inteligencia, así como la Tianxia, doctrina “Todo bajo el Cielo” del emergente imperio chino. En apertura mantenemos las intermediaciones entre cielo y suelo en el fin de nuestro tiempo. 

Intervención para la presentación de Escritos desde la tierra baldía (2025) de Idris Robinson, UMCE, Santiago de Chile. Por Gerardo Muñoz

Ya no me toca decir mucho más sobre Escritos desde la tierra baldía (Irrupción Ediciones, 2025) de Idris Robinson, que se adelanta a la publicación de finales del este año de la versión en inglés publicada por Semiotexte, bajo otro título, The revolt eclipses whatever the world has to offer. El título en inglés en realidad tiene una afinidad chilena implícita, pues remite a una expresión de una conversación que tuve con Idris en los meses tras la revuelta de George Floyd, y que fue publicada en la ahora inexistente Revista Disenso. Estamos hablando de la primavera del 2021, lo que quiere decir que ya casi cinco años nos separan de ese momento. Creo que ambos estamos muy agradecidos no solo por la acogida en el catálogo de Irrupciones Ediciones, sino también por una colaboración de pensamiento real, que hace que todo sea un poco más llevadero y fecundo. En este comentario simplemente quiero registrar tres planos que pudieran contribuir en torno a la escena de escritura de Idris para luego conversar. 

En primer lugar, creo que como podrá ver el lector que se asome a la páginas del libro, lo que llama la atención de inmediato es una pulsión en el lenguaje que pudiéramos caracterizar de inmediatez y caída. Pongo el énfasis en este nudo, porque no se ha reparado lo suficiente, me parece, en la relación entre el acontecimiento de la revuelta y el lugar de la lengua. Creo recordar que Willy Thayer lo tematizó con cierto énfasis en una discusión sobre la “constitución menor” en un número de Papel Máquina de 2021. Idris es un pensador de escritura escasa, contenida, tenue; y, sin embargo, en esos meses del llamado “American hot summer” del 2020 su voz desbordó a la letra con regularidad. Un desborde que no tiene nada que ver con el reportaje de los hechos – no es un John Reed con nuevos días que conmovieron al mundo desde Minneapolis – aunque también los incluya desde luego, sino con la posibilidad misma de “decir” al calor de una instancia temporal que trastoca y anima. Si hay momentos de “golpes a la lengua”, ¿no es el acontecimiento de la revuelta la instancia donde la lengua hace presencia pura?

Ya que hablamos de presencia, en Escritos hay un timbre zigzagueante que pasa por dar lugar a la presencia de la existencia afroamericana; dejarla actuar en el teatro de su entorno. ¿Qué significa esto? Yo recuerdo que hace algunos años, el tren regional de New Jersey, el NJTransit, tuvo muchos problemas técnicos, y entonces durante un final de mes se habilitó montarse en tren sin pagar. Y durante esos días, los que tomamos el tren vimos de repente algo sorprendente e inédito: tribus de jóvenes afroamericanos – algunos tan jóvenes como de la junior high  – en pura algarabía y con sus rostros de absoluta felicidad se montaban al tren de Trenton a Manhattan por vez primera. La “muerte social” contra la existencia afroamericana de la cual Floyd es sólo su expresión extrema, no es reducible al momento de un siniestro, sino que es contra todo el mundo de circulación de lo social. En ese momento en el que el precio se ponía en suspenso, se abolía la cruda violencia que subyace la atadura entre la tarifa y el salario. Cuento esto porque me parece que la escritura de Idris tiene una operatividad que busca descomprimir esa violencia social contra la presencia indexando una textura experiencial, desfigurada. Y esta es su diferencia con las otras dos tendencias del pensamiento negro en Estados Unidos: el activismo político democrático (BLM), y el afropesimismo, que es una metateoría disolvente, aunque ciertamente muy comprometida con zonas autográficas o experienciales de escritura. Me parece que leer a Idris con esto en mente nos ayuda a afinar sus diferencias ante esas otras dos opciones del pensamiento crítico contemporáneo. 

Y finalmente, la elección del título relativo a la tierra baldía obviamente remite al famoso long poem The Wasteland de T.S. Eliot, que Idris recoge en varios momentos de sus escritos, aunque sin remitir al poeta. La wasteland para Eliot, como sabemos, constituía el horizonte en marcha de la modernidad protestante y maquínica ante la que él reaccionaba desde su catolicismo reaccionario; en Idris, en cambio, la wasteland es lo que ya habitamos, el espacio tortuoso y siniestro de la interconectividad, de las infraestructuras metropolitanas, de la exposición social regulada. Por banal que parezca creo que es muy atractivo haber puesto el énfasis en la tierra baldía, porque parte del colapso epocal en curso tiene que ver con la conquista del espacio; ya no el espacio de los astros donde Musk y los otros personajes de Silicon Valley quieren instalar sus fundos, sino la tierra misma que pisamos, y que ahora sentimos como lugar inmundo carente de sentido de ‘región’. La tierra traducida a superficie para ingenieros o world builders, por decirlo con Bruno Maçaes.  

Pensar hoy supone pensar sobre y en el espacio, haciendo espacio para abrir el no-espacio que le devuelve su dignidad contra toda reducción de lo intercambiable. La modernidad fue la época de la temporalidad, de la filosofía de la historia y del mesianismo; hoy, de la mano de Idris, podemos abrir la pregunta por el pensamiento en región, que tiene prioridad con respecto a la organización y a la economía política. Escritos desde la tierra baldía nos da paso a esto y a más. Muchas gracias.

Pasiones de Giorgio Cesarano: introducción a un dossier. por Gerardo Muñoz

¿Es posible seguir insistiendo en la apertura del pensamiento contra el cierre de la época incrustada en la elipsis infernal de la supervivencia ventilada en las sombras del desierto nihílico y entregada a los aparatos de la reproducción social? Escribiendo en la convulsa década de los setenta – y que algunos pensadores han llamado, no sin razón, el “big bang” de la transformación geoeconómica del mundo donde la revolución queda finalmente liquidada – la apuesta de Giorgio Cesarano en Manuale di sopravvivenza (1974) -y su antecesor Apocalisse e rivoluzione (1973) co-escrito con Gianni Collu – sigue constituyendo un esfuerzo desmesurado y singular por encontrar una bifurcación por fuera de las anquilosadas formas de la antropomorfización capital que entonces ya aparecía como como el destino catastrófico de la especie humana reducido a la compulsiva maquinación de las totalidades ficticias [1]. 

En efecto, como observa Cesarano con un gran poder de síntesis: el triunfo revanchista de la fuerza de la subsunción real, en realidad, confirma que el verdadero y único objetivo del principio de equivalencia no tiene otro blanco que la usurpación de un mundo domesticado y desprovisto de acontecimientos. Un mundo hecho a la medida de las necesidades de sus inmates, tal y cómo lo había previsto John Cowper Powys en una de sus brillantes pesadillas literarias [2]. Pero este es el mundo que hemos heredado y que seguimos atravesando, aunque algunas décadas nos separen de la provocación que a la altura de 1974 Cesarano alzaba ante las herraduras dialécticas de la época. En realidad, era una provocación asumida desde la posibilidad de la afirmación de una gnosis – algo que, como sabemos había aprendido gracias al diálogo sostenido con algunos representantes de la corriente bordiguista de la cultura radical del pensamiento italiano y de su estrato poético, como lo confirma en La casa di Arimane (1979) de Domenico Ferla – aunque sin abandonar la posibilidad de un movimiento en retroceso de éxodo, capaz de integrar un nuevo programa de emancipación de la comunidad real de la especie (Gemeinwesen) contra todas las celdas de la objetualidad y sus satisfacciones reguladas.  

Un arduo primer paso: la retracción como rechazo de la hostilidad generalizada contra la presencia. Así, en un momento de Manual Cesarano podía escribía: “Ahora tener origen como fin es un programa perfectamente realista” [3]. Un realismo que optaba por abandonar el produccionismo apocalíptico al interior de la filosofía de la historia del capital en la metástasis de sus representaciones sociales. O bien, como escribe en uno de los momentos más emblemáticos contra la reificación del sujeto del saber y de la conciencia en Manual de supervivencia: “…el decrépito-infante Yo se tambalea….Se desvanecerá, morirá finalmente, lo mataremos cualquiera sea la máscara que lleve en ese instante. Porque el fin es el origen, el nacimiento de una comunidad-especie realizada, el nacimiento continuo de la presencia coherencia, la afirmación del ser inobjetivo….El fin del Yo marcará el principio de la presencia” [4]. Volver a la prehistoria, entonces, para desembotar el dominio cibernético de la optimización biopolítica administrativa de la vida que domicilia a la especie humana en el armazón de la producción de lo ficticio. Así, el vaciamiento paulatino de la vida tendrá en cada ápice de la simbolización el sol irradiante de la justificación y de la expansión del verosímil retórico de una comunidad abstracta. Por lo tanto, para Cesarano, la embestida contra la reificación del “Yo” debe su destitución a la intempestividad de la pasión del pensamiento como contraofensiva ante el ascenso depredador de la fuerza de la objetivación. Justo en este umbral Cesarano inscribe la partida para la época del agotamiento del reino de las formas y de la crisis de la legitimación política: “No es una clase de lo social, entonces, la que realizará la abolición de las clases emancipándose, sino que la negación de lo “social” y de sus clases, efectuada por el cuerpo proletarizado de la especie, emancipará a la especie de la “sociedad” como comunidad ficticia, prehumana” [5]. Apostar por particiones de valor social (el infinito juego de la hegemonía without end) solo podía perpetuar el espesor de la más rampante agonía.

De la misma manera que la crisis histórica validada por la astucia negativa del proceso infinito de acumulación apela a nuevas artes de estabilización y optimización de la abstracción Social (el paradigma de la unificación cibernética que Cesarano logra identificar en un momento de reestructuración de los propios mecanismos de la gobernabilidad del liberalismo tardío y de la consumación de la mediatización de los entes) de su propia incesante reproducción; para Cesarano toda “critica radicale” – que debe ser asumida como crítica en suspenso, más allá de todo sujeto posicional y posicionado en la estructura del movimiento humanista de la negatividad dialéctica – ya no se caracteriza por funcionamientos programáticos preelaborados mediante el rigor epistémico de la vanguardia militante o justificados en la divisa de la objetividad metodológica; se trata, en última instancia, de constituir espacios sensibles que despejen la desficcionalización absoluta de un movimiento existencial y de estilo cuyo único programa histórico se constataba mediante la inalienabilidad de la comunidad de la especie humana: la irreductibilidad de la pasión [6].

Si la modernidad consistió en la domesticación de las pasiones con el fin de impulsar el rendimiento objetivo y alienado de la diversificación de los intereses diagramados en el valor, ahora se trata de afirmar la liberación del yo como fractal de la no-objetualidad de mis pasiones sin que ésta sea entendida como una mera compensación traducida a la autonomía postromántica del arte [7]. La pasión del pensamiento en Cesarano es condición hiperbólica de una erótica que desoculta la chôra de lo inconmensurable; esto es, la distancia que marca el encuentro entre los restos del mundo natural y el uso vocativo de la lengua: “….ese paso de acercamiento, es abrazo de amor y de lucha, parece tanto más absurdo cuanto más lo cotidiano parece desierto. Es en este movimiento que cada uno podrá, encontrándose en la persistencia del deseo resistente a la aniquilación objetual, descubrir en sí mismo la presencia de ese programa histórico que es la pasión y sentirse listo” [8]. La autoafirmación de la génesis inconclusa de la pasión descentra el nudo gordiano de el terror de una vida sometida al proceso de adaptación en el que la máquina y la humanidad se cierran sobre si mismas.

Pero la pasión es el recurso que valida el recorrido ético de la apropiación de mi existencia; esto es, no es ni condición antropológica ni forma en la que puedo orientar mi relación con lo inefable del mundo. Y dado que nunca sabemos realmente qué constituye el objeto de la pasión – al menos que este dispuestos a abdicar la pasión a la matriz recursiva de lo objetual – la existencia sólo puede darse en la disponibilidad de la vida misma cuando ésta coexiste con la laguna de la pasión y del asombro en el mundo. Dicho en otras palabras, de nada vale “vivir por una pasión” como suele decir el automatismo retórico del contrabando de las pasiones y de la propaganda de agitación social; el valor absoluto radica allí donde la pasión se deja vivir en el movimiento finito de una vida que no puede ser otra, y que solo se mide con respeto a las propias conquistas o encuentros que marcan el ritmo de un destino. En este sentido, como escribe Cesarano en la glosa “Erotismo y Barbarie” (1974) que incluimos en este dossier: “La pasión es el sentido de lo sagrado que se demuestra como tal” [9]. La tonalidad sagrada de la pasión es aquello que no puede ser verbalizado como imperativo o veneración externa para la promoción servil de los hombres-masas orientados a la infinita idolatría sacrificial que, en el curso de la secularización cristiana, implicó el triunfo ficticio del ordenamiento del principio civil [10]. Para Cesarano, las pasiones de la especie es el no-lugar – de ahí que sea una chôra, un lugar de contacto imaginal con la expresión que solicita siempre en cada caso el umbral del afuera – mediante el cual la vida encuentra formas contra la supervivencia y la agobiante auto-aniquilación que el logos descarga sobre cada exigencia vital. 

Sin muchos más rodeos podemos decir que el programa de la pasión sigue abierto en una época, la nuestra, cuyo régimen cibernético-administrativo sobre todos los ámbitos del viviente ha conseguido intensificarse con mayor ferocidad en el punto más álgido de nuestra civilización. Como si se tratase de un don fortuito, la excelente y cuidada traducción en castellano del mítico libro de Giorgio Cesarano por Emilio Sadier publicada en La Cebra y Kaxilda finalmente nos facilita una conversación que, a pesar de haber sido postergada durante tanto tiempo, regresa con la intensidad y el brillo de una voz entonada desde las catacumbas para confirmarnos que no todo ha quedado obliterado. Sobre esos restos se arremolina la ascesis singular de la pasión común de los hombres póstumos tras un mundo que se eclipsa. Y de este modo regresa la conquista singular de los encuentros, la despotencialización del ego, y el recogimiento de una morada en la insondable piel de las estrías del mundo. El dossier que presentamos a continuación sobre el pensamiento y la poética de Cesarano no pretende constituir otro gesto que aquel que contribuye, a su manera, a la continua “comunicación entre almas” al interior de una época que continúa encandilada en la fuerza de la objetivación y la producción de la impaciencia [11]. Y cómo intuía Cesarano en unos versos de su temprano L’erba bianca (1959): “…la buena canción tardó demasiado, pero había que esperar en el vacío para dejar resonar al corazón. Ahora lo sabes, hoy toda fortuna se ha disipado” [12]. ¿Nos hemos disipado también nosotros? Allí donde las pasiones toman la palabra y los tintes del alma dilatan su expresión las dudas para semejante interrogación disminuye y se disipa. Así, atravesados por el timbre de la pasión, moramos en la inesencia, pero sin realmente pertenecer a ella.  

*Esta es la introducción al dossier sobre el pensamiento de Giorgio Cesarano que preparé a raiz se la publicación en castellano de Manual de supervivencia (Kaxilda, La Cebra 2024), y de próxima aparición en la revista chilena Escrituras americana en la primavera de 2025.

Notas 

1. Willy Thayer. ‘”Fin del trabajo intelectual y fin idealista/capitalista de la historia en la ‘era de la subsunción real del capital’”, en El fragmento repetido: escritos en estado de excepción (ediciones metales pesados, 2008).

2. John Cowper Powys. The Inmates (Macdonald, 1952).

3. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (La Cebra, Kaxilda 2023), 112.

4. Ibid., 49-50.

5. Ibid., 130.

6. Furio di Paola. “Dopo la dialettica”, Aut Aut, N.165-166, 1978, 63-103.

7. Para la elaboración de este argumento, ver el ensayo de Gianni Carchia, “Modernità anti-romantica”, en Pharmakos: Il mito trasfigurato (Ernani Stampatore, 1984), 9-13.

8. Giorgio Cesarano. Manual de supervivencia (La Cebra, Kaxilda 2023), 75.

9. Giorgio Cesarano. “Erotismo o Barbarie (1974)”, incluido en traducción al castellano en este dossier. 

10. Carlo Levi. Paura della libertà (Neri Pozza, 2018), 120.

11. Gianni Carchia. “Tragedia y persuasion: nota sobre Carlo Michelstaedter”, en Retórica de lo sublime (Editorial Tecnos, 1994), 35.

12. Giorgio Cesarano. “A un amico”: “So che per te di troppo tardarono / il bacio dell’amata e la buona canzone / ma bisognava saper asperttare / e lungamente e a vuoto lasciar risuonare il cuore. / Ora lo sai, chiusa ogni ventura.”, en L’erba bianca (Schwarz Editore, 1959), 39.

La vía abierta. Introducción a dossier sobre Uncanny Rest (2022) de Alberto Moreiras. por Gerardo Muñoz

El libro Uncanny Rest: For Antiphilosophy (2022), versión aumentada de Sosiego siniestro (2020), es el libro cuaderno de Alberto Moreiras que despliega una peculiar escena de escritura de los primeros meses del confinamiento en pandemia. Como todo libro verdadero (o escritura que entiende la verdad como una inexorable develación), las entradas del cuaderno se van haciendo al ritmo de su propia búsqueda. Tal cual como quería Miles Davis: “I’ll play it first and tell you what it is later”. Uncanny Rest tiene mucho de esto, y para quienes acompañamos de forma directa aquella constelación de apuntes, glosas, interrogaciones y susurros, no podemos dejar de leer todo tipo de partituras esotéricas. Se trata de un libro prolífico en registros e insinuaciones. En cualquier caso, Uncanny Rest (2022) es el libro más aventurero y dialogante de Alberto Moreiras, aunque esto tiene poco que ver con una capacidad afectiva para generar “consuelo” al interior de aquel tiempo enrarecido.

Cuando digo diálogo pienso concretamente en la palabra compartida, en la brecha entre palabra y pensamiento que para Alberto Moreiras – y ahora compruebo para mi sorpresa que ya en la primera entrada del libro versa sobre esto – es la sola vía abierta”.  ¿Tendremos el coraje necesario para emprender camino en ella? En efecto, nada le es ajeno a la escritura de Alberto para despejar ese encargo: un paseo con Teresa, un recuerdo juvenil que regresa en una fotografía; una conversación imposible o una pintura de Andrew Wyeth; la rememoración del mito de Tobías o el trazo de la figura sublime del piel roja acéfalo sobre el anómico desierto. Rastros de experiencia. Uncanny Rest es también el libro más feliz de Alberto Moreiras porque es el más especular; una tela donde comienzan a aparecer todo tipo de cosas – vivas y muertas, lejanas y próximas, posibles, existentes, e inaparentes – que actúan como un espejo de paciencia en el que escritura y pensamiento, allende de las inclinaciones personales, esbozan la búsqueda clemente en un tiempo espectral. 

La ‘sola vía abierta’ – a la que podemos ingresar desde la inaprensible soledad del pensamiento entre amigos – no se reduce al acontecimiento de los meses de la pandemia. De ahí que, a diferencia de tantos ensayos escritos durante aquel momento, no sería justo catalogar Uncanny Rest (2021) en el anaquel del global writing of COVID-19. Al contrario, Alberto aprovecha el tiempo de sosiego de la pandemia para tirar las tabas en el tablero de la época: lo central de nuestra vida es afirmar una vía de salida de la barbarie biopolítica y administrativa sobre la que Occidente pareciera haber colapsado irremediablemente.

Y si por todos lados – incluyendo desde la clase periodística a la “progresía filosófica” a los programas IA de Eric Schmidt o los nudges de Cass Sunstein – el ‘imperativo adaptativo’ no ha dejado de efectuarse como la nueva plasticidad regulativa de lo Social; la valentía de Uncanny Rest reside en haber percibido desde el ground zero las falsas salidas y los rat-holes que impiden ver lo esencial, lo duradero, o lo más alto que Alberto vincula al imperativo pindárico γένοι᾽ οἷος ἐσσὶ μαθών; esto es, ‘habiendo aprendido quién eres, debes convertirte en ese ser’. Creo que aún no hemos sabido cómo extraer todas las consecuencias de esa forma de vida que tiene algo de eternidad transfigurada, ciertamente de vida fuera de la vida contra toda vida delegada [2].

Los excelentes comentarios de Maddalena Cerrato, Mårten Björk, y Andrés Gordillo, más que reseñas protocolares y subsidiarias del libro, son ejercicios de escritura que facturan sobre la invitación a cabalgar sobre la única vía que resta: el pensamiento. Finalmente, el último texto en el carné es la versión escrita de la réplica que Alberto Moreiras ofreció a los participantes durante la presentación del libro durante la primavera de este año [3].

Notas 

* Esta introducción es parte del dossier que preparé sobre Uncanny Rest (2022) de Alberto Moreiras de próxima aparición en la revista chilena Escrituras americanas, primavera de 2024.

1. Barbara Stiegler. Adapt! On a New Political Imperative (2022). 

2. Mårten Björk. The Politics of Immortality in Rosenzweig, Barth, and Goldberg Theology and Resistance Between 1914-1945 (2021).

3. Conversaciones a la intemperie: Uncanny Rest (2022), de Alberto Moreiras, junto a Maddalena Cerrato, Andrés Gordillo, Mårten Björk, Gerardo Muñoz, y el autor, mayo de 2023: https://www.youtube.com/watch?v=I9Zs-FvdANE

“Más allá”: sobre un estribillo de la crítica. por Gerardo Muñoz

Lo hemos escuchado (y lo seguimos escuchando en todas partes): “más allá de la crítica”, más allá de la deuda”, “más allá de la política”, “más allá del texto”, “más allá la soberanía”, “más allá del sujeto masculino”, más allá…Claro, las enumeraciones pueden ser infinitas. El “más allá” constituye un artificio retórico empleado en el drama de capa y espada de la “crítica”. Es algo así como un operador que permite – como todos los estribillos y fillers – llenar retóricamente un vacío para poder continuar sin dar cuenta de los problemas. El “más allá” no es promesa de un “nuevo mundo”, sino una promesa calculada, aunque es difícil saber de qué va. ¿Qué hay en ese “más allá”, y qué nos podríamos encontrar? Difícil saberlo, pues el enunciado una vez articulado genera consenso y tranquilidad entre los “críticos”. Quien pronuncia “más allá” se vuelve automáticamente irrefutable. Aunque tampoco sabemos cómo se llega a ese “allá”. Pocos enunciados seducen tanto, lo cual viene a confirmar la actualidad del antiguo encantamiento de la lengua a pesar de la secularización más absoluta.

Si en algún momento los humanos solían emplear “en nombre de…” – una forma impersonal que pareciera estar en plena desaparición – hoy, el aparato de la crítica habla desde el “más allá”, un augurio que no necesita transar con el juramento. Por lo tanto, el “más allá” no es un lugar al que se quiere llegar; es una fuga hacia lo mismo en el momento en que se verbaliza. Pero decir “más allá” solo puede registrar una instancia apofántica que vierte sobre si misma la comprensión del mundo objetivado y técnico. Y si hemos de seguir a Carl Schmitt en su temprano “Crítica de la época” (1912), entonces la crítica en lugar de proporcionar un “más allá”, nos muestra el reverso de la época: es el índice de cierta valorización mediante la oposición de valores vigentes aquí y ahora. Allí donde la crítica aparece negar un valor fundamental de la época, se eleva un valor opuesto. Es el fecundo mar de las abstracciones que hoy lleva de ribete “guerra cultural” (hegemonía).

No nos sorprende que el “más allá” aparezca como una muletilla octogonal al discurso académico crítico, pues es allí donde el avance de la moral es proporcional a la crisis institucional en la cual nos ha tocado vivir. Tampoco en el “más allá “ hay promesa de un “reino”, sino la más pura inmanencia: contra toda diferenciación y toda posibilidad de separación, el “más allá” es el serrucho lingüístico de la indiferenciación que termina de talar el bosque donde alguna vez moró el pensamiento, la política y los recortes éticos que algunos durante siglos llamaron alma (‘cómo es que soy lo que soy’). Quien pronuncia el “más allá” ya ha aceptado habitar en el gnosticismo, pues su única divisa es la fuerza de los valores, y de todo aquello que supone un valor aquí y ahora.

Alguna vez el “más allá” fue también un “más acá”: el origen “revolucionario” de la crítica tuvo en Saint-Just un representante del derecho natural contra todo contractualismo social, previo a las leyes de los hombres y a la autoridad positiva. Por lo que el derecho natural siempre se encontraba “más acá” – en la naturaleza, en lo inmutable de la epikeia de la especie a cielo abierto – con respecto a toda norma, al estado moderno, o al ejercicio del legislador. Hoy, en cambio, el “más allá” confirma un farewell a la aspiración revolucionaria naturalista, desplegando todos los fueros inmanentes como primero y último principio para los cuales cada hombre se vuelve un sacerdote de una única doctrina: “más allá”. La revolución ha sido consumada.

El «kai nomon egno» homérico. por Gerardo Muñoz

En su tardía entrevista con Fulco Lanchaster, Carl Schmitt confiesa que todo su pensamiento puede situarse bajo las palabras del tercer verso de la Odisea de Homero: “pollōn d’anthrôpōn iden astea kai nomon egnō” [1]. Para Schmitt se trata de la escena de un doble inicio: es el comienzo de la gran obra del poeta clásico de Grecia, pero es también una instancia originaria del derecho; esto es, antes de su conversión en “norma” positiva. Aquí Schmitt sigue al pie de la letra una observación de su amigo romanista Álvaro D’Ors, quien en el ensayo “Silent Leges Inter Arma”, había sugerido que fue con Cicerón cuando el nomos griego termina subsumido en el lex latino [2]. El contexto de esta aparición en el transcurso de la entrevista es importante: es la batalla de Schmitt contra la insuficiencia, aunque no la liquidación, del positivismo moderno en el contexto penalista. Aunque a comienzos de los 80s, esto también quiere decir que Schmitt está pensando tras el colapso de la forma estatal que acelerara la “revolución legal mundial” y sus armas de interpretación jurídica.

Por su lado, Christian Meier reporta que Schmitt durante los últimos años de su vida anotaba “kai nomon egnō” en servilletas y papeles de su estudio, a pesar de que no hay referencia del verso en el Glossarium (la única mención siendo a la horkia en una entrada de julio de 1949) [3]. El teorema homérico atestigua no tanto un “giro espacial” en el pensamiento de Schmitt, ni mucho menos un retorno a Grecia; se trata, más bien, del problema de la fuente de la autoridad que había atravesado el saeculum de la filosofía de la historia cristiana, aunque consistente con la convicción jurídica de Schmitt sobre el ordenamiento como realización del derecho ya defendido en Estatuto y Juicio (1912).

La apelación al “kai nomon egnō” también hace una aparición programática al comienzo del ensayo sobre la apropiación, producción, y apacentamiento donde el nomos se define como repartición y ocupación de un espacio concreto de la vida en la tierra [4]. Para Schmitt la insuficiencia del normativismo fue su incapacidad de establecer una relación de ordenamiento concreto con la esfera de la socialización, de modo que allí donde hay una condición mínima de lo social hay un sentido de orden, y, por lo tanto, de amenazas a ese orden. Y por extensión, de la posibilidad de enemigo, quien también pisa la tierra, a quien solo despojándolo de la tierra se vuelve un “enemigo absoluto”. Para Schmitt esta es la amenaza de la tecnificación de los valores de la dominación moderna. En cualquier caso, la atención reiterada sobre el ‘ordenamiento concreto’ (consistente con la jurisprudencia de Romano, aunque con mayores sondeos metafísicos) modifica el supuesto “realismo” de Schmitt. Puesto que ya por “realismo” no entendemos una absolutización moral o política de la esfera del derecho – esto es lo que teme Schmitt y busca neutralizar – sino una “mirada” atenta a la preservación del ordenamiento concreto.

Esta dimensión telúrica es lo que suministra el nomoi homérico, un teorema que también contiene, como ha visto Aida Miguez, la raíz de “ver” y “conocer” para ganar tiempo de nuestra propia psyche [5]. Contra una lectura “trágica” de la distancia griega – al fin y al cabo, Schmitt se opone a la tragicidad de Hölderlin – la comprensión del teorema homérico supone, de principio a fin, una defensa de la perseverancia del derecho como dimensión concreta de la realidad, históricamente situada y espacialmente realizada, que puede impedir la dominación anómica carente de una exterioridad de la mediación política.

El teorema homérico vuelve a validar la convicción (metafísica) de la filosofía del derecho de Schmitt sobre la polaridad entre conflicto y tierra: allí donde se pisa mundo hay conflicto. Y el conflicto exige un concepto del derecho que no puede ser subsumido al “Norm” o “lex”, sino que debe estar arraigado en un orden capaz de tramitar una fuente de autoridad. En este sentido, no hay que ver en la apropiación filológica de Homero (el paso del noos al nomos) un “conceptual overreach”, sino más bien como la apuesta de un axioma que puede responder a la crisis del eón cristiano y su mediación formal, como ya lo había expuesto Schmitt en “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia” citando la sospecha ante la retención paulina del poeta católico Konrad Weiß.

El nomos valida la determinación del derecho, y en este punto Schmitt pareciera dejar atrás el paradigma temporal-histórico de la filosofía de la historia cristiana que se mostraría incapaz impotente de llevar a cabo la neutralización del misterio de la inequidad contra el orden. ¿Se confirma el paganismo de Schmitt en la vuelta al teorema espacial, como piensa Palaver? Es una pregunta que probablemente no puede resolverse sin primero antender a la controversia sobre la separación entre la autonomía del derecho y la existencia pública (hostis) en el mundo. Pero si tomamos en serio el teorema homérico, entonces el “cristianismo” de Schmitt más que sustancia (doctrina) o principios (ius romano), es esencialmente la disponibilidad de una comprensión sobre la crisis del ordenamiento, y en cada “krisis” (que es también juicio) retener la capacidad de responder “en el dominio telúrico del sentido, por penuria e impotencia, esperanza y honor de nuestra existencia” [6]. Aquí podemos marcar el semblante originario de su concepto del derecho.

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Notas 

1. Carl Schmitt. “Un jurista frente a sí mismo: entrevista de Fulco Lanchester a Carl Schmitt”, Carl-Schmitt-Studien, 1, 2017, 214.

2. Álvaro D’Ors. “Silent Leges Inter Arma”, en De la Guerra y de la Paz (Ediciones Rialp, 1954), 29-30.

3. Christian Meier. “Zu Carl Schmitts Begriffsbildung,” en Complexio Oppositorum über Carl Schmitt: Vorträge und Diskussionsbeiträge (Berlin: Duncker & Humblot, 1988). 540.

4. Carl Schmitt. “Apropiación, partición, y apacentamiento”, Veintiuno, N.34, 1997, 55.

5. Aida Míguez Barciela. La visión de la Odisea (La Oficina Ediciones, 2014). 13.

6. Carl Schmitt. “Tres posibilidades para una visión cristiana de la historia”, Arbor, N.62, 1951, 241.

*imagen: ejemplar anotado de Epimeteo Cristiano (1933) de Konrad Weiß de la biblioteca de Carl Schmitt.

El bien común según Hölderlin. por Gerardo Muñoz

En una carta tardía de 1837 dirigida a su amigo Karl Künzel, Friedrich Hölderlin ofrece una pequeña definición del “bien común” que merece ser atendida por la sencilla razón que el poeta se desmarca de la gramática de la secularización de la modernidad (en este caso específico, vinculado al roblema de la separación entre moral y derecho) desde la cual se dirime el fondo último de lo que entendemos por libertad. Dice lo siguiente el fragmento de la carta a Funzel:

Cuando las personas se preguntan en qué consiste el bien, la respuesta es que deben rendir su honor a la virtud y practicar en la vida aquello a lo que se comprometen. La vida no es como la virtud, porque la virtud concierne a las personas y la vida está más alejada de ellas. El bien también está constituido en general por la interioridad de las personas. Al amable caballero se recomienda. Buonarotti.” [1]. 

La condensación del fragmento nos exige que separemos distintos elementos para alcanzar la mayor claridad posible. En primer lugar, Hölderlin pregunta por el bien y alude a la vida, lo cual sería consistente con cierta concepción aristotélica de la virtud y la prudencia de la persona, aunque rápidamente contradice esta predicación (en otra instancia hemos comentado la operación de la legitimidad del predicado), puesto que “la vida no es como la virtud”. No existe tal cosa como vida virtuosa porque no la virtud no coincide con las obras del actuar. Pero en un segundo paso contemplamos algo más contundente en el movimiento de Hölderlin: a primera vista uno pensaría que el bien se fundamenta en una impersonalidad substantiva (o incluso, en su acepción moderna, en una tipología de bienes) tal y como lo define el derecho natural en su ideal moral, aunque no es este el caso.

Hölderlin no parece transitar por este terreno ya que la virtud está alejada o separada de la vida, y el bien esta constituido por la ‘interioridad de la persona’. Hölderlin no dice el bien es la persona, o la persona porta el bien, sino que alude una dimensión que se separa con respecto a la vida. De esta manera, Hölderlin esquiva fundamentar el bien en una antropología humana, al mismo tiempo que se aleja de una separación trascendental del principio teológico-político; a saber, que el mundo es “bueno” (o tiene la posibilidad), y los hombres son malos, tal y como Carl Schmitt fijaba las condiciones de la teología cristiana en el temprano “La visibilidad de la Iglesia” (1917).

¿Dónde se encuentra, entonces, el “bien común” según Hölderlin? Pues, podríamos decir que en divergencia de la vida y sus formas, en el sentido de que la “vida” no es ni la oposición al mundo ni tampoco en la adecuación contenida en la persona. En este sentido la “vida más alejada” es homologable al enigmático verso del cual fuera su último poema “La visión”: “Cuando a lo lejos va la vida habitante de los hombres…” [2]. El bien común, por lo tanto, es el abismo entre la vida y sus medios cuya expresividad más pura es la palabra o la poesía, aunque no como unidad de la representación, sino como modos posibles e irreductibles. El bien común, entonces, es lo que siempre resta a la vida de toda comunidad, y lo que persevera en las formas de ser de cada cosa. Ni la política ni la moral puede legislar el abismo en el que acontece una forma. Esta separación de toda ‘obra de la comunidad’ se hace explícita en la pregunta de su ensayo sobre la obra de teatro de Schmid: “Los discursos, cuanto más extravagantes tengan que ser en lo común o en lo no común, ¿no tienen también que interrumpirse con tanto mayor rapidez o fuerza?” [3].

El bien común de la vida, carente de una mediación estricta con la naturaleza, lleva al colapso todo intento de actualizar la libertad como síntesis entre derecho y razón. Esto quiere decir que a la pregunta del joven Hölderlin ¿Dónde puedo encontrar una comunidad?”, el último testimonio en torno al “bien común” respondería: no hay síntesis mediante la comunión, solo abismo como “suprema antiforma o poesía de la naturaleza”. Lo que tiene lugar es la abdicación de cada vida en lo común. Pero esta abdicación es la única posibilidad de retener la disyunción ética entre el “bien” del alma y el común que “evidencia un cuerpo viviente” [4].

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Notas 

1. Friedrich Hölderlin. Correspondencia completa (Hiperión, 1990), 581. 

2. Friedrich Hölderlin. “La visión”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

3. Friedrich Hölderlin. “Sobre la pieza de Siegfried Schmid La Heroína“, en Ensayos (Hiperión, 1976), 119.

4. Friedrich Hölderlin. “La satisfacción”, en Poemas de la locura (Hiperión, 1998), 139.

Felicidad en separación. Sobre Averroes intempestivo (2022), de Karmy, Figueroa & Carmona. por Gerardo Muñoz

¿Por qué volver Averroes en nuestro tiempo? Se pudieran enumerar muchas razones, alguna de ellas de justificación de corte universitaria o histórica. Averroes porque quiero aprender del mundo árabe medieval sin teleologías historicistas. Averroes porque es un nombre intermitente en los textos que leemos y discutimos. Averroes porque convoca, pero también hay bastante más. Decir Averroes sigue siendo nombrar uno de los márgenes de la tradición filosófica occidental, aunque también es cierto que marginados hay y siempre habrán muchos; y, sin embargo, nos seguimos ocupando de Averroes y no de los otros que en realidad no interesan. Sin embargo, es probable que no seamos nosotros los interesamos en Averroes, sino el viejo comentador quien permanece como una sombra insondable que acecha a todo pensamiento y reflexión atenta. Por eso es por lo que tienen razón los editores del excelente volumen colectivo Averroes intempestivo (Doblea editores, 2022) al decir que el averroísmo es un espectro que recorre la imaginación a pesar de carecer de una arquitectónica sistemática de conceptos morales, políticos, u ontológicos. Aunque es gracias a esta misma razón que el averroísmo sobrevivió a lo largo de siglos, tras su exilio de la universidad medieval, en el extrañamiento lingüístico de la poesía, como señalan Agamben & Brenet en Intelletto d’amore (Quodlibet, 2020).

En efecto, no podemos hacer una historia de la sensación y de la experiencia de la lengua desde el concepto, sino que tenemos que contar con el espectro averroísta para esta génesis. El averroísmo es la verdadera marca de la philia en la filosofía, lo cual implica un paso atrás de la objetivación del mundo, la sistematización metafísica y sus tribulaciones, o el ordenamiento teológico de lo político aunque sin abstraerse de la configuración de la realitas. En tanto que potencia de lo impensado, la figura de Averroes sigue inspirando la incesante aventura de todo pensamiento sereno y medido (no hay que olvidar que, en su relato sobre Averroes, Jorge Luis Borges pone en escena justamente la búsqueda sobre la pérdida absoluta de la modernidad: la comedia) que autoafirma la separación originaria con el mundo bajo la fuerza del medio de la imaginación y de los sentidos.

De ahí que uno de los aciertos inmediatos de Averroes intempestivo (2022) – que recoge una serie de estudios que en muchos casos exceden los límites académicos propios de la una práctica del objeto de estudio en cuestión – es hacer patente un Averroes que en su excentricidad filosófica es tan moderno como cualquier referente de la modernidad occidental. Desde luego, Averroes, como luego Hölderlin, son portadores de un gesto de pensamiento en el cual se tematiza lo más “ajeno” (o lo extraño, diría Brenet en su lectura) en proximidad con lo que es “propio”. ¿Qué más arduo que el uso de la potencia al vernos asediados por la propia contemplación de la teoría? El sentido de lo “ajeno” en la relectura de Averroes en torno al corpus griego (los corpi filosóficos de Platón y Aristóteles) – así como luego lo llevaría a cabo Hölderlin con la tragedia de Empédocles o en los himnos pindáricos – es la exposición de la potencia a ser lo que somos en el medio de las cosas y de nuestras pasiones. El estudio o el pensamiento se vuelven exigencias éticas: estilos de estar en el mundo. En otras palabras, en Averroes lo ajeno cobra un sentido de expresión que solo puede ser registro de lo acontecido, y no de lo temporalmente inscrito en un mundo entregado a la eficacia administrativa de personas y objetos en la economía pastoral de las almas de los vivientes. Como lo demuestra con contundencia argumentativa Rodrigo Karmy en su ensayo “El monstruo Averroes”, la gnoseología Averroes supuso una dificultad mayor para la confección de la antropología tomista al desligar la voluntad subjetiva de los presupuestos necesarios del derecho natural [1]. El averroismo es otro nombre para el verdadero antipersonalismo sin recaer en la negatividad de lo sacro.

Al final , la monstruosidad de Averroes, como sugiere Karmy, consintió en una operación deflacionaria de la substancia calificada del hombre, por lo tanto abandonado las categorías hidráulicas de la culpa, la responsabilidad, de los actos, y toda la dimensión sacrificable de la persona propia de la filosofía de la historia cuyo coste ha sido el al nihilismo y su voluntad de poder. Averroes es un pensador que, previendo el nihilismo del valor como apropiación del mundo, hizo posible una antropología erótica y poética para expresar otra forma de estar verdaderamente en libertad. De ahí que Averroes tampoco encarne un gnosticismo ni una religión secularizada en nombre de la inmanencia absoluta (algo que solo puede devenir en el momento de la traducción de la irreductibilidad de las cosas a la iconocidad objetual, como hemos argumentado en otro lugar), sino que es un pensador de la individuación desde los acontecimientos que afectan a cada una de las formas de vida [2].

Si en la lectura de Averroes, la potencia es una forma sensible fundamentalmente atélica – en separación con su actualización de las obras – esto supone que el verdadero sentido de cada vida es la afirmación de nuestras pasiones para la que no hay objeto ni orientación ni orden (en la doble acepción de la palabra), tal y como el derecho natural intentó formalizar la mediación entre moral y principios para el actuar. Estas son las condiciones teológicas que dan lugar al sobrevenido de la voluntad que se somete a la comunión de salvación para garantizar su sentido de libertad. Aquí también otro de los aciertos que recorre los ensayos de este estupendo libro colectivo; a saber, ofrecernos un Averroes que no es ajeno a la política, sin que esto implica abonar las condiciones sustancialitas de aquella eficacia teológica sobre la contigencia (esencialmente temporalista). En este sentido, Averroes aparece como una tercera figura en la partición entre una legitimidad propia de un positivismo excluyente, y la de un derecho natural cuyo “ideal” de justicia y bien común depende de la dimensión impolítica de la antropología de la especie. Y esta tercera postura se define como la prioridad del acontecimiento mediante la cual se vuelve posible dar forma a nuestras pasiones. En el momento en el que las pasiones se vuelven pulsiones idólatras – como en nuestro actual mundo de pasarelas, influencers, y guardianes de la pobreza del valor – la erótica del intelecto ya ha degenerado en un sadismo que, en virtud de la posesión sobre la mera corporalidad, lleva a la caducidad inerte. Es aquí donde podemos situar el punto en el que el uso se transforma en abuso (ius abutendi). Pero si la norma se ecargará de regular el abuso y el derecho natural a tipificar un cúmulo de bienes del ‘buen uso’; la lección exotérica de Averroes reside en la posibilidad de asumir un uso que, en su separabilidad con el mundo, hace viable la libertad en las pasiones. O lo que es lo mismo: en los medios con los que dispone cada singular exponiendose eróticamente al mundo.

La abnegada actualidad de Averroes reside en el hecho de que es un pensador excéntrico no porque suministre una antropología del juicio reflexivo; sino más bien porque transforma nuestro sentido del ser a una potencia en desobra con efectos irreversibles para nuestra concepción de la libertad. Por eso, lo importante no es que Averroes apueste por un sentido de la irreversibilidad en el plano de la historia o de la negativa a ser dominado (ideal republicano); sino más bien se trata de un sentido de la irreversibilidad en el registro de las pasiones, del afectar, y de nuestros contactos con lo ajeno. Todo esto nutre la dimensión modal del ser humano a partir de la separabilidad de sus acontecimientos. Ya siglos más tarde el escritor Carlo Levi diría en Miedo a la libertad desde un averroísmo intuitivo: lo esencial no es ser libre de las pasiones, sino poder estar en libertad en las pasiones [3]. No debemos hacer nada con el averroismo, pues el averroismo solo es teoría en tanto que pensamiento que ya nos atraviesa. Así, el averroísmo no es una analítica de los conceptos ni una ontología de la acción o del derecho, sino un estilo en separación del mundo que en su opacidad huye de la domesticación de lo social como imperio psíquico de los valores.

En este sentido, la imputación de Ramón Llull de los averroístas como grupos clandestinos al interior de lo sociedad, debe entenderse como la vivencia desvivida, siempre renuente de las determinatio de la obra, de la obligación, y de la servidumbre de una voluntad ilimitada a las particiones substantivas de lo común [4]. En su clandestinidad comunicacional, el averroísmo es otro nombre para la intuición que siempre ha excedido las normas de la ciudad y sus trámites civiles. Averroismo: lo que conseguido la felicidad en los acontecimientos de lo que sentimos, pensamos y hablamos. Por lo tanto, la impronta del averroísmo es la indefinición absoluta de la vida feliz. Una felicidad que se recoge en la separabilidad del dominio de los sacerdotes y de sus comuniones subsidiadas en la eterna fe de la salvación.

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Notas 

1. Rodrigo Karmy & Benjamín Figueroa & Miguel Carmona, Editores. Averroes intempestivo: ensayos sobre intelecto, imaginación y potencia (Doblea editores, 2022), 198.

2. Sobre la relación entre uso y objetivación en la filosofía de Emanuele Coccia, ver mi ensayo “En el reino de las apariencias: sobre la cosmología”, Ontología de las superficies: ensayos averroístas sobre Emanuele Coccia (Universidad Iberoamericana AC, 2021).

3. Carlo Levi. Paura della libertà (Neri Pozza, 2018). 

4. Francesco Márquez Villanueva. “El caso del averroísmo popular español”, en Cinco siglos de Celestina: aportaciones interpretativas (Universidad de València Servicio de Publicaciones, 1997), 128.

Reino e imperio. por Gerardo Muñoz

El catolicismo sui generis de Ivan Illich indagó en lo que ciertamente era el “ground zero” de la polémica de la secularización: el pecado. Pues, solo con el pecado es que emerge un fuero interno del cual se vuelve necesaria y activa la gracia divina. La oposición a esto es la herejía naturalista de Pelagio que, en la medida en que daba respuesta al problema, diluía la obediencia a Dios. El pecado es, entonces, el dispositivo mediante el cual emerge la conciencia al interior de la universalidad del Espíritu. Al final, como veía Hegel en Filosofía de la Historia, el Espíritu era la esencia del cristianismo en la medida en que podía estabilizar una reconciliación absoluta entre conciencia e historia. Pero para poder desarrollar este principio en el tiempo histórico, decía Hegel, había que formalizar una asociación de los “amigos cristianos en una Sociedad – la Iglesia” [1]. La visibilidad de la Iglesia tenía como principio aquel motto que recordaba Carl Schmitt: ningun hombre está solo en el mundo; y el hombre lleva el mal por su pecado y el mundo es bueno.

Para Hegel la iglesia era la “vida presente del Espíritu de Cristo” y la única vía que patentizaba “la esencia del Espíritu de la libertad humana” [2]. La teología católica de Illich, desentendida de la misión pastoral luego del abandono de su sacerdocio, disputó esta dimensión absoluta de la Iglesia, tal y como lo había anunciado Hegel en la aurora de la secularización. Al final, en las páginas de Filosofía de la historia Hegel abreviaba el “fuero interno del sujeto” (“inner shrine of man”) para garantizar la compenetración del movimiento de la historia cristiana con las posibilidades de libertad individual. Hegel lleva el fuero interno de la ekklesia hacia el plano efectivo de la abstracción histórica moderna en nombre de la perdurabilidad de un orden moral absoluto.

El iusnaturalismo de Hegel queda desplegado cuando aparece la tesis de la secularización a todas luces: “La libertad en el Estado es preservada y estabilizada por la Religión, ya que la rectitud moral en el Estado solo se entiende como complimiento de lo que ya constituía un principio fundamental de la Religión” [3]. La religión cristiana había hecho posible el proceso de realización absoluto velado, que quedaría legitimado por la forma estatal en la medida en que ésta participara de los presupuestos naturales del cristianismo. Por lo tanto, el cristianismo tenía una clara dimensión “imperial” sobre la moral; una moral contra la que Illich luchó toda su vida desde un concepto opuesto: el reino.

Aunque el propio Hegel se refiere al “reino” de los fieles en las páginas de Filosofía de la Historia, el reino de Illich no se encontraba en una temporalidad histórica, sino más bien en la inconmensurabilidad de una distancia entre los seres. El reino eran los medios disponibles por fuera de los sacramentos. Ya en los escritos teológicos tempranos Illich escribía que: “El Reino ya existe entre nosotros en un sentido social…a fe se manifiesta en el ritual de la celebración de los misterios del reino, así como en los símbolos de su presencia. Y digo celebración, no afirmación o contemplación. La fe sólo se adquiere en una concelebración, en la convivialidad de un acto gratuito, como ilustra la cena del pan y vino, donde hay comida, pero una comida ritual. [4].

Mientras que la noción de “reino” había sido temporalizada como “reino milenario” y obra redentora (Heilswerk) en teólogos como Thomas Michels – cuyas conferencias Illich habría asistido en los 30s – para Illich el reino en su “celebración del misterio” se oponía a toda finalidad de una obra (de una opus dei), ya que su presencia, aquí y ahora, afirmaba la propia dimensión desobrada de la fe. Por eso, Illich podía decir en “Reflexión sobre los límites de la estética” (1966) que la fe no era definida a partir de una moral objetiva ni de un normativismo institucional, sino como un proceso inmanente de vinculados: “Lo que distingue a los creyentes de los no-creyentes es el hecho de que aquellos «celebran» toda su vida, de la misma manera en que celebran esta comida o aquella reunión”. Esto explica porqué Illich definía la “fe” fuera de toda predicación dogmática en manos de clérigos: “Faith inevitably implies a certain foolishness in worldly terms” [5]. Una “tontería mundana” que no deja de llamarse a la sorpresa. En otras palabras, si para la filosofía de la historia cristiana basada la Trinidad la fe solo puede ser una apuesta hacia el futuro de la salvación; en el catolicismo sui generis de Illich, la fe es la partición en tiempo presente del misterio común ante la revelación.

Solo un catolicismo imperial podía hacer de la fe una institutio absoluto para el orden. En otras palabras, el “misterio de la fe” y su “celebración” se reducía en un juego entre Katechon y escathon como un drama invariante de la Historia. En este punto, la corrupción indicaba, ciertamente, la liquidación del misterio hacia el plano jurídico del orden. Por eso, es que Carl Schmitt en Glossarium celebra la formación trinitaria de Hegel cuya aspiración es mantener a raya a la stasis. Escribía Schmitt: “Hegel ha sido desde hace 400 años el único teólogo cristiano; no Kierkegaard, porque en Kierkegaard no existe una teología de la Trinidad. Hegel, en cambio, es el teólogo de la Trinidad. Tiemblan los mentirosos à la Peterson que nos ha echado en cara que la doctrina de la Trinidad no permite una teología politica, y los convertidos de las últimas décadas que buscan nuevas difamaciones con nuevas listas negras” [6].

Y la Trinidad era la estructura de la res publica christiana, un Katechon que frena el fin de los tiempos a la vez que dota de orden las relaciones humanas. Illich, a diferencia de Peterson, no intentó negar una dimensión política del catolicismo asumida desde una reductio theologiae, sino que insistió en el misterio del reino separado de toda teología política subjetiva. Si Illich escribía en el umbral del fin del eón cristiano, entonces tiene sentido que su arcano no estuviese en el Katechon institucional de la Iglesia (esto era lo que permanecía en crisis), sino el reino mistérico de los vivientes. Para Hegel, el cristianismo se volvía imperium con la consagración del estado en el objetivismo moral [7]; para Illich, en cambio, el tiempo de interregnum revelaba el misterio de un regnum que siempre ha estado ahí, retraído de la imperialidad teológica-política.

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Notas 

1. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 328.

2. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 333.

3. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 335.

4. Ivan Illich. “Concerning Aesthetic and Religious Experience”, en The Powerless Church and Other Selected Writings, 1955–1985 (Penn State University Press, 2019), 69-82.

5. David Cayley. Ivan Illich: An intelectual Journal (Penn State University Press, 2021), 359.

6. Carl Schmitt. Glossarium: Anotaciones desde 1947 hasta 1958 (El Paseo Editorial, 2021), 486-487.

7. G.W. Hegel. The Philosophy of History (Dover, 1956), 336.

Corpus descendi. Sobre Velar la imagen (2021), de Paz López. por Gerardo Muñoz

En un presente ferozmente atravesado por la crisis de transmisión de la tradición y la fuerza compensatoria de la cultura, el resultado más inmediato es la pobreza de la mirada y de los sentidos. Dotada de una inusual serenidad, el más reciente libro Velar la imagen: figuras de la pietà en el arte chileno (Mundana Ediciones, 2021) de Paz López ofrece una retirada absoluta de este conspicuo malestar a la vez que enarbola una meditación sobre la potencia del arte en el umbral que separa la imaginación y el pensamiento. La puerta de entrada es singular y angular, aunque, como en los pliegues de los tejidos de Van Eyck y de casi toda la pintura flamenca, sus modos son infinitos, pues desde ellos se puede recorrer las variaciones de la pietà en el arte chileno sin sopesarla a la normatividad universitaria, a la disciplina historiográfica del arte, ni tampoco a sus bordes iconográficos. Su rendimiento es la pura medialidad de los sentidos en las estrías de la imaginación.

Como la define muy al comienzo López: “Me gusta pensar la pietà como una imagen que condensa esos dos momentos, el del nacimiento y la muerte, es decir, una imagen de aquello que nos falta y que por eso miso abre la posibilidad de la imaginación y el pensamiento” (14). Como vemos, no se trata de una imagen del pensamiento, ni de una entrada a las lubricaciones de una imaginación sin cortes; más bien se desarrolla la tesis de la potencia de una imagen que, a partir de su falta inconmensurable, hace posible una caída de todas las obras del hombre hasta develar la vida misma. Podríamos pensar este trazo como una secularización radical de la felix culpa cristiana; una “noche clara”, dotada de un patetismo escéptico, pero en el que ya no hay redención ni salvación alguna, nos sugiere Paz López (16). El descenso de la imagen en la fiscalidad de la pietà indexa el recogimiento de la existencia, de una “vida fonambulista” que remite a un paraíso terrenal (ya no el “paraíso” de la comunidad de salvación cristiana) en el acontece ciertamente algo así como la felicidad.

Paz López define de manera implícita esta felicidad como intensidad no solo del cuerpo, sino en la apertura al mundo que es también seña de amor como vínculo fluctuante. La protofigura de la pietà – su metaforicidad sin trascendencia, esto es, sin compensación – es el pliegue en el que se desdobla arte y vida nuevamente. Si el vórtice de toda obra de arte es la caída de su belleza, como en su momento sugirió Giorgio Agamben sobre las esculturas de Cy Twombly, entonces el pliegue medial entre la sensación y el arte (poesis) es la forma de los presupuestos de la obra y del objeto artístico. De ahí que, aunque el libro de López sea un ensayo directamente vinculado a la escena de las artes visuales y sus aparatos críticos en el Chile contemporáneo, el pliegue pietà hace posible un movimiento sutil y destructivo de toda disputa “cultural” determinada por los principios de la vanguardia y objetualidad, historiografía y sociología del arte, índices generacionales artísticos o nominalismo de la autonomía cultural. La pietà, además de una protofigura que vincula las obras de artistas tan disimiles como Raúl Zurita y Eugenio Dittborn, Carlos Leppe y Natalia Barbaronic, Juan Pablo Langlois o Juan Domingo Dávila. La pietà: una fuga del terreno común de discusión. Desde luego, una fuga en la que solo podemos comenzar a pensar como forma de deserción de todo horizonte de guerra en cultura, como sugirió no hace mucho el propio Eugenio Dittborn aludiendo a los años de la Escena de Avanzada. La pietà es también un ejercicio de excepción a toda herencia y topología, pero solo para poder regresar infinitamente a los modos en que la imagen y la pintura tematizan el desborde de las formas, ya que en ellas se contempla la apocatástasis de un desastre.

Un descenso, una forma de evasión, y el trazo pictórico recoge una luz negra de la oscuridad. Vuelta a los estratos originarios: la pintura como “la máxima calidad de la imagen”, en palabras de Natalia Babarovic (69). El misterio de la pintura, su enigma vital con respecto a la realidad, es que coincida íntegramente con el acontecimiento infinito de la antropogénesis del hombre. Antes que la palabra hay un trazo y gesto de la pietà, lo invisible del cuerpo en su morada. La condición pictogenética más que una cuestión de forma es una caída substractiva de la realidad o de las formas, del sujeto o de las ordenes de la historia y toda “ficción identitaria” (83). Por eso López habla de las figuras criaturales de Leppe o Dittborn, o de los vectores de fuerzas en la escena de Las Yeguas del Apocalipsis que “disputan intensa y festivamente su relación con el mundo” (83). En la intensidad física del descenso de la imagen, la pietà que nos devela el desamparo último de la existencia, para la cual ningún ejercicio artístico podría encubrirse con los ropajes metafísicos de la politicidad y del culturalismo.

En efecto, la palabra “política” aparece solo una vez en Velar la imagen (2021), pero de manera muy específica: esto es, como una resistencia vital de cara a la finitud que no admite la desaparición del amor y del encuentro (82). Ahora “política” no coincide con el destino, sino que es transfigurada al terreno del conatus essendi de todo singular que nace y muere. Pero esto es lo importante: Paz López nos recuerda una y otra vez en todos los pliegues de la pietà del arte chileno que la decreación artística no ha cesado de remover la alienación de la génesis psíquica para así desatar un vinculo erótico con el mundo. Esta pasión erótica, desde luego, se desmarca de manera fundamental de toda posicionalidad interesada en la administración de la inmortalidad, así como en los cuerpos de la comunidad de los vivos en la antela de la posthistoria. De ahí que el libro de López no haga llamado alguno a una biopolítica naïf de “los cuidados” que hoy constituye un reverso de la dominación biopolítica en curso con ínfulas de sonambulismo afectivo.

La disposición vital de la pietà supone “acoger la mortalidad, pero nunca la muerte provocada con saña” (95). Y es en este abismo carente de forma y legislación psíquica en el que podemos encontrar un vínculo erótico para con el mundo, y que para Paz López implica una suspensión absoluta de todas las miradas (la del moralista, la del voyeur y la del amo), a cambio de que moremos en la prolongación del ascenso de la existencia en su apertura con el deseo, y no con la normatividad icónica, las tribulaciones del sujeto, o las particiones del juicio. Por eso me atrevería a decir que también hay una dimensión de resurrección en el movimiento descendiente de la pietà.

Un movimiento que no es cronológico al descenso, sino que coincide con éste y que yuxtapone temporalidades, lenguajes, y sensaciones en una armonía cuya musicalidad es el don mismo de la felicidad. La contraparte de la Pietà de Miguel Ángel no es el cuerpo glorioso en la liturgia de los cielos, sino más bien el descubrimiento que el propio pintor renacentista hizo del Laocoonte bajo la tierra mojada de un viñedo italiano. Algo así también me parece la escritura minimalista, exquisita y aconceptual de Paz López en Velar la imagen, cuya pietà se encuentra repetidamente en los pliegues del pasado, pero tampoco en ninguno. Esta resurrección transfigurada no es índice del arribo a las promesas de los cielos, sino que es el movimiento extático de toda existencia ante una inevitable caducidad temporal que carece irremediablemente de obras.